IMPULSO

Las horas de los últimos días pasaron volando. Apenas tuve tiempo ni para comer.

Un impulso irresistible de actividad externa me aferró a la mesa desde por la mañana temprano hasta la noche.

Había terminado la gema, y Miriam se alegró como un niño por ella.

También había restaurado la letra «I» en el libro Ibbur.

Me recliné y dejé pasar ante mí lleno de sosiego los pequeños acontecimientos que se habían producido en las últimas horas.

Recordé cómo la anciana que me servía, en la mañana de la tormenta, se precipitó en mi habitación con la noticia de que el puente de piedra se había caído esa noche.

¡Qué extraño… caído! Tal vez precisamente a la hora en que yo… los granos… no, no, no debía pensar en ello: lo que pasó entonces podía recibir una pátina de sobriedad y yo me había propuesto dejarlo enterrado en mi pecho hasta que despertara de nuevo por sí mismo… tan sólo no tocarlo.

¡Cuánto tiempo había transcurrido desde que había estado en el puente, contemplando las estatuas… y ahora el puente, que había resistido siglos, estaba en ruinas!

Casi me sumió en la melancolía el pensamiento de que ya no podría pasear más por él. Si se reconstruía, ya no sería el enigmático antiguo puente de piedra.

Durante horas tuve que pensar en ello, mientras trabajaba en la gema; y de una manera tan evidente como si no lo hubiera olvidado, se tornó vivo en mí: cuántas veces de niño, y también en años posteriores, había mirado hacia la imagen de san Luitgardo y de todos los otros santos que ahora yacían en las bulliciosas aguas.

Las pequeñas cosas que en mi juventud había llamado mías las había vuelto a ver en espíritu… y a mi padre y a mi madre y a los camaradas de colegio. Pero tan sólo no podía recordar la casa en que había vivido.

Lo sabía, algún día, de repente, cuando menos lo esperara, estaría de nuevo ante mí: y yo me alegraba ya por anticipado.

La sensación de que todo se desarrollaba en mí de una manera natural y simple era tan agradable. Cuando anteayer había sacado el libro Ibbur del estuche —no había nada de asombroso en su aspecto, bueno, salvo lo propio de un libro antiguo de pergamino adornado con valiosas iniciales—, me pareció de lo más evidente.

¡No podía comprender que alguien hubiera podido influir en mí de una manera espectral! Estaba escrito en la lengua hebrea, completamente incomprensible para mí.

¿Cuándo volvería a recogerlo el desconocido?

La alegría de vivir que se había introducido en mí en secreto durante el trabajo, despertó de nuevo en todo su frescor y ahuyentó los pensamientos nocturnos que querían volver a asaltarme por la espalda.

Cogí deprisa la foto de Angelina —había cortado la dedicatoria que había en el pie— y la besé.

Todo eso fue tan tonto y absurdo, pero ¿por qué no soñar con… la felicidad, retener el resplandeciente presente y alegrarme de ello como de una burbuja de jabón?

¿No podía cumplirse lo que el anhelo de mi corazón se imaginaba? ¿Era tan imposible que me convirtiera de repente en un hombre famoso? ¿De igual condición que ella, aunque no de origen? ¿Al menos de igual condición que el doctor Savioli? Pensé en la gema de Miriam; si otras me hubiesen salido tan bien como ésta… no cabe duda, ni siquiera los más excelsos artistas de todos los tiempos habrían creado algo mejor.

¿Y si se produjese una casualidad y muriera de repente el marido de Angelina?

Tuve escalofríos: una diminuta casualidad… y mi esperanza, la esperanza más osada, tomó forma. De un hilo delgado, que podía romperse en cualquier momento, dependía la dicha que habría de caer entonces en mi regazo.

Pero ¿acaso no me había ocurrido algo mil veces más maravilloso? ¿Cosas que la humanidad ni siquiera presagiaba que existían?

¿No era un milagro que sólo en unas semanas hubieran despertado en mí capacidades artísticas que ya me elevaban por encima de la media?

¡Y sólo estaba al principio del camino!

¿Acaso no tenía ningún derecho a la felicidad?

¿Es la mística un sinónimo de falta de deseos?

Acentué el «sí» en mí: ¡tan sólo seguir soñando una hora… un minuto… una breve existencia humana!

Y soñaba con los ojos abiertos:

Las piedras preciosas sobre la mesa crecían y crecían y me rodeaban por todas partes con cascadas de colores. Árboles de ópalos estaban juntos en grupos e irradiaban las ondas de luz del cielo, el azul brillaba como las alas tornasoladas de una enorme mariposa tropical en la llovizna de inabarcables praderas llenas del ardiente aroma estival.

Tenía sed y enfrié mis miembros en la helada espuma de los arroyos que corrían por encima de rocas de resplandeciente nácar.

Un aliento cálido acariciaba las laderas cubiertas de flores y me embriagaba con los aromas de jazmines, jacintos, narcisos, dafnes…

¡Insoportable! ¡Insoportable! Hice desaparecer la imagen…

Tenía sed.

Eran los tormentos del paraíso.

Abrí la ventana y dejé que el viento cálido acariciara mi frente.

Ya se olía la cercana primavera.

¡Miriam!

Tuve que pensar en Miriam. Cómo hubo de apoyarse en la pared para no caerse por la excitación cuando vino a contarme que había ocurrido un milagro, un milagro de verdad; había encontrado una pieza de oro en el pan que el panadero había puesto a través de las rejas en el alféizar de la ventana de la cocina.

Cogí mi bolsa. Ojalá no fuera hoy demasiado tarde, y aún me las arreglé para introducirle por ensalmo un ducado.

Me había visitado a diario, para hacerme compañía, como ella lo llamaba, aunque casi nunca decía una palabra, tan llena se sentía por el «milagro». El acontecimiento la había agitado hasta lo más hondo y cuando pensaba cómo algunas veces, de repente, sin un motivo aparente —sólo bajo la influencia de su recuerdo—, se ponía mortalmente pálida hasta los labios, me mareaba con la mera idea de que con mi ceguera hubiese cometido una acción cuya trascendencia se perdiera en lo infinito.

Y cuando invocaba en la memoria las últimas palabras oscuras de Hillel y las relacionaba, me atravesaba un escalofrío.

La pureza del motivo no era ninguna disculpa para mí: el fin no justifica los medios, eso lo comprendía bien. ¿Y qué cuando además el motivo de «querer ayudar» sólo era aparentemente puro? ¿No se ocultaba tras ello una mentira secreta?, ¿el vanidoso deseo inconsciente de regocijarme en el papel del salvador?

Comencé a dudar de mí mismo.

Estaba claro que había enjuiciado a Miriam de una manera demasiado superficial.

Por ser la hija de Hillel ya tenía que ser diferente a las otras jóvenes.

¡Cómo había podido ser tan temerario para injerirme de esa manera tan necia en la vida privada de una persona que tal vez estuviera muy por encima de mi propia clase!

Su mismo perfil, que le iba cien veces más a la época de la sexta dinastía egipcia —e incluso para ésta era demasiado espiritualizado— que a la nuestra con sus tipos humanos intelectualizados, tendría que haberme puesto sobre aviso.

—Sólo el más tonto recela de la apariencia externa —había leído en alguna parte—. ¡Qué verdad! ¡Qué verdad!

Miriam y yo éramos ya buenos amigos; ¿debía confesarle que yo había sido quien había puesto de contrabando los ducados, día tras día, en los panes?

El golpe sería demasiado repentino.

La anonadaría.

No podía hacer eso, tenía que proceder con más precaución.

¿Debilitar de alguna manera el «milagro»? ¿En vez de guardar el dinero en el pan, ponerlo en la escalera para que lo encontrara al abrir la puerta y así, poco a poco…? Me consolé pensando que terminaría por encontrar algo nuevo, menos brusco, un camino que poco a poco la condujese de lo maravilloso a lo cotidiano.

¡Sí, eso era lo correcto!

¿O cortar el nudo? ¿Confesárselo a su padre y pedirle consejo? La vergüenza se me subió a la cara. Para dar ese paso quedaba tiempo de sobra, cuando todos los otros medios fracasaran.

¡Manos a la obra, no desperdiciar nada de tiempo!

Tuve una buena ocurrencia: tenía que inducir a Miriam a hacer algo muy especial, sacarla por un par de horas de su entorno habitual para que recibiera otras impresiones.

Tomaríamos un coche y daríamos un paseo. ¿Quién nos conocería si abandonábamos la judería?

¿Le interesaría ver el puente derruido?

¿O debería acompañarla el viejo Zwakh o una de sus antiguas amigas, si le resultaba incómodo que yo fuera con ella?

Estaba decidido a no admitir ninguna contradicción.

En el umbral de la puerta estuve a punto de arrollar a un hombre.

¡Wassertrum!

Debía de haber estado espiando por el agujero de la cerradura, pues estaba inclinado cuando choqué con él.

—¿Me busca? —le pregunté con brusquedad.

Balbuceó un par de palabras de disculpa en su jerga imposible, luego asintió.

Le invité a que entrara y se sentara, pero se quedó de pie junto a la mesa retorciendo el sombrero con las manos crispadas. Una profunda hostilidad, que en vano quería ocultar ante mí, se reflejaba en su rostro y en todos sus movimientos.

Nunca había visto a ese hombre en una proximidad tan inmediata. Su espantosa fealdad no era lo que tanta aversión provocaba (más bien me impulsaba a sentir compasión: parecía una criatura a la que la naturaleza, en el momento de su nacimiento, había pareado llena de furia y repugnancia), sino que lo culpable era algo diferente, imponderable, que partía de él.

La «sangre» como lo había designado acertadamente Charousek.

Me limpié sin querer la mano que me había dado al entrar.

Aunque lo hice de una manera muy poco llamativa, pareció notarlo, pues tuvo que forzarse a contener la explosión de odio que luchaba por dibujarse en sus rasgos.

—¡Bonita casa! —comenzó por fin incómodo, cuando vio que no le iba a hacer el favor de comenzar la conversación.

En contradicción a sus palabras cerró al mismo tiempo los ojos para no encontrarse con mi mirada. ¿O acaso creía que le concedería a su rostro una expresión más inofensiva? Se podían advertir claramente los esfuerzos que hacía para hablar en correcto alto alemán.

No me sentí obligado a una réplica y esperé a que siguiera hablando.

En su perplejidad cogió la lima que —Dios sabe por qué— aún estaba en la mesa desde la visita de Charousek, pero se sobresaltó de inmediato, como si le hubiese mordido una serpiente. Me asombré en mi interior sobre su sensibilidad anímica subconsciente.

—Cierto, es parte del negocio que la casa esté bien —logró decir por fin—, sobre todo cuando se reciben visitas tan nobles.

Quiso abrir los ojos para ver qué impresión me habían causado sus palabras, pero al parecer lo consideró aún prematuro y los volvió a cerrar enseguida.

Quería arrinconarle.

—¿Se refiere a la dama que me visitó hace poco? ¡Diga abiertamente adónde quiere ir a parar!

Dudó por un instante, luego me cogió con fuerza por la muñeca y me llevó hasta la ventana.

La forma extraña y gratuita de hacerlo me recordó cómo había arrastrado hacía unos días al sordomudo Jaromir a su madriguera.

Sostenía un objeto brillante en sus dedos crispados.

—¿Qué piensa, señor Pernath, se puede hacer algo con esto?

Era un reloj de oro con una tapa muy abollada, como si alguien la hubiera deformado intencionadamente.

Cogí una lupa: las charnelas estaban rotas y el interior: ¿no se había grabado algo allí? Apenas legible, oculto con rasguños frescos. Logré descifrar lentamente:

K - rl Zott - mann.

¿Zottmann? ¿Zottmann?

¿Dónde había leído ese nombre? ¿Zottmann? No podía recordarlo. ¿Zottmann?

Wassertrum casi me arrebató la lupa de la mano.

—En la maquinaria no pasa nada, ya lo he visto yo. Pero el estuche está roto.

—Sólo se necesita encajarlo con unos golpes, como mucho dos soldaduras. Eso se lo puede hacer cualquier orfebre, señor Wassertrum.

—Pero yo le doy importancia a que sea un trabajo sólido. O como se dice: «artístico» —me interrumpió con prisas, casi angustiado.

—Bueno, si tiene tanto interés…

—¡Mucho interés! —casi le falló la voz de excitación—. Yo mismo llevaré el reloj. Y si se lo muestro a alguien, quiero poder decir: mire, así trabaja el señor von Pernath.

El tipo me repugnaba; me escupía literalmente sus adulaciones en pleno rostro.

—Si regresa en una hora estará listo.

Wassertrum se desesperó.

—Imposible, nada de eso. Tres días. Cuatro días. Hasta la próxima semana será suficiente. No quiero hacerme reproches en mi vida por haberle presionado.

¿Qué pretendía mostrando ese nerviosismo? Fui un instante a la habitación contigua y guardé el reloj en el estuche. La fotografía de Angelina estaba arriba. Cerré deprisa la tapa por si Wassertrum me estuviera observando.

Cuando regresé comprobé que se había enrojecido.

Le escudriñé con la mirada, pero renuncié enseguida a mi sospecha. ¡No podía haber visto nada!

—Bien, entonces la semana que viene —dije, para poner fin a su visita.

Pero de repente ya no parecía tener prisa, cogió un sillón y se sentó.

A diferencia de antes mantuvo bien abiertos sus ojos de besugo al hablar y fijó su mirada con insistencia en el botón superior de mi chaleco.

—¡Esa fulana le ha dicho naturalmente que haga como si no supiera nada! ¿Eh? —saltó de repente sin ningún aviso y golpeó la mesa con el puño.

Había algo extrañamente horrible en la incoherencia con que pasaba de una manera de hablar a otra, podía saltar rápido como un rayo de los tonos lisonjeros a lo brutal. Creí muy probable que la mayoría de las personas, en especial las mujeres, se encontrarían en un instante en su poder si poseía el arma más insignificante.

Mi primer pensamiento fue abalanzarme sobre él, cogerle del cuello y ponerle de patitas en la calle; pero luego reflexioné si no sería más prudente escuchar todo lo que tenía que decir.

—No entiendo lo que quiere decir, señor Wassertrum —me esforcé en poner una cara lo más tonta posible—. ¿Fulana? ¿Qué es eso de fulana?

—¿Acaso debo enseñarle alemán? —me lanzó con grosería—. Tendrá que levantar la mano en el tribunal cuando las cosas se pongan serias, ¿me entiende? ¡Se lo advierto! —comenzó a gritar—. ¡No se atreverá a negar ante mí que la de allí arriba —y señaló hacia el estudio— no bajó a su casa con una alfombra puesta y nada más…!

Ya no pude contener más mi furia. Agarré al bribón por el pecho y le zarandeé:

—¡Si me dice una palabra más en ese tono le voy a romper todos los huesos del cuerpo! ¿Me ha entendido?

—¿Qué?, ¿qué? ¿Qué quiere? Yo me refería sólo…

Caminé un par de veces de un lado a otro de la habitación para tranquilizarme. No escuché lo que decía para disculparse.

Me senté frente a él y muy cerca con la firme intención de aclarar las cosas de una vez por todas en lo que concernía a Angelina y, si no era posible por las buenas, obligarle por fin a que abriera las hostilidades y a que disparase antes de tiempo su par de frágiles flechas.

Sin prestar atención a sus interrupciones, le lancé a la cabeza que chantajes de cualquier índole —y acentué la palabra— habrían de fracasar, pues no podría probar ninguna de sus acusaciones y yo sabría eludir el prestar testimonio (suponiendo que se llegara a esta situación), pues Angelina estaba muy próxima a mí, tanto como para salvarla en la hora de la necesidad, costara lo que costase, ¡aunque fuera un perjurio!

Todos los músculos de su rostro se contraían con espasmos, su labio leporino se plegó hasta la nariz, hacía rechinar los dientes y cloqueaba como un pavo intentando interrumpirme una y otra vez:

—Pero ¿acaso quiero yo algo de esa fulana? ¡Escúcheme! —estaba fuera de sí de impaciencia, pero yo no me dejaba desconcertar—. ¡A mí quien me importa es el doctor Savioli, ese maldito perro que… que… —bramó al fin.

Jadeaba. Me callé, ya le tenía donde quería, pero en un instante se había recuperado y volvió a fijarse en mi chaleco.

—¡Escúcheme, Pernath! —se esforzó por imitar la forma de hablar fría y sopesada de un comerciante—. No para de hablar de la fula… de la dama. ¡Bien! Está casada. Bien. Se ha metido con el… con ese piojo. ¿Qué me importa a mí eso? —movía las manos de un lado a otro ante mi rostro con los dedos contraídos, como si sostuviera con ellos una pizca de sal—, eso es cosa de ella… yo soy un hombre de mundo y usted también. Nosotros estamos al tanto de esas cosas. Tan sólo quiero mi dinero. ¿Comprende usted, señor Pernath?

Yo escuchaba asombrado:

—¿Qué dinero? ¿Le debe algo el doctor Savioli?

Wassertrum eludió la pregunta.

—Tengo cuentas pendientes con él. Al fin y al cabo es lo mismo.

—¡Le quiere asesinar! —grité yo.

Se levantó de un salto. Se tambaleó. Cloqueó un par de veces.

—¡Sí, señor! ¡Quiere asesinarle! ¿Cuánto tiempo quiere seguir con esta farsa?

Le señalé la puerta.

—Salga de aquí.

Cogió su sombrero despacio, se lo puso y se dirigió hacia la puerta. Pero se detuvo aún una vez y dijo con una tranquilidad de la que no le había considerado capaz:

—Muy bien. Le he querido dejar fuera de este asunto. Si no es posible, pues nada. Los barberos piadosos son los que hacen las peores heridas. Estoy harto. Si hubiera sido listo… ¡a fin de cuentas el doctor Savioli está en su camino! Ahora me enfrentaré a los tres —e hizo el gesto de estrangular a alguien.

Sus rasgos expresaban una crueldad tan satánica, y se mostraba tan seguro, que se me heló la sangre en las venas. Debía tener un arma en la mano de la que yo no sospechaba nada, y que tampoco conocía Charousek. Sentí que el suelo vacilaba bajo mis pies.

¡La lima! ¡La lima!, oí que algo susurraba en mi interior. Estimé la distancia: un paso hasta la mesa… dos pasos hasta Wassertrum… quería saltar… pero de repente estaba Hillel en el umbral de la puerta como surgido del suelo.

La habitación se desvaneció ante mis ojos.

Sólo veía —como a través de la niebla— que Hillel permanecía inmóvil y Wassertrum retrocedía paso a paso hasta la pared.

Oí decir a Hillel:

—Aaron, ya conoce el dicho: cada judío es fiador de los demás. No me lo ponga tan difícil.

Añadió un par de palabras en hebreo que yo no entendí.

—¿Qué le lleva a husmear en las puertas? —babeó el buhonero con labios temblorosos.

—No necesita preocuparse de si he escuchado o no —una vez más concluyó Hillel con una frase en hebreo que esta vez sonó como una amenaza. Esperaba que se llegara a un altercado, pero Wassertrum no respondió ni una sílaba, reflexionó un instante y salió con altivez.

Miré, tenso, a Hillel. Me hizo una seña, debía mantenerme en silencio. Al parecer esperaba algo, pues se esforzaba por escuchar en el pasillo. Yo quería ir a cerrar la puerta, pero me detuvo con un movimiento impaciente de la mano.

Apenas transcurrido un minuto, los pasos cansinos del buhonero volvieron a subir las escaleras. Sin decir una palabra, salió Hillel y le dejó sitio.

Wassertrum esperó hasta que estuviera fuera del alcance de su voz y me gruñó con saña:

—Devuélvame mi reloj.