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La esposa del consejero mayor contemplaba el festejo a través de los juncos de su persiana. Al principio un biombo le entorpecía la vista de los invitados, pero a medida que la fiesta se fue animando y la gente empezó a moverse, la última hoja del biombo se plegó poco a poco, ya fuera por designio o por azar, y ahora veía de frente al ministro de la Izquierda. La persiana le velaba su imagen, pero estaba sentado a sólo tres o cuatro esteras de distancia, mirando hacia ella y claramente iluminado por una lámpara que le habían colocado delante. Su cara redonda y blanca aparecía arrebolada por la bebida; de vez en cuando se le crispaban las cejas, pero su risa, que hacía asomar una inocencia infantil a sus ojos y su boca, era cautivadora.
–¡Soberbio!
–Sí, un hombre así es otra cosa.
Las criadas se tiraban de la manga entre suspiros, buscando la reacción de su señora, pero ella las reprendió con mirada severa y se pegó a la persiana como atraída por un imán. Le sorprendía ver a su marido desaliñado, tartajeando con voz pastosa y sin avergonzarse de mostrar su embriaguez. El ministro de la Izquierda parecía igual de borracho, pero no estaba dando un espectáculo como el de Kunitsune. El consejero mayor se bamboleaba en el asiento, y era imposible adivinar adónde dirigía los ojos abotargados; pero el ministro de la Izquierda seguía estando derecho, en plena posesión de sí, sin que la bebida le hubiera hecho perder un ápice de dignidad. Bebía sin parar, siempre de una copa llena. Todos cantaban saibara13 entre las piezas instrumentales; nadie podía igualar la belleza de la voz del ministro ni el arte de su fraseo... Ésa fue la impresión que causó Shihei en la dama y sus criadas, pero no hay documentos que indiquen si realmente tenía dotes musicales. Por otra parte, su hermano menor Kanehira era tan hábil con el laúd que se le llamó «el ministro del laúd», y su hijo Atsutada fue un músico consumado, a la altura del célebre Hakugano Sanmi. De modo que quizá no fuera sólo parcialidad de las damas; acaso también Shihei tuviera algo de talento en ese sentido.
Mirando con atención, la esposa del consejero se dio cuenta de que el ministro de la Izquierda le lanzaba ojeadas de soslayo. Al principio lo hacía disimuladamente, vacilando y aparentando en seguida no mirar; pero al beber más sus ojos se envalentonaron, y empezó a mirar en su dirección con gesto amoroso e insinuante.
A mi puerta hay un hombre
que va y que viene.
En algo está pensando,
en algo está pensando.
Al cantar esos versos del saibara «A mi puerta», el ministro de la Izquierda puso un ímpetu añadido en el estribillo, «En algo está pensando», y volvió sin recato una mirada implorante hacia la persiana. Hasta ese momento ella no estaba segura de que el ministro supiera que le observaba, pero entonces ya no hubo posibilidad de duda. Sintió que al pensarlo le subía un rubor a la cara. El delicioso perfume de las ropas del ministro llegaba hasta ella a través de la persiana, y así también el aroma de sus vestidos llegaría sin duda hasta donde él estaba sentado. Y aquel biombo, quizá alguien, adivinando sus intenciones, lo había apartado para él. En cualquier caso, era como si pretendiera atravesar la persiana y asomarse a la cara de la dama con aquella mirada escrutadora.
La esposa del consejero se había percatado en seguida de que otro hombre miraba furtivamente la persiana; éste ocupaba uno de los asientos más bajos, lejos del ministro de la Izquierda. Ni que decir tiene que era Heijū. Naturalmente, también las criadas habían visto al elegante joven. Por respeto a su señora se abstuvieron de cuchichear sobre él, pero en silencio debieron de compararle con el ministro de la Izquierda y debatir quién era el más apuesto. Muchas noches, a la luz débil y vacilante de su dormitorio, la esposa del consejero se había rendido clandestinamente a sus abrazos; era la primera vez, sin embargo, que le veía codearse con dignatarios en público. Hasta Heijū quedaba eclipsado por la presencia dominante de Shihei en aquella reunión. Parecía otro: insignificante, de algún modo, y desprovisto del encanto que ella había sentido en sus encuentros a la luz tentadora, detrás de las cortinas. Y por alguna razón Heijū estaba abatido mientras todos los demás se divertían, como si sólo a él no le apeteciera el sake.
Shihei lo notó.
–¡Subcomandante! –exclamó desde el otro lado de la estancia–. Estás mohíno esta noche. ¿Te sucede algo?
La malicia de un niño travieso jugaba en la sonrisa de Shihei. Heijū le miró con reproche.
–No, en absoluto –dijo forzando una sonrisa triste.
–Pero no adelantas nada con el sake, ¿eh? ¡Bebe, bebe!
–Gracias, ya he bebido mucho.
–Entonces oigamos una de esas historias cochinas que tanto te gusta contar.
–Por favor, no bromeéis así...
–¡Aaah, ja ja ja ja ja! ¿Qué os parece? –Shihei, apuntando a Heijū, paseó la mirada sobre la concurrencia–. Este hombre es un maestro contando historias cochinas y describiendo sus conquistas. ¿Le pedimos una actuación?
–¡Que hable, que hable!
–¡Somos todo oídos!
Todos aplaudieron; pero Heijū, aparentemente al borde de las lágrimas, meneó la cabeza y rogó que le excusaran. Shihei, ahora mostrando más a las claras su sonrisa maliciosa, dijo:
–¿Por qué no, si a mí siempre me las estás contando? ¿Hay alguien aquí presente que no las deba oír? ¿Se la tendré que repetir yo a todos si tú no quieres, la que me contaste el otro día?
Heijū, ahogando un sollozo, repitió suplicante:
–Por favor, excusadme; por favor, excusadme –una y otra vez.
La noche avanzaba pero el banquete no daba señales de acabar, y la juerga subió de tono. El ministro de la Izquierda se arrancó con «Caballo mío»:
Me está esperando
en el monte Matsuchi:
¡Corre, galopa!
¡Quiero verla pronto!14
Al final se puso en pie y clavó una mirada codiciosa en la persiana. Otros cantaron «La chocita del este» y «Mi casa»:
Abre mi puerta y entra,
¿de quién soy yo sino tuya?
Almejas, rodaballo, erizos tan buenos...
Li-ra-ra-ra-li-ru-ro...
Luego ya cada cual vociferó lo que le vino en gana, y nadie atendió a lo que decían los demás.
Kunitsune se estaba viniendo abajo. A duras penas lograba tenerse derecho en el asiento, y seguía farfullando: «Ling-lung, Ling-lung, ¿qué voy a hacer? ¡Ya soy muy viejo». A todo el que pasaba por su lado se le agarraba, diciendo: «Estoy tan agradecido... Nunca en mis ochenta años había sido tan feliz», y las lágrimas le corrían por las mejillas. Aun así, cuando el ministro de la Izquierda presentó sus respetos y empezó a despedirse, el consejero recordó admirablemente sus obligaciones de anfitrión y mandó traer los regalos que tenía preparados: un koto chino de trece cuerdas y dos caballos magníficos, uno castaño y otro bayo. Viendo al ministro de la Izquierda ponerse en pie trabajosamente, Kunitsune le dijo:
–¡Mi señor! No quisiera ser descortés, pero os veo un poco inseguro –él también se alzó precariamente–. Permitidme que haga traer aquí vuestro coche –añadió, y ordenó acercar el carruaje de Shihei hasta la escalinata cubierta de la entrada principal.
–¡Aaah, ja ja ja ja ja! Estoy perfectamente, aunque no lo parezca. Sois vos el que está muy mal –sin embargo, Shihei daba la impresión de estar demasiado borracho para llegar al coche, aunque lo arrimaran a la balaustrada. Dio dos o tres pasos y se cayó sentado de golpe–. No, así no es –dijo.
–Tened cuidado, señor; estáis un poco mareado.
–No es nada, no es nada –y trató de levantarse, pero volvió a caer sobre sus posaderas–. ¡Bueno, bueno, vaya imagen estoy dando!
–Señor, en ese estado no debéis subir al coche –dijo Sadakuni.
–Tiene razón, tiene razón –terció Sugane–. Sería mejor esperar un poco, señor, hasta que estéis más despejado.
–De ningún modo; no vamos a abusar de nuestro anfitrión.
–¿Qué decís? ¡Mi casa es indigna, pero os suplico que os quedéis todo el tiempo que queráis! –Kunitsune se había sentado junto a Shihei y parecía a punto de tomarle de la mano, implorante–. Os obligaré si hace falta. No os dejaré marchar aunque lo intentéis.
–Entonces ¿está bien que me quede?
–¡«Bien» es poco!
–Pero para retenerme me tendréis que ofrecer algún agasajo especial.
De pronto Shihei había cambiado de tono; Kunitsune le miró. El rostro del ministro, enrojecido hasta entonces, estaba pálido, y le temblaban las comisuras de la boca.
–El banquete de esta noche no ha dejado nada que desear. Me habéis ofrecido unos regalos espléndidos; pero siento tener que decir que eso no basta para retener aquí al ministro de la Izquierda.
–¡Os oigo y querría meterme en un agujero! He hecho cuanto podía hacer.
–Eso decís vos. Pero, aunque sea grosero por mi parte señalarlo, no basta con un koto y dos caballos.
–¿Queréis algo más?
–No me obliguéis a decirlo. Ya os hacéis idea, ¿verdad?... ¡Vamos, viejo, no seáis tan tacaño!
–¿Tacaño? ¡Me ofendéis, señor! Yo quiero corresponder a vuestra constante amabilidad..., os daré lo que sea con tal de veros satisfecho.
–¡Lo que sea! ¿Es eso lo que habéis dicho? ¡Aaah, ja ja ja ja ja! –Shihei echó atrás la cabeza para soltar su risotada habitual, pero parecía azorado–. Entonces voy a hablar claro.
–Os lo ruego.
–Si es que, como decís, realmente queréis mostrar vuestra gratitud por mis constantes atenciones; si es que, en fin...
–¿Qué, qué?
–¡Aaah, ja ja ja ja ja! Aun así de borracho me parece un disparate. Lo que viene ahora no es fácil de decir.
–Continuad, por favor... Por favor.
–Es algo que no se encuentra en mi casa, ni en lo más escondido del palacio de las Nueve Puertas de Su Majestad, sino que sólo lo tenéis vos aquí... Es algo más precioso para vos que la vida misma, irreemplazable en el cielo y en la tierra... Un tesoro que no se puede comparar con un koto y caballos...
–¿Tengo yo una cosa así?
–¡La tenéis! ¡Sólo una!... ¡Dádmela, viejo, como regalo de despedida! –Shihei miró fijamente a los ojos del atónito consejero–. ¡Dádmela para demostrar que no sois tacaño!
–¡Está bien, para demostrar que no soy tacaño! –repitió Kunitsune. Y yendo hasta el biombo que cerraba el fondo de la estancia lo plegó rápidamente, metió la mano entre los juncos de la persiana y agarró con fuerza la bocamanga de la persona que se ocultaba al otro lado.
–Contemplad, señor ministro de la Izquierda... Éste es el tesoro más precioso para mí que la vida misma, irreemplazable en el cielo y en la tierra, el tesoro de los tesoros, el tesoro que no encontraréis en ningún otro sitio sino en mi casa.
Kunitsune, antes ofuscado por la bebida, ahora estaba tieso como un huso, súbitamente revigorizado. Ya no tenía la lengua estropajosa, y sus palabras resonaban con nitidez. En sus ojos muy abiertos, sin embargo, había un fulgor extraño, como si se hubiera vuelto loco.
–Os entrego este presente, mi señor, para demostrar que no soy tacaño. ¡Dignaos aceptarlo!
Shihei y los otros grandes nobles observaban en silencio, hechizados por la inesperada escena que se desenvolvía ante ellos. Cuando Kunitsune metió por primera vez la mano en la persiana, los juncos se combaron desde dentro, y entre ellos salió una bocamanga de varias capas de color lavanda y rosa, claramente visible en la penumbra. Era parte del atuendo de la esposa del consejero, pero brotando así por el hueco parecía una ola turgente, un brillante caleidoscopio de colores vertiginosos o un enorme capullo péndulo de adormidera o peonía. A medias revelado, el capullo humano se quedó inmóvil, con Kunitsune aún aferrando la manga, como si rehusara descubrirse más. Suavemente, Kunitsune la rodeó con sus brazos por los hombros y trató de tirar de ella hacia los invitados, pero la reacción de su mujer fue intentar protegerse aún más con la persiana. Era imposible distinguir sus facciones, porque se tapaba la cara con un abanico; hasta los dedos que sujetaban el abanico quedaban ocultos por la manga. Lo único que se veía era la larga cabellera derramada desde los hombros.
–¡Oh! –exclamó Shihei.
Y, como liberado de un hechizo, corrió a la persiana, apartó la mano del consejero y tomó la manga de la dama.
–Este regalo, gobernador general, ciertamente lo acepto. Por él ha valido la pena mi visita de esta noche. ¡Os lo agradezco desde lo más hondo de mi corazón!
–Este tesoro incomparable ha hallado por primera vez el lugar que le corresponde. ¡Soy yo quien debe daros las gracias!
Cediendo el puesto a Shihei, Kunitsune volvió sobre sus pasos al otro lado del biombo.
–¡Señores! –dijo dirigiéndose a los nobles, que habían seguido toda la escena estupefactos–. Señores, aquí ya no tienen ustedes más que hacer. Y aunque esperasen, dudo que el ministro se vaya pronto. Por favor, pueden retirarse –mientras hablaba volvió a desplegar el biombo y lo colocó delante de la persiana.
Los invitados no se movieron, aunque el dueño de la casa se lo pedía. Mudos de asombro ante los extraordinarios sucesos que acababan de presenciar, miraban de hito en hito a su arrebatado anfitrión, sin poder dilucidar si estaba regocijado o llorando.
–Retírense, por favor.
Se alzó un murmullo cuando el anfitrión los despachó por segunda vez, pero pocos se fueron. Levantándose de mala gana, casi todos, haciéndose guiños, fingieron irse, pero en seguida detuvieron el paso o se apostaron tras una columna o una puerta, como reacios a perderse el final del incidente.
¿Qué ocurría detrás del biombo mientras los invitados volvían sus miradas curiosas hacia la persiana que ocultaba?... Cuando Shihei vio que Kunitsune le dejaba la manga y se replegaba al exterior del biombo, tiró suavemente de la manga hacia sí sin decir nada. Después, como hiciera un momento antes Kunitsune, se inclinó sobre la persiana y abrazó aquella especie de flor. El perfume dulce y débil percibido más allá del biombo embargó entonces su olfato con una intensidad sofocante. Ella seguía tapándose la cara con el abanico.
–Perdonadme, pero ahora sois mía. Dejad que os vea la cara.
Shihei le tomó la mano a través de la manga. Ella, temblorosa, bajó el abanico hasta la rodilla. En la habitación de atrás no había luz; el biombo reflejaba hasta allí la claridad de las lámparas de aceite que ardían en la sala del banquete. Cuando Shihei comprendió que en aquello blanquecino que se dibujaba en la penumbra estaba viendo el rostro de ella por primera vez, el éxito de su astucia le produjo un gozo indescriptible.
–Ahora, pues, ¿nos vamos a mi casa?
Bruscamente le agarró un brazo y se lo echó al hombro. Ella, como era de esperar, al principio no quiso que la levantara; pero tras una mínima y delicada resistencia se alzó dócilmente.
Los que aguardaban al otro lado del biombo volvieron a asombrarse al ver que el ministro de la Izquierda, del que esperaban que tardara en salir, reaparecía casi de inmediato, con impresionante crujir de sedas y un enorme bulto de colores apoyado en uno de sus hombros. Al mirar atentamente vieron que el bulto era una dama de alcurnia: sin ninguna duda la persona a la que el dueño de la casa había calificado de «tesoro». Con el brazo derecho sobre el hombro derecho del ministro y la cara escondida en su espalda, se habría dicho que era un cuerpo muerto; pero, aunque desmayadamente, caminaba por su pie. Las deslumbrantes mangas y faldas que poco antes brotaran de la persiana ahora barrían el suelo, desordenadas y enredadas con la cabellera hasta los pies. El traje del ministro y el femenino atavío de cinco capas formaban una sola masa crujiente, que lentamente se dirigió a la escalinata cubierta de la entrada. Todos se apresuraron a abrirle paso.
–¡Gobernador general! ¡Acepto mi regalo y me voy!
–Sí, señor –dijo Kunitsune con una respetuosa inclinación de cabeza. Luego se irguió y dio la orden–: ¡El coche, el coche!
Y adelantándose por la escalinata alzó con las dos manos la persiana de juncos del carruaje. Shihei llegó jadeando, casi vencido bajo el peso de su bella carga. A la trémula luz de las antorchas que sostenían lacayos y palafreneros, Sadakuni, Sugane y otros unieron sus esfuerzos, por un lado y por otro, para izar al carruaje el voluminoso objeto. Kunitsune, al bajar la persiana, dijo:
–No me olvides –pero lamentablemente en el interior del coche todo era negrura, y no pudo ver la cara de la dama. Esperaba al menos una palabra de despedida, pero le tapó la vista la figura de Shihei al subir al coche.
En el mismo instante un hombre se abría paso hasta el carruaje. La cola del vestido asomaba por debajo de la persiana y rozaba el suelo; el hombre la recogió y la metió dentro. Casi nadie se percató de que era Heijū. Esa noche había abandonado su sitio por un rato, incapaz de aguantar más; pero seguramente le fue imposible contenerse cuando vio que Shihei se llevaba a su antigua amante. Sacando una hoja de papel de Michinoku, escribió a toda prisa:
Como espera la muda azalea entre riscos y pinos,
no pudiendo hablar te amo tanto más.
Dobló bien el papel, y apareciendo como por ensalmo junto al carruaje del ministro lo escurrió bajo la manga de la dama a la vez que remetía la cola de su vestido.