Capítulo 19

 

#AsíDeFácil

 

A medida que avanzaba el verano, como siempre, San Francisco se llenaba de turistas y Pru acababa sepultada en trabajo. Las jornadas eran larguísimas, aunque no le impedían soñar despierta con un tal Finn O’Riley y su aspecto cuando estaba en su cama.

Ni lo que le hacía en esa cama…

—¿En qué piensas? —le preguntó Jake al concluir un turno y mientras ella se ocupaba del papeleo—. No paras de suspirar.

—Eh… —Pru se esforzó por decir algo que no fuera digno de una película porno—. Pensaba en lo mucho que te pareces a un explotador.

—Sí, claro —no había conseguido engañarle—. ¿Ya se lo has contado a Finn?

—Estoy en ello —contestó ella, el estómago encogido ante el pánico y la ansiedad que se le había despertado.

—Pru…

—Lo sé. ¡Lo sé! —volvió a suspirar—. No hace falta que me digas nada. Lo estoy demorando. Vaya novedad.

—Estás colada por él —la voz de Jake era suave, casi delicada.

Pru cerró los ojos y asintió.

—Te gustaría intentarlo con él —su jefe le tomó una mano y la apretó.

Ella volvió a asentir.

—Chica, para tener una oportunidad, tienes que contárselo antes de que se cierre la ventana de la oportunidad y las cosas vayan demasiado lejos —Jake aguardó hasta que ella lo miró—. Antes de acostarte con él o…

«¡Cielo santo!».

—Lo he entendido —lo interrumpió Pru—. Sé lo que hago.

Pero ambos sabían que ella no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

 

 

Aquella noche, Elle y Willa, arrastraron a Pru a otra «noche de chicas».

Sorprendiéndola, la llevaron a un encantador spa donde tomaron unos pequeños sándwiches acompañados de té, mientras decidían los tratamientos que iban a hacerse.

Pru contempló el programa del spa con creciente pánico ante todo ese lujo que no se podía permitir.

—Yo invito —le aclaró Elle mientras tapaba los precios con una mano—. Ha sido idea mía. Le debo a Willa su regalo de cumpleaños.

—Porque yo tampoco me lo puedo permitir —aclaró Willa.

—Pero no es mi cumpleaños —protestó Pru.

—Finge que lo es —insistió Elle—. Yo quiero manicura y pedicura, y unas ingles brasileñas, y no me gusta venir sola.

Y así fue como Pru acabó haciéndose la manicura, la pedicura y sus primeras ingles brasileñas.

Al día siguiente llovía a cántaros. Pru bromeó con Jake diciéndole que, después de ocho horas en el agua, y bajo el agua, se sentía como Noé.

—El dinero se gana ahora, chica —Jake no mostró ninguna piedad—. Luego llegará el invierno y estarás gimoteando como hace Thor cada vez que ve a ese chow chow del otro lado de la calle, el que pesa veinte kilos más que él y lo aplastaría como a una pasa si tuviera la oportunidad.

Y Pru continuó trabajando.

Al final de otro día de locos, se cambió el uniforme por un vestidito de verano y abandonó el muelle 39. Iba sin Thor. Después de un numerito en el que se había rebozado en caca de paloma por algún misterioso motivo que solo tenía sentido para él, Jake le había vuelto a llevar al South Bark Mutt Shop para que lo lavaran.

A Pru solo le apetecía llegar a su casa y meterse en la cama. Por primera vez estaba demasiado cansada incluso para soñar con Finn en su cama. No era capaz de levantar un dedo. Ni una lengua.

Aunque tampoco le importaría que él insistiera en hacer todo el trabajo…

Sin embargo, las fantasías iban a tener que esperar. Tenía una cosa que hacer antes de regresar a su casa, de ahí el vestidito de verano. Quería tener buen aspecto para su visita semanal.

Subió las escaleras de la residencia donde vivía su abuelo y anunció su visita.

Michelle, la recepcionista la saludó con la mano. Michelle llevaba toda la vida allí, y ya eran viejas amigas.

—¿Qué tal está hoy? —preguntó Pru.

—No voy a mentirte —la sonrisa de Michelle se esfumó—. Está mal, muy inquieto. No le gusta la comida, no le gusta el tiempo, no le gusta llevar pantalones, y la lista continúa. Está imposible. ¿Prefieres venir otro día?

Pero ambas sabían que, cada vez más, los días malos superaban a los buenos, de modo que no tenía mucho sentido esperar, o quizás no volvería a verlo.

—No importa.

—Grita si necesitas algo —Michelle asintió. Su mirada era cálida, pero su gesto era de preocupación.

Pru respiró hondo, saludó con una mano en el aire a Paul, el celador, en el pasillo, y entró en la habitación de su abuelo.

Estaba viendo el programa Jeopardy!, gritando al televisor.

—¡Quién es la reina Victoria, gilipollas! —agarró el bastón y lo agitó hacia la pantalla—. ¡Quién es la reina Victoria!

—Hola, abuelo —saludó Pru.

—No me hacen caso —continuó el anciano que había soltado el bastón y agitaba los puños cerrados ante el televisor—. Nadie me escucha jamás.

Pru se colocó en su línea de visión y recogió el bastón del suelo, preguntándose si la reconocería.

—Soy yo, Pru…

—¡Tú! —espetó el hombre, entornando los ojos, arrebatándole el bastón de las manos—. Vaya cuajo tienes viniendo aquí, señorita, a mi casa.

—Me alegra verte, abuelo. Tienes buen aspecto. ¿Ya se te pasó el catarro de la semana pasada? ¿Cómo te encuentras?

—No voy a contarte una mierda. Eres muy mala influencia para mi hijo. Lo animaste a divertirse, a ir de fiestas, y sabías… —le amagó con el bastón—. Tú tienes la culpa de que esté muerto. Deberías avergonzarte de ti misma.

El golpe fue duro y doloroso, pero Pru se esforzó por ignorar las crueles palabras.

—Abuelo, soy Prudence —anunció, manteniendo el tono de voz bajo y tranquilo con la esperanza de que él hiciera lo propio.

No funcionó.

—Sé muy bien quién eres. Lo supe desde el primer día que te vi —insistía el anciano—. La primera vez que Steven te trajo a casa. Me dijo «esta es Vicky y la amo». Solo con mirarte a los ojos lo supe. Lo único que querías era divertirte sin importarte las consecuencias. Bueno, pues te diré una cosa, el negocio se fue a pique porque él solo quería estar contigo, aunque tú ni te diste cuenta. Nos arruinamos por tu culpa, porque te daba igual que tuviera que trabajar…

—Papá trabajaba —protestó Pru—. Trabajaba mucho. Mamá solo quería que siguiera disfrutando de la vida, precisamente porque trabajaba muchísimo…

—Eras un problema con mayúsculas —espetó él—. Y sigues siéndolo. Te lo dije entonces y te lo repito ahora. Eres un mayúsculo problema de la cabeza a los pies.

Pru se quedó paralizada. No tenía ni idea de que su abuelo se hubiera referido alguna vez a su madre de ese modo. Problemas. Que la consideraba una mala influencia para su padre porque había insistido en que tuviera una vida al margen del trabajo.

La ironía no se le escapó.

Lo que sí se le escapó fue el tiempo que debió permanecer allí, con la boca abierta, permitiendo que las viejas heridas se abrieran de nuevo y se infectaran. Porque de repente su abuelo agarró algo de la bandeja y lo arrojó contra ella.

Pru se agachó a tiempo, mientras el tenedor aterrizaba en el suelo.

—De acuerdo —ella alzó las manos—. Eso no ha sido agradable. Abuelo, yo no soy mamá. No soy Vicky. Soy tu nieta, Pru…

—¡Yo no tengo ninguna nieta! —un pedazo de tostada siguió al tenedor. También consiguió esquivarla—. Tú lo mataste, Vicky. Lo mataste. Ojalá te pudras en el infierno.

Las palabras salieron de su boca, crueles y duras. Pru quedó de nuevo paralizada, lo que la impidió agacharse a tiempo en la siguiente ocasión.

La taza la golpeó en la mejilla.

—¡Ay, maldita sea! —ella se irguió, llevándose una mano a la cara—. Tienes que escucharme… ¡yo no soy Vicky! —colocó los brazos en jarras—. Abuelo, ya no tienes dos años, tienes que olvidarte de las rabietas.

—Es verdad —gritó el anciano—. No tengo dos años, tengo un millón dos años. Soy viejo y estoy solo, ¡y todo por tu culpa!

Hasta ese momento, Pru había conseguido mantenerse al margen de las palabras de su abuelo, pero de repente ya no pudo más. De repente no se sentía fuerte y a cargo de su vida. No era más que una cría que había perdido a sus padres, que tenía un abuelo que no andaba bien de la cabeza. Hacía lo que podía con los recursos de que disponía, pero no era suficiente.

Ella tampoco era suficiente, a juzgar por su récord de personas que la amaban lo bastante como para permanecer a su lado: cero. Y lo más terrorífico era que no sabía cómo mejorar.

—¡Fuera de aquí! —aulló el anciano.

Paul asomó por la puerta con expresión sobresaltada.

—¿Qué sucede aquí, Marvin?

—¡Lo que sucede es que la has dejado entrar! —y por si había alguna duda sobre a quién se refería, el hombre apuntó a su nieta con una cuchara.

—Muy bien, ahora vamos a relajarnos un poquito —Paul se colocó entre Pru y su abuelo—. Suelta eso, Marvin. Aquí no lanzamos cosas, ¿recuerdas?

Marvin parecía imposible de calmar.

—¡Es culpa suya! ¡Lárgate! —le gritó a Pru de nuevo—. ¡Márchate y no vuelvas, golfa! ¡Robahijos! ¡Inútil desvergonzada!

Michelle asomó la cabeza por la puerta.

—Paul, ¿necesitas ayuda?

—Estamos bien —contestó el celador—. ¿Verdad, Marvin?

—No, ¡yo no estoy bien! ¿Es que no la ves? Está ahí de pie, escondida detrás de ti como una cobarde. ¡Lárgate! —gritó de nuevo a Pru—. ¡Y no vuelvas más!

—Vamos, cielo —Michelle entró en la habitación y tomó a Pru de la mano—. Vamos a dejarle solo un rato.

Pru se dejó conducir fuera de la habitación con el corazón destrozado, sintiéndose más sola que nunca. Su abuelo nunca había sido muy afable, pero al menos compartía su sangre, su historia… aunque ya no recordaba nada de eso y sus visitas no hacían más que alterarlo. Quizás debería dejar de ir a verlo. Pero entonces estaría completamente sola.

«Ya lo estás…».

Regresó caminando lentamente a su casa, a pesar de que caía una fina llovizna y solo llevaba puesto el vestidito de verano y unas sandalias. Le dolía el corazón. Pero frotárselo no consiguió aliviar el profundo dolor que le llegaba hasta el alma herida. Echaba de menos a su madre. Echaba de menos a su padre. Y, maldita fuera, no se sentía completa.

Echaba de menos sentirse necesitada. Deseada. Sentir que era importante, fundamental, en la vida de alguien. Una pieza del puzle de otra persona.

Y sin embargo solo era una planta rodadora azotada por el viento, sin raíz. No pertenecía a nadie.

Caminaba mirando al suelo, sus pensamientos aún más en el suelo, y casi chocó contra alguien. En realidad con dos alguien, abrazados, besándose como si no fueran a verse nunca más. El hombre abrazaba a la mujer y la miraba con expresión de amor y nostalgia crecientes a medida que se apartaba de ella, sin soltarle las manos.

¿Alguna vez la había mirado alguien así? De ser así lo había olvidado, y no creía que alguien fuera capaz de olvidar jamás el amor verdadero. Lo único que quería, lo único que había querido desde el día en que había perdido a sus padres, era encontrar a alguien que quisiera entrar en su vida y quedarse allí.

Sintió una opresión en el pecho y un ardiente nudo en la garganta, pero se negaba a ceder. Llorar no serviría de nada. Llorar nunca ayudaba. Lo único que conseguía con llorar era que se le corriera el rímel. Y dado que llevaba puesto uno muy caro, en un inútil intento de conseguir unas pestañas con volumen, no iba a desperdiciarlo sin más. «Contrólate», se ordenó a sí misma. «Contrólate y sigue así. Estás bien. Siempre estás bien…».

Pero las palabras de ánimo no funcionaron. La soledad seguía trepando por su garganta, ahogándola.

El hombre sonreía a la mujer, la mirada cargada del amor con el que Pru había soñado en secreto. Tomó la mano de su chica y se marcharon bajo la lluvia, los hombros encorvados, los cuerpos en sincronía.

Pru sintió que le afectaba mucho más de lo que debería. ¡Por el amor de Dios!, eran dos extraños. Pero verlos juntos la hizo sentirse fría. Vacía.

Un rayo cruzó el cielo. Ella dio un respingo y volvió a saltar ante el casi inmediato rugido del trueno, fuerte y demasiado cerca. Saltándose la entrada al patio, corrió directamente al interior del pub.

Una vez dentro se detuvo, los ojos posándose de inmediato sobre la barra.

Tras la cual estaba Finn, junto a Sean, que se dirigía a todos los presentes y recibía las miradas de todos.

Salvo la de Pru, cuyos ojos estaban puestos en Finn. De pie junto a su hermano pequeño, lucía su habitual gesto imperturbable. Aunque ella ya lo conocía bastante, o al menos estaba en ello, y sabía que los labios apretados y la mirada baja significaba que no se sentía en absoluto imperturbable.

—De modo que alzad vuestras copas —concluyó Sean mientras daba ejemplo con la suya—. Porque hoy, chicos, celebramos el primer aniversario de O’Riley’s, decorado a imagen y semejanza del bar de nuestro querido, y ya fallecido, papá, el O’Riley’s original. Le habría encantado este lugar —Sean se llevó una mano al pecho—. De seguir entre nosotros, que Dios bendiga su alma, estaría sentado en este bar con nosotros todas las noches.

La mención de la pérdida, normalmente, le habría partido el corazón a Pru, porque su familia había sido la causante de esa pérdida, y algo de eso sentía. Sin embargo, no había apartado la mirada de Finn. Él no aparentaba tristeza. Aparentaba fastidio. Y ella tenía bastante idea de por qué.

El padre de Finn y Sean no se había parecido en absoluto al suyo. No había abrazado a sus hijos cuando se raspaban una rodilla. No les había mostrado amor y adoración. No les había llevado subidos a los hombros, presumiendo de ellos a la menor oportunidad.

Pero, por algún motivo, Sean estaba contando otra historia. No tenía ni idea del porqué, pero era evidente lo que Finn sentía al respecto.

Aborrecía ese brindis.

—Lo echamos de menos cada día —continuó el pequeño de los hermanos antes de concluir con el saludo típico irlandés—. Slainte!

Slainte! —corearon todos los presentes mientras apuraban sus copas.

Sean se volvió sonriente hacia Finn y le murmuró algo al oído. Sin embargo, Finn no respondió, pues su cabeza estaba girada, como si hubiese presentido la llegada de Pru. Sus miradas estaban fundidas.

Si la tormenta le había parecido una locura, no fue nada comparado con lo que sucedía entre ella y Finn cada vez que se miraban.

«Eres un problema con mayúsculas».

Las palabras de su abuelo flotaron en su mente, alterándola, alterando su corazón.

«Solo con mirarte a los ojos lo supe. Lo único que querías era divertirte sin importarte las consecuencias».

No podía hacerlo. Había creído estar haciendo lo correcto ayudando a Finn a llenar su vida de aventura y diversión, pero comprendió que no era así. Se sentía muy frágil, a punto de desmoronarse allí mismo. Y, al mismo tiempo, se sentía atraída, dolorosamente atraída, hacia la fuerza de la mirada de Finn, la calidez en sus ojos. Sabía muy bien que le bastaría con tocarla para que perdiera el frágil control que aún poseía sobre sus emociones.

«Vete. Márchate».

Era el único pensamiento claro en su cabeza. Se volvió para hacerlo, pero los cálidos y fuertes brazos de Finn la rodearon, obligándola a volverse hacia él.

La había atrapado.

—Estoy empapada —susurró ella.

—Ya lo veo —contestó Finn sin dejar de mirarle el rostro.

—Estoy… —«hecha un lío», estuvo a punto de decir.

Pero el nudo de emoción que le bloqueaba la garganta le impedía hablar. Horrorizada al sentir los ojos llenos de lágrimas, sacudió la cabeza e intentó soltarse.

—Pru —susurró él mientras deslizaba una mano hasta la nuca, entre los empapados cabellos.

Ignorante de los nudos, del nido de rata que era su pelo, la atrajo hacia sí y le besó suavemente la frente. Pru sentía su boca en la raíz de los cabellos mientras le susurraba palabras de consuelo que no conseguía entender.

Y Pru se derritió contra él. No había otra manera de definirlo. Finn era real, sólido, entero. Era todo lo que ella deseaba y no podía tener, por mucho que lo quisiera. Ya se había apartado del camino que se había trazado ella misma, un hecho que se estaba volviendo en su contra con fuerza porque…

Porque se estaba enamorando de él.

Y para terminar de empeorarlo todo, no solo lo quería en su vida, sino que también temía que lo necesitara a él.

Estuvo a punto de desmoronarse. A punto, aunque no llegó.

Pero parecía incapaz de dejarlo marchar.

Finn la abrazó con más fuerza, presionando la mejilla contra su cabeza.

—No pasa nada —susurró—. Pase lo que pase, se va a solucionar.

Pero no era así. Y Pru no sabía si alguna vez volvería a sentirse bien, de modo que hundió el rostro en el cuello de Finn y se concedió un minuto más. O dos.

O lo que él estuviera dispuesto a darle.