NECESIDAD
Se había desencadenado una batalla de copos de nieve ante mi ventana. Regimientos de estrellas de nieve —diminutos soldados con pequeñas capas blancas e hirsutas— se perseguían mutuamente en los cristales, durante minutos, siempre en la misma dirección, como en una huida común de un enemigo especialmente maligno. Por fin se hartaron de huir, parecieron sufrir de repente, por motivos enigmáticos, un ataque de rabia, y volvieron a retroceder hasta que cayeron sobre sus flancos desde arriba y desde abajo nuevos ejércitos enemigos y disolvieron todo en un torbellino infernal.
Me parecía que habían transcurrido meses desde lo que acababa de experimentar hacía poco, y si no hubieran llegado hasta mí a diario nuevos rumores descabellados sobre el Golem, que lo volvían a refrescar todo, creo que en algún momento podría haber sospechado que había sido víctima de un estado anímico crepuscular.
De los abigarrados arabescos que los acontecimientos habían tejido a mi alrededor, destacaba con colores chillones lo que Zwakh me había contado sobre el crimen, aún no resuelto, del así llamado «masón».
Que Loisa, el picado de viruela, estuviera implicado no terminaba de convencerme, aunque no podía desprenderme de una oscura sospecha: poco después, cuando Prokop había creído oír en aquella noche un ruido siniestro que procedía de la alcantarilla, habíamos visto al chaval en el «Loisitschek». Si bien no había ningún motivo para interpretar el grito bajo tierra, que por lo demás también podía haber sido una ilusión de los sentidos, como el grito de auxilio de un hombre.
El torbellino de nieve ante mis ojos me cegó, y comencé a ver todo en franjas danzantes. Desvié una vez más mi atención hacia la gema que se encontraba ante mí. El modelo de cera, que había diseñado del rostro de Miriam, se podría transmitir muy bien a la piedra lunar que relucía con tonos azulados. Me alegré, era una grata casualidad que hubiese encontrado algo tan adecuado en mi reserva de minerales. La negra matriz de la hornablenda daba a la piedra la luz correcta, y los contornos encajaban con tal exactitud como si la naturaleza hubiese querido convertirse en una imagen perenne del fino perfil de Miriam. Al principio había sido mi intención cortar de ella un camafeo que representase al dios egipcio Osiris, y la visión del hermafrodita del libro Ibbur, que podía evocar en la memoria con llamativa nitidez en todo momento, era una gran inspiración artística, pero poco a poco descubrí, tras los primeros cortes, tal semejanza con la hija de Schemajah Hillel, que cambié de planes.
¡El libro Ibbur!
Estremecido dejé el buril de acero. ¡Inconcebible lo que había ocurrido en mi vida en un periodo de tiempo tan corto!
Como alguien que de repente se ve trasladado a un desierto de arena inabarcable, me hice consciente de golpe de la profunda y enorme soledad que me separaba de mis congéneres. ¿Podría hablar alguna vez con un amigo —exceptuando a Hillel— de lo que había vivido?
En las horas silenciosas de las noches pasadas volví a recordar que durante todos mis años de juventud —comenzando en la temprana niñez— me había atormentado hasta la angustia una indecible sed de lo maravilloso, de todo lo que está más allá de la mortalidad, pero el cumplimiento de mi anhelo llegó como una tempestad y suprimió el grito de júbilo de mi alma con su furia.
Temblaba ante el instante en que volvería en mí y tendría que sentir lo ocurrido en toda la plena y dolorosa viveza del presente.
¡Pero no tenía que venir ahora! Primero apurar el goce de ver venir hacia mí lo inexpresable en su esplendor.
¡Lo tenía en mi poder! Tan sólo necesitaba ir a mi dormitorio y abrir el estuche en el que estaba el libro Ibbur, el regalo del invisible.
¡Cuánto tiempo hacía que lo había tocado mi mano, cuando guarde las cartas de Angelina!
Se produjo un zumbido sordo en el exterior, como si de vez en cuando el viento arrojara de los tejados ante la casa las masas de nieve acumuladas, seguido de pausas de profundo silencio, puesto que la capa de nieve en el empedrado engullía cualquier sonido.
Quería seguir trabajando, pero de repente se oyó, abajo, en la calle, el ruido metálico de cascos de caballo, hasta el punto de que casi se veían saltar chispas.
Era imposible abrir la ventana y mirar: músculos de hielo habían unido sus bordes con el muro y los cristales estaban blancos en su mitad. Tan sólo vi que Charousek estaba, aparentemente muy pacífico, ante el buhonero Wassertrum —parecía que estaban manteniendo una conversación—, vi asimismo cómo creció el asombro que se había dibujado en sus rostros y miraban sin habla de hito en hito el coche que, al parecer, quedaba fuera de mi campo visual.
Se me vino a la mente que podría ser el esposo de Angelina. ¡Ella misma no podía ser! ¡Pasar por aquí con su equipaje, por la calle Hahnpass… ante las miradas de toda la gente! Habría sido una locura. Pero ¿qué podría decirle a su marido, si fuera él y me preguntara a discreción?
Le mentiría, naturalmente, le mentiría.
Me planteé a toda prisa las posibilidades: tan sólo puede ser su esposo. Ha recibido una carta anónima —de Wassertrum—, en la que le ha dicho que ella ha estado aquí para un encuentro, y ella ha empleado una excusa, probablemente que me ha encargado una gema o algo parecido… ¡Ya! Furiosas llamadas a la puerta y… Angelina estaba ante mí.
No podía decir una palabra, pero la expresión de su rostro me lo reveló todo: ya no necesitaba esconderse. Se había descubierto.
No obstante, algo en mí se defendía contra esa suposición. No podía creer que la sensación de poder ayudarla me hubiese mentido.
La conduje a mi butaca. Acaricié en silencio su pelo, y ella ocultó, extenuada, su cabeza en mi pecho, como un niño.
Oímos el crepitar de la leña en la estufa y vimos cómo su rojo resplandor se expandía, se inflamaba y apagaba, se inflamaba y apagaba, se inflamaba y apagaba…
«¿Dónde está el corazón de piedra roja?», resonó en mi interior. Me sobresalté: ¡dónde estoy! ¿Cuánto hace que estoy aquí sentado?
Y yo la escudriñé… con precaución, en voz baja, muy baja, para que no se despertara y yo no tocara con la sonda la herida dolorosa.
Experimenté fragmentariamente lo que necesitaba saber y lo compuse como un mosaico:
—¿Su marido sabe…?
—No, aún no, está de viaje.
Así que el asunto giraba en torno a la vida del doctor Savioli, Charousek lo había adivinado. Y como se trataba de la vida de Savioli y ya no de la suya, estaba aquí. Comprendí que ella ya no pensaba en ocultar algo.
Wassertrum había visitado una vez más al doctor Savioli. Se había abierto camino con violencia y amenazas hasta su lecho de enfermo.
¡Y qué más! ¡Qué más! ¿Qué quería de él?
¿Que qué quería? Quería… que… que… quería que el doctor Savioli sufriera…
Ya conoce también los motivos del odio salvaje y obsesivo de Wassertrum: «El doctor Savioli llevó a la muerte a su hijo, el oculista Wassory».
Un pensamiento cruzó de inmediato mi mente, como un rayo: bajar, confesarle todo al buhonero: que Charousek había dado el golpe, una emboscada, y no Savioli, que sólo había sido un instrumento…
«¡Traición! ¡Traición!», aullaba mi cerebro, «¿así que quieres entregar al pobre tísico de Charousek, que quería ayudarte a ti y a ella, a las ansias de venganza de ese canalla?» Y me desgarró en dos sangrantes mitades. Pero un pensamiento reveló fríamente y con sosiego la solución: «¡Necio! ¡Lo tienes en la mano! Tan sólo necesitas coger la lima de la mesa, bajar y clavársela al buhonero en la garganta, de manera que la punta le asome por la nuca».
Mi corazón lanzó un grito de agradecimiento a Dios.
Seguí investigando:
—¿Y el doctor Savioli?
Ninguna duda, lo haría si ella no le salvaba. Las enfermeras no le quitaban el ojo de encima, le habían sedado con morfina, pero tal vez se despierte de repente… es posible que ahora… y… y… no, no, se tiene que ir, no puede desperdiciar ni un minuto más; quiere escribir a su esposo, confesarle todo… aunque le quite a su hija, pero así salvaría a Savioli, pues le habría quitado a Wassertrum de la mano la única arma que poseía con la que le amenazaba.
Ella misma quería descubrir el secreto antes que él lo revelara.
—¡Eso no lo hará, Angelina! —grité, y pensé en la lima, pero la voz me falló por la jubilosa alegría que sentía por mi poder.
Angelina quería desasirse, pero yo la detuve con firmeza.
—Tan sólo una cosa, reflexione: ¿creerá su marido al buhonero, así, sin más?
—Pero Wassertrum tiene pruebas, al parecer mis cartas, tal vez una foto mía… todo lo que estaba escondido en el escritorio del estudio.
¿Cartas? ¿Foto? ¿Escritorio? Ya no sabía lo que hacía: estreché a Angelina contra mi pecho y la besé.
Su pelo rubio caía como un velo dorado ante mi rostro.
Cogí sus manos delgadas y le conté en pocas palabras que el enemigo mortal de Wassertrum —un estudiante pobre de nacionalidad checa— había puesto a buen recaudo las cartas y todo lo demás y que ahora estaban en mi poder y bien guardadas.
Y ella rodeó mi cuello con sus brazos y rió y lloró. Me besó, corrió hacia la puerta. Regresó y me besó otra vez.
Después desapareció.
Yo estaba como aturdido y aún sentía su respiración en mi rostro.
Oí cómo las ruedas del coche tronaban y el veloz galope de las pezuñas. Un minuto después todo estaba en silencio. Como una tumba.
También en mi interior.
De repente chirrió suavemente la puerta detrás de mí y Charousek se encontró en mi habitación:
—Disculpe, señor Pernath, he llamado bastante tiempo, pero parece no haberlo oído.
Me limité a asentir en silencio.
—Espero que no suponga que me he reconciliado con Wassertrum por haberme visto hablando abajo con él —la sonrisa burlona de Charousek me dijo que tan sólo me estaba gastando una maliciosa broma—, debe saber que la fortuna está de mi parte; ese canalla comienza a tomarme afecto, maestro Pernath… Es una cosa extraña esa, la voz de la sangre —añadió casi para sí.
No comprendí qué quería decir con esas palabras y supuse que había pasado algo por alto. La agitación superada aún me causaba fuertes temblores.
—Quería regalarme un abrigo —siguió Charousek—, por supuesto que lo he rechazado agradecido. Ya me arde bastante mi propia piel. Y luego me ha forzado a coger dinero.
«¿Lo ha aceptado?», quise preguntar, pero logré controlar mi lengua.
Las mejillas del estudiante mostraron dos manchas redondas y rojas.
—Por supuesto, he aceptado el dinero.
¡Mi cabeza dio vueltas!
—¿A… ceptado? —balbuceé yo.
—¡Jamás habría pensado que se pudiera sentir una felicidad tan pura en la tierra! —Charousek dejó de hablar un instante y esbozó una mueca—, ¿no es una sensación sublime ver cómo impera por doquier en la economía de la naturaleza la «madrecita previsión» con sabiduría y perspicacia, como si fuera un experto economista?
Hablaba como un pastor e hizo tintinear el dinero en su bolsillo:
—En verdad, considero un augusto deber emplear el tesoro que me ha sido confiado por una mano caritativa, hasta el último céntimo, en el más noble de los fines.
¿Estaba borracho? ¿O se había vuelto loco?
Charousek cambió de repente el tono:
—Hay una satánica gracia en que Wassertrum se pague a sí mismo la medicina… ¿no le parece?
Comencé a entrever lo que se ocultaba tras las palabras de Charousek y sus ojos febriles me causaron espanto.
—Pero dejemos esto, maestro Pernath. Liquidemos primero los asuntos perentorios. Antes, la dama, ¿era ella?, ¿cómo se le ha ocurrido presentarse aquí a la vista de todos?
Le conté a Charousek lo ocurrido.
—Es seguro que Wassertrum no tiene ninguna prueba en la mano —me interrumpió alegremente—, si no, no hubiera vuelto a registrar hoy el estudio. ¡Qué extraño que usted no le haya oído! Estuvo arriba toda una hora.
Me asombré de cómo podía saber todo eso y se lo dije.
—¿Puedo? —como explicación cogió un cigarrillo de la mesa, lo encendió y aclaró:
—¿Ve?, si ahora abre la puerta, la corriente de aire que proviene de la escalera hace cambiar de dirección el humo del tabaco. Quizá sea la única ley de la naturaleza que conoce el señor Wassertrum, y para asegurarse —la casa le pertenece a él, como sabe— ha hecho que construyan un pequeño y oculto nicho abierto en el muro exterior del estudio: una suerte de ventilación, y en el interior ha puesto una banderita roja. Cuando alguien entra en la habitación o la abandona, esto es, abre la puerta, lo nota Wassertrum abajo por el tremolar de la banderita. Pero yo también lo sé —añadió Charousek con sequedad—, y lo puedo observar con exactitud desde el agujero subterráneo, vis a vis, donde un benévolo destino me ha permitido morar. La gentil broma con la ventilación es una patente del digno patriarca, pero la conozco desde hace años.
—Qué odio tan sobrehumano ha de sentir contra él para acechar cada uno de sus pasos. ¡Y, por añadidura, desde hace mucho tiempo! —le objeté.
—¿Odio? —Charousek sonrió con rigidez—, ¿odio? Odio es una palabra que se queda corta. La palabra que pueda expresar mis sentimientos hacia él aún está por inventarse. Además, en realidad, yo no le odio a él. Yo odio su sangre. ¿Lo entiende? Olfateo como un animal salvaje si una sola gota de su sangre fluye en las venas de un hombre, y —rechinaron sus dientes— eso sucede aquí «a veces» en el ghetto.
Incapaz de seguir hablando por la excitación, corrió hacia la ventana y miró fijamente por ella. Oí cómo se aguantaba la tos. Nos mantuvimos en silencio durante un rato.
—¡Hola! ¿Qué tenemos aquí? —se sobresaltó de repente y me hizo gestos apresurados:
—¡Deprisa, deprisa! ¿No tiene unos impertinentes o algo parecido?
Espiamos con precaución desde detrás de las cortinas:
El sordomudo Jaromir estaba ante la puerta de la cacharrería y ofrecía en venta a Wassertrum, por lo que podíamos adivinar de su lenguaje de signos, un pequeño objeto brillante que ocultaba en la mano. Wassertrum lo cogió como un buitre y se retiró a su madriguera.
Poco después salió precipitado —pálido como un muerto— y agarró a Jaromir del pecho. Se produjo un forcejeo. De repente Wassertrum le soltó y pareció reflexionar. Se mordía furioso su labio leporino. Arrojó una mirada reflexiva hacia nosotros e introdujo a Jaromir, pacíficamente, en su tienda.
Ya llevábamos esperando un cuarto de hora: no parecían llegar a un acuerdo en su negocio.
Por fin salió el sordomudo con un gesto de satisfacción y siguió su camino.
—¿Qué piensa de esto? —le pregunté—. No parece importante. Es posible que el pobre muchacho haya vendido algún objeto mendigado.
El estudiante no dio ninguna respuesta y volvió a sentarse en silencio a la mesa.
Al parecer tampoco daba ninguna importancia al suceso, pues tras una pausa siguió donde se había quedado.
—Sí, decía que odio su sangre. Interrúmpame, maestro Pernath, si vuelvo a perder los estribos. Quiero permanecer frío. No puedo malgastar así mis mejores sentimientos. Después se apodera de mí una suerte de sobriedad. Un hombre con sentido de la vergüenza ha de hablar con palabras frías, no con el pathos de una prostituta o… de un poeta. Desde que el mundo es mundo, a nadie se le habría ocurrido retorcer las manos de sufrimiento si los actores no se hubiesen inventado ese gesto como especialmente «plástico».
Comprendí que hablaba sin ton ni son con la mera intención de conseguir un sosiego interior.
Pero no lo lograba del todo. Nervioso, comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, cogía todos los objetos posibles y los volvía a poner, distraído, en su sitio.
Después volvió a entrar de lleno en su tema:
—Esa sangre se delata con los movimientos más pequeños e involuntarios de un hombre. Conozco a niños que se parecen a él, y que se tienen por suyos, pero no pertenecen a la misma estirpe, a mí no se me puede engañar. Durante años no supe que el doctor Wassory era su hijo, pero, por decirlo así, lo había olido.
»Ya cuando era pequeño, cuando aún no podía sospechar en qué relación estaba con Wassertrum —su mirada se posó, escudriñadora, un segundo en mí—, poseía ese don. Me han dado de patadas, me han pegado hasta que todas las partes de mi cuerpo sabían qué era un dolor rabioso, me han hecho padecer hambre y sed hasta casi perder la razón y comer tierra mohosa, pero nunca pude odiar a los que me atormentaban así. Simplemente no podía. En mí ya no había espacio para el odio…
»¿Me comprende? Y, no obstante, todo mi ser estaba saturado de él.
»Wassertrum jamás me ha hecho nada, quiero decir que ni me ha pegado ni empujado ni insultado cuando era un niño callejero y hacía de las mías allí abajo; lo sé muy bien, y, sin embargo, todo lo que en mi interior hervía como sed de venganza y furia, se dirigía contra él, ¡sólo contra él!
»Es extraño que de niño no le jugara una mala pasada. Cuando los otros lo hacían, yo me retiraba enseguida. Pero podía permanecer horas enteras escondido en el portal, espiando su rostro desde los intersticios de la puerta hasta que, de puro e inexplicable odio, se oscurecía todo a mi alrededor.
»Por aquel entonces, según creo, se puso el fundamento de mi clarividencia, que se despierta enseguida cuando entro en contacto con seres, o incluso con cosas, que están en relación con él. He debido aprender de memoria, inconscientemente, cada uno de sus movimientos: su manera de llevar la chaqueta y cómo coge las cosas, cómo tose y bebe y todo eso, hasta que quedó impreso en mi alma y pude reconocer por doquier, a primera vista, sus huellas con una seguridad infalible, como si fuera una capacidad heredada.
»Más tarde a veces se convirtió en una manía; arrojaba objetos inofensivos porque me atormentaba el pensamiento de que su mano pudiera haberlos tocado…, a otros les cogía cariño; los amaba como amigos que le deseaban el mal.
Charousek se calló por un momento. Vi cómo miraba al vacío ensimismado. Sus dedos acariciaban mecánicamente la lima en la mesa.
—Cuando después un par de maestros compasivos reunieron dinero para mí y me puse a estudiar filosofía y medicina, y también aprendí a pensar por mí mismo, entonces comprendí lentamente qué es el odio:
»Sólo se puede odiar tanto algo como yo lo hago, cuando es parte de nosotros mismos.
»Y cuando llegué a averiguar… poco a poco, cuando me enteré de todo: de qué era mi madre… y… y aún lo seguirá siendo, si vive… y que mi propio cuerpo —se dio la vuelta para que no pudiera ver su rostro— está lleno de su asquerosa sangre, sí, Pernath, por qué no debería saberlo: ¡él es mi padre! Entonces comprendí dónde estaba la raíz…
»A veces me parece incluso una enigmática coincidencia que yo sea tísico y haya de escupir sangre: mi cuerpo se defiende contra todo lo que es de él, y lo rechaza con aversión.
»A menudo mi odio me ha acompañado en el sueño y ha intentado consolarme con visiones de todas las torturas imaginables que podía aplicarle, pero yo mismo las ahuyentaba porque dejaban en mí el gusto insípido de la insatisfacción.
»Cuando reflexiono sobre mí y me asombro de que no hay nadie ni nada en el mundo que sea capaz de odiar, más aún de encontrar antipático, salvo a él y a su estirpe, a menudo se desliza en mí la repugnante sensación de que yo podría ser eso que se llama un “buen hombre”. Pero por fortuna no es así. Ya le digo: en mí no queda sitio para nada al margen del odio.
»Y no crea que un triste destino me ha amargado (lo que le hizo a mi madre lo supe, por lo demás, años más tarde), yo he conocido un solo día de alegría, el cual deja en la sombra a lo que se haya podido conceder a cualquier mortal. No se si conoce lo que es la auténtica y ardiente devoción interior —hasta entonces yo no la había conocido—, pero cuando aquel día, en que Wassory se destruyó a sí mismo, estaba abajo en la tienda y vi cómo él recibía la noticia, cómo la aceptaba “apático” —como habría creído un lego que no conoce el verdadero escenario de la vida—, se quedó inmóvil una hora, elevando sobre los dientes un poco más de lo normal su rojo labio leporino, con la mirada dirigida de una manera tan… tan peculiar… hacia el interior… entonces sentí el olor del incienso de las alas de un arcángel… ¿Conoce la imagen milagrosa de la negra Madre de Dios en la iglesia Tein?
»Allí me arrojé de rodillas y la oscuridad del Paraíso cubrió mi alma.
Al ver así a Charousek, con sus grandes y soñadores ojos llenos de lágrimas, se me vinieron a la mente las palabras de Hillel sobre la incomprensibilidad del oscuro sendero que hollan los hermanos de la muerte.
Charousek continuó:
—Las circunstancias externas que «justifican» mi odio o que podrían hacerlo comprensible a los jueces, a esos funcionarios asalariados, tal vez no le interesen: los hechos se ven como hitos y son sólo cáscaras vacías. Son el penetrante ruido del corcho del champán en las mesas de los ricachones, que sólo un idiota tiene por lo esencial de un banquete. Wassertrum obligó a mi madre, con todos los medios infernales que le son habituales, no sólo a someterse a su voluntad… sino a algo peor. Y luego… bueno… luego la vendió a un prostíbulo… algo así no es muy difícil cuando se tiene a policías como compañeros de negocios; pero no porque se hubiese hartado de ella, ¡oh, no! Conozco los entresijos de su corazón: la vendió precisamente el día en que se hizo consciente con horror de lo mucho que en realidad la amaba. Alguien como el actúa de una manera aparentemente absurda, pero siempre igual. Lo ratonil en su ser chilla en cuanto alguien viene y le compra cualquier cosa en su chatarrería, por mucho que sea lo que haya pagado. Siente la coacción del «estar obligado a dar». Quisiera comer con voracidad el concepto «tener» y si pudiera imaginarse un ideal, sería el de disolverse en el concepto abstracto de «posesión».
»Y por aquel entonces en él creció una enormidad, hasta alcanzar una montaña de miedo, su “ya no estar más seguro de sí mismo”… no: querer dar algo de amor, sino tener que darlo; presentir la presencia de un ser invisible en él que encadenaba su voluntad o aquello que él quisiera que fuera su voluntad. Ése fue el inicio. Lo que siguió ocurrió automáticamente. Como el lucio ha de morder mecánicamente, ya quiera o no, cuando un objeto brillante pasa a su lado en el momento oportuno.
»La venta de mi madre resultó para Wassertrum una consecuencia natural. Satisfizo el resto de los atributos que dormitaban en su interior: la codicia de dinero y el placer perverso que le procuraban sus propios tormentos… Disculpe usted, maestro Pernath —la voz de Charousek sonó de repente tan dura y sobria que me asusté—, disculpe usted que hable tanto y tan sesudo, pero cuando se está en la universidad por las manos de uno pasan un montón de libros absurdos; involuntariamente se cae en la forma de expresarse propia de un majadero.
Me obligué a sonreír para complacerle; comprendí que estaba luchando por no llorar.
Tengo que ayudarle de alguna manera, pensé, al menos intentar suavizar su más amarga necesidad, en cuanto esté en mi poder. Cogí sin llamar la atención el billete de cien florines que aún tenía en casa del cajón de la cómoda.
—Cuando más tarde viva en un mejor entorno y ejerza su profesión de médico encontrará por fin paz en su ánimo, señor Charousek —dije para dar a la conversación un giro reconciliador—. ¿Hará pronto su doctorado?
—Próximamente, se lo debo a mis benefactores. Aunque no tiene ningún sentido, mis días están contados.
Quise expresar la usual objeción de que veía todo demasiado negro, pero él la rechazó sonriendo:
—Es lo mejor. Además, no produce ningún placer imitar a un curandero y al final, como diplomado envenenador de fuentes, añadirme incluso un título de nobleza. Por otra parte —continuó con su acre sentido del humor—, y por desgracia, estaré apartado de una vez por todas de cualquier otra obra benéfica en este ghetto.
Cogió su sombrero.
—Pero ya no le quiero molestar más. ¿O queda algo por decir en el asunto Savioli? Creo que no. Hágame saber si averigua algo nuevo. Lo mejor es que cuelgue un espejo aquí en la ventana, como señal de que he de visitarle. Ni se le ocurra venir a mi habitación en el sótano. Wassertrum sospecharía enseguida de que actuamos juntos. Por lo demás, siento una gran curiosidad por saber qué hará ahora que ha visto a la dama subir a su casa. Dígale simplemente que le ha traído una joya para reparar y, si se pone pesado, hágase el furioso.
No se ofrecía ninguna ocasión propicia para darle el billete a Charousek; así que cogí el modelo en yeso del alféizar y dije:
—Venga, le acompaño un tramo de las escaleras. Hillel me espera —mentí.
Él sospechó.
—¿Tiene amistad con él?
—Un poco, ¿le conoce?, ¿o también recela de él…? —tuve que sonreír involuntariamente.
—¡Dios no lo quiera!
—¿Por qué lo dice tan serio?
Charousek dudó y reflexionó:
—No sé por qué. Debe ser algo inconsciente: cada vez que me encuentro con él en la calle, quisiera bajarme de la acera y flexionar mi rodilla ante él como ante un sacerdote que trae la hostia. Ya ve, maestro Pernath, ahí tiene a un hombre que es lo contrario en cada átomo de Wassertrum. Por ejemplo, entre los cristianos aquí en el barrio, que, como siempre, también en este caso están mal informados, se le considera un avaro y un millonario secreto y, sin embargo, es indeciblemente pobre.
Me llevé un gran sobresalto:
—¿Pobre?
—Sí, posiblemente más pobre que yo. La palabra «tomar» la conoce, creo, sólo de los libros; pero cuando el primero de mes sale del ayuntamiento, los mendigos judíos se apartan corriendo, pues saben que le daría a su prójimo todo su sueldo y un par de días después se moriría de hambre, junto con su hija. Si es verdad eso que dice una antiquísima leyenda talmúdica, de que de las doce tribus judías diez están malditas y dos son santas, él encarna las dos santas y Wassertrum las diez restantes. ¿No ha notado nunca cómo se le suben todos los colores posibles a Wassertrum cuando Hillel pasa a su lado? ¡Es muy interesante, se lo digo yo! Mire, esa sangre no se puede mezclar, los niños vendrían muertos al mundo. Presuponiendo que las madres no hubieran muerto antes de espanto. Hillel es, por lo demás, el único con el que Wassertrum no se atreve, lo evita como la peste. Probablemente porque Hillel significa para él lo inexplicable, lo perfectamente irrevelable. Es posible que también sospeche en él al cabalista.
Ya bajábamos juntos las escaleras.
—¿Cree que en estos días todavía haya cabalistas, que en la cábala hay algo de cierto? —le pregunté interesado por lo que podía responderme, pero no pareció haber oído la pregunta. La repetí.
Él cambió de conversación deprisa y señaló una puerta hecha de cartones ensamblados.
—Aquí tiene nuevos vecinos, una familia judía, pero pobre: el músico loco Nephtali Schaffranek con su hija, yerno y nietos. Cuando oscurece y está solo con las niñas pequeñas le viene la locura, entonces las ata de los pulgares, para que no se le escapen, las obliga a entrar en una vieja jaula de gallinas y les da clases de «canto», como él lo llama, para que de mayores puedan ganarse la vida, esto es, les enseña las canciones más absurdas que hay, textos alemanes, fragmentos que ha oído en alguna parte y que en la penumbra de su estado anímico tiene por himnos de batalla prusianos o algo parecido.
Y, ciertamente, del pasillo procedía una música extraña. Un arco de violín rascaba horriblemente y siempre en el mismo tono los compases de una copla callejera, y dos hilillos de voces infantiles cantaban:
«La señora Pick,
la señora Pock,
la señora Kle-pe-tarsch,
están juntas,
y no dejan de parlotear».
Era como una mezcla de desvarío y comedia, y contra mi voluntad tuve que reír.
—El yerno Schaffranek —su mujer vende en el mercado jugo de pepinos en botella a los escolares— se pasea todo el día por las oficinas —siguió Charousek con enojo—, y mendiga sellos viejos. Luego los ordena y cuando encuentra uno que por casualidad sólo ha sido sellado en el borde, lo corta y separa. Las partes no selladas las pega y lo vende como nuevo. Al principio el negocio floreció y ganaba casi un florín al día, pero se entremetieron los grandes industriales judíos y ahora lo hacen ellos mismos. Se quedan con la nata.
—¿Si tuviera dinero de sobra, Charousek, ayudaría a mitigar la pobreza? —le pregunté con rapidez. En ese instante estábamos ante la puerta de Hillel, y llamé.
—¿Tan cruel me considera como para creer que no lo haría? —me contestó con otra pregunta algo asombrado.
Los pasos de Miriam se aproximaban y yo esperé hasta que ella cogió el picaporte, entonces le introduje deprisa el billete en el bolsillo.
—No, señor Charousek, no le considero tan cruel, pero usted me tendría que considerar así si no hiciera esto.
Antes de que pudiera objetar nada ya le había estrechado la mano y cerrado la puerta detrás de mí. Mientras Miriam me saludaba, escuché para saber qué hacía.
Se quedó un rato quieto, suspiró luego en voz baja y se fue lentamente y cuidando su paso por las escaleras, como alguien que tiene que apoyarse en la barandilla.
Era la primera vez que visitaba la casa de Hillel. Estaba vacía como una celda. En el suelo, escrupulosamente limpio, habían esparcido arena blanca. No había muebles salvo dos sillas, una mesa y una cómoda. Dos pedestales de madera se levantaban en las paredes a la izquierda y a la derecha.
Miriam se sentaba frente a mí, cerca de la ventana, y yo trabajaba con mi modelo de cera.
—¿Hay que tener un rostro enfrente para lograr la semejanza? —preguntó con timidez y sólo para interrumpir el silencio.
Desviamos nuestras miradas con recato. Ella no sabía hacia dónde dirigir la mirada en su tormento y vergüenza por la pobreza de la habitación, y a mí me ardían las mejillas por el interno reproche que me hacía de no haberme preocupado hacía tiempo de cómo vivían ella y su padre.
¡Pero algo tenía que contestar!
—No tanto para conseguir una semejanza como para comparar si se ha visto bien interiormente…
Sentí, aún mientras hablaba, cuán falso era todo lo que había dicho.
Durante años había creído y seguido ciegamente el principio erróneo de los pintores, que hay que estudiar la naturaleza externa para poder crear artísticamente; pero desde que Hillel me había despertado aquella noche, se me había abierto la mirada interior: el verdadero poder ver tras párpados cerrados, que se apaga de inmediato en cuanto se abren los ojos, el don que todos creen tener y que ninguno entre millones posee realmente.
¡Cómo podía ni siquiera hablar de la posibilidad de medir el infalible hilo conductor de la visión espiritual por los rudos medios de la vista!
Miriam parecía pensar algo similar, como se podía deducir del asombro en sus rasgos.
—No debe tomarlo tan literalmente —me disculpe.
Miraba con gran atención cómo profundizaba en la forma con el buril.
—Debe ser difícilísimo transmitir todo con tal exactitud a la piedra.
—Eso sólo es un trabajo mecánico. Al menos en su mayor parte.
Pausa.
—¿Podré ver la gema cuando esté terminada? —preguntó ella.
—Es para usted, Miriam.
—No, no, eso no puede ser… eso… eso… —vi cómo sus manos se retorcían nerviosas.
—¿Ni siquiera esta pequeñez quiere aceptar de mí? —la interrumpí rápidamente—, me gustaría poder hacer más por usted.
Volvió bruscamente el rostro.
¡Qué acababa de decir! Tenía que haberla ofendido en lo más hondo.
Había sonado como si hubiera hecho una alusión a su pobreza.
¿Podía arreglarlo algo? ¿No lo empeoraría?
Tomé un nuevo ímpetu.
—¡Miriam, escúcheme un momento con tranquilidad! Se lo ruego… A su padre le debo tanto… ni siquiera puede hacerse una idea…
Me miró insegura, al parecer no entendía.
—… sí, sí, le debo tanto; más que mi vida.
—¿Porque él le ayudó cuando perdió el conocimiento? Pero eso es algo natural.
Sentí que desconocía el vínculo que me unía a su padre. Sondeé con precaución hasta dónde podía llegar sin traicionar lo que él le silenciaba.
—Pienso que la ayuda interior es más importante que la exterior. Me refiero a la que irradia de una influencia espiritual de un hombre a otro. ¿Comprende lo que quiero decir, Miriam? También se puede curar a alguien anímicamente, no sólo físicamente.
—¿Y eso lo ha…?
—¡Sí, eso es lo que ha hecho su padre conmigo! —la cogí de la mano—. ¿No comprende que para mí es un deseo entrañable darle una alegría, si no a él, a alguien que esté muy próximo a él? ¡Tenga un poco de confianza en mí! ¿No hay ningún deseo que le pueda hacer realidad?
Ella negó con la cabeza.
—¿Cree acaso que soy infeliz aquí?
—Claro que no. Pero tal vez tenga a veces preocupaciones que pudiera quitarle. ¡Está obligada, me escucha, obligada, a hacerme partícipe de ellas! ¿Por qué iban a vivir aquí en esta calle tenebrosa y triste si no estuvieran obligados a ello? Es usted tan joven aún, Miriam, y…
—Pero si usted mismo vive aquí, señor Pernath —me interrumpió sonriendo—, ¿qué le aferra a la casa?
Me quedé algo perplejo. Sí, sí, eso era verdad, ¿por qué vivía aquí? No podía explicármelo. ¿Qué me aferra a esta casa?, me repetí ensimismado. No podía encontrar ninguna explicación y por un instante me olvidé por completo de dónde estaba. De repente me encontré extasiado en algún lugar muy elevado… en un jardín… olía el perfume encantador de las flores del saúco… miraba hacia abajo… hacia la ciudad…
—¿He tocado una herida abierta?, ¿le he hecho daño? —llegó la voz de Miriam de muy, muy lejos hasta mí.
Se había inclinado sobre mí y me miraba angustiada y escrutadora en el rostro.
Debía haber estado un buen rato sentado con esa rigidez para que estuviera tan preocupada.
Durante unos instantes mi ánimo vaciló, pero de repente se abrió camino violentamente, me inundó y le confesé a Miriam todo lo que había en mi corazón.
Le conté, como a un querido y viejo amigo con el que se ha estado toda la vida y con el que no se tiene ningún secreto, cuál era mi estado y de qué manera, de las palabras de Zwakh, me había enterado de que en años anteriores había estado loco y había perdido el recuerdo de todo mi pasado; cómo en los últimos tiempos habían surgido imágenes en mí que debían tener sus raíces en esos días, cada vez más frecuentes, y que temblaba ante el momento en que todo se revelara y volviera a desgarrarme.
Pero lo que me unía a su padre: las vivencias en los corredores subterráneos y todo lo restante, no se lo mencioné.
Se había acercado a mi lado y escuchaba con un interés profundo, como si su alma pendiera de un hilo, y eso me confortó indeciblemente.
Por fin había encontrado a alguien con quien podía desahogarme cuando mi soledad espiritual me pesara demasiado. Cierto, ¡también Hillel estaba aquí! Pero para mí sólo como un ser más allá de las nubes, que venía y desaparecía como una luz, a la que no podía llegar cuando lo anhelaba.
Se lo dije y me entendió. También ella lo veía así, aunque era su padre. Él la quería con un amor infinito, y ella a él.
—… y, sin embargo, estoy separada de él como por un cristal —me confió— que no se puede romper. Desde que tengo uso de razón ha sido así. Cuando le veía de niña en sueños al lado de mi cama, siempre llevaba la túnica del gran sacerdote: la tabla de oro de Moisés con las doce piedras al cuello, y rayos azules partían de sus sienes. Creo que su amor es de esa índole que sobrevive a la tumba, y tan grande como para que podamos concebirlo. Eso siempre lo decía también mi madre cuando hablábamos en secreto sobre él.
De repente se estremeció y tembló todo su cuerpo. Yo quise saltar hacia ella, pero ella me detuvo.
—Tranquilícese, no es nada. Tan sólo un recuerdo. Cuando murió mi madre —tan sólo yo sé cómo la amaba, por entonces aún era una niña muy pequeña—, creía que iba a asfixiarme el dolor que sentía y corrí hacia él y me agarre de su chaqueta y quise gritar, pero no pude porque todo en mí estaba paralizado… y… aún siento escalofríos cuando pienso en ello, él me miró sonriendo y me besó en la frente y me pasó la mano por los ojos… Desde aquel momento hasta hoy todo el sufrimiento por la pérdida de mi madre ha desaparecido por completo. Ni una sola lágrima pude derramar cuando la enterraron; vi el sol como la mano radiante de Dios en el cielo y me asombré de que las personas lloraran. Mi padre iba detrás del ataúd, y cada vez que yo miraba hacia arriba, sonreía y sentía el espanto de la gente cuando lo veían.
—¿Y es usted feliz, Miriam?, ¿feliz del todo?, ¿no hay algo al mismo tiempo terrible para usted en el pensamiento de tener como padre a un ser que se ha elevado por encima de la humanidad? —pregunté en voz baja.
Miriam negó alegremente con la cabeza:
—Vivo como en un sueño dichoso. Cuando antes me preguntó, señor Pernath, si no tenía preocupaciones y por qué vivíamos aquí, estuve a punto de reírme. ¿Es bella acaso la naturaleza? Bueno, sí, los árboles son verdes, y el cielo azul, pero todo eso me lo puedo imaginar aún más bello cuando cierro los ojos. ¿He de sentarme, para verlo, en una pradera?, ¿y el poco de necesidad y… y… de hambre? Eso se ve mil veces compensado con la esperanza y la espera.
—¿La espera? —pregunté asombrado.
—La espera de un milagro. ¿No la conoce? ¿No? Entonces es un hombre pobre, muy pobre… que haya tan pocos que la conozcan… Mire, éste es también el motivo por el que nunca salgo y no tengo trato con nadie. Antes tenía un par de amigas… judías, naturalmente, como yo… pero nos hablábamos sin prestarnos atención, ellas no me entendían a mí y yo no las entendía a ellas. Cuando les hablé de milagros, pensaron al principio que hablaba en broma, pero cuando notaron la seriedad con que me lo tomaba y que por milagro no entendía lo que los alemanes designan así con su manera de verlas cosas: el crecimiento regular de la hierba y cosas parecidas, sino más bien lo contrario… me habrían tomado por loca, pero se lo volvió a impedir el que fuera bastante ágil de pensamiento, que hubiese aprendido hebreo y arameo, que pudiese leer el Targuminn y el Midraschim, y otras muchas cosas secundarias. Finalmente encontraron una palabra que en general no expresa nada: me llamaron «exaltada».
»Cuando les quería aclarar que lo importante —lo esencial— para mí, en la Biblia y otros escritos sagrados, sólo era el milagro, únicamente el milagro, y no los preceptos sobre moral y ética, que sólo pueden ser caminos ocultos para llegar al milagro, ellas sólo sabían responderme con lugares comunes, pues tenían miedo de confesar abiertamente que de los escritos religiosos sólo creían en aquello que igualmente pudiera estar en el código civil. Cuando oían la palabra “milagro” ya se mostraban incómodas. Decían que perdían el suelo bajo los pies. ¡Como si pudiera haber algo más espléndido que perder el suelo bajo los pies! El mundo está aquí para que lo rompamos a fuerza de pensarlo, oí una vez decir a mi padre… luego, luego comienza la vida. No sé a qué se refería con la “vida”, pero a veces siento que un día haré algo así como “despertar”. Aunque no pueda imaginarme en qué estado. Y antes, pienso siempre, deben preceder los milagros.
»“¿Has visto ya alguno, para que lo estés esperando continuamente?”, me preguntaban a menudo mis amigas, y cuando negaba, de repente se alegraban y se sentían seguras de la victoria. Dígame, señor Pernath, ¿puede comprender esos corazones? El que yo haya visto milagros, aunque pequeños… diminutos —y los ojos de Miriam brillaron—, no se lo quería decir…
Oí cómo lágrimas de alegría casi sofocaban su voz.
—… pero usted me comprenderá: con frecuencia, durante días, incluso meses —Miriam bajó la voz—, tan sólo hemos vivido de milagros. Cuando ya no quedaba pan en la casa, ni siquiera un bocado, entonces sabía: ¡ha llegado la hora! Y me sentaba aquí y esperaba y esperaba hasta que las palpitaciones casi me impedían respirar. Y… y entonces, cuando sentía el impulso, bajaba a la calle y la recorría de un lado a otro todo lo deprisa que podía para estar de nuevo a punto en casa, antes de que llegara mi padre. Y… y cada vez encontraba dinero. Unas veces más, otras menos, pero siempre tanto como para poder comprar lo más necesario. A menudo había un florín en medio de la calle, lo veía brillar desde lejos, y la gente lo pisaba, incluso resbalaban sobre él, pero nadie lo advertía. Eso me hacía a veces tan temeraria que ni siquiera salía, sino que me ponía a buscar en la cocina por si no había caído del cielo dinero o pan.
Un pensamiento cruzó por mi mente y tuve que reír de alegría.
Ella lo vio.
—No se ría, señor Pernath —rogó ella—, créame, yo sé que estos milagros crecerán y que un día…
La tranquilicé:
—¡Pero si no me río, Miriam! ¡Qué se piensa! Soy infinitamente feliz de que no sea como los demás, que detrás de todo efecto buscan la habitual causa y se enfadan cuando las cosas salen de otra manera: en esos casos decimos «¡gracias a Dios!»
Me extendió la mano:
—Y, ¿verdad?, no volverá a decir nunca, señor Pernath, que me quiere, o nos quiere ayudar. Ahora, cuando ya sabe que me robaría la posibilidad de vivir un milagro si lo hiciera.
Lo prometí. Pero con una reserva en el corazón. En ese momento se abrió la puerta y entró Hillel.
Miriam le abrazó, y él me saludó. De una manera entrañable y amistosa, pero de nuevo con el frío «usted».
Parecía también pesar sobre él un cierto cansancio o inseguridad… ¿o acaso me equivocaba?
Tal vez la impresión la causaba la penumbra que invadía la habitación.
—Seguro que está aquí para que le aconseje —comenzó una vez que Miriam nos hubo abandonado—, ¿en el asunto… concerniente a la dama?
Me quedé asombrado, iba a hablar, pero me interrumpió:
—Lo sé por el estudiante Charousek. He hablado con él en la calle. Me lo ha contado todo. Con su corazón rebosante. También que… le ha dado dinero.
Me lanzó una mirada escudriñadora y acentuó de una manera extraña cada una de las sílabas, pero yo no entendí adónde quería ir a parar:
—Cierto, han llovido por ello un par de gotas más de felicidad y… y… en este caso tampoco ha hecho daño, pero… pero… —y reflexionó un instante—, pero con ello a veces uno se daña a sí mismo y daña a los demás. No es tan fácil eso de ayudar, como usted piensa, querido amigo. Entonces sería fácil, muy fácil, salvar al mundo. ¿O no lo cree así?
—¿Acaso no da usted a los pobres a menudo todo lo que tiene, Hillel? —pregunté.
Él negó sonriendo con la cabeza.
—Me parece que de la noche a la mañana se ha convertido en un talmudista, al responder a una pregunta con otra pregunta. Así es difícil discutir.
Se detuvo como si tuviera que responderle, pero una vez más no comprendí a qué estaba esperando.
—Por lo demás, y para regresar a nuestro tema —continuó cambiando de tono—, no creo que a su protegida —la dama— le amenace por el momento ningún peligro. Deje que las cosas sigan su curso. Cierto, se dice: el hombre prudente es precavido, pero el más prudente, me parece a mí, espera y está preparado para todo. Tal vez surja la posibilidad de que Aaron Wassertrum se encuentre conmigo, pero eso ha de partir de él… yo no daré ningún paso, él es el que ha de venir. O a usted o a mí, eso es indiferente… entonces hablaré con él. Él tendrá que decidir si sigue mi consejo o no. Yo me lavo las manos.
Intenté leer, angustiado, en su rostro. Nunca había hablado en un tono tan frío y peculiarmente amenazador. Pero tras esos ojos negros y profundos se abría un abismo.
«Hay como un cristal entre él y nosotros», se me vinieron a la mente las palabras de Miriam.
Sólo pude estrecharle la mano en silencio e… irme.
Me acompañó hasta la puerta. Cuando subía las escaleras me volví una vez y le vi parado, me hizo una seña amistosa, como alguien que quisiera decir algo pero no pudiera.