5
Kunitsune estuvo bastante despejado mientras vio alejarse el coche de Shihei con su mujer y un gran séquito; pero la tensión cesó de golpe cuando el coche se perdió de vista. Entonces, de nuevo presa de la embriaguez, se desplomó junto a la balaustrada. Ya se iba a dormir allí mismo, boca abajo sobre las tablas de la veranda exterior, cuando las criadas le ayudaron a ponerse en pie, le metieron en casa, le desvistieron, le acostaron y le colocaron la almohada. Él, inconsciente durante todas esas operaciones, cayó inmediatamente en un sopor profundo. Horas más tarde, sin embargo, sintió un escalofrío en la nuca, como si en la cama se colara una corriente de aire; y al abrir los ojos vio la alcoba envuelta en la pálida claridad del alba. Kunitsune se estremeció. ¿Por qué hace una mañana tan fría?, se preguntó. ¿Dónde estoy? ¿Me habré quedado dormido en otro sitio que no es mi cama? Miró a su alrededor y comprobó que las cortinas y la ropa y el incienso que las impregnaba eran los de la alcoba de su casa, la que conocía de todas las mañanas y todas las noches. La única diferencia era que estaba en la cama solo. Como la mayoría de los viejos, solía despertarse temprano. Oyendo el canto de los gallos al amanecer, contemplaba el rostro de su esposa plácidamente dormida a la misma luz incierta de aquella mañana; pero donde debería estar el rostro de su esposa no había más que una almohada vacía. Y lo más importante, Kunitsune dormía siempre apretado contra ella, entrelazados sus miembros sin resquicio, como si sus dos cuerpos fueran uno solo; pero aquella mañana sentía resquicios en el cuello, en los brazos, en todas partes, y por los resquicios corría el aire. No era de extrañar que tuviera frío.
¿Por qué no estaba ella entre sus brazos, precisamente aquella mañana? ¿Adónde se había ido?... Mientras cavilaba sobre eso, algo monstruoso que yacía en el fondo de su conciencia cobró vida poco a poco, confusamente, con la luz del día que iba creciendo, hasta que al fin lo vio perfilarse con nitidez. Quiso creer que era una pesadilla por haber bebido en exceso; pero tranquilizándose fue pasando revista a sus recuerdos de la noche anterior, examinándolos uno por uno, y ya no pudo dejar de decirse que posiblemente no eran ningún sueño, sino la realidad.
–¡Sanuki! –llamó a la mujer que estaría esperando en la habitación de al lado. Ahora cuarentona, había sido el aya de la esposa de Kunitsune; luego se casó con el vicegobernador de Sanuki y le acompañó a su destino, y al morir él reanudó los lazos con la dama y entró en la casa del consejero mayor, donde ya llevaba sirviendo muchos años. Dado que el consejero veía a su joven esposa como una hija, en algún momento había llegado a ver a Sanuki como su madre. Solicitaba su consejo no sólo en sus relaciones con su mujer, sino en todo lo relativo a la casa.
–¿Ya está despierto el señor? –dijo Sanuki, arrodillándose respetuosa junto a su almohada. Kunitsune se tapaba la cara con el embozo.
–Uh-hum –gruñó.
–¿Y qué tal se encuentra?
–Me duele la cabeza. Tengo asco de estómago. Será resaca.
–¿Desea el señor que le traiga alguna medicina?
–Anoche debí de excederme. ¿Cuánto bebí?
–No sabría decir... Yo nunca había visto al señor tan ebrio.
–¿De veras? ¿Tan borracho estaba?
Kunitsune se destapó la cara.
–Sanuki –dijo, variando un poco el tono–. Al despertarme esta mañana, estaba solo en la cama...
–Sí, señor.
–¿Qué sucede? ¿Dónde está mi mujer?
–Sí, señor...
–Deja de decir «Sí, señor». ¿Qué ha pasado?
–¿El señor no recuerda lo de anoche?
–Me va viniendo poco a poco... ¿Ahora no está aquí la señora?... ¿No fue un sueño?... Obligué al ministro de la Izquierda a quedarse cuando se iba a marchar. Entonces dijo que un koto chino y unos caballos no era bastante, que quería un regalo mejor, me dijo que no fuera tacaño. Y yo le di a la mujer que es más preciosa para mí que la vida misma... ¿Eso no fue un sueño?
–Ojalá hubiera sido un sueño.
Oyendo un resuello, Kunitsune levantó la cabeza. Sanuki, encorvada, se tapaba la cara con las mangas.
–Así que no fue un sueño...
–Discúlpeme el señor, pero ¿cómo pudo el señor hacer semejante locura, por muy borracho que estuviera?
–No hables así. Lo hecho, hecho está.
–¿Y sería capaz el ministro de la Izquierda de quedarse con la esposa de otro hombre? Lo de anoche tuvo que ser una broma; seguro que ahora por la mañana la devuelve.
–Eso espero, pero...
–¿Y si el señor enviara a alguien a recogerla?
–Yo no puedo hacer eso... –Kunitsune volvió a taparse la cara con el embozo–. Ya basta. Puedes irte –dijo con voz profunda, casi inaudible.
Sí, pensándolo ahora recordaba lo que había ocurrido. Había sido una locura, pero entendía la mentalidad que le había empujado a hacerlo. Convencido de que el banquete de la víspera sería la ocasión perfecta para liquidar su deuda con el ministro de la Izquierda, Kunitsune le había agasajado hasta donde alcanzaban sus posibilidades; pero sus posibilidades eran limitadas, y le había avergonzado y mortificado no poder dar una recepción que satisficiera al ministro. Y precisamente cuando se estaba haciendo ese reproche –sintiéndose culpable por ofrecer un banquete tan escaso, lamentando no poder hacer algo más por agradar–, el ministro de la Izquierda le había hablado de aquella manera y le había dicho «que no fuera tan tacaño». Herido en lo vivo, Kunitsune había decidido darle al ministro de la Izquierda lo que quisiera. Y no necesitaba ninguna ayuda para imaginar qué era lo que quería el ministro. Se había pasado toda la velada lanzando miradas libidinosas a la persiana. Al principio estuvo comedido, pero luego se fue envalentonando, hasta que al final, ante las narices del marido de la dama, se levantó del asiento para mirar... Kunitsune estaría decrépito y tendría mala circulación, pero ¿no iba a darse cuenta si se le daba un trato tan miserable?
Remontándose hasta ahí, Kunitsune recordó que en ese punto sus sentimientos habían tomado un sesgo extraño. Estaba viendo la conducta intolerable de Shihei, y aquella insolencia no le resultaba ofensiva: curiosamente, había sentido algo más parecido al placer...
¿Por qué placer? ¿Por qué había sentido orgullo en lugar de celos? Siempre pensó que su mayor fortuna había sido tener por esposa a una beldad tan rara; pero, a decir verdad, la indiferencia del mundo a ese hecho le hacía echar algo en falta. A veces le daban ganas de jactarse de su suerte, de excitar la envidia de alguien. Por eso le había complacido tanto ver la codicia con que el ministro de la Izquierda miraba a la persiana. Kunitsune estaba decrépito, y acabaría sus días como consejero mayor de tercer rango; pero poseía algo que aquel joven y apuesto ministro no tenía. Con toda probabilidad, ni el mismísimo emperador, en lo más recóndito del palacio de las Nueve Puertas, tenía otra como ella en su gineceo. Esa idea le producía un orgullo indescriptible, y por eso había sentido placer... De todos modos, si todo consistiera en eso, cualquiera que lo oyese lo comprendería; pero en realidad tenía además otro sentimiento. Desde hacía dos o tres años, el declive de sus condiciones fisiológicas para ser su marido le había confirmado en la convicción de que era injusto para ella dejar que las cosas siguieran así. Cada vez se le hacía más patente la otra cara de su buena fortuna: el infortunio de su mujer por tener un marido viejo y achacoso como él. Verdad era que en el mundo había demasiadas mujeres penando bajo un destino lamentable para apiadarse de cada una; pero él no se había casado con una mujer cualquiera. Aunque adornada de belleza y refinamiento como para ser la consorte del emperador (por no hablar del ministro de la Izquierda), la habían ido a emparejar con aquel viejo incompetente. Al principio él trató de cerrar los ojos a su infortunio, pero a medida que fue conociendo y apreciando profundamente su elegancia y su nobleza, no pudo pasar por alto la enormidad de que un hombre como él monopolizara a una mujer así. Él se tenía por el hombre más dichoso del mundo, pero ¿y su mujer, qué pensaba ella? Estaría molesta, por mucho que él la cuidase con ternura. Ciertamente no se lo agradecería. Él no podía saber qué pensaba, porque daba respuestas vagas a sus preguntas; pero ¿acaso no desearía que el viejo se muriera pronto, no le fastidiaría su longevidad, no maldeciría su existencia?
Pensando en todo eso tuvo otra idea: si apareciera el hombre adecuado para rescatar de sus desafortunadas circunstancias a aquella mujer amada y digna de lástima y hacerla realmente feliz, él de buen grado se la cedería. Más aún, sería hacer lo debido. Ya que a él no le podía quedar mucho tiempo de vida, antes o después ésa sería probablemente la suerte de su esposa; pero puesto que la juventud y la belleza de una mujer no son eternas, cuanto antes ocurriera mejor sería para ella. En lugar de tenerla esperando su muerte, él se consideraría muerto desde ese momento y consagraría su vida a alegrar la de ella. Un muerto vela desde la tumba por los seres queridos que dejó atrás; él adoptaría esa actitud ya de vivo. Entonces comprendería ella lo generoso que había sido su amor. Aquella misma mañana estaría vertiendo lágrimas de gratitud hacia el viejo. Le presentaría llorosa sus respetos, como si se inclinara ante su tumba: Pobre viejo; qué bueno fue conmigo. Y él, ocultándose de su vista, viviría los días que le quedasen contemplando sus lágrimas y escuchando de lejos su voz. Cuánto más feliz sería también él que si seguía viviendo maldecido y detestado por la mujer que amaba...
La víspera, mientras Kunitsune observaba la insistencia del ministro, las dudas que desde hacía tiempo abrigaba en un rincón de su espíritu afloraron poco a poco a la superficie, a medida que su borrachera iba en aumento. ¿Realmente tenía interés aquel hombre por su mujer? De ser así, el desenlace largamente acariciado podría hacerse realidad. Si verdaderamente quería poner en práctica sus planes, jamás tendría mejor ocasión. El ministro reunía las debidas condiciones. Rango, talento, buena presencia, juventud: en todos los aspectos era un compañero digno de su mujer. Este hombre la podría hacer feliz, había pensado Kunitsune.
Y precisamente cuando esa idea germinaba en la mente de Kunitsune, el ministro de la Izquierda dio un paso al frente. Kunitsune no vaciló. Le conmovía profundamente que el deseo del ministro coincidiera con el suyo. Ahora podía repagar su deuda con el ministro de la Izquierda y expiar sus culpas contra su amada. Se sintió transportado de alegría. En un abrir y cerrar de ojos, había actuado... Incluso en aquel instante oyó que algo le susurraba por dentro: ¿Deberías hacer esto? ¿No es ser demasiado generoso, por mucho que quieras manifestar tu gratitud? Cuando estés sereno te darás de cabezazos por este horror al que te incita la borrachera. Está muy bien sacrificarse por la mujer amada, pero ¿vas a poder soportar la soledad que vendrá después?... Él, sin embargo, se había forzado a desechar aquellas aprensiones: ¿Qué más me da? Vendrá lo que haya de venir. Si estoy seguro de tener la razón, debo obrar según mis convicciones, aunque tenga que tomar fuerzas del sake. ¿Por qué ha de asustar la soledad a un hombre que se resigna a morir en vida?... Y había dejado la bocamanga al ministro de la Izquierda.
Ahora Kunitsune podía identificar con toda exactitud el motivo de sus acciones de la víspera, pero eso en nada le levantó el ánimo. Sepultando lentamente la cara en la ropa de la cama, cedió al remordimiento que le ahogaba. ¡Qué desvarío! ¿Cómo se puede ser tan necio de entregarle a otro la esposa a la que amas, sólo por gratitud? Seré el hazmerreír de todos cuando se sepa. El ministro de la Izquierda no me lo agradecerá; se reirá de mí. Y ella no entenderá que lo hice por amor; a sus ojos seré un despiadado. A un hombre como el ministro le sobran mujeres hermosas para buscar esposa, pero yo no convenceré a ninguna de que venga a esta casa si a ella la dejé marchar. Era yo el que más la necesitaba. Jamás debí renunciar a ella. Anoche, obnubilado, pensé que la soledad no me asustaría, pero ¡qué amargas han sido estas pocas horas desde que desperté! Si la soledad va a ser así, ¿qué voy a hacer para soportarla?... Kunitsune rompió a llorar. Volvemos a la infancia al hacernos viejos, dicen. El octogenario consejero mayor quiso llorar a gritos, como el niño que llama a su madre.