FINAL
¡… como un trozo de grasa!
Ésta es la piedra que parece un trozo de grasa.
Las palabras aún resuenan en mis oídos. Luego me yergo y trato de acordarme de dónde estoy.
Estoy en la cama y vivo en un hotel.
Pero no me llamo Pernath.
¿Lo he soñado todo?
¡No! Así no se sueña.
Miro la hora: apenas he dormido una hora. Son las dos y media.
Y allí cuelga ese sombrero desconocido con el que he intercambiado el mío en la catedral, en el Hradschin, cuando me sentaba en el banco durante la misa.
¿Hay un nombre dentro?
Lo cojo y leo en letras doradas en el forro de seda el nombre desconocido y, sin embargo, tan familiar:
ATHANASIUS PERNATH
Ahora ya no me tomo ni un segundo de reposo; me visto todo lo deprisa que puedo y bajo las escaleras.
—¡Portero! ¡Abra! Pasearé una hora.
—¿Adónde, por favor?
—A la judería, a la calle Hahnpass. ¿Hay una calle que se llame así?
—Por supuesto, claro —el portero sonríe con malicia—, pero en la judería, le aviso, ya no ocurre mucho, todo es nuevo, ¿sabe?
—No importa. ¿Dónde está la calle Hahnpass?
El grueso dedo del portero señaló en un mapa:
—Aquí.
—¿Y la taberna «Zum Loisitschek»?
—Aquí.
—Deme un trozo grande de papel.
—Tenga.
Envuelvo el sombrero de Pernath. Qué extraño, casi es nuevo, inmaculado de limpio y, sin embargo, tan frágil, como si fuera antiquísimo.
En el camino reflexiono:
Todo lo que ha vivido este Athanasius Pernath lo he vivido en sueños con él, lo he visto en una noche, lo he oído con él, lo he sentido con él, como si yo hubiese sido él. Pero ¿por qué no sé qué vio por la ventana cuando se rompió la cuerda y él gritó «¡Hillel! ¡Hillel!»?
En ese instante se ha separado de mí, es como me lo explico.
He de encontrar a ese Athanasius Pernath, aunque para ello tenga que emplear tres días con sus noches.
¿Así que ésta es la calle Hahnpass?
¡Ni por aproximación la he visto así en mi sueño!
Todas las casas son nuevas.
Un minuto después me siento en el Café Loisitschek. Un local silencioso y bastante limpio.
En el trasfondo, sin embargo, un estrado con una barandilla de madera, no se puede negar una cierta semejanza con el viejo «Loisitschek» soñado.
—¿Qué desea? —pregunta la camarera, una joven regordeta embutida literalmente en un frac de satén rojo.
—Coñac, señorita… gracias… hm… ¡señorita!
—Sí, señor.
—¿A quién pertenece el café?
—Al señor consejero comercial Loisitschek. Toda la casa le pertenece a él. ¡Un señor muy rico!
¡Ajá, el tipo con los dientes de jabalí en la cadena del reloj!, recordé.
He tenido una buena idea que me orientará:
—¡Señorita!
—¿Sí?
—¿Cuándo se cayó el puente de piedra?
—Hace treinta y tres años.
—Hm… ¡hace treinta y tres años!
Reflexioné: el cortador de gemas Pernath tendría que tener hoy casi noventa años.
—¡Señorita!
—Sí, señor.
—¿Hay alguien aquí entre los huéspedes que se pueda acordar de cómo era antes la judería? Soy escritor y tengo interés por saberlo.
La camarera se pone a pensar:
—¿Entre los huéspedes? No… Pero, espere, el apuntador de billar que está allí jugando con un estudiante, ¿le ve? El de la nariz ganchuda, el viejo… ese siempre ha vivido aquí y le dirá todo lo que quiera. ¿Quiere que le llame cuando termine?
Seguí la mirada de la joven:
Un hombre viejo, delgado y de pelo blanco, se apoya en el espejo y unta el taco con una tiza. Un rostro devastado, pero extrañamente noble. ¿A qué me recuerda?
—Señorita, ¿cómo se llama el apuntador?
La camarera se apoya de pie con un codo en la mesa, chupa un lapicero, escribe deprisa su nombre innumerables veces sobre el mármol y lo vuelve a borrar cada vez con el dedo húmedo. Entretanto me arroja miradas más o menos ardientes, en la medida en que lo consigue. Tampoco deja de levantar al mismo tiempo las cejas, pues eso aumenta la fascinación de la mirada.
—Señorita, ¿cómo se llama el apuntador? —repito mi pregunta. Veo que hubiera preferido oír: señorita, ¿por qué no lleva sólo el frac?, o algo similar; pero no se lo pregunto; estoy obsesionado con mi sueño.
—No, cómo se llama… —dijo enojada—, Ferri se llama… Ferri Athenstädt.
—¿Sí? ¡Ferri Athenstädt!
Hm, de nuevo un viejo conocido.
—Cuénteme todo lo que sepa de él, señorita —la retengo, pero he de fortalecerme enseguida con un coñac—, ¡habla de una manera tan encantadora! (me doy asco).
Se inclina hacia mí con una actitud muy enigmática, para que su pelo me haga cosquillas en la cara, y susurra:
—Ferri era antes todo un elemento… Al parecer pertenece a la más vieja aristocracia, pero eso sólo es un rumor porque no lleva barba, y debió de tener muchísimo dinero. Una judía pelirroja, que ya desde muy joven era de cuidado —y escribió de nuevo un par de nombres—, le dejó sin blanca, me refiero al dinero. Y al dejarle así, se fue con otro gran señor y se casó con él, con… —me susurra un nombre en el oído que no entiendo—; el gran señor por supuesto tuvo que renunciar a su honor y desde entonces ya no se pudo llamar más Ritter von Dämmerich. Pero que ella fuera antes de cuidado es algo que él no pudo lavar. Yo siempre digo…
—¡Fritzi! ¡La cuenta! —grita alguien desde el estrado.
Hago vagar mi mirada por el local, cuando de repente oigo detrás de mí un ligero chirrido metálico, como si proviniese de un grillo.
Me vuelvo curioso. Y no doy crédito a mis ojos:
Con el rostro hacia la pared, viejo como un Matusalén, con una caja de música tan pequeña como una cajetilla de cigarrillos en sus temblorosas manos esqueléticas, se sienta completamente encogido… el ciego anciano Nephtali Schaffranck en una esquina y da vueltas a la diminuta manivela.
Me acerco a él.
Canta confuso y como con un murmullo:
La señora Pick,
la señora Hock,
y estrellas rojas y azules,
y charlan continuamente,
de candeleros, y de limpiar.
—¿Sabe cómo se llama el anciano? —pregunté a un camarero cercano.
—No, señor, nadie sabe quién es ni cómo se llama. Está solo en el mundo. ¡Tiene cien años de edad! Todas las noches recibe de nosotros un café gratis.
Me inclino sobre el anciano. Le grito una palabra en el oído:
—¡Schaffranck!
Parece atravesarle como un rayo. Murmura algo, se acaricia la frente.
—¿Me entiende, señor Schaffranck?
Asiente.
—¡Atiéndame! Quiero preguntarle algo de hace mucho tiempo. Si me responde bien, le daré un florín que dejo aquí sobre la mesa.
—Florín —repite el anciano y comienza enseguida a dar vueltas a la manivela de la caja de música como un poseso.
Detengo su mano.
—¡Piénselo bien! ¿Conoció hace unos treinta y tres años a un cortador de gemas con el nombre de Pernath?
—¡Hadrbolletz! ¡Sastre de pantalones! —balbucea asmáticamente y se ríe con todo el rostro creyendo que le he contado un chiste famoso.
—No, no Hadrbolletz… ¡Pernath!
—¿Pereles? —lanza un grito de júbilo.
—No, tampoco Pereles… ¡Per… nath!
—¿Pascheles? —grazna de alegría.
Renuncio decepcionado a mi intento.
—¿Quería hablar conmigo, señor? —el apuntador Ferri Athenstädt está ante mí y se inclina con frialdad.
—Sí, cierto… Podemos jugar una partida de billar.
—¿Juega usted por dinero, señor? Le doy noventa a cien.
—Está bien, por un florín. Comience usted, apuntador.
Su Excelencia coge el taco, apunta, falla, pone un gesto de enojo. Conozco la treta, me deja llegar a noventa y nueve y luego arrambla con una serie.
Cada vez siento más curiosidad.
Voy directo al grano.
—¿Recuerda, señor apuntador, haber conocido, hace mucho tiempo, en los años en que se cayó el puente de piedra, en la antigua judería, a un tal Athanasius Pernath?
Un hombre con una chaqueta de lino a rayas blancas y rojas, bizco y con pequeños pendientes de oro, que se sienta en un banco adosado a la pared y lee un periódico, se sobresalta, me mira fijamente y se persigna.
—¿Pernath? ¿Pernath? —repite el apuntador y piensa con esfuerzo—. ¿Pernath? ¿No era alto y delgado? ¿Pelo castaño, barba recortada y entrecana?
—Sí, es él.
—¿Por aquel entonces de unos cuarenta años? Tenía el aspecto de…
Su Excelencia de repente me miró con fijeza y sorprendido.
—¿Es usted un pariente de él, señor?
El bizco se persigna.
—¿Yo? ¿Un pariente? Qué idea tan extraña… No, sólo me intereso por él. ¿Sabe algo más? —digo con tranquilidad, pero siento que me recorre un escalofrío.
Ferri Athenstädt vuelve a pensar.
—Si no me equivoco, por aquel entonces se le tenía por loco. Una vez afirmó que se llamaba… espere… sí: ¡Laponder! Y luego se hacía pasar por un tal… ¡Charousek!
—¡Nada de eso es verdad! —se entromete el bizco—. Charousek vivió de verdad. Mi padre heredó varios miles de florines de él.
—¿Quién es este hombre? —pregunté al apuntador en voz baja.
—Es barquero y se llama Tschamrda. En lo que se refiere a Pernath, sólo recuerdo, o al menos creo recordar, que en años posteriores se casó con una bella judía de piel oscura.
«¡Miriam!», me digo, y me excito tanto que mis manos tiemblan y no puedo seguir jugando.
El barquero se santigua.
—¿Qué le ocurre hoy, señor Tschamrda? —pregunta el apuntador asombrado.
—¡Ese Pernath no vivió jamás! —exclama el bizco—. Yo no lo creo.
Le sirvo enseguida un coñac al hombre para que se torne más hablador.
—Hay gente que dice que Pernath aún vive —se le escapó por fin al barquero—, por lo que he oído es tallador y vive en el Hradschin.
—¿Dónde en el Hradschin?
El barquero se santigua:
—¡Ahí está! Vive donde no puede vivir ningún hombre vivo: en el muro en el último farol.
—¿Conoce su casa… señor… señor Tschamrda?
—¡Por nada del mundo iría allí! —protesta el bizco—. ¿Por quién me toma? ¡Jesús, María y José!
—Pero ¿al menos podrá indicarme el camino desde lejos, señor Tschamrda?
—Eso sí —gruñó el barquero—. Si espera a que sean las seis de la mañana, entonces bajo al Moldau. ¡Pero se lo desaconsejo! ¡Se caerá en la Fosa del Ciervo y se romperá el cuello y todos los huesos! ¡Santa Madre de Dios!
Caminamos juntos por la mañana; un viento fresco sopla desde el río. Apenas siento bajo mis pies el suelo de impaciencia.
De repente emerge ante mí la casa en la calle Altschul.
Reconozco cada ventana: el canalón doblado, la reja, la brillante cornisa de piedra, como grasienta… ¡todo, todo!
—¿Cuándo se incendió esta casa? —pregunto al bizco. Me zumban los oídos por la tensión.
—¿Incendiado? ¡Nunca! ¡No!
—¡Pero si yo lo sé! ¿Quiere apostar?
—¿Cuánto?
—Un florín.
—¡Hecho!
Y Tschamrda saca al portero.
—¿Se ha incendiado alguna vez esta casa?
—¡Qué va! —el hombre se ríe. No lo puedo creer.
—Vivo aquí desde hace setenta años —afirma el portero—, lo tengo que saber.
Qué curioso…
El barquero me lleva por el Moldau en su barca, que consiste en ocho tablas sin cepillar, dando extrañas sacudidas oblicuas. Las aguas amarillas golpean, espumosas, la madera. Los tejados del Hradschim brillan rojos bajo el sol matutino.
Una indescriptible y solemne sensación se apodera de mí. Una sensación ligeramente crepuscular como de una existencia anterior, como si el mundo estuviera encantado… un conocimiento fabuloso, como si viviera al mismo tiempo en varios sitios.
Me bajo.
—¿Cuánto le debo, señor Tschamrda?
—Un kréutzer. Si no me hubiera ayudado a remar, habrían sido dos.
Subo por el mismo camino por el que había subido en sueños hoy por la noche: la pequeña y solitaria cuesta hacia el castillo. Siento palpitaciones, y sé de antemano que ahora viene el árbol sin hojas, cuyas astas sobresalen por encima del muro.
No: está cubierto de flores blancas.
El aire está lleno del dulce aroma de las lilas.
A mis pies está la ciudad en plena alborada como una visión de la tierra prometida.
Ningún ruido. Sólo aroma y brillo.
Podría llegar hasta con los ojos cerrados a la pequeña y curiosa calle de los Alquimistas, tan familiar me resulta cada paso que doy.
Pero donde esta noche estaba la verja de madera ante la casa de un blanco resplandeciente, hay ahora una verja dorada, espléndida y abombada, que cierra la calle.
Dos tejos surgen de unos arbustos en flor y flanquean la puerta de entrada en el muro, que corre a lo largo tras la verja.
Me estiro para poder ver por encima de los arbustos y me deslumbra una nueva maravilla:
Todo el muro del jardín está cubierto con mosaicos. Azul turquesa con frescos dorados, peculiarmente estilizados, que representan el culto al dios egipcio Osiris.
La puerta es el mismo dios: un hermafrodita con dos mitades que forman la puerta: la derecha, femenina; la izquierda, masculina. Se sienta en un rico trono de nácar —en bajorrelieve—, y su cabeza dorada es la de una liebre. Las orejas están levantadas y muy juntas, parecen las dos páginas de un libro abierto.
Huele a rocío, y por encima del muro llega hasta mí el aroma a jacintos.
Permanezco allí largo tiempo, como petrificado, y me asombro. Es como si ante mí se abriera un mundo desconocido, y un viejo jardinero o sirviente con zapatos de hebillas de plata, pechera, y una chaqueta de extraño corte, se aproxima a mí desde la izquierda, tras la verja, y a través de los barrotes me pregunta qué deseo.
Le entrego sin decir palabra el sombrero envuelto de Athanasius Pernath.
Él lo coge y cruza la puerta.
Cuando se abre, veo detrás una casa de mármol en forma de templo y en sus escalones a:
Athanasius Pernath
y apoyado en él, a:
Miriam
y los dos miran hacia abajo, hacia la ciudad.
Por un instante se vuelve Miriam, me ve, sonríe, y susurra algo a Athanasius Pernath.
La belleza de Miriam me cautiva.
Es tan joven como la había visto por la noche en sueños.
Athanasius Pernath se vuelve lentamente hacia mí, y mi corazón se detiene:
Me parece como si me estuviera viendo en un espejo, tanto se parece su rostro al mío.
De repente se cierra la puerta y sólo reconozco al resplandeciente hermafrodita.
El viejo criado me da mi sombrero y dice —oigo su voz como si proviniera de las profundidades de la tierra:
—El señor Athanasius Pernath se lo agradece mucho y pide que no le considere inhospitalario por no invitarle a entrar en el jardín, pero es una rigurosa costumbre de la casa que viene de muy antiguo.
»He de informarle de que no se ha puesto su sombrero, pues enseguida se dio cuenta de la confusión.
»Tan sólo espera que el suyo no le haya causado dolores de cabeza.
F I N