TORMENTO

Con las manos esposadas a la espalda, y detrás de mí un gendarme con la bayoneta calada, tuve que caminar de noche por las calles iluminadas.

Unos niños me acompañaban a izquierda y derecha dando voces, las mujeres abrían las ventanas, me amenazaban con cucharones y me insultaban a mis espaldas.

Desde lejos vi el masivo cubo pétreo del edificio de justicia con la inscripción en la fachada:

LA JUSTICIA PENAL

ES LA PROTECCIÓN DE TODOS LOS HOMBRES DE BIEN.

Me acogió una puerta enorme y un pasillo donde apestaba a cocina.

Un hombre barbado con sable, chaqueta de funcionario y gorra, descalzo y con calzoncillos largos y doblados en los tobillos, se levantó, apartó el molinillo de café que tenía entre las piernas y me ordenó que me desvistiera.

A continuación, registró mis bolsillos, sacó todo lo que encontró en ellos y me preguntó… si tenía chinches.

Cuando lo negué, me quitó los anillos de los dedos y dijo que estaba bien, que podía volver a vestirme.

Me subieron varios pisos y me hicieron pasar por largos corredores, en los que había grandes cajas grises que se podían cerrar y que ocupaban los huecos de las ventanas.

Puertas de hierro con cerrojos y pequeñas aberturas enrejadas, sobre las cuales ardía una llama de gas, jalonaban la pared en una sucesión ininterrumpida.

Un vigilante hercúleo, con aspecto de soldado —la primera cara honesta desde hacía horas—, abrió una de las puertas, me metió en una abertura oscura, en forma de armario, y pestilente, cerrando la puerta detrás de mí.

Me encontraba en plena oscuridad y me oriente tanteando.

Mi rodilla chocó con un cubo de latón.

Por fin di con un picaporte, el espacio era tan estrecho que apenas podía moverme, y me encontré… en una celda.

Había dos catres de paja en cada muro.

El corredor entre ellos apenas sería de un paso de anchura.

Un metro cuadrado de ventana enrejada en la parte superior de la pared transversal dejaba pasar un débil resplandor del cielo nocturno.

Un calor insoportable, un aire que apestaba a ropa vieja, invadía la estancia.

Una vez que mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, vi que en tres de los catres —el cuarto estaba vacío— estaban sentados hombres con trajes de presidiario: con los brazos apoyados en las rodillas y los rostros enterrados en las manos. Ninguno decía una palabra.

Me senté en el camastro vacío y esperé, esperé y esperé.

Una hora.

¡Dos… tres horas!

Cada vez que oía un paso fuera, me sobresaltaba:

Ahora, ahora vienen a sacarme, a llevarme ante el juez de instrucción.

Pero siempre era una ilusión. Una y otra vez se perdían los pasos en el corredor.

Me abrí el cuello de la camisa, creí que me iba a asfixiar.

Oí cómo un presidiario tras otro se echaba con un suspiro.

—¿No se puede abrir la ventana de arriba? —pregunté desesperado en voz alta en la oscuridad. Casi me asusté al oír mi propia voz.

—No se puede —me respondió alguien de mal humor desde uno de los catres de paja.

Pese a todo, tanteé a lo largo de la pared: una tabla a la altura del pecho… dos jarras de agua… trozos de pan.

Con esfuerzo me alcé hasta la ventana, agarrándome de los barrotes y poniendo los pies sobre un anaquel. Presione el rostro contra las junturas de la ventana para al menos respirar algo de aire fresco.

Así permanecí hasta que comenzaron a temblarme las rodillas. Una niebla monótona y gris se cernía ante mis ojos.

Los barrotes fríos sudaban.

Pronto sería medianoche.

Oía cómo roncaban detrás de mí. Sólo uno parecía no poder dormir: se daba una y otra vez la vuelta en el catre y gemía de vez en cuando.

¿No iba a amanecer nunca? ¡Volvió a sonar el reloj!

Conté con labios temblorosos:

¡Uno, dos, tres! Gracias a Dios, tan sólo unas horas y amanecería. Siguió tocando:

—¿Cuatro? ¿Cinco? El sudor corrió por mi frente… ¡seis!, ¡siete!… ¡eran las once!

Tan sólo había transcurrido una hora desde la última vez que había oído tocar las campanas.

Poco a poco se fueron ordenando mis pensamientos:

Wassertrum me ha dado el reloj del desaparecido Zottmann para hacerme sospechoso de haber cometido un asesinato. Así que él mismo debía ser el asesino, ¿cómo si no podría haber llegado a la posesión del reloj? Si hubiese encontrado el cadáver en algún lugar y luego robado, habría cobrado la recompensa de mil florines que se había puesto para quien encontrara al desaparecido. Pero eso no podía ser, los carteles aún se veían en las esquinas, como lo había visto claramente en el camino hacia la prisión.

Estaba claro que el buhonero me había denunciado. También que estaba conchabado con el comisario, al menos en lo que concernía a Angelina. ¿Para qué si no el interrogatorio acerca de Savioli?

Por otra parte, de todo ello se deducía que Wassertrum aún no tenía en las manos las cartas de Angelina.

Seguí reflexionando…

De repente estuvo todo espantosamente claro ante mí, como si yo mismo hubiera estado presente.

Sí; sólo así podía haber sucedido: Wassertrum se había apoderado en secreto de mi estuche de hierro, en el que suponía pruebas, cuando sus cómplices, los policías, registraban mi vivienda… no pudo abrirla de inmediato, pues yo llevo la llave siempre conmigo, y ahora… tal vez se aprestaba a abrirla en su madriguera.

Llevado por la desesperación sacudí las rejas, vi a Wassertrum ante mí, cómo revolvía en las cartas de Angelina…

¡Si pudiera avisar a Charousek para que al menos pudiera advertir a tiempo a Savioli!

Por un instante me aferré a la esperanza de que mi detención se habría corrido por la judería como un reguero de pólvora, y confiaba en Charousek como en un ángel salvador. El buhonero no podría nada contra su infernal astucia. «Le tendré de la garganta precisamente en el momento en que quiera saltar al cuello de Savioli», había dicho una vez Charousek.

En el minuto siguiente había desechado todo y me invadió un miedo salvaje. ¿Qué ocurriría si Charousek venía demasiado tarde?

Angelina estaría perdida…

Me mordí los labios hasta hacerme sangre y me arañé el pecho de arrepentimiento por no haber quemado las cartas cuando pude hacerlo; me juré matar a Wassertrum en el mismo momento en que me pusieran en libertad.

¡Qué me importaba si moría por mi propia mano o en la horca!

No dudé ni un instante de que el juez de instrucción creería mis palabras si le hacía plausible la historia con el reloj y le contaba las amenazas de Wassertrum.

Seguro que mañana estaría ya en libertad, al menos el tribunal habría ordenado la detención de Wassertrum como sospechoso de asesinato.

Conté las horas y recé para que pasaran con más rapidez; fijé mi mirada en el negro vaho.

Después de un tiempo indeciblemente largo, comenzó a clarear y, al principio como una mancha oscura, luego con cada vez mayor claridad, emergió de la niebla un rostro enorme y broncíneo: la esfera de un antiguo reloj de torre. Pero faltaban las manecillas… un nuevo tormento.

Tocó las cinco.

Oí cómo los presos se despertaban y, bostezando, comenzaban a hablar en checo.

Una voz me resultó familiar; me volví, bajé de la ventana y… vi a Loisa, el picado de viruela, sentado en el catre situado frente al mío, mirándome asombrado.

Los otros dos eran tipos con rostros resueltos y me miraron con desprecio.

—¿Defraudador, no? —preguntó uno de ellos a media voz a su camarada y le dio con el codo.

El preguntado murmuró algo despreciativo, rebuscó en su catre, sacó un papel negro y lo puso en el suelo.

Derramó algo de agua sobre él, se arrodilló, se reflejó en él y se peinó el pelo con las manos.

A continuación, secó el papel con cuidado y lo volvió a guardar en el catre.

—Pan Pernath, Pan Pernath —murmuraba continuamente Loisa con los ojos muy abiertos ante mí, como alguien que ve un fantasma.

—Por lo que veo, los señores ya se conocen —dijo en el enrevesado dialecto de un vienés checo el tipo despeinado, al que esta circunstancia le había llamado la atención, y me hizo, burlón, media reverencia.

—Permítame presentarme: Vóssatka es mi nombre. El negro Vóssatka… incendiario —añadió con orgullo y en una octava más bajo.

El peinado escupió a través de los dientes, me miró un rato con desprecio, se señaló el pecho y dijo lacónico:

—Robo con fractura.

Yo callé.

—Bueno, ¿y qué le ha traído a usted aquí, señor conde? —preguntó el vienes tras una pausa.

Reflexioné un momento y luego dije con toda tranquilidad:

—Por asesinato y robo.

Los dos se sobresaltaron asombrados, la expresión burlona de sus rostros dio lugar a un gesto de infinito aprecio y gritaron casi al unísono:

—¡Respeto! ¡Respeto!

Al ver que no les prestaba atención, se retiraron a una esquina y conversaron con susurros.

Sólo una vez se levantó el peinado, vino a mí, examinó en silencio los músculos de mi brazo y luego se retiró hacia donde estaba su amigo sacudiendo la cabeza.

—¿Usted también está aquí bajo la sospecha de haber asesinado a Zottmann? —pregunté a Loisa sin llamar la atención.

Él asintió:

—Sí, ya desde hace tiempo.

Una vez más transcurrieron varias horas.

Cerré los ojos y me hice el dormido.

—¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath! —oí de repente la voz muy baja de Loisa.

—¿Sí? —fingí que me despertaba.

—Señor Pernath, por favor, discúlpeme… por favor… por favor… ¿sabe qué está haciendo Rosina? ¿Está en su casa? —balbuceó el pobre muchacho. Me daba una gran pena cómo pendía de mis labios con sus ojos irritados y crispaba sus manos de excitación.

—Le va bien. Ahora es camarera en el… Alten Ungelt —le mentí. Vi cómo respiraba aliviado.

Dos presos habían traído en silencio sobre una tabla unas escudillas con salchichas cocidas y habían dejado tres en la celda, tras unas horas se volvió a oír el cerrojo de la puerta y un vigilante me llevó ante el juez de instrucción.

Me temblaban las rodillas de esperanza mientras subíamos y bajábamos las escaleras.

—¿Cree usted que es posible que hoy mismo se me deje en libertad? —pregunté compungido al vigilante.

Vi cómo disimulaba compasivo una sonrisa.

—Hm, ¿hoy mismo? Hm… todo es posible.

Sentí un escalofrío.

Una vez más leí una placa de porcelana en una puerta y el nombre:

KARL FREIHERR VON LEISETRETER

Juez de Instrucción

De nuevo una habitación sin adornos y dos escritorios cubiertos con montañas de papeles.

Un hombre alto y ya mayor con barba blanca y partida, levita negra, labios rojos y carnosos, botas crujientes.

—¿Es usted el señor Pernath?

—Sí, señor.

—¿Cortador de gemas?

—Sí, señor.

—¿Celda número setenta?

—Sí, señor.

—¿Sospechoso de la muerte de Zottmann?

—Le suplico, señor juez de instrucción…

¿Sospechoso de la muerte de Zottmann?

—Probablemente, al menos lo supongo. Pero…

—¿Lo confiesa?

—¿Qué voy a confesar, señor juez de instrucción? ¡Soy inocente!

¿Lo confiesa?

—No.

—Entonces le declaro en prisión preventiva. Llévese a este hombre, vigilante.

—Pero, por favor, escúcheme, señor juez de instrucción, hoy he de estar sin falta en casa, tengo cosas importantes que hacer…

Tras el segundo escritorio alguien soltó una risotada.

El señor barón sonrió satisfecho.

—Llévese a este hombre, vigilante.

Pasaron días y semanas y seguía en la celda.

A las doce podíamos bajar todos los días al patio para caminar en círculo con otros presos, tanto preventivos como ya condenados, en parejas, durante cuarenta minutos, sobre la tierra húmeda.

Estaba prohibido hablar.

En el centro de la plaza había un árbol desnudo y moribundo, en cuya corteza habían incrustado un vidrio pintado y ovalado con la imagen de la Virgen.

En los muros crecían unos raquíticos arbustos de alheña con las hojas casi negras por el hollín.

Alrededor las rejas de las celdas, de las cuales a veces asomaba un rostro gris como el cemento con los labios pálidos. Luego se regresaba a la habitual gruta, donde había pan, agua y salchichas y los domingos lentejas podridas.

Me volvieron a interrogar.

Que si tenía testigos de que el señor Wassertrum me hubiera regalado el reloj.

—Sí, el señor Schemajah Hillel… es decir… no (me acordé de que no había estado presente)… pero el señor Charousek… no, tampoco estuvo presente.

—En suma, no había nadie presente.

—No, nadie, señor juez de instrucción.

Una vez más las risas tras el escritorio y otra vez el:

—¡Llévese a este hombre, vigilante!

Mi preocupación por Angelina había dado paso a una obtusa resignación. El momento en que tenía que temblar por ella ya había pasado. O el plan de venganza de Wassertrum había tenido éxito ya desde hacía tiempo, o Charousek había intervenido, me decía.

Pero el miedo por Miriam casi me volvía loco.

Me imaginé cómo esperaba hora tras hora a que se produjera el milagro… cómo por la mañana temprano, cuando venía el panadero, salía corriendo y buscaba en el pan con manos temblorosas… cómo, quizá por mi causa, se consumía de miedo.

A menudo, por la noche, me despertaba atormentado por ese pensamiento y me subía a la ventana, mirando fijamente el rostro cobrizo del reloj de la torre y suplicaba que mis pensamientos pudieran llegar hasta Hillel y gritarle al oído que debía ayudar a Miriam y liberarla del tormento de la espera de un milagro.

Luego me volvía a arrojar en el catre y mantenía la respiración hasta que el pecho casi explotaba… para forzar a que apareciera ante mí la imagen de mi doble, para que pudiera enviárselo a ella como un consuelo. Y una vez apareció junto a mi lecho, con las letras «Chabrat Zereh Aur Bocher», escritas invertidas, como en un espejo, en el pecho, y yo quise gritar de júbilo, porque a partir de entonces todo iría bien, pero desapareció en el suelo antes de que pudiera darle la orden de que se apareciera a Miriam.

¡Y no recibía ninguna noticia de mis amigos!

¿Estaría prohibido enviar una carta? —pregunté a mis compañeros de celda.

No lo sabían.

Nunca habían recibido una… aunque tampoco había nadie que pudiera escribírsela, me dijeron.

El vigilante me prometió que se informaría.

Mis uñas se habían agrietado de tanto mordérmelas y mi pelo estaba enredado, pues no había ni tijeras ni peine ni cepillo.

Tampoco había agua para lavarse.

De manera casi incesante luchaba contra las náuseas, pues las salchichas estaban sazonadas con soda en vez de con sal… una prescripción carcelaria para reducir el instinto sexual.

El tiempo transcurría con una gris y terrible monotonía.

Giraba en círculo, como una rueda de tormento.

Había también esos ciertos momentos, que todos conocíamos, en que de repente uno u otro saltaba y caminaba como un animal salvaje de un lado a otro, para luego caer, de nuevo extenuado, en el jergón y seguir esperando apático… esperando y esperando.

Cuando llegaba la tarde, las chinches se ponían en camino por las paredes como columnas de hormigas, y yo me preguntaba por qué el tipo del sable y en calzoncillos me había revisado tan concienzudamente para ver si tenía parásitos.

¿Temían acaso en el juzgado que se pudiera producir un cruce peligroso entre distintas razas de insectos?

El miércoles por la mañana solía venir un tipo con cara de cerdo, con sombrero chambergo y perneras demasiado grandes, el médico de la prisión, doctor Rosenblatt, y se convencía de que todos rebosábamos de salud.

Y cuando uno se quejaba, daba igual de qué, le prescribía una… pomada de zinc para aplicársela en el pecho.

Una vez vino incluso el presidente del tribunal con un bribón alto y perfumado de la «buena sociedad», en cuyo rostro estaban marcados los vicios más viles, y comprobó si todo estaba en orden: «si aún no había nadie que se había colgado», como se expresó el peinado.

Me acerqué a él para pedirle un favor, pero entonces le dijo algo al vigilante detrás de él y me apuntó con un revólver. Me gritó qué quería.

Si había cartas para mí, pregunté con cortesía. En vez de una respuesta recibí un golpe en el pecho del doctor Rosenblatt, que después se largó de allí. El señor presidente también se retiró y se burló desde la abertura en la puerta: o confesaba el asesinato o no recibiría una carta en mi vida.

Hacía ya tiempo que me había acostumbrado al aire enrarecido y al calor y no dejaba de tiritar de frío. Incluso cuando brillaba el sol.

Dos de los presos ya habían cambiado, aunque no prestaba atención. Esta semana eran un ladrón de carteras y un salteador de caminos, la vez siguiente introdujeron a un falsificador de moneda y a un perista.

Lo que vivía ayer lo olvidaba hoy.

Frente a la preocupación por Miriam palidecían todas las circunstancias externas.

Tan sólo un suceso se me quedó profundamente grabado… desde entonces me persiguió como una imagen distorsionada hasta el sueño:

Había estado en la ventana para poder mirar el cielo, de repente sentí que un objeto puntiagudo se clavaba en mi cadera, y cuando me fijé, comprobé que había sido la lima que se había metido entre la chaqueta y el forro. Ya debía hacer tiempo que estaba ahí, si no, la habría advertido con toda seguridad el hombre en el vestíbulo de la prisión.

La saqué y la arrojé sin pensarlo en mi jergón.

Cuando bajé, había desaparecido y no dudé ni un instante de que había sido Loisa quien la había cogido.

Unos días más tarde le recogieron en la celda para llevarle a un piso más abajo.

No podía ser que dos presos en prisión preventiva acusados del mismo crimen, como él y yo, estuvieran en la misma celda, había dicho el vigilante.

Deseé de todo corazón que el pobre muchacho pudiera liberarse con ayuda de la lima.