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Desde entonces Shihei no dejó de saludar melifluamente a Kunitsune cada vez que le veía en la corte. Habría sido lo normal que manifestara respeto y cariño a un hombre de edad avanzada que, si bien de rango inferior, era tío suyo; pero Shihei –que se mostraba más altanero que nunca desde que derrocó a Michizane y se recreaba en pavonearse ante todos los demás cortesanos– jamás hasta ese momento había prestado a su tío la menor atención. Ahora soplaban otros vientos, y siempre que se cruzaba con él le dirigía una sonrisa jovial y extraña. También las fórmulas de saludo eran rebuscadas: Me felicito de veros tan saludable, pero estas heladas no pueden ser buenas para vos; cuidaos mucho, no os resfriéis. Una mañana en que el frío era especialmente intenso vio una gota de moco en la punta de la nariz de su tío. Acercándose sigiloso al consejero, le dijo:
–Tenéis la nariz húmeda... Cuando se pasa frío –añadió dulcemente–, lo mejor es ponerse mucha ropa acolchada.
Como es tan frecuente en personas de edad, el consejero mayor era un poco duro de oído.
–¿Acolchada...? –preguntó.
–Sí, sí –dijo Shihei, asintiendo con la cabeza y murmurando por lo bajo algo que el viejo no entendió; y cuando el consejero estaba de vuelta en casa, llegó un correo del ministro de la Izquierda con un enorme paquete de guata nueva de seda blanca.
«¡Cómo os envidio! Vuestra energía y vigor al borde de los ochenta años ponen en evidencia a hombres mucho más jóvenes. Verdaderamente es afortunada la nación que tiene semejante cortesano. No descuidéis vuestra salud, os lo ruego, para que vuestra vida aún se prolongue por mucho tiempo.»
Presentado ese mensaje verbal junto con los regalos, el correo se marchó; pero dos o tres días después llegó otro al atardecer, cuando casi una cuarta de nieve se había acumulado desde la mañana. El correo se interesó por la salud del consejero mayor en aquel día de nevada y le recordó que la noche sería muy fría; y a continuación, portándola en alto solemnemente, introdujo en la casa una caja.
–Esto está traído de China –dijo–. El fallecido señor Shōsen se lo ponía en invierno; pero el ministro de la Izquierda, dada su juventud, no tiene ocasión de usarlo. Es su deseo que lo vista su tío como lo vistió su padre.
Y le dejó la caja al consejero mayor. Dentro había un magnífico manto de marta cibelina, que aún llevaba presa en sus pliegues la fragancia de incienso de una generación desaparecida.
Hubo muchos otros presentes. Un día eran brocados, damascos y otras telas; otro día, variedades raras de maderas aromáticas, también presuntamente chinas, o mantos de muchas capas en tonos púrpura y escarlata, salmón y amarillo: a la primera ocasión, con cualquier pretexto, se sucedían rápidamente los correos. Al consejero mayor nunca se le ocurrió preguntarse por los motivos de Shihei; simplemente estaba lleno de gratitud. A todo el que llega a cierta edad le hace llorar de alegría que una persona joven le dedique una palabra amable, y tanto más era así en el apocado y bondadoso Kunitsune. Shihei era su sobrino, pero era también el hombre más importante del reino, destinado a ser regente como sucesor del señor Shōsen. ¡Que se acordara de su familia y tuviera tantas atenciones para con su viejo tío inútil!
–¡Sí, es bueno vivir una vida larga! –dijo el anciano una noche, restregando su cara arrugada contra la redonda mejilla de su esposa–. ¡Sólo con tenerte a ti por mujer ya soy más feliz que nadie, y ahora encima me veo tratado tan bien por un hombre como el ministro de la Izquierda!... Es verdad que nunca sabemos la buena fortuna que nos espera.
Sintiendo que su esposa asentía en silencio contra su frente, el viejo le acercó la cara aún más, y sosteniendo su nuca entre las manos le acarició el cabello durante largo rato. Hasta hacía dos o tres años no había sido así, pero últimamente las atenciones amorosas del anciano eran cada vez más persistentes. En invierno, por no apartarse de su mujer ni un momento, dormía toda la noche apretado contra ella. Para colmo, la bondad del ministro le tenía tan conmovido que empezó a beber demasiado, y metiéndose en la cama bebido se entrelazaba de brazos y piernas con su mujer más tenazmente que nunca. Otra de sus manías era que la lámpara tenía que estar siempre encendida y ardiendo con la mayor viveza. La razón era que no se contentaba con acariciar a su mujer: de vez en cuando le gustaba apartarse un poco para contemplarla y recrearse en su hermosura, y por eso era necesario que la habitación estuviera siempre bien iluminada.
–De todos modos, ya no importa lo que yo me ponga. Quiero que esas telas acolchadas y esos brocados sean para ti.
–Pero el ministro os los ha dado a vos, mi señor, para que no cojáis frío.
Como su esposa siempre hablaba en voz baja, tenía dificultades para que el anciano sordo la entendiera, y lógicamente era reticente con él, sobre todo en la alcoba. La pareja casi nunca intercambiaba ternezas en la cama; era el anciano el que lo decía casi todo, y su mujer se limitaba a asentir o, muy de tarde en tarde, a decirle alguna palabra, acercando tanto la boca que él sentía sus labios en la oreja.
–No, no, yo no necesito nada. Es todo tuyo. Yo, con tenerte a ti...
De nuevo el anciano apartó la cara de la de su mujer y partió el pelo que le cubría la frente, dejando que la luz de la lámpara pusiera una vaga claridad en sus facciones. En esos momentos, cuando sentía que sus dedos nudosos y temblones le acariciaban el pelo o la mejilla, ella le dejaba hacer y cerraba los ojos, quizá no tanto por evitar la molestia de la luz en la cara como por huir de su mirada voraz. Sin duda semejante ardor en un hombre casi octogenario es maravilloso; pero lo cierto es que incluso aquel anciano, tan orgulloso de su buena salud, hacía un par de años que finalmente había empezado a experimentar una merma de sus facultades físicas. Lo peor era que la prueba innegable se había manifestado en su vida sexual. Él se daba cuenta, y la desesperación le volvía extrañamente impaciente en el amor; pero no era tanto desesperación por la incapacidad de lograr su placer como por el sentimiento de estar haciendo mal a su joven esposa.
–¡No, por favor, no os inquietéis por eso!
Cuando él le abrió su corazón y le pidió disculpas por no portarse bien con ella, su esposa lo negó serenamente con la cabeza, y dijo que, al contrario, ella siempre lo lamentaba por él. Es lo natural con los años, prosiguió; no es motivo para incomodarse. Contrariar a la naturaleza y empeñarse en lo que no está en vuestro poder sólo servirá para haceros daño. Sería mucho mejor que cuidarais vuestra salud para vivir lo más posible, mi señor, y eso me hará feliz.
–Te agradezco que me lo digas.
Confortado por sus dulces palabras, el anciano juzgó a su esposa más adorable que nunca por la hondura de sus sentimientos. Ella volvió a cerrar los ojos. Él, asomado a su cara, empezó a preguntarse qué ideas abrigaría realmente en su fuero interno, pues era singular que una mujer así de bella, casada con un hombre que le llevaba más de cincuenta años, pareciera tan indiferente a su desgracia. No sólo sentía estar abusando de una esposa ingenua; era consciente de que su propia felicidad estaba edificada sobre el sacrificio de ella. Mirándola con aquellas secretas dudas, su rostro le resultó todavía más misterioso y enigmático que antes. No pudo dejar de sentir orgullo al pensar que él había monopolizado tal tesoro, que nadie más que él –al parecer ni siquiera la propia dama– sabía que hubiera en el mundo semejante belleza. Sintió incluso ganas de presumir ante alguien de tener una esposa así. Entonces sus pensamientos tomaron otro rumbo: si aquellas palabras reflejaban verdaderamente lo que ella pensaba, si indiferente a sus frustraciones sexuales ponía sinceramente toda su esperanza en la longevidad de su provecto marido, ¿cómo corresponder a su bondad? Él se daría por contento con contemplar su cara hasta morir; pero sería una lástima y un despilfarro dejar que aquella carne joven se marchitara junto a la suya. Sosteniendo su tesoro firmemente entre las manos y mirándola, tuvo la extraña sensación de querer extinguirse, cuanto antes mejor, y liberarla.
–¿Qué os sucede?
Sobresaltada al sentir las lágrimas del anciano en sus pestañas, ella abrió los ojos.
–No es nada, no es nada –dijo él como si hablara consigo mismo, y guardó silencio.
Días después, hacia el vigésimo del duodécimo mes, cuando ya el año tocaba a su fin, volvieron a llegar regalos de la mansión de Shihei.
«Sabiendo que el consejero mayor sumará un año más a su edad en el próximo, acercándose aún más a los ochenta, sus parientes le manifestamos nuestras más hondas felicitaciones. En señal de nuestra alegría le presentamos estas minucias, haciendo votos por que las acepte y disfrute de un venturoso Año Nuevo.»
A ese mensaje verbal añadió el correo que Shihei pensaba visitar al consejero mayor en su casa, dentro de los tres días de Año Nuevo, para felicitarle personalmente.
–Dice su excelencia: «Un tío tan longevo es un gran honor para toda la familia. Hace mucho tiempo que anhelo beber tranquilamente una copa con mi señor tío, participar de su felicidad, recibir instrucción en el arte de conservarse bien y aprender de su saludable ejemplo; mas ya que han pasado los días sin ocasión de hacerlo, he querido cumplir sin tardanza ese deseo, y el Año Nuevo que se avecina es la oportunidad perfecta. Vengo asimismo reprochándome el no haber felicitado nunca el Año Nuevo a mi señor tío en su mansión. Quisiera reparar la falta visitándole en Año Nuevo y solicitando sus disculpas por mi pasada rudeza». Eso ha dicho. También traigo el encargo de confirmar que os visitará en los tres primeros días del nuevo año, y de solicitar vuestra cooperación.
Con esas palabras el correo se despidió. Para Kunitsune el mensaje fue una sorpresa todavía más grata que los regalos. Que Shihei acudiera a la casa del consejero mayor para felicitarle el año era algo sin precedentes; más aún, era algo nunca visto en las pasadas generaciones. Aquel joven generoso, ministro de la Izquierda, no sólo le inundaba de tesoros por ser el decano de la familia, sino que ahora le iba a hacer el honor de una visita personal... A decir verdad, Kunitsune se venía preguntando de noche y de día si no habría manera de corresponder a la amabilidad del ministro. Aunque su casa era muy poca cosa en comparación con la residencia del ministro, se le había ocurrido dar un banquete para homenajear a Shihei y agasajarle con la mayor largueza posible, por hacerle llegar de ese modo siquiera una fracción infinitesimal de su gratitud; pero Shihei no descendería a ir a la casa de un modesto consejero mayor; sería inútil invitarle, y el consejero haría un papel ridículo, como el patán que no sabe cuál es su sitio. Kunitsune lo había descartado; y hete aquí que, inesperadamente, el propio ministro le proponía invitarle.
Al día siguiente la casa de Kunitsune era un ir y venir de operarios. Faltaba muy poco para el Año Nuevo; el consejero contrató sin dilación a artesanos y jardineros, y empezó a preparar la casa y el jardín para la llegada de su importante invitado. En el interior se abrillantaron suelos y columnas de madera hasta dejarlos como espejos; se renovaron esteras, persianas y tabiques; se trasladaron biombos y cortinas movibles para remodelar las habitaciones. El mayordomo y el ama no paraban de dar órdenes –Ahí no; no, ahí tampoco–, mandando cambiar de sitio cada mueble un sinfín de veces. En el jardín se arrancaron árboles, se llenó el lago, se eliminó una parte del montículo artificial. El propio Kunitsune salió a probar distintas composiciones de árboles y rocas. Era un honor irrepetible para él; era florecer en la ancianidad, y no ahorró esfuerzo ni gasto en los preparativos.
Al segundo día de Año Nuevo llegó un preaviso del ministro de la Izquierda, y al tercer día una brillante comitiva de carruajes y jinetes entraba en la propiedad del consejero mayor. Shihei había dicho que su escolta sería reducida y sencilla, para evitar la ostentación; pero lo cierto era que llevaba un gran séquito, desde el capitán mayor de la Derecha Sadakuni y el viceministro mayor de Ceremonial Sugane, bufones que siempre iban tras él, hasta cortesanos y altos nobles, entre ellos Heijū. Eran pasadas las cuatro de la tarde cuando los invitados tomaron asiento, y a poco de empezar la fiesta se puso el sol. Aquel día corrió muy deprisa el sake, y pronto se hicieron sentir sus efectos en el anfitrión y en sus invitados por igual. Es probable que en parte fuera debido a los buenos oficios de Sadakuni y Sugane, que iban aleccionados.
–Necesitamos algo más que sake –dijo al rato Shihei, dirigiendo sus palabras a los puestos más bajos. A esa indicación, cierto consejero menor sacó una flauta y empezó a tocar. Alguien se le sumó con un koto chino de siete cuerdas. Los presentes se pusieron a cantar marcando el compás con abanicos. En seguida aparecieron un koto chino de trece cuerdas, un koto japonés y un laúd.
–El anciano caballero debería dar ejemplo bebiendo más.
–No está bien que nuestro anfitrión se reserve de esa manera; ¡así nos va a hacer abstemios a los demás!
–Gracias, gracias –empezó Kunitsune, con lágrimas de beodo en la voz–. Me siento tan agradecido... Nunca en mis ochenta años había sido tan feliz...
–¡Aaah, ja ja ja ja ja! –le cortó Shihei con su peculiar risotada–. Basta de hablar de esas cosas. Vamos a divertirnos, ¿no?
–Tenéis razón, tenéis razón –dijo Kunitsune. Y empezó a cantar a pleno pulmón:
Me animáis a beber,
yo no diré que no.
¡Vamos, niña, a cantar!
¡No seas remisa y canta!
Lector entusiasta de las Obras completas de Po Chü-i, el anciano siempre las recitaba así cuando se entusiasmaba. Era señal segura de que el licor se le había subido. «...Las muchachas de Loyang tienen cara de flor; Ta-yin de Hunan, cabellos de nieve...» Kunitsune bebía menos desde que se hizo viejo, pero le gustaba el sake y era capaz de trasegar sin medida. Aunque al principio se había contenido por miedo a cometer alguna incorrección en su papel de anfitrión de un huésped distinguido, su alegría era irreprimible, y los invitados le ofrecían constantemente más sake. Se relajó, y su espíritu cobró alas.
–Vuestra cabeza será como la nieve, pero yo os envidio ese vigor –era Sugane, el viceministro mayor de Ceremonial–. A mí también me dicen viejo, y aún no he cumplido cincuenta años. Podría ser vuestro nieto, pero últimamente he empezado a sentirme débil de pronto.
–Sois amable, pero este viejo es absolutamente inútil.
–¿Inútil? ¿Qué es lo inútil? –preguntó Shihei.
–Todo es inútil, pero hay una cosa en particular que lleva siendo inútil dos o tres años.
–¡Aaah, ja ja ja ja ja!
–Ling-lung, Ling-lung, ¿qué voy a hacer? ¡Ya soy muy viejo! –cantó el anciano, atacando otro poema de Po Chü-i.
El banquete llegó a un clímax cuando dos o tres grandes nobles se turnaron a bailar. Aunque se diga que el Año Nuevo marca el comienzo de la primavera, la noche era fría y desapacible; pero allí florecía la fiesta a medida que risas, canciones y cháchara se mezclaban en ruidosa algarabía. Aflojándose los cuellos, sacando una manga del manto para lucir la túnica de debajo, todos dejaron de lado las formalidades para entregarse al jolgorio.