Praga
Junto a mí estaba el estudiante Charousek, con el cuello levantado de su delgado y raído abrigo, y yo oía cómo le rechinaban los dientes de frío.
Podía coger una pulmonía de muerte en ese portal gélido y batido por el viento, me dije, así que le pedí que subiera a mi habitación.
Pero él rechazó la oferta.
—Se lo agradezco, maestro Pernath —murmuró temblando—, por desgracia no tengo mucho tiempo, he de ir urgentemente a la ciudad. Además, nos empaparíamos hasta los huesos si quisiéramos salir ahora a la calle, ¡tras sólo unos pasos! ¡El chaparrón no quiere parar!
Los aguaceros barrían los tejados y descendían por las fachadas de las casas como un torrente de lágrimas.
Si inclinaba un poco la cabeza podía ver allá arriba, en el cuarto piso, mi ventana, surcada por tantas gotas de lluvia que parecía como si los cristales se hubiesen reblandecido; se habían tornado opacos y viscosos como gelatina.
Un sucio arroyo amarillo corría por la callejuela y el portal se llenó de paseantes que querían esperar a que cesara la lluvia.
—Allí flota un ramo de novia —dijo de repente Charousek, y señaló un ramo de mirtos marchitos que era arrastrado por la sucia corriente. Alguien se rió a nuestras espaldas.
Cuando me volví, vi que era un hombre mayor, bien vestido, con el pelo blanco y con un rostro hinchado y parecido al de una rana.
Charousek miró también un instante hacia atrás y murmuró unas palabras para sí.
Del anciano emanaba algo desagradable. No le presté más atención y contemplé las casas descoloridas que allí, ante mis ojos, se acuclillaban unas junto a otras en la lluvia como viejos animales malhumorados. ¡Qué aspecto más siniestro y decaído tenían todas!
Construidas sin previsión alguna, allí estaban, como mala hierba que brota del suelo.
Estaban adosadas a un muro de piedra amarillo, el único resto que quedaba de un largo edificio anterior, de hacía dos, tres siglos, y se habían levantado a la buena de Dios, sin consideración a las restantes. Por un lado una casa a medias, de ángulos oblicuos, con una frente protuberante; por otro una saliente, como un colmillo.
Bajo el cielo cubierto parecían como si durmieran: no se sentía nada de la vida hostil y pérfida que a veces irradiaba de ellas, cuando la niebla de las noches otoñales se posaba en las callejuelas y ayudaba a ocultar sus gestos silenciosos y apenas perceptibles.
Durante el tiempo en que he estado viviendo aquí, en mí se ha fortalecido la impresión, de la que no me puedo desprender, de que hay ciertas horas de la noche y en la madrugada, en que esas casas deliberan agitadas, aunque en silencio, de manera enigmática. Y a veces un ligero e inexplicable temblor recorre sus muros, y hay ruidos que resuenan en sus tejados y caen por las canalizaciones: y nosotros no les prestamos atención con nuestros sentidos embotados, y tampoco investigamos su causa.
A menudo soñaba que espiaba a esas casas en su espectral actividad y había averiguado con angustioso asombro que ellas eran las secretas dueñas de la calle, que se deshacen de su vida y de su sentimiento y que pueden volver a atraerlos; que se los prestan por el día a los habitantes que aquí habitan para exigírselos a la noche siguiente con intereses de usurero.
Y si hago pasar por mi mente a los seres humanos extraños que viven en ellas como sombras, como entes —no nacidos de madres— que parecen ensamblados sin orden ni concierto, como hechos de piezas distintas, me siento inclinado a creer más que nunca que esos sueños ocultan en sí oscuras verdades, las cuales, cuando estoy despierto, siguen resplandeciendo como impresiones de cuentos de colores.
Entonces vuelve a despertar sigilosamente en mí la leyenda del fantasmal Golem, ese hombre artificial que una vez, aquí, en el ghetto, un rabino especializado en la cábala formó de los elementos y lo destinó a una existencia automática y sin pensamiento, al introducir tras sus dientes una mágica cifra numérica.
Y al igual que aquel Golem se petrificaba en una imagen de barro en el mismo instante en que se le quitaba la secreta sílaba de la vida de su boca, así me parece que todos esos hombres también tendrían que derrumbarse sin alma en un segundo, si se borrara en el cerebro de uno un concepto insignificante cualquiera, un afán secundario, tal vez una costumbre inútil; de otro tan sólo una espera apática de algo enteramente indeterminado e inconsistente.
¡Qué asechanza tan continua y espantosa hay en esas criaturas!
A esas personas nunca se las ve trabajar y, no obstante, están despiertas desde las primeras luces de la mañana y esperan con la respiración contenida como un sacrificio que nunca llega.
Y si por una vez se da el caso de que alguien entra en su ámbito, cualquier indefenso del que pudieran enriquecerse, de repente se ven asaltadas por un miedo paralizante que las hace retroceder espantadas a un rincón y renuncian temblorosas a cualquier propósito.
Nadie parece lo bastante débil como para que a ellas les quede algo de valor para apoderarse de él.
—Animales de rapiña degenerados y sin dientes, a los que se les ha quitado la fuerza y sus defensas —dijo Charousek dubitativo y me miró.
¿Cómo podía saber en qué estaba pensando?
Sentí que, a veces, atizaba con tanta fuerza los pensamientos que eran capaces de saltar como chispas al cerebro del que estaba al lado.
—¿… de qué vivirán? —dije después de un rato.
—¿Vivir? ¿De qué? ¡Más de uno de ellos es millonario!
Miré a Charousek. ¿Qué quería decir con eso?
Pero el estudiante permaneció callado y miró hacia las nubes.
Por un instante el murmullo de voces se había interrumpido en el portal y sólo se oía el siseo de la lluvia.
¿Qué querrá decir con eso de que «más de uno de ellos es millonario»?
Una vez más pareció como si Charousek hubiese adivinado mis pensamientos.
Señaló la tienda del buhonero que estaba a nuestro lado, por donde una corriente de agua rojiza arrastraba la herrumbre de los cachivaches de hierro allí hacinados.
—¡Aaron Wassertrum! Él, por ejemplo, es un millonario. Casi un tercio de la judería es de su propiedad. ¿Acaso no lo sabe, señor Pernath?
Me quedé literalmente sin respiración. ¡Aaron Wassertrum! El buhonero, ¿un millonario?
—¡Oh, le conozco muy bien! —continuó Charousek con obstinación y como si sólo hubiera estado esperando a que le preguntara—. También conocí a su hijo, el doctor Wassory, ¿no ha oído hablar nunca de él? El doctor Wassory… el famoso oculista. Hace un año toda la ciudad aún hablaba con entusiasmo de él… del gran… erudito. Nadie sabía por entonces que había renunciado a su apellido Wassertrum. Le gustaba dárselas de hombre de ciencia apartado del mundo y, cuando la conversación recaía en su origen, mencionaba con modestia y medias palabras, emocionado, que su padre aún procedía del ghetto, que se había elevado a la luz con su trabajo, comenzando desde lo más bajo, soportando preocupaciones de toda índole e indecibles sufrimientos. ¡Sí, con preocupaciones y angustias!
»¡Pero no dijo nada sobre qué preocupaciones e indecibles angustias y con qué medios!
»¡Pero yo sé muy bien qué ocurre en el ghetto! —Charousek agarró mi brazo y lo sacudió con fuerza.
»—Maestro Pernath, soy tan pobre que ni siquiera lo puedo comprender; he de ir medio desnudo como un vagabundo, mire, y, no obstante, soy estudiante de medicina… ¡soy un hombre instruido!
Abrió su sobretodo y vi espantado que no tenía ni camisa ni chaqueta, el abrigo cubría la piel desnuda.
—Y así de pobre era ya cuando hice caer a esa bestia, a ese todopoderoso y famoso doctor Wassory… y aún hoy nadie sospecha que yo, yo mismo, fui el autor.
»En la ciudad se cree que fue un tal doctor Savioli quien sacó a la luz sus prácticas y luego lo impulsó al suicidio. El doctor Savioli no fue más que mi instrumento, se lo digo yo. Yo solo tramé el plan y reuní el material, suministré las pruebas y en silencio e inadvertidamente llevé piedra tras piedra al edificio del doctor Wassory, hasta que se llegó al punto en que ningún dinero en la tierra, ningún truco del ghetto habrían podido lograr que se evitase la ruina que sólo necesitaba de un leve empujón.
»Ya sabe, así… como quien juega al ajedrez.
»Precisamente como se juega al ajedrez.
»¡Y nadie sabe que fui yo!
»Al buhonero Aaron Wassertrum a veces no le deja dormir un terrible presentimiento de que alguien a quien conoce, que siempre está en su proximidad y a quien no puede coger —otro que no es el doctor Savioli—, ha tenido que estar involucrado.
»Por mucho que Wassertrum sea uno de esos cuyos ojos pueden ver a través de los muros, sin embargo no comprende que hay cerebros que son capaces de calcular cómo se pueden pinchar muros como ésos con largas, invisibles, envenenadas, pasando por sillares, oro y piedras preciosas, para acertar en la oculta arteria de la vida.
Y Charousek se dio una palmada en la frente y se rió como un salvaje.
—Aaron Wassertrum lo sabrá pronto; en concreto el día en que quiera tirarse al cuello del doctor Savioli, ¡precisamente ese día!
»También he planeado esta partida hasta el último movimiento. Esta vez será un gambito de rey. Aquí ya no hay ningún movimiento hasta el amargo final contra el que pudiera encontrar una respuesta dañina.
»Quien se aventure a enfrentarse con mi gambito de rey, penderá del aire, se lo digo a usted, como una impotente marioneta de un hilo… de hilos de los que yo tiro… óigalo bien… de los que yo tiro, con lo que se ha acabado su libre albedrío.
El estudiante parecía hablar como si tuviera fiebre. Le miré espantado al rostro.
—¿Qué le han hecho Wassertrum y su hijo para que esté tan lleno de odio?
Charousek hizo un gesto de fuerte rechazo:
—Deje eso… ¡pregunte mejor qué rompió el cuello al doctor Wassory! ¿O desea mejor que hablemos en otra ocasión? La lluvia ha cedido. ¿Tal vez quiere irse a casa?
Bajó su voz como alguien que se tranquiliza de repente. Yo negué con la cabeza.
—¿Ha oído cómo se cura hoy el glaucoma? ¿No? ¡Se lo tengo que aclarar entonces, para que lo comprenda bien, maestro Pernath! Escúcheme, el glaucoma es una enfermedad maligna del interior del ojo que termina en ceguera, y sólo hay un medio para detener el progreso de la enfermedad, la denominada iridectomía, que consiste en sacar con un pellizco de la piel del iris un pequeño trozo en forma de cuña.
»Las consecuencias inevitables son espantosos deslumbramientos que permanecen toda la vida; sin embargo, el proceso de ceguera se detiene en la mayoría de los casos.
»Pero el diagnóstico del glaucoma tiene sus peculiaridades.
»Hay periodos, sobre todo al principio de la enfermedad, en que los síntomas más claros aparentemente desaparecen, y en esos casos un médico no puede decir nunca con seguridad, aunque no pueda encontrar ni una sola huella de enfermedad, que su predecesor, de otra opinión, se ha tenido que equivocar necesariamente.
»Pero una vez que se ha producido la mencionada iridectomía, que naturalmente se puede ejecutar tanto en un ojo sano como en uno enfermo, ya es imposible confirmar si con anterioridad había o no glaucoma.
»Y sobre ésta y otras circunstancias el doctor Wassory había fundado su repugnante plan.
»Innumerables veces —en especial en mujeres— constató glaucoma donde sólo había perturbaciones visuales inofensivas, para así forzar una operación que apenas le costaba esfuerzo y que le daba mucho dinero.
»Por fin tenía a indefensos en su mano, ¡para desvalijar ya no necesitaba ni una mota de valor!
»Ya ve, maestro Pernath, el degenerado depredador se había situado en esas condiciones vitales donde también podía desgarrar a su víctima sin armas ni fuerza.
»¡Sin arriesgar nada! ¿Lo comprende? ¡Sin tener que arriesgar lo más mínimo!
»El doctor Wassory había sabido ganarse la fama de un excelente especialista con sospechosas publicaciones en revistas médicas, y arrojar tierra a los ojos de sus colegas, demasiado decentes e ingenuos para descubrir su juego.
»La consecuencia natural fue una corriente de pacientes que buscaban ayuda en su consulta.
»Llegaba alguien con una perturbación ocular insignificante y se dejaba reconocer, el doctor Wassory se ponía enseguida manos a la obra con metódica malicia.
»Comenzaba con las habituales preguntas al enfermo, pero sólo anotaba con habilidad, para quedar cubierto en cualquier caso, aquellas respuestas que permitían el diagnóstico de glaucoma. Y sondeaba con precaución si no había un diagnóstico previo.
»En la conversación dejaba caer que había recibido una llamada urgente del extranjero debido a unas importantes medidas científicas y que a la mañana siguiente tenía que partir.
»En la endoscopia del ojo con rayos de luz eléctrica que se emprendía a continuación, causaba intencionadamente al enfermo el máximo dolor. ¡Todo premeditado!
»Cuando había terminado su interrogatorio y seguía la habitual pregunta del paciente de si había motivo para preocuparse, Wassory hacía su primer movimiento en la partida.
»Se sentaba frente al enfermo, dejaba pasar un minuto y luego pronunciaba con mesura y voz sonora la frase:
»“La ceguera de los dos ojos en un plazo próximo ya es inevitable”.
»La escena que seguía era, naturalmente, espantosa.
»A menudo los pacientes perdían el conocimiento, lloraban y gritaban y se tiraban desesperados al suelo.
»Perder la vista significa perderlo todo.
»Y cuando se producía el también habitual momento en que la pobre víctima rodeaba con sus brazos las rodillas del doctor Wassory, y preguntaba si no habría en ese mundo de Dios alguien que pudiera ayudarle, la bestia hacía su segundo movimiento y se convertía él mismo en ese… Dios que podía ayudar.
»¡Todo, todo en este mundo es como una partida de ajedrez, maestro Pernath!
»Una operación urgente, decía entonces el doctor Wassory pensativo, eso era lo único que quizá podía traer la salvación, y con una salvaje y codiciosa vanidad que le asaltaba de repente, se volcaba en un torrente de palabras en que describía con todo lujo de detalles éste y aquel caso que tenían una gran similitud con el del paciente, cómo innumerables enfermos le agradecían el haber conservado la vista y otras muchas cosas como éstas.
»Saboreaba literalmente la sensación de creerse una suerte de ser superior, en cuyas manos estaba la salud y la vida de sus congéneres.
»La víctima indefensa, sin embargo, se sentaba, rota, con el corazón lleno de ardientes dudas, con la frente cubierta de sudor y ni siquiera se atrevía a interrumpirle, por miedo a enojarle a él… al único que aún podía ayudarle.
»Y el doctor Wassory concluía con las palabras de que él por desgracia sólo podría operar en unos meses, cuando regresara de su viaje. Ojalá —en estos casos siempre hay que tener esperanza— no sea demasiado tarde, decía.
»Es evidente que entonces los enfermos se levantaban de un salto presos del pánico, declaraban que bajo ningún concepto esperarían ni siquiera un día más, y suplicaban consejo de quién entre los otros médicos de la ciudad podría emprender la operación. Había llegado el instante en que el doctor Wassory daba el golpe decisivo.
»Paseaba de un lado a otro sumido en sus pensamientos, arrugaba su frente con preocupación y finalmente susurraba afligido que una operación por parte de otro médico exigía otra endoscopia del ojo con luz eléctrica, y eso —el paciente ya sabía cuán doloroso era—, a causa de los rayos deslumbrantes, podía acarrear consecuencias funestas.
»Así pues, otro médico —aparte de que a algunos de ellos les faltaba la experiencia necesaria en la iridectomía— no podría intervenir hasta el transcurso de un largo plazo, precisamente porque tendría que hacer un nuevo reconocimiento, cuando los nervios oculares se hubiesen recuperado.
Charousek apretó los puños.
—¡A eso, maestro Pernath, lo llamamos en el ajedrez «movimiento obligatorio»! Lo que seguía también era un movimiento obligatorio, un movimiento obligatorio tras otro.
»Desesperado hasta casi volverse loco, el paciente rogaba al doctor Wassory que se apiadara de él, que retrasara su viaje sólo un día y que él mismo hiciese la operación. Era algo más que una muerte rápida, ese miedo espantoso y torturador de tener que perder la vista en cualquier momento, eso era lo más terrible que podía haber.
»Y cuanto más se resistía y lamentaba el monstruo: un retraso de su viaje podía causarle un impredecible perjuicio económico, tanto más dinero le ofrecían voluntariamente los enfermos.
»Cuando por fin al doctor Wassory le parecía la cifra lo bastante alta, cedía y al día siguiente, antes de que una casualidad pudiese descubrir su plan, infligía a los dos ojos sanos esos daños incurables, esa continua sensación de quedar deslumbrado que podía hacer de la vida un continuo tormento y que, no obstante, borraba las huellas de una vez por todas de la acción del canalla.
»Mediante esas operaciones en ojos sanos, el doctor Wassory no sólo incrementó su fama como un médico incomparable, que siempre lograba detener la inminente ceguera, sino que al mismo tiempo satisfacía su desmedida codicia de dinero y alimentaba su vanidad, cuando las víctimas ignorantes dañadas en el cuerpo y en su cartera, le miraban como a su salvador.
»Tan sólo un hombre que tiene sus raíces en el ghetto, que conoce sus innumerables recursos, que ha aprendido desde la infancia a estar al acecho como una araña, que conoce a todas las personas de la ciudad y adivina hasta en los más pequeños detalles sus relaciones y su patrimonio, sólo semejante… casi se le podría llamar ¡visionario!… podía cometer esas atrocidades durante años.
»Y si no hubiera sido por mí, aún estaría cometiéndolas, y lo haría hasta llegar a una edad avanzada para, finalmente, como un venerable patriarca, disfrutar durante sus últimos años de vida, en el círculo de sus seres queridos, de los altos honores concedidos, siendo un luminoso modelo para las generaciones futuras… hasta que al final también él terminase por reventar.
»Pero yo también he crecido en el ghetto, y mi sangre está saturada asimismo de esa atmósfera de astucia infernal, y por eso fui capaz de hacerle caer, al igual que fuerzas invisibles hacen caer a un hombre, o un rayo del cielo.
»El doctor Savioli, un joven médico alemán, tiene el mérito de haberle descubierto. Pero yo le empujé y acumulé prueba tras prueba, hasta que llegó el día en que el fiscal alargó su mano hacia el doctor Wassory.
»¡Entonces la bestia se suicidó! ¡Bendita sea la hora!
»Como si mi doble hubiese estado a su lado y le hubiese guiado la mano, se quitó la vida con esa ampolla de nitrato de amilo que dejé intencionadamente en su consulta cuando yo mismo una vez me sometí a su falso diagnóstico de glaucoma: intencionadamente y con el deseo ardiente de que fuera ese nitrato de amilo el que le diera el golpe final.
»En la ciudad se dijo que había tenido un derrame cerebral.
»El nitrato de amilo mata, aspirado, como un derrame cerebral. Pero ese rumor no se pudo mantener durante mucho tiempo.
Charousek se quedó de repente rígido y como ensimismado, como si se hubiera perdido en un problema profundo, luego se encogió de hombros en la dirección en que se encontraba la tienda del buhonero Aaron Wassertrum.
—Ahora está solo —murmuró—, completamente solo con su codicia y… y… ¡y su muñeca de cera!
Sentí fuertes palpitaciones.
Miré espantado a Charousek.
¿Estaba loco? Debían ser delirios febriles los que le hacían inventarse esas cosas.
¡Seguro, seguro! ¡Todo era una pura invención, fantasías!
No pueden ser ciertas esas cosas horribles que ha contado sobre el oculista. Está tísico, y las fiebres de la muerte afectan a su cerebro.
Quería tranquilizarle con un par de palabras en broma, desviar sus pensamientos en una dirección más amable.
Pero, antes de que encontrara las palabras, se me vino a la mente, como un rayo, la imagen del rostro de Wassertrum con el labio leporino, como cuando miró a través de la puerta abierta en mi habitación con sus ojos redondos de pez.
¡El doctor Savioli! ¡El doctor Savioli! Sí… sí… ése era el nombre del joven que el titiritero Zwakh me había confiado en un susurro, el del noble señor que le había alquilado el estudio.
¡El doctor Savioli! ¡Como un grito emergió en mi interior! Una sucesión de imágenes neblinosas surcó mi espíritu, pasó a toda velocidad despertando terribles suposiciones que se precipitaban sobre mí.
Quería preguntarle a Charousek, contarle deprisa, lleno de miedo, todo lo que había experimentado, pero entonces vi que le había acometido un fuerte ataque de tos que casi le arroja al suelo. Aún pude distinguir cómo se apoyaba con esfuerzo en el muro, salía a la lluvia y se despedía de mí con un saludo fugaz.
Sí, sí, tiene razón, no ha hablado así por la fiebre, sentí; es el incomprensible fantasma del crimen el que se desplaza por estas callejuelas día y noche e intenta encarnarse.
Está en el aire y no lo vemos. De repente se precipita en un alma humana, nosotros no lo sospechamos… aquí, allí, y antes de que podamos comprenderlo, se ha tornado amorfo y ya todo ha pasado.
Y hasta nosotros sólo llegan oscuras palabras de cualquier suceso horrible.
De golpe comprendí a estas enigmáticas criaturas, que moraban en torno a mí, en lo más profundo de su ser; se arrastran sin voluntad por la existencia, animadas por una invisible corriente magnética… de la misma manera en que el ramo de novia era arrastrado por la sucia corriente.
Me pareció como si todas las casas se fijaran en mí con sus rostros pérfidos llenos de una anónima maldad… las puertas: negros hocicos abiertos en los que las lenguas se habían podrido, fauces que en cualquier instante podían emitir un grito ensordecedor, tan estridente y lleno de odio que nos tendría que espantar hasta lo más hondo de nuestro ser.
¿Qué había dicho el estudiante al final sobre el buhonero? Yo mismo me susurré las palabras: Aaron Wassertrum está ahora solo con su codicia y su… muñeca de cera.
¿Qué había querido decir con lo de la muñeca de cera?
Debía haber sido una metáfora… una de esas metáforas enfermizas con las que suele sorprenderme, que no se pueden comprender y que, cuando más tarde se vuelven inesperadamente claras, pueden espantar tanto como las cosas de forma inhabitual sobre las que de repente cae un deslumbrante rayo de luz.
Respiré hondo para tranquilizarme y desprenderme de la terrible impresión que me había causado la historia de Charousek.
Miré a la gente que esperaba conmigo en el zaguán con mayor atención. A mi lado estaba el anciano obeso. El mismo que antes se había reído de manera tan repugnante.
Llevaba una levita negra y guantes y miraba fijamente e impertérrito, con ojos saltones, hacia la puerta de la casa.
Su rostro afeitado con los rasgos bastos y vulgares se agitó de excitación.
Seguí involuntariamente su mirada y noté que pendía como hechizada de la pelirroja Rosina, que estaba al otro lado de la calle, con su eterna risa en los labios.
El anciano se esforzaba por hacerle una señal, y vi que ella lo sabía muy bien, pero se comportaba como si no lo entendiera.
Por fin el anciano no lo soportó más, salió de puntillas y saltó con ridícula elasticidad, como una pelota negra de goma, sobre los charcos.
Parecía que le conocían, pues oí toda índole de bromas que apuntaban a él. Un vagabundo detrás de mí, con una bufanda roja alrededor del cuello, con una gorra militar azul, el cigarrillo en la oreja, hizo alusiones con sonrisas sardónicas que yo no entendí.
Tan sólo comprendí que al anciano en la judería le llamaban el «masón» y en su idioma con este mote querían designar a alguien que suele sobrepasarse con adolescentes, pero que gracias a sus relaciones con la policía está a salvo de cualquier denuncia.
Poco después Rosina y el anciano desaparecieron en la oscuridad del pasillo.