DESPIERTO

Zwakh había subido las escaleras precediéndonos, y yo oí cómo Miriam, la hija del archivero Hillel, le preguntaba angustiada y él intentaba tranquilizarla.

No me esforzaba en escuchar lo que hablaban entre ellos, y adivinaba más de lo que entendía de las palabras de lo que Zwakh contaba, había tenido un accidente y venían a pedir que me prestaran los primeros auxilios y me devolvieran la consciencia.

Aún no podía mover ni un miembro, y los dedos invisibles sostenían mi lengua; pero mi pensamiento era seguro y sólido, y la sensación de espanto había desaparecido. Sabía muy bien dónde estaba y lo que me ocurría, y ni siquiera consideraba extraño que me llevaran como a un muerto, que pusieran la camilla en la habitación de Schemajah Hillel y… me dejaran solo.

Me invadió una satisfacción tranquila y natural, como la que se goza cuando se regresa a casa después de una larga excursión.

La habitación estaba oscura, y los marcos de las ventanas, en forma de cruz, destacaban con sus confusos contornos de las nieblas débilmente luminosas que ascendían de la calle.

Todo me parecía evidente, y no me sorprendía ni que Hillel entrara con un candelabro sabático de siete velas, ni que me dijera con tranquilidad «buenas noches» como a alguien a quien había estado esperando.

Lo que no me había llamado la atención en especial desde que vivía en la casa —aunque nos encontrábamos unas tres o cuatro veces a la semana en las escaleras— me la llamó ahora y con fuerza, mientras él iba de un lado a otro, ordenaba algunos objetos en la cómoda y finalmente con el candelabro encendía otro, igualmente de siete velas, me refiero a la armoniosa proporción de su cuerpo y al corte delgado y fino del rostro con su noble frente.

Como veía ahora al resplandor de las velas, no podía ser mayor que yo: como mucho tendría unos cuarenta y cinco años.

—Has venido unos cinco minutos antes —comenzó a hablar tras un rato— de lo que se podía suponer, si no ya habría encendido antes las luces.

Señaló hacia los dos candelabros, se acercó a la camilla y dirigió sus ojos oscuros y profundos, así al menos lo parecía, hacia alguien que estaba de pie a mi cabecera o de rodillas, pero a quien yo no podía ver. Después movió los labios y pronunció una frase en silencio.

Los dedos invisibles soltaron mi lengua de inmediato y la rigidez desapareció. Me incorpore y miré hacia atrás. En la habitación no había nadie aparte de Hillel y de mí.

¿Así que su «tú» y el comentario de que me había estado esperando se habían dirigido a mí?

Aún más sorprendente que estas dos circunstancias en sí, me lo pareció el hecho de que no era capaz de sentir la menor extrañeza por ello.

Hillel pareció adivinar mis pensamientos, pues sonrió amigablemente, mientras me ayudaba a levantarme de la camilla, y me señalaba con la mano un sillón. Dijo:

—No hay nada sorprendente en ello. Tan sólo causan espanto a los hombres las cosas espectrales, las Kischuph; la vida pica y escuece como un abrigo de pelo, pero los rayos de sol del mundo espiritual son suaves y cálidos.

Callé, pues no se me ocurría nada que pudiera decirle. Tampoco él parecía esperar alguna respuesta, se sentó frente a mí y siguió con tranquilidad:

—También un espejo de plata, si tuviera sensibilidad, padecería dolores al ser pulido. Una vez liso y brillante, refleja todas las imágenes que caen sobre él, sin dolor ni agitación.

»Bienaventurado el hombre —añadió en voz baja— que pueda decir de sí mismo “he sido pulido”.

Por un instante se sumió en sus pensamientos, y le oí murmurar una frase en hebreo: Lixchwosecho Kiwisi Adoschem. A continuación, su voz volvió a llegar nítida a mi oído:

—Has venido a mí en un sueño profundo y yo te he despertado.

»En el salmo de David se dice:

»“Entonces una voz habló en mi interior: comienza ahora. ¡La mano derecha del Señor es la que ha hecho esta transformación!”

»Cuando los hombres se levantan de sus lechos, creen que se han desprendido del sueño, y no saben que caen víctimas de sus sentidos y se convierten en la presa de un sueño nuevo y más profundo de lo que era aquel del que han escapado. Sólo hay un despertar verdadero, y es al que tú ahora te aproximas. Háblales a los hombres de ello, y dirán que estás enfermo, pues no pueden comprenderte. Por eso carece de sentido y es cruel hablarles de estas cosas.

»Ellos transcurren como una corriente…

»Y son como un sueño.

»Como una hierba que se va a mustiar enseguida…

»Que la van a arrancar por la noche y se va a secar.

«¿Quién era el desconocido que me buscó en mi habitación y me dio el libro “Ibbur”?, ¿le he visto despierto o en sueños?», quise preguntar, pero Hillel me respondió, antes de que yo pudiera transformar los pensamientos en palabras:

—Supón que el hombre que vino a ti y al que tú llamas el Golem significa el despertar del muerto por la vida espiritual interior. ¡Todas las cosas en la tierra no son más que un eterno símbolo revestido de polvo!

»¿Cómo piensas con el ojo? Toda forma que ves la piensas con el ojo. Todo lo que ha adoptado una forma, era antes un fantasma.

»Sentí cómo conceptos que hasta ese momento habían estado anclados en mi mente, se soltaban y se adentraban como barcos sin timón en un mar infinito.

Hillel prosiguió con gran sosiego:

—Quien ha sido despertado ya no puede morir. El sueño y la muerte son lo mismo.

—¿… ya no puede morir? —sentí un dolor agudo.

—Dos senderos corren paralelos: el camino de la vida y el de la muerte. Tú has tomado el libro «Ibbur» y has leído en él. Tu alma se ha preñado del espíritu de la vida —le oí decir.

«¡Hillel, Hillel, déjame seguir el camino que emprenden todos los hombres: el de la muerte!», grité en mi interior con todas mis fuerzas. El rostro de Hillel se tornó rígido de seriedad.

—Los hombres no siguen ningún camino, ni el de la vida ni el de la muerte. De ahí que vuelen como la paja en la tormenta. En el Talmud está escrito: «Antes de que Dios creara el mundo, sostuvo ante los seres un espejo; en él vieron los sufrimientos espirituales de la existencia y los placeres que se sucedían. Entonces unos tomaron para sí los sufrimientos, otros se negaron, y a éstos los tachó Dios del libro de los vivos». Pero tú sigues un camino y lo has emprendido por propia voluntad; aunque ahora ya no lo sepas, tú mismo te has llamado. No te entristezcas: poco a poco, cuando llegue el saber, llegará también el recuerdo. El saber y el recuerdo son lo mismo.

El tono amable, casi cariñoso, con que Hillel había pronunciado sus palabras, me devolvió mi serenidad, y me sentí protegido como un niño enfermo que sabe que su padre está con él.

Miré hacia arriba y vi que de repente había muchas figuras en la habitación y que me rodeaban: algunas con blancos ropajes funerarios, como los llevaban los antiguos rabinos, otros con sombreros de tres puntas y hebillas de plata en los zapatos, pero Hillel pasó su mano sobre mis ojos y la habitación volvió a estar vacía.

Me acompañó después a la escalera y me dio una vela encendida para que pudiera iluminar mi habitación.

Me acosté en la cama y quise dormir, pero el sueño no venía, en vez de eso entré en un estado peculiar que no era ni el de dormir ni el de soñar ni el de velar.

Había apagado la luz, pero pese a ello todo en la habitación se discernía con tal claridad que podía distinguir con precisión cada forma. Al mismo tiempo me sentía muy cómodo y libre de esa cierta intranquilidad molesta que nos atormenta cuando estamos en una situación similar.

Nunca antes en mi vida había sido capaz de pensar de una manera tan precisa y concentrada como ahora. El ritmo de la salud corría por mis nervios y ordenaba mis pensamientos en filas y columnas, como si fuera un ejército que sólo esperaba a mis órdenes.

Sólo necesitaba gritar y se presentaban ante mí cumpliendo todos mis deseos.

Se me vino a la mente una gema de aventurina que las últimas semanas había intentado cortar —sin poder lograrlo, puesto que las muchas laminillas rotas en el mineral jamás podían cubrirse con los rasgos faciales que me había imaginado— y en un instante vi la solución ante mí y supe exactamente cómo tenía que conducir el buril para acomodarme a la estructura de la masa.

Antes esclavo de una horda de impresiones fantásticas y visiones oníricas, de las que con frecuencia no sabía si eran ideas o sensaciones, me vi ahora de repente como dueño y señor de mi propio reino.

Operaciones que antes sólo había podido realizar con esfuerzo en el papel, se resolvían en mi mente como en un juego. Todo con la ayuda de una capacidad nueva, despierta en mi interior, gracias a la cual veía y retenía lo que necesitaba en ese momento: cifras, formas, objetos o colores. Y cuando se trataba de cuestiones a las que no se podía responder con esos instrumentos —problemas filosóficos y otros similares—, el lugar de la mirada interior lo ocupaba el oído, en lo que la voz de Schemajah Hillel asumía el papel del que hablaba.

Se me concedieron conocimientos de la índole más extraña.

Lo que mil veces en mi vida había dejado pasar por mis oídos como mera palabra sin prestarle atención quedaba preñado de significado ante mí hasta en su última sílaba; lo que «había aprendido de memoria» lo «comprendía» de repente como si fuera de mi «propiedad». Los secretos de la formación de las palabras que nunca sospeché estaban ahora desnudos ante mí.

Los «elevados» ideales de la humanidad, que antes me habían tratado con el gesto despectivo del comerciante probo, con el pecho hinchado de pathos y cubierto de condecoraciones, ahora se quitaban humillados la máscara grotesca y se disculpaban: en el fondo sólo eran mendigos, aunque siempre una ayuda… para una estafa aún más descarada.

¿No estaría tal vez soñando? ¿Había hablado de verdad con Hillel?

Alargué mi mano hacia el sillón que estaba junto a mi cama.

En efecto, allí estaba la vela que me había dado Schemajah; y bendito como un niño en Nochebuena que se ha convencido de que el maravilloso títere existe de verdad y es de carne y hueso, hundí de nuevo mi cabeza en la almohada.

Y como un perro de muestra volví a penetrar en la espesura de los enigmas espirituales que me rodeaban.

Al principio intenté retroceder en mi vida al punto hasta el que llegaba mi recuerdo. Sólo desde allí, pensaba, me podría resultar posible abarcar aquella parte de mi existencia que yacía cubierta de tinieblas por un extraño capricho del destino.

Pero por más que me esforzaba no conseguía otra cosa que verme como antaño en el sombrío patio de nuestra casa y distinguiendo a través de la arcada la tienda de la trastería de Aaron Wassertrum, ¡como si hubiese vivido todo un siglo como tallador de gemas en esta casa, siempre con la misma edad y sin haber sido nunca un niño!

Ya quería renunciar, perdida toda esperanza, a seguir perforando en la mina del pasado, cuando de repente comprendí con luminosa claridad que en mi recuerdo la amplia avenida de los acontecimientos finalizaba en ese portal, pero que no había prestado atención a una gran cantidad de diminutas y delgadas aceras que hasta entonces habían acompañado continuamente al sendero principal. «¿De dónde has sacado los conocimientos», gritó una voz en mí, «gracias a los cuales te ganas ahora la vida?, ¿quién te ha enseñado a tallar gemas… y a grabar y a todo lo demás?, ¿y a escribir, hablar… y comer… y a caminar, a respirar, pensar, sentir?»

Acepté de inmediato el consejo de mi interior. Retrocedí en mi vida de una manera sistemática.

Me obligué a reflexionar en una sucesión inversa pero ininterrumpida. ¿Qué ha ocurrido, cuál fue el punto de partida de ello, qué había antes, etc.?

Una vez más había llegado al susodicho portal… ¡Ahora, ahora! Tan sólo un pequeño salto al vacío y el abismo que me separaba del olvido quedaría superado… entonces apareció una imagen ante mí que había pasado por alto en el viaje de regreso: Schemajah Hillel me pasó la mano por los ojos… igual que anteriormente abajo, en su habitación.

Y todo se había borrado. Incluso el deseo de seguir investigando.

Tan sólo había conseguido una cosa… el conocimiento de que la sucesión de acontecimientos en la vida es una calle sin salida, por más ancha y transitable que pueda parecer. Los senderos delgados y ocultos son los que llevan a la patria perdida; lo que oculta la solución de los últimos secretos es lo que está grabado en nuestro cuerpo con una letra apenas visible, y no la atroz cicatriz que deja la raspadura de la vida exterior.

De igual modo que podía reencontrarme en los días de mi juventud, si recitaba el abecedario al revés, de la Z a la A, para llegar al punto en que comencé a aprender en el colegio, precisamente así, comprendí yo, debía poder dirigirme a la otra patria lejana, que está más allá de todo pensamiento. Un mundo de trabajo se me echaba encima. Se me ocurrió que también Hércules llevó un tiempo sobre su cabeza la cúpula del cielo y un significado oculto centelleó hacia mí desde la leyenda. Y al igual que Hércules se liberó con su astucia, al pedirle al gigante Atlas: «Déjame que rodee mi frente con cuerdas para que la espantosa carga no reviente mi cerebro», así es posible, me pareció, que encuentre un camino oscuro que me aleje de ese arrecife.

Pero de repente se deslizó en mí un profundo enojo por seguir confiando ciegamente en el liderazgo de mis pensamientos. Me tendí y cerré con los dedos los ojos y los oídos, para no dejarme distraer por los sentidos. Para matar todo pensamiento.

Pero mi voluntad se estrelló contra la férrea ley: siempre podía apartar un pensamiento con otro, y cuando moría uno, ya se cebaba el próximo con su carne. Huí a la rugidora corriente de mi sangre, pero los pensamientos me siguieron pegados a mis talones; me escondí en los latidos de mi corazón pero, transcurrido un momento, ya me habían descubierto.

Una vez más vino en mi ayuda la amable voz de Hillel, y dijo: «¡Sigue tu camino y no vaciles! La clave para el arte del olvido pertenece a nuestros hermanos, que hollan el sendero de la muerte; pero tú estás preñado por el espíritu… de la vida».

Ante mí apareció el libro Ibbur, y dos letras llamearon en su interior: una de ellas, que significa la mujer de bronce, con el poderoso pulso, similar a un terremoto; la otra a una distancia infinita: el hermafrodita en el trono de nácar; en la cabeza, la corona de madera roja.

Schemajah Hillel volvió a pasar entonces una tercera vez la mano sobre mis ojos, y me dormí.