Epílogo

 

#MeGanasteDesdeElPrimerInstante

 

Dos meses después…

 

Finn soltó un profundo suspiro mientras aparcaba el coche. Santa Cruz estaba al sur de San Francisco y, por culpa del tráfico, les había llevado una hora llegar hasta allí. Se bajó del coche y lo rodeó para abrirle la puerta a Pru.

—No te quites la venda —le ordenó, por enésima vez.

Pru deslizó los dedos por la venda improvisada a partir de un pañuelo de seda con el que habían estado jugando en la cama la noche anterior, y sonrió.

—Espero que nos dirijamos hacia una enorme tarta.

—Ya te dije que aspiraras a algo más grande para tu cumpleaños.

—De acuerdo —Pru asintió—. Una agradable cena, seguida de una enorme tarta.

—Más grande.

—Cena, tarta —sus cuerpos chocaron y ella frotó la cadera sugerentemente contra él—, y… ¿ese fin de semana que siempre me prometiste? —preguntó esperanzada.

—Caliente, caliente —Finn la agarró de las caderas, sujetándola lo bastante pegada a él para que no hubiera duda del efecto que le provocaba en su cuerpo.

—¿Ya puedo mirar? —ella sonrió con calidez, sensualidad… con todo.

A Finn se le encogió el estómago mientras la hacía girar para colocarla frente a una pequeña cabaña en la playa de Santa Cruz.

—Muy bien —le indicó—. Ahora puedes mirar.

Pru se arrancó la venda y parpadeó varias veces, los ojos como platos mientras contenía el aliento. Miró la cabaña que tenía frente a ella y se volvió para mirar a Finn antes de volver a la cabaña.

—¡Oh, Dios mío! —susurró con una mano apoyada en el pecho—. Esta es… era… la casa de mis padres. Donde me crie.

—Lo sé —contestó él con calma.

Ella siguió contemplando la pequeña casa, encantada, como si fuera el día de Navidad o de Pascua, o todas las fiestas juntas.

—Hace muchísimo tiempo que no he estado aquí —de nuevo Pru miró a Finn—. ¿Podemos pasar aquí el fin de semana?

—Los dueños la habían puesto en un programa de alquiler vacacional —Finn le tomó ambas manos y la giró para poder contemplarla de frente antes de depositar una llave en su mano.

—¿La has alquilado para mí? —susurró ella.

—Sí —él hizo una pausa—. Salvo que no la he alquilado. La he comprado. Está a tu nombre, Pru.

—¿Qué? —Pru lo miró boquiabierta.

—Los dueños viven al otro lado del país. Dieron instrucciones a la agencia para que la vendieran si surgía algún comprador —el corazón de Finn latía alocadamente. Esperaba haber hecho lo correcto y que ella aceptara el regalo con la adecuada disposición—. Y surgió un comprador.

Temblorosa, Pru subió los escasos peldaños y abrió la puerta. A continuación entró en el interior, seguida de Finn, que se mantenía a cierta distancia para darle el tiempo que necesitara.

La cabaña estaba amueblada siguiendo un sencillo estilo playero. Había una diminuta cocina, dos diminutos dormitorios, un cuarto de baño. Él ya la había visto en una visita anterior, pero siguió a Pru, que recorría la estancia en silencio, con los ojos casi cerrados.

El salón, del tamaño de una postal, compensaba su reducido tamaño con unas espectaculares vistas del océano Pacífico, a menos de cien metros de distancia.

Pru se acercó a los ventanales y miró a través de ellos.

Finn seguía aguardando, proporcionándole el tiempo que necesitara. Estaba preparado para que ella se enfadara por sobrepasarse, pero, cuando Pru se volvió hacia él, no había enfado en su mirada.

Había emoción, rebosante, rodando por sus mejillas.

—Pru —él se acercó, pero Pru alzó una mano para detenerlo.

—Finn, no puedo aceptarla. Solo estamos saliendo, no está… bien.

—Ya, en cuanto a ese asunto de solo estar saliendo —Finn la atrajo hacia sí, abrazándola con fuerza, como más le gustaba tenerla. Le tomó el rostro entre las manos ahuecadas y la obligó a levantarlo hacia él—. Ya no quiero salir contigo.

—¿Me has comprado una casa y ahora me abandonas? —ella lo miró perpleja.

—Te he comprado una casa y ahora te pido que demos un paso más.

Pru lo miraba casi en estado de shock y él comprendió de repente algo.

—Estabas segura de que cambiaría de parecer sobre ti.

Ella sacudió la cabeza.

—Más bien temía querer algo más de ti. No quiero ser egoísta.

Finn le mantuvo la barbilla inclinada para obligarla a mirarlo. Necesitaba ver hasta qué punto hablaba en serio.

—Pru, ¿aún no lo entiendes? Soy tuyo hasta el fin de nuestros días.

—De acuerdo, eso está bien —ella se relajó y sonrió tímidamente, algo temblorosa—, dado que quiero de ti todo lo que estés dispuesto a ofrecerme.

—Todo —él soltó una carcajada—. Quiero dártelo todo, Pru.

—Ya lo has hecho —los ojos de Pru brillaban.

Tiró de él para poder besarlo en los labios con todo el amor con el que jamás hubiera podido soñar, y más. Mucho más.

Cuando se apartaron para respirar, los ojos de Pru seguían húmedos, pero también llenos de afecto y calor. Mucho calor.

—¿Has dicho en serio lo de «todo»? —preguntó ella.

—Todo y cualquier cosa —y para demostrarlo, Finn sacó una cajita negra del bolsillo, donde llevaba desde hacía una semana, y la abrió.

—¡Oh, Dios mío! —con manos temblorosas, Pru sacó el anillo de diamantes.

—¿Eso ha sido un «¡Oh, Dios mío, sí, me casaré contigo, Finn O’Riley!»?

—¿Acaso lo dudabas? —ella reía y lloraba a la vez.

—Bueno, aún no he oído ningún «sí, Finn»…

Pru soltó una carcajada y se abrazó a él con fuerza mientras le cubría el rostro de besos.

—¡Sí, Finn!

Sonriendo, él deslizó el anillo en su mano.

—¿Cómo de prepotente resultaría si te pidiera otra cosa ahora mismo?

—Dilo.

—Me gustaría un poco más de lo que me diste anoche —susurró ella contra su oreja—. Aquí mismo, ahora mismo.

—¿En serio? —Finn sonrió al recordar cada uno de los tórridos instantes vividos la noche anterior.

—Sí —Pru se mordió el labio, aunque no consiguió ocultar su sonrisa—. ¿Por favor?

—Nena, lo que tú quieras, siempre, y ni siquiera te hace falta pedirlo por favor.