LUZ
En el transcurso del día había llamado varias veces a la puerta de Hillel; no podía soportarlo más, tenía que hablarle y preguntarle qué significaban todos esos extraños sucesos, pero siempre me dijeron que no estaba en casa.
En cuanto regresara del ayuntamiento judío, su hija me lo comunicaría enseguida.
¡Por lo demás, una joven muy particular, esa Miriam!
Nunca había visto a alguien similar.
Una belleza tan exótica que en el primer momento no se puede captar… una belleza que le hace a uno enmudecer cuando se la contempla, una sensación inexplicable: despierta en uno algo así como un sutil desánimo.
Ese rostro estaba formado según unas leyes de la proporción que han debido perderse desde hace milenios, al menos ésa fue la explicación que encontré cuando lo vi de nuevo en mi mente.
Y pensé qué piedra preciosa elegiría para plasmarla en un camafeo y conservar correctamente la expresión: pero ya fracasé en lo puramente superficial, el brillo negro azulado del pelo y de los ojos, que superaba todo lo imaginado. ¡Cómo retener en un camafeo, para los sentidos y la mirada, la irreal delgadez del rostro, sin perderse en la mera imitación de una dirección canónica del «arte»!
Me di cuenta de que el problema sólo se podría resolver con un mosaico, esto estaba claro, pero ¿qué material habría que elegir? Se necesitaría una vida entera para encontrar lo adecuado.
¡Dónde se había metido Hillel!
Le añoraba como a un querido y viejo amigo.
Era extraño que en tan pocos días, en realidad sólo había hablado con él una vez, le hubiese tomado tanta confianza.
Sí, es verdad: las cartas —sus cartas— las quería esconder mejor. Para mi tranquilidad, por si tuviera que permanecer otra vez mucho tiempo fuera de casa.
Las saqué del baúl: en el estuche estarían más seguras.
Una fotografía se deslizó de entre las cartas.
No quería mirar, pero era demasiado tarde.
Me miró a los ojos con el pañuelo de brocado sobre los hombros desnudos, como la había visto la primera vez cuando huyó a mi habitación desde el estudio de Savioli.
Un dolor demencial me taladró el interior. Leí la dedicatoria bajo la foto, sin comprender las palabras, y el nombre:
Tu Angelina.
—¡Angelina!
Cuando pronuncié el nombre se rasgó de arriba abajo el telón que ocultaba mis años juveniles.
Creí que iba a perder el conocimiento por la aflicción. Arañé el aire y gemí, me mordí la mano:… volver a ser ciego, Dios del Cielo… seguir con la muerte aparente, como hasta ahora, ésas fueron mis súplicas.
El dolor me subió a la boca, se desbordó… tenía un sabor extrañamente dulce… como a sangre…
¡Angelina!
Su nombre circulaba por mis arterias y se convirtió en una caricia insoportable y espectral.
Me dominé con un impulso violento y me obligue, haciendo rechinar los dientes, a fijarme en la foto hasta que poco a poco tuve poder sobre ella.
¡Poder sobre ella!
Como hoy por la noche sobre la carta de la baraja.
¡Por fin! ¡Pasos! ¡Pasos de un hombre!
¡Venía!
Lleno de júbilo me dirigí corriendo a la puerta y la abrí.
Schemajah Hillel estaba fuera, y detrás de él —me hice reproches en silencio por considerarlo una decepción—, el viejo Zwakh con sus rojas mejillas y sus redondos ojos infantiles.
—Me alegra ver que se encuentra bien, maestro Pernath —comenzó Hillel.
¿Un frío tratamiento de «usted»?
Escarcha, un frío cortante y letal invadió de repente la habitación.
Anonadado, sólo oí a medias lo que Zwakh, jadeante por la excitación, me parloteaba:
—¿No se ha enterado? El Golem ha vuelto a salir. Acabamos de hablar de ello, ¿no ha oído nada, maestro Pernath? Toda la judería está revuelta. Vrieslander lo ha visto, al Golem. Y de nuevo ha comenzado, como siempre, con un crimen.
Yo escuchaba asombrado: ¿un crimen?
Zwakh me sacudió:
—Sí, ¿no se ha enterado de nada, Pernath? Abajo cuelga un aviso de la policía: al parecer han matado a Zottmann, el «masón», bueno, me refiero al director de seguros de vida Zottmann. Loisa acaba de ser detenido, aquí, en la casa. Y la pelirroja Rosina ha desaparecido sin dejar huella. El Golem… el Golem… es espeluznante.
No respondí nada y busqué los ojos de Hillel: ¿por qué me miraba tan fijamente?
Una sonrisa contenida se esbozó de repente en sus comisuras. Comprendí. Iba dirigida a mí.
Me habría gustado abrazarle de alegría.
Fuera de mí de entusiasmo, corrí de un lado a otro en la habitación. ¿Qué podía servir primero?, ¿vasos?, ¿una botella de vino? (sólo tenía una), ¿cigarros?
Por fin encontré palabras:
—Pero ¿por qué no os sentáis?
Acerqué rápidamente los dos sillones a mis amigos.
Zwakh comenzó a enojarse.
—¿Por qué no deja de sonreír, Hillel? ¿Acaso no cree que se haya aparecido el Golem? Me parece que ni siquiera cree que exista el Golem.
—No creería en él aunque lo viera aquí ante mí en la habitación —respondió Hillel con toda tranquilidad y lanzándome a mí una mirada. Entendí el doble sentido que se insinuaba en sus palabras.
Zwakh dejó de beber por el asombro:
—¿El testimonio de cientos de personas no significa nada para usted, Hillel? Pero espere, Hillel, piense en mis palabras: ¡en la judería habrá ahora crimen tras crimen! Lo conozco. El Golem lleva tras de sí una siniestra comitiva.
—La acumulación de sucesos semejantes no es nada extraño —replicó Hillel. Hablaba mientras caminaba, se acercó a la ventana y miró hacia abajo, hacia la chatarrería—. Cuando sopla el viento tibio se agitan las raíces. Tanto en las dulces como en las venenosas.
Zwakh me guiñó el ojo divertido y me indicó a Hillel con la cabeza.
—Si el Rabbi quisiera hablar, podría contar cosas que nos pondrían los pelos de punta —dijo a media voz.
Schemajah se volvió.
—No soy un Rabbi, aunque pueda llevar el título. Sólo soy un pobre archivero en el ayuntamiento judío y llevo los registros sobre los vivos y los muertos.
Sentí que en sus palabras había un significado oculto. También el titiritero pareció percibirlo inconscientemente. Se calló y durante un tiempo no habló ninguno de nosotros.
—Escúcheme, Rabbi, perdone, quiero decir «señor Hillel» —comenzó a hablar Zwakh tras un rato de silencio, y su voz sonó llamativamente seria—, hace tiempo que quería preguntarle algo. No necesita responderme, si no quiere o no puede…
Schemajah se acercó a la mesa y jugó con el vaso de vino… no bebió; tal vez se lo prohibiera el ritual judío.
—Pregunte con tranquilidad, señor Zwakh.
—¿… sabe algo sobre la doctrina secreta judía, la cábala, Hillel?
—Muy poco.
—He oído que hay un documento del cual se puede aprender la cábala: el Zohar…
—Sí, el Zohar… el libro del esplendor.
—¿Ve? —despotricó Zwakh—, ¿no es una injusticia que clama al cielo que un escrito que al parecer contiene la clave para la comprensión de la Biblia y para la felicidad…?
Hillel le interrumpió:
—… sólo algunas claves.
—Bueno, da igual, algunas… ¿pues que ese escrito, debido a su gran valor y su rareza, sólo sea accesible a los ricos? ¿En un único ejemplar que, para colmo, está en un museo londinense, como me han contado, y, además, escrito en caldeo, arameo y hebreo, o yo que sé en qué más? ¿He tenido por ejemplo yo alguna posibilidad en la vida de aprender esas lenguas o de ir a Londres?
—¿Ha dirigido todos sus deseos con la máxima intensidad hacia esa meta? —dijo Hillel con un tono ligeramente burlón.
—Sinceramente… no —reconoció Zwakh algo confuso.
—Entonces no debe quejarse —dijo Hillel con sequedad—. Quien no aspira al espíritu con todos los átomos de su cuerpo —como alguien que se ahoga lucha por el aire para respirar— no podrá contemplar los secretos de Dios.
«Pese a todo debería haber un libro en el que estuvieran todas las claves para los enigmas del otro mundo, no sólo unas cuantas», se me vino a la mente y mi mano jugó automáticamente con el Mago que aún llevaba en el bolsillo, pero antes de que pudiera revestir la pregunta con palabras, ya la había planteado Zwakh.
Hillel volvió a sonreír como una esfinge:
—Toda pregunta que un hombre puede hacer queda respondida en el mismo momento en que se la plantea espiritualmente.
—¿Comprende usted lo que quiere decir? —dijo Zwakh volviéndose hacia mí.
No di ninguna respuesta y contuve la respiración para no perderme ninguna palabra de Hillel.
Schemajah continuó:
—La vida entera no es otra cosa que preguntas que han tomado forma, que llevan en sí mismas la simiente de la respuesta… y respuestas que están preñadas de preguntas. Quien ve otra cosa en ella es un necio.
Zwakh golpeó con el puño en la mesa:
—Sí, señor: preguntas que cada vez son distintas, y respuestas que cada uno entiende de una manera distinta.
—Precisamente ahí radica la cuestión —dijo Hillel amigablemente—. Curar a todos los hombres con una sola cuchara, es un privilegio de los médicos. El que pregunta recibe la respuesta que necesita: de otro modo la criatura no seguiría el camino de su anhelo. ¿Acaso cree que nuestros textos judíos han sido escritos sólo con consonantes por casualidad? Cada uno ha de encontrar para sí mismo las secretas vocales, que sólo tendrán sentido únicamente para él… con el fin de que la palabra viva no se quede petrificada en dogma.
El titiritero hizo un gesto de rechazo:
—Eso son palabras, Rabbi, ¡palabras! Seré el último Bufón si de eso saco algo en claro.
¡Bufón! La palabra hizo en mí el efecto de un rayo. Casi me caigo de la silla espantado.
Hillel evitó mi mirada.
—¿«Último Bufón»? ¡Quién sabe si en realidad no sea ése su nombre! —llegaron hasta mí las palabras de Hillel como desde una gran lejanía—. Uno nunca debe estar demasiado seguro de su causa… Por lo demás, ya que hablamos de cartas, ¿juega usted al tarot, señor Zwakh?
—¿Al tarot? Naturalmente, desde niño.
—Entonces me asombra que pueda preguntar por un libro donde esté toda la cábala, cuando lo ha tenido miles de veces en la mano.
—¿Yo? ¿En la mano? ¿Yo? —Zwakh se mesó los cabellos.
—Sí señor, ¡usted! ¿No le ha llamado nunca la atención que el juego del tarot tenga veintiún arcanos… tantos como letras tiene el alfabeto hebreo? ¿Acaso no muestran hasta el exceso nuestras cartas bohemias imágenes que son claramente símbolos: el loco, la muerte, el demonio, el Juicio Final? ¿Cuán alto, querido amigo, quiere que la vida le grite las respuestas en el oído?… Lo que no necesita saber es que «tarok» o «tarot» significa tanto como la «Tora» judía, esto es, la ley, o el egipcio antiguo «tarut», la pregunta, y en la antiquísima lengua Zend la palabra «tarisk», yo reclamo la respuesta. Pero los eruditos deberían saberlo antes de afirmar que el tarot procede de los tiempos de Carlos VI. Y así como el Mago, Juglar o Bufón es la primera carta de la baraja, el hombre es la primera figura en su propio libro de imágenes, su propio doblez… la letra hebrea Aleph, que, diseñada según la forma del hombre, señala con una mano hacia el cielo y con la otra hacia abajo, quiere decir: «Como es arriba, así es también abajo; como es abajo, así es arriba». Por eso dije antes si se llama realmente Zwakh y no «Bufón»… pero no lo invoque.
Hillel me miró fijamente y yo presentí que bajo sus palabras se abría un abismo de nuevos significados.
—¡No lo invoque, señor Zwakh! Se puede penetrar en corredores tenebrosos, de los que nadie ha encontrado la salida a no ser que no llevara consigo un talismán. La tradición cuenta que una vez tres hombres bajaron al reino de la oscuridad, uno se volvió loco, el segundo ciego, tan sólo el tercero, Rabbi ben Akiba, regresó sano a casa y dijo que se había encontrado a sí mismo. Me dirá que más de uno se ha encontrado a sí mismo, por ejemplo Goethe, quienes en un puente o en un sendero que conduce desde una orilla de un río a la otra, se miraron a sí mismos a los ojos y no se volvieron locos. Pero eso sólo era el reflejo de la propia conciencia y no el verdadero doble: no eso que se llama el «hálito de los huesos», el «habal garmin», del que se dice: «Igual que fue a la tumba, incorrupto en los miembros, así resucitará en el Día del Juicio».
La mirada de Hillel penetró cada vez más en mis ojos.
—Nuestras abuelas dicen de él: «Vive por encima de la tierra en una habitación sin puertas, sólo con una ventana, desde la cual es imposible entenderse con los hombres. Quien logre conjurarlo… y sepa instruirlo… será un buen amigo de sí mismo…»
»En lo que, finalmente, concierne al tarot, sabe tan bien como yo que cada jugador tiene cartas distintas, pero que quien emplea correctamente los triunfos gana la partida… ¡Pero venga ahora, señor Zwakh! ¡Vayámonos, si no se terminará bebiendo todo el vino del maestro Pernath y no dejará nada para él!