11
Habríamos querido conocer siquiera algún detalle acerca del estado espiritual del anciano consejero a la hora de su muerte, pero ya que nada más se encuentra en la crónica de Shigemoto, sólo podemos juzgar por las circunstancias y deducir que murió irredimido, derrotado por el bello fantasma de su amada y aferrado a la Eterna Ilusión. Sería un triste final para el anciano consejero, pero cabe suponer que desde el punto de vista de Shigemoto fuera el mejor desenlace posible, puesto que significaba que su padre había muerto sin ultrajar la belleza de su madre.
El año siguiente a la muerte del anciano consejero falleció el ministro de la Izquierda Shihei, y en los cuarenta años siguientes su linaje se extinguió, como hemos visto. El trono pasó de los emperadores Daigo y Suzaku a Murakami, y en la sociedad se sucedieron cambios y alteraciones, incluidas las vicisitudes de los clanes Fujiwara y Sugawara. Shigemoto se hizo hombre en aquel tiempo y alcanzó el grado de capitán menor, pero su diario, concentrado en su madre, descuida sus propios asuntos. Da la impresión, empero, de que su aya se hizo cargo de él y le atendió por espacio de algunos años después de muerto su padre. En cuanto a la anciana Sanuki, sabemos que siguió a su señora y entró al servicio de la casa de Hon’in, pero en el diario no vuelve a aparecer. Tampoco hay mención de los medio hermanos con quienes compartió padre Shigemoto, ni de sus madres; tal vez Shigemoto no se tratara con ellos. Por su medio hermano más joven Atsutada, sin embargo, su hermano de madre, Shigemoto sintió secretamente el mayor de los afectos. Shigemoto y Atsutada diferían en rango y en categoría familiar, y el conflicto de sus padres por la dama se alzaba entre ellos. Al parecer hubo reticencias por ambos lados y cada cual evitó la cercanía del otro; pero así y todo Shigemoto estaba bien dispuesto hacia Atsutada, y, observando con interés sus actividades, hacía votos desde la distancia por su buena fortuna. A fin de cuentas era porque Atsutada se parecía a su madre: la vista del consejero medio suscitaba en él una nostalgia casi insufrible, escribe varias veces, porque le recordaba cómo era su madre cuando él la vio muchos años antes. También le daba dolor haber salido a su padre y no a ella; probablemente por eso, dice, su padre se limitó a añorar a su madre después de su fuga y no le hizo caso. Envidiaba a Atsutada por vivir con su madre, aun después de la muerte de Shihei, y daba por hecho que ella querría al apuesto Atsutada pero jamás se habría encariñado con un hijo feo como Shigemoto, aun en el supuesto de que hubiera podido vivir con ella. Así como a ella no le gustaba su padre, dice, tampoco él le habría gustado.
¿Y cómo pasó su existencia el objeto del intenso anhelo de Shigemoto, su madre la dama Ariwara? Tendría veinticuatro o veinticinco años cuando falleció Shihei; viuda y bella, ¿vivió recatadamente a partir de entonces? ¿O tendría relaciones con un tercer hombre, y con un cuarto? Ya que había sido amante de Heijū estando todavía casada con el anciano consejero, no sería sorprendente que hubiera intercambiado al menos dulces susurros con alguien de manera discreta; pero hoy no se sabe nada al respecto. En cualquier caso, Shigemoto, que la amaba con mayor dedicación aún de como la amó su padre, difícilmente se habría hecho eco de habladurías turbias; aceptemos por ahora su diario, y supongamos que su madre vivió sus días como una viuda modesta y solitaria, viendo crecer con satisfacción a Atsutada, el huérfano del ministro de la Izquierda. Por otra parte, ¿qué pensaría al saber que su anterior marido, el anciano consejero, había muerto destrozado por su ausencia, o que Heijū, de puro despecho por su rechazo, perdió la vida persiguiendo a Jijū? Mientras el ministro de la Izquierda ejerció su autoridad, muchos la envidiarían y estimarían por ser la Señora de Hon’in, pero desaparecido el ministro sus florecientes fortunas de antaño se desvanecerían como un sueño en la mañana, dejándole la amargura de que ya nada respondiera a sus deseos. Fueron muriendo los hombres que tan tremenda pasión sintieron por ella, los familiares del ministro de la Izquierda sucumbieron uno tras otro a la maldición del ministro Sugawara, y la muerte le arrebató a su amado hijo Atsutada: viendo aquellas cosas, sin duda tuvo que sentir los vientos taladrantes de la Impermanencia.
Pero ¿por qué Shigemoto no intentó acercarse a su madre, si tanto la añoraba? Fuera cual fuese la situación mientras vivió el ministro de la Izquierda, una vez que falleció no debería haber habido obstáculo a encontrarse con ella; sin embargo, de ser cierto que Shigemoto rehuía incluso a Atsutada, con mayor razón un hombre de su rango habría tenido que abstenerse de visitar a su madre. Lo que dice al respecto el diario de Shigemoto es esto: varias veces, cuando tenía diez u once años, expresó deseos de ver a su madre. Pero el aya le amonestaba siempre en estos términos: La sociedad no es así de sencilla; ahora vuestra madre pertenece a otra familia. Ya no es vuestra madre. Es la madre de alguien que está muy por encima de nosotros... También dice Shigemoto que cuando alcanzó la madurez dejó al aya y se independizó; y que al llegar a la edad de tomar sus propias decisiones comprendió cada vez mejor la verdad de lo que el aya le había dicho, y no le fue fácil encontrar ocasión de ver a su madre. Con cada año que pasaba sentía aumentar la distancia que había entre los dos. Aunque el ministro de la Izquierda ya no existiera, Shigemoto todavía se imaginaba a su madre situada más allá de las nubes y fuera de su alcance: la viuda de una casa noble, rodeada de servidores, desgranando los días tras las cortinas suntuosas de una mansión espléndida. Era, en definitiva, como había dicho el aya: la dama ya no era alguien a quien un hombre como él pudiera llamar «Madre». Tristemente, había que hacerse a la idea de que «Madre» ya no estaba en este mundo. De cualquier forma, Shigemoto parece haber sido hipersensible en relación con su madre, pensando como pensaba que no sólo había abandonado a su padre sino que también le había abandonado a él; y es muy posible que esos sentimientos acrecentaran la distancia psicológica que le separaba de ella.
Entretanto murió Atsutada, en el tercer mes de 943, y poco después su madre hizo votos budistas. Shigemoto naturalmente conocería la noticia. Es de suponer que Atsutada fuera uno de los impedimentos que se alzaban entre madre e hijo, y su muerte abría fortuitamente una oportunidad que Shigemoto podría haber aprovechado si hubiera querido. Las conveniencias y las normas del gran mundo, que hasta ese momento le cerraban el paso, ya no tenían ninguna aplicación; y más aún, también es indudable que hasta Shigemoto llegara la noticia de que su madre hacía vida monástica en una choza próxima a la villa de Atsutada en Nishi-Sakamoto. Ya no estaba rodeada de vigilantes; el portillo de ramas secas de su cabaña no cerraría el paso al que se aproximara, antes bien estaría abierto a todos. Shigemoto tuvo que sentir la tentación, pero hay indicios de que durante un tiempo vaciló, todavía incapaz de decidirse. En parte habría que achacarlo a la timidez y la hipersensibilidad, pero quizá tuviera otra razón añadida para temer un encuentro con su madre verdadera.
Parece probable que Shigemoto quisiera seguir adorando perpetuamente a la madre que vio en su niñez. Se había enojado con su padre, deplorando que ultrajara su imagen cuando el anciano consejero practicó la Contemplación de la Impureza, y durante cuarenta años de separación había atesorado una versión idealizada de su madre, construida sobre la imagen que perduraba vagamente en su memoria. ¿Qué aspecto tendría ahora, cuarenta años después, luego de abandonar el mundo al cabo de tantas mudanzas para hacerse servidora del Buda? La madre que Shigemoto recordaba era una mujer aristocrática de veinte o veintiún años, largos cabellos y mejillas llenas; pero su madre la monja, que vivía sola en una choza de Nishi-Sakamoto, era una anciana sexagenaria. Pensarlo lógicamente le disuadiría de afrontar la fría realidad. Tal vez pareciera mucho mejor abrazarse para siempre a la imagen del pasado, saborear los recuerdos de su dulce voz, la suave fragancia de su incienso y la sensación de su pincel acariciando el brazo, antes que precipitarse a beber la copa de la desilusión. Shigemoto no llega a confesarlo, pero hay que sospechar que hubiera algo así detrás de los años que transcurrieron infructuosamente, aun después de que su madre se hiciera monja.
Que Atsutada tuvo una villa en Nishi-Sakamoto (el actual Ichijōji en el distrito de Sakyō en Kioto), la zona donde vivió la madre de Shigemoto después de hacer votos budistas, está claro en un poema de Ise que pertenece al libro octavo de la Recolección de espigas:
Escrito en una peña junto a una cascada en la villa de montaña del consejero medio provisional Atsutada en Nishi-Sakamoto:
«En la cascada que envía, nutrida por el tranquilo Otowa, el corazón del hombre se revela».
La villa no estaría lejos, a caballo, del centro de Kioto. En aquel tiempo Shigemoto visitaba a menudo a Jōshinbō Ryōgen en Yokawa, sobre el monte Hiei, para instruirse en el budismo. Si para volver a casa hubiera bajado del monte por la ladera de Kirara, habría salido a la aldea donde vivía su madre. De hecho, a veces extendía la mirada con amor desde lo alto del monte sobre el cielo de Nishi-Sakamoto, y había días en que sus pies tomaban espontáneamente aquella dirección; pero siempre se refrenaba y escogía otra ruta.
Hasta que unos años más tarde, en primavera, Shigemoto pasó una noche en la celda de Ryōgen en Yokawa. Abandonando al día siguiente la casita a primera hora de la tarde, dejó atrás el Sector Occidental y el Pabellón de Conferencias y llegó al cruce de caminos del Komponchūdō; y allí, siguiendo un repentino impulso del corazón, tomó el camino hacia la ladera de Kirara. «Repentino» no significa que la idea le asaltara imprevistamente: hacía tiempo que quería tomar aquella senda, y siempre algo se lo había impedido. Pero en ese día primaveral del tercer mes, atraído por la vista de las montañas lejanas envueltas en bruma y por las nubes de flores de cerezo que salpicaban los valles, le apetecía dar un paseo. Además, ya que no tenía otra cosa que hacer, pensó que le gustaría conocer la aldea donde vivía su madre, ya que esa ruta le llevaría a Nishi-Sakamoto.
El sol declinaba hacia poniente cuando Shigemoto empezó a bajar por la ladera, y en el cielo brillaba una radiante luna velada cuando dejó atrás el Pabellón de Jizō, en el paso de Mizunomi, y llegó a la falda del monte, donde el rumor de la cascada del Otowa resonó en sus oídos. Se dice que el poema de Mibu no Tadamine se refiere a esa cascada:
Tantos años de apilarse las aguas sobre esta cascada espumosa
que es como si hubieran envejecido: ni una sola hebra negra.
Abajo la cascada se transforma en un estrecho curso de agua, el río Otowa, y el camino desciende bordeando la orilla. Shigemoto lo seguía sin pensar cuando llegó a una cerca baja y rústica; al otro lado, más allá de los árboles de un huerto, se veía una construcción que parecía una villa. Shigemoto, saltando la cerca por un punto en el que estaba podrida y caída, dio unos pasos en el interior y examinó el recinto con la mirada. El silencio era absoluto, y no había indicios de que el lugar estuviera habitado. El jardín, situado entre las cumbres del monte Hiei, que se alzaban imponentes hacia levante, y una suave ladera a poniente, debía de haber sido magnífico en otra época, con su lago, sus piedras ornamentales, su colina artificial y su riachuelo; pero ahora era un desecho donde las malas hierbas cubrían el suelo y las enredaderas envolvían los troncos de los árboles.
El lugar, espesamente arbolado y próximo al monte, parecía recibir poco sol, y menos al atardecer; Shigemoto sintió frío en el aire. Hundiendo los pies en los montones de hojas caídas del año anterior, se acercó a lo que parecía ser el pabellón principal. Su aspecto era de abandono: los postigos estaban atrancados, y, aunque ya oscurecía, de dentro no se filtraba ninguna luz. Sentado en los escalones de la entrada para descansar, Shigemoto observó que una de las puertas estaba suelta a causa del deterioro de los goznes. Subió a asomarse, pero el interior estaba en tinieblas y olía a moho y humedad. Preguntándose de quién habría sido aquella residencia, cayó en la cuenta de que podía ser la villa del fallecido consejero medio. Tal vez estaba deshabitada desde su muerte y por eso se hallaba en aquel estado de ruina. De ser así, su madre, que había vivido con el consejero medio en la villa y después se había trasladado a una choza próxima, tampoco viviría ya allí. Ninguna mujer, aunque hubiera renunciado al mundo, podía vivir en un lugar tan solitario... Haciéndose esas reflexiones descansó un rato, inmerso en la profunda quietud. Por todas partes le cercaban la oscuridad creciente y la desolación, pero al pensar que su madre podía haber vivido allí en otro tiempo no le daban ganas de irse.
Entonces distinguió el murmurar de un arroyo, mezclado con los gritos de un búho. Se puso en pie, y guiado por el sonido bordeó el riachuelo del jardín, rodeó el estanque, franqueó la colina y atravesó los matorrales hasta una cascada. El desnivel, que apenas tendría tres metros de alto, no era un corte a pico, sino una suave pendiente donde se habían colocado peñas de formas curiosas, de manera que el agua caía haciendo regatos sinuosos y espumas. Arriba, arces y pinos tendían sus ramas unidas sobre la cascada. El agua tenía que ser una derivación del río Otowa, aquel que Shigemoto venía siguiendo poco antes. Recordó el poema de Ise: «La cascada que envía, nutrida por el tranquilo Otowa». Sí, entonces vio claramente que la cascada del poema era aquel arroyo, y ya no le quedó la menor duda de estar en la villa que perteneció al consejero medio.
Había oscurecido tanto que apenas se distinguía el agua de la penumbra circundante; Shigemoto pensó que era hora de irse, pero aún se sentía reacio. De piedra en piedra, subió por los rápidos hasta rebasar el salto de la cascada. Allí tuvo la impresión de haber salido del recinto, porque el paisaje, retomando gradualmente el aspecto de una ladera cualquiera, no parecía ya un jardín artificial; pero entonces, en un saliente del terreno más arriba del manantial, vio un gran cerezo en flor, tan radiante que parecía repeler la oscuridad crepuscular que lo envolvía. El poema de Tsurayuki «Dispersas en la entraña de los montes donde nadie las ve» se refiere a las hojas otoñales; pero en aquel momento y en aquella hondonada, un cerezo escondido celebrando la primavera no tenía menos de «brocado que la noche se viste»29. El árbol, que hundía sus raíces un poco más arriba del sendero, aislado y extendiendo sus ramas como un parasol, derramaba sobre el entorno un pálido fulgor de encantamiento. Como muchos saben por experiencia, de noche y en un camino oscuro y desierto es más inquietante cruzarse con una mujer joven y hermosa que tropezarse con un hombre en las mismas circunstancias. También aquel cerezo al anochecer, cargado de flores en medio del silencio y la soledad, parecía investido de una belleza demoníaca. Shigemoto, dudando de lo que veía, desvió sus pasos para contemplarlo a distancia. El saliente donde crecía estaba formado casi enteramente por un peñasco recubierto de musgo, a unos tres metros por encima del arroyo. Un regato que brotaba de algún sitio se escurría por él hasta morir en la corriente; a media altura, las flores de una mata de kerria se arrimaban al agua. Era extraño: ya anochecía, y sin embargo Shigemoto distinguía con nitidez todos los detalles desde donde estaba. Al principio pensó que las flores del cerezo podrían hacer como la nieve e iluminar los objetos sobre la oscuridad circundante. Pero no era una luz que saliera de las flores, sino que la luna, en el cielo sobre ellas, se había hecho más luminosa. El terreno era húmedo, y Shigemoto notaba el aire frío en la piel; pero el cielo estaba levemente nublado, como es propio en el tercer mes, y la luna clareaba desdibujada a través de la nube de flores, de suerte que aquel rincón de la hondonada donde el cerezo vespertino arrojaba su débil claridad estaba bañado por un haz de luz fantasmal.
De niño, Shigemoto había seguido a su padre por un sendero estrecho a través de los campos y había presenciado una escena horrible bajo el blanco fulgor de la luna; pero entonces era la luna límpida y recortada de una noche de otoño, no la luna desvaída de esta noche, blanda y tibia como guata de seda. La luna de aquella noche iluminaba hasta los más pequeños objetos del suelo y distinguía claramente cada uno de los gusanos que hormigueaban en las entrañas del cadáver; pero la luna de esta noche, sin dejar dejar de mostrar cómo era cada cosa –el hilillo de agua del manantial, los pétalos de cerezo que planeaban de uno en uno y de dos en dos por el aire inmóvil hasta el suelo, el amarillo de las flores de la kerria–, confería a todas el perfil borroso de las imágenes de una linterna mágica, dando la impresión de un mundo surreal dibujado en el aire por un instante, como un espejismo a punto de disiparse...
Fue debido a aquella luz extraña y peculiar por lo que Shigemoto, cuando lo vio, no habría sabido decir cuánto tiempo llevaba allí algo totalmente inesperado: un objeto blanco, vaporoso, que aleteaba bajo el cerezo. Una rama cargada de flores descendía por delante de él, y al principio Shigemoto no había distinguido lo uno de lo otro; pero el objeto blanco y vaporoso, demasiado grande para ser un manojo de flores, podría llevar un rato ondeando allí cuando lo descubrió. De hecho Shigemoto se dio cuenta casi inmediatamente de que tenía que ser un diminuto monje –o más probablemente una monja, a juzgar por la corta estatura y la estrechez de los hombros– erguido junto al tronco del árbol, y que lo que había visto movido por la brisa era la tela que le cubría la cabeza, una capucha de seda blanca como las que suelen usar los monjes y monjas de edad para protegerse del frío. Pero tan pronto como Shigemoto se percató de esto pensó: No, es un sueño. ¿Qué haría una monja en un lugar así? O estoy soñando, o es que se ha aparecido el genio de ese cerezo demoníaco... Algo dentro de él quería negar el mundo de sus sentidos, y trató de no dar crédito a lo que veía claramente con los ojos.
Pero por mucho que él intentara negarla, la figura humana se hizo más nítida al retirarse la gasa de nubes que velaba la luna, y lo que antes fuera una monja dudosa pasó a serlo incuestionablemente. La capucha que llevaba, como los velos okoso que usarían las mujeres en tiempos más modernos, le cubría la cabeza y el cuello hasta los hombros, de tal modo que Shigemoto no distinguía su cara a esa distancia. Estaba mirando melancólicamente el cielo, quizá cautivada por las flores o atraída más allá por la luna... Con pasos quedos, salió de la sombra florida y empezó a bajar por el saliente. Al llegar al agua del manantial se inclinó a coger una rama de kerria.
Inconscientemente, Shigemoto había echado a andar. Con todo el sigilo de que fue capaz se acercó a ella por detrás. Ella se enderezó, llevando en la mano la rama que había arrancado, e inició el camino de subida. Entonces vio Shigemoto que entre el musgo se marcaba débilmente un sendero que ascendía hasta un pequeño portillo desvencijado. Allí estaría el retiro de la monja.
–Disculpad...
Sobresaltada por la voz cercana, la monja se volvió. Shigemoto se inclinó como si una fuerza le empujara por la espalda.
–Disculpad... ¿No seréis, por casualidad, la madre del fallecido señor consejero medio? –tartamudeó.
–Era lo que decís, antes de dejar el mundo... ¿Y vos?
–Yo... Yo... Yo soy el huérfano del fallecido consejero mayor, Shigemoto.
Y entonces, como una presa que se rompe, exclamó:
–¡Madre!
La monja se tambaleó bajo aquel hombretón que se abalanzaba a rodearla con sus brazos, y con cierta dificultad fue a sentarse en una peña junto al sendero.
–¡Madre! –repitió Shigemoto. De rodillas en tierra, alzó los ojos a su madre y reclinó la cabeza en su regazo. Bajo la capucha blanca, su rostro aparecía difuminado por la luz de luna que filtraban las flores del cerezo; pequeño y dulce, era como si lo enmarcara una aureola. El recuerdo de aquel día de primavera cuarenta años atrás, cuando ella le acunó en sus brazos detrás de las cortinas, súbitamente cobró vida, y en el mismo instante se sintió convertido en un niño de cinco o seis años. Ensoñado, apartó la rama de kerria que ella sostenía y acercó la cara a la suya. La fragancia de incienso prendida en las mangas de la larga túnica negra le trajo aquel aroma persistente de otro tiempo, y como el niño confiado en el amor de su madre, en la manga de ella se enjugó las lágrimas una y otra vez.