Capítulo 30

 

#AlGranoSeñora

 

Finn se detuvo ante la puerta de Pru y sacudió la cabeza. Le estaba ocultando algo, noticias frescas. Pero había algo más.

Él también ocultaba un secreto.

Mientras ella no estuviera implicada al cien por cien, él se sentía… seguro. La locura era que quería que se implicara por completo. Y él quería hacer lo mismo.

Pero no iba a suplicarle. Quería que ella acudiera a él por voluntad propia. Y hasta que no lo hiciera, podría conservar ese pedazo de su corazón y alma y mantenerlo a salvo de la completa aniquilación.

Se le daba muy bien.

Dejó caer los zapatos al suelo y metió los pies. Acababa de agacharse para atarse los cordones cuando la señora Winslow abrió la puerta.

—¡Vaya! Me alegra que mis ovarios estén marchitos —exclamó la anciana—. O solo con esa visión que me estás ofreciendo me habrías dejado embarazada.

Finn se irguió y le dedicó una mirada que hizo que la mujer estallara en una carcajada.

—Lo siento, chico —ella rio de nuevo—, pero tú no me asustas.

Con toda la dignidad de que fue capaz, Finn volvió a agacharse para terminar de atarse los zapatos mientras procuraba meter el trasero.

Una vez concluida la misión, se puso de pie y descubrió que la mujer seguía mirándolo.

—No estás mal —observó ella—, pero a mí me gustan más maduritos. Un hombre no sirve para nada hasta que no cumple al menos los cuarenta y cinco.

—Me alegra saberlo —murmuró él mientras arrancaba pasillo abajo.

—Porque hasta entonces —continuó la mujer—. No saben nada de las cosas importantes. Como el perdón. O la comprensión.

—Está intentando decirme algo otra vez —Finn soltó un suspiro y se volvió.

—Eso sí que es pensar, genio —las señora Winslow asintió—. Si tuvieras cuarenta y cinco años, o más, ya lo habrías pillado.

—Tengo un día muy ajetreado, señora Winslow —él apoyó las manos en las caderas—. A lo mejor podría abreviar y explicarme qué quiere que yo sepa.

—Bueno, eso sería demasiado fácil —contestó ella antes de entrar en su casa y cerrar la puerta.

Finn dirigió una mirada a la puerta de la anciana y otra a la de Pru antes de alzar las manos en el aire y decidir que no sabía nada de mujeres.

 

 

Finn entró en el bar. El equipo de limpieza de la mañana Marie, Rosa y Felipe, alzaron todos la vista de sus respectivas tareas de fregar y frotar y lo miraron perplejos.

Mierda. Se había olvidado que estaba realizando el matutino paseo de la vergüenza.

Sin camiseta.

—Bonito —fue Felipe quien se recuperó el primero y soltó un silbido de admiración mientras aleteaba las pestañas a gran velocidad y se abanicaba el rostro con una mano.

Finn puso los ojos en blanco para acompañar las carcajadas. Qué más daba. Se dirigió a su despacho y, para mayor irritación, encontró a Sean durmiendo en el maldito sofá.

Vestido con la maldita camiseta de repuesto de Finn.

Le propinó una patada en los pies y, con amarga satisfacción, lo vio despertarse de golpe mientras soltaba un gemido y rodaba por el sofá hasta caerse al suelo con un contundente golpe.

—¿Qué coño, tío? —exclamó Sean bostezando ampliamente.

—Necesito mi camiseta.

—Estoy dentro de ella —contestó su hermano. Lo cual era bastante obvio.

De acuerdo. Daba igual. Finn se golpeó los bolsillos en busca de las llaves. Iría rápidamente a su casa y…

Las llaves no estaban en los bolsillos. Seguramente, y con su suerte, estaban en el suelo del dormitorio de Pru. Salió del despacho y volvió a cruzar el pub.

—La vista es igual de bonita por detrás —le gritó Felipe.

Finn le sacó el dedo, ignorando las carcajadas y, tras subir por las escaleras, llamó a la puerta de Pru.

A sus espaldas oyó un respingo y un silbido. Girando la cabeza, volvió a ver a la señora Winslow, de nuevo en la puerta, con otras dos señoras que lo miraban boquiabiertas.

—Tenías razón —susurró una de ellas a la señora Winslow sin apartar la mirada de Finn.

Llevaba una mascarilla de oxígeno, lo que explicaba esa voz a lo Darth Vader.

—No había visto unas caderas así desde hacía sesenta años —anunció la otra anciana en un susurro parecido al de su amiga.

—Supongo que son conscientes de que las estoy oyendo, ¿verdad? —preguntó Finn.

Las tres ancianas le clavaron al unísono sus miradas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la de la mascarilla de oxígeno—. ¡Es de carne y hueso!

—Tendrás que disculparlas —la señora Winslow bufó—. Seguramente necesitan que les reajusten la dosis de hormonas.

Finn decidió que no iba a esperar a que Pru abriera la puerta. Se había acostado con ella, saboreado cada centímetro de su cuerpo. Y ella había hecho lo mismo con él. De modo que comprobó el picaporte y, cuando este cedió suavemente en su mano, lo tomó como una señal de que el día solo podía ir a mejor.

 

 

Cuando Finn se hubo marchado, Pru permaneció muy agitada en la cocina. Impulsivamente, buscó el teléfono. Necesitaba un consejo. Dado que solo llevaba puesta la camiseta de Finn, apoyó el móvil contra el paquete de cereales sobre la encimera de la cocina para que, cuando se activara la videollamada, Jake solo pudiera verla de hombros para arriba.

No era necesario despertar ningún instinto asesino.

Cuando su jefe contestó la llamada, se limitó a quedárselo mirando.

—Hola —saludó ella.

—Hola tú. ¿Crees que no me sé de memoria tu cara cuando acabas de follar como una loca?

—¡Oye! —Pru hizo un esfuerzo por mantener el contacto visual—. Yo no te pongo en evidencia cuando tienes una noche de suerte.

—Sí lo haces. Entras en mi despacho, sacas la navaja de tu bolsillo y haces una muesca en la esquina de mi escritorio.

—Solo para constatar un hecho —protestó ella.

—¿Cuál?

—Que tienes suerte muy a menudo.

—¿Y cuál es el problema? —él enarcó una ceja.

—Necesito tu consejo —ahí la había pillado.

—¿Y por qué ahora?

—De acuerdo, me lo tengo merecido —Pru soltó un suspiro—. Pero ¿te acuerdas cuando te preocupaba que Finn fuera el único que pudiera resultar herido? —sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Te quedaste un poco corto.

—Demonios, Pru —continuó Jake con más suavidad—. Nunca supiste seguir un buen consejo.

—Soy consciente de que todo esto es un lío que he organizado yo solita —ella ahogó una risa y cerró los ojos—. Eso lo sé. Y no hay ninguna excusa para no haber encontrado el momento de hablar con Finn a lo largo de estas semanas.

Bueno, en realidad sí tenía una especie de excusa. Se moría de miedo ante la idea de perderlo cuando acababa de encontrarlo.

Aunque a Finn eso no le iba a suponer ningún consuelo.

—Chica —Jake suspiró—, el error ya se ha cometido. La mierda es un hecho. Díselo y ya está. Dile quién eres y quiénes fueron tus padres. Acaba con esto. Deja de esconderte. Te sentirás mejor.

No, no se sentiría mejor. Porque sabía lo que ocurriría a continuación.

Finn resultaría herido.

Le había desconcertado tanto la velocidad de los acontecimientos entre ellos dos, y cómo había perdido el control sobre ellos, que se sentía asustada. En realidad, aterrorizada. Porque hacerle daño era lo último que hubiera querido hacer jamás. Abrió la boca para decírselo, pero el sonido de unas pisadas que se acercaban a la cocina, ni aceleradas ni furtivas, le hizo volverse de golpe, sabiendo de antemano con quién se iba a encontrar.

Finn, por supuesto. Aún sin camisa, el rostro imperturbable, se acercó a la mesa y recogió las llaves que había olvidado.

Mierda.

A saber cuánto tiempo llevaba allí, o cuánto había oído. Por su expresión era imposible de decir, ya que no dejaba adivinar nada.

Y ahí tenía su respuesta.

Lo había oído todo.

—Finn —saludó Jake mientras enarcaba una ceja ante la falta de camisa.

—Jake —contestó Finn sin darse cuenta de la pregunta silenciosa del otro hombre, o haciendo caso omiso de ella.

Ambos se volvieron hacia Pru, ambos con una mezcla de afecto y preocupación. Y, en cualquier caso, con motivo, pues ella sintió repentinamente ganas de vomitar.

«Qué a punto», pensó.

—Pru —la voz de Finn sonaba tranquila.

No había sido una pregunta, más bien una afirmación. Quería saber lo que estaba pasando allí.

Aquello iba a acabar muy mal. Y lo peor era que todo había comenzado con la mejor de las intenciones. Lo único que había pretendido era arreglar un mal que lamentaba y que había llevado a cuestas hasta encontrar el modo de solucionarlo.

No era la primera vez que lo hacía, y con éxito. Pero había cruzado el límite, y lo sabía.

—Confía en él, chica —le aconsejó Jake—. Se merece la verdad, y tú te mereces ser libre de todo esto de una vez por todas. Si es quien crees que es, todo saldrá bien.

Y el muy bastardo, rata soplona, colgó el teléfono.

—¿Pru? —Finn deslizó los dedos de una mano por la barbilla de Pru, hundiéndolos en sus cabellos.

Su expresión era de preocupación, pero eso no le impidió invadir su espacio como si fueran pareja. Una pareja muy íntima.

Pru sintió que el corazón se le encogía. Era todo lo que ella siempre había deseado.

Unos minutos antes la expresión del rostro de Finn había sido la del gruñón madrugador, y profundamente satisfecho. Pero en esos momentos había algo más en su lenguaje corporal y… ¡por Dios bendito!, tenía una marca de mordisco junto al pezón izquierdo. Pru sintió que el calor inundaba sus mejillas.

—Tengo otra en el culo —le indicó él, aunque no en el habitual tono divertido o tórrido que solía emplear cuando hablaban de sexo—. Luego volveremos a eso. Ahora habla conmigo, Pru.

El corazón de Pru galopaba aceleradamente, la sangre rugiendo en sus venas, el pánico aflojándole las piernas. Miró el teléfono, pero Jake ya se había marchado y en la pantalla solo veía su propio reflejo.

Ella tampoco había salido ilesa de la velada. En su cuello había un arañazo provocado por la barba de Finn, y sabía que tenía otro igual en los pechos.

Y entre los muslos.

Finn le había proporcionado un placer como nunca había conocido. Tanto en la cama como fuera de ella.

Pero todo eso se había terminado.

—Lo siento muchísimo —comenzó—. Te he estado ocultando una cosa.

—¿El qué? —la voz de Finn reflejaba cierto recelo, aunque seguía tranquilo. Dispuesto a escucharla.

Ella sintió que la presión sanguínea le subía hasta la estratosfera.

—Cuéntamelo, Pru.

Si iba a mostrarse tan sosegado y sensato sobre el tema…

—Se trata de mis padres —Pru respiró hondo—. Y su accidente.

La mirada de Finn se dulcificó, algo que ella no se merecía.

—Nunca me contaste gran cosa de cómo fue —observó él—. Y yo no quería presionarte. Tú no me presionaste con toda la mierda sobre mi padre y te lo agradezco, de manera que…

—Murieron en un accidente de coche —ella se humedeció los resecos labios—. Ellos… causaron más problemas —hizo una pausa—. Problemas que afectaron a la vida de gente.

—¿Y? —la animó él sin perder el contacto visual.

—Y yo me he implicado.

—¿Has estado… ayudándoles?

—Sí, pero, comparado con lo que hicieron mis padres, no ha sido casi nada.

—Eso debe resultarte muy doloroso —Finn la contempló detenidamente.

—No, en realidad, el efecto es sanador.

Él la miró con escepticismo.

—Tuve que hacerlo —susurró Pru—. Finn, mis padres iban en el coche que mató a tu padre.

—¿De qué hablas? —Finn frunció el ceño. El tipo que conducía el coche que lo arrolló se llamaba Steven Dalman, o algo así.

—Era mi padre —asintió ella—. Mi madre nunca adoptó su apellido. Su familia estuvo en contra de su matrimonio desde el comienzo, igual que la de él. Ella fue la que me puso su apellido, no él… —se interrumpió al ver que Finn se apartaba bruscamente de ella.

Se mesó los cabellos y no pronunció una palabra. Pru ni siquiera podría asegurar que respiraba, pero era incapaz de apartar la mirada de él. De las fibrosas y finas marcas de los músculos de la espalda. De la parte más pálida, allí donde los vaqueros se habían resbalado.

De la tensión que reflejaba todo su cuerpo.

—Yo solo quería… —intentó explicarle.

—¿Qué querías? —Finn se volvió bruscamente—. ¿Satisfacer tu curiosidad? ¿Ver si Sean y yo estábamos tan destrozados como tú? ¿Exactamente qué querías, Pru?

—Arreglarlo —contestó ella con un nudo en la garganta—. Es lo único que quise siempre, ayudar. A vosotros dos, a todos a los que mi padre… —se tapó la boca con una mano.

Destruyó.

—Entiendo —asintió él con calma—. De modo que eso he sido para ti, otra mascota en tu programa de acogimiento, como los demás. Para enmendar sus vidas rotas.

—No, yo…

—La verdad, Pru —exigió Finn con rabia—. Me lo debes.

—De acuerdo, sí, necesitaba ayudar a todos como pudiera. Necesitaba enmendar las cosas —repitió, tragándose un sollozo al ver que él sacudía la cabeza. Lo estaba perdiendo—. Hice lo que pude.

—Yo no necesitaba que me salvaran —espetó él—. Sean y yo nos teníamos el uno al otro y estábamos bien —se detuvo y la taladró con una mirada afilada como un cuchillo—. Fuiste tú. Tú nos conseguiste ese dinero supuestamente recolectado por la comunidad. ¡Jesús! ¿Cómo no me di cuenta antes? —entornó los ojos—. ¿De dónde venía ese dinero? ¿Por eso vendiste la casa familiar? ¿Para darnos el dinero?

—No, el dinero de la casa fue a las otras víctimas. Para ti y para Sean utilicé el seguro de vida de mis padres.

—¡Mierda!

Finn le clavó la mirada una última vez antes de darse media vuelta para marcharse.

—Finn, por favor —Pru consiguió colarse entre Finn y la puerta.

—¿Por favor, qué? —preguntó él con frialdad—. ¿Quieres hacerme comprender cómo llegaste a mi vida de manera deliberada y calculada? ¿Cómo te mudaste a este edificio? ¿Cómo entraste en mi pub? ¿Cómo te convertiste en mi amiga y después en mi amante? ¿Y todo fingiendo desearme, cuando lo único que pretendías realmente era aliviar tu sensación de culpa? —se detuvo y cerró los ojos durante un instante—. ¡Por Dios, Pru! Ni siquiera te vi venir.

—No fue así —escuchar en voz alta la acusación por todos sus delitos hizo que Pru se sintiera asqueada hasta el alma.

—¿Ah, no? Me buscaste, decidiste que necesitaba ayuda, te acostaste conmigo, seguramente te reíste al rememorar cómo yo te decía lo mucho que significabas para mí… y todo sin contarme quién eras en realidad, todo para calmar tu maldita conciencia —Finn sacudió la cabeza—. Espero que ya hayas sacado de mí todo lo que querías, porque hemos terminado.

—No, Finn, yo…

—Terminado —repitió con terrorífica fatalidad—. No quiero volver a verte, Pru.

Y sin decir una palabra más se marchó, rompiendo un corazón que Pru ni siquiera había sido consciente de poseer.