MUJER

¿Dónde se había metido Charousek?

Habían pasado casi veinticuatro horas y aún no había aparecido.

¿Se había olvidado de la señal convenida? ¿O acaso no la veía?

Fui a la ventana y situé el espejo de tal manera que el rayo de sol diera directamente en el tragaluz enrejado de su vivienda en el sótano.

La intervención de Hillel —ayer— me había tranquilizado bastante. Me habría avisado con toda seguridad si hubiera algún peligro en ciernes.

Además: Wassertrum ya no podía emprender nada de importancia; poco después de haber abandonado mi casa, había regresado a su tienda. Eché un vistazo hacia abajo: eso es, ahí se reclinaba inmóvil tras sus hornillas, igual que por la mañana temprano.

¡Insoportable, la eterna espera! El suave aire primaveral que penetraba por la ventana abierta desde la habitación contigua me ponía enfermo de anhelo.

¡Esas gotas derretidas de los tejados! ¡Y cómo brillaban al sol los finos cordones de agua!

Algo parecía tirar de mí con hilos invisibles. Lleno de impaciencia iba de un lado a otro en la habitación. Me arrojó en un sillón. Me volví a levantar.

No quería apartarse de mi pecho ese brote adicto de un enamoramiento incierto.

Me había atormentado toda la noche. Una vez era Angelina la que se estrechaba contra mí, luego volvía a hablar inocentemente con Miriam y, apenas había desgarrado la imagen, venía de nuevo Angelina y me besaba; yo olía el perfume de su pelo, y su piel de marta cibelina me hacía cosquillas en el cuello, resbaló de sus hombros desnudos… y se convirtió en Rosina, que con ojos ebrios y semicerrados bailaba… en frac… desnuda; y todo esto lo veía en una duermevela que apenas se diferenciaba en nada de la vigilia. Como una vigilia dulce, devoradora, crepuscular.

Por la mañana estaba mi doble en la cama, el oscuro Habal Garmin, «el hálito de los huesos» del que había hablado Hillel… y yo le miré a los ojos: estaba en mi poder, tenía que responder a todas las preguntas que le planteara, ya fuera sobre cosas terrenales o espirituales, y él se limitaba a esperar, pero la sed de lo enigmático no podía nada contra la pesada calidez de mi sangre y fue absorbida por la tierra seca de mi entendimiento. Ordene al espectro que se fuera, que se convirtiera en el reflejo de Angelina, y se contrajo hasta formar la letra «Aleph», volvió a crecer, se plantó de pie como una mujer colosal, completamente desnuda, como la vi una vez en el libro Ibbur, con el pulso similar a un terremoto, y se inclinó sobre mí, y yo respiré el olor narcotizante de su ardiente carne.

¿Aún seguía sin venir Charousek? Las campanas tocaban en las torres de las iglesias.

Quería esperar todavía un cuarto de hora… ¡pero luego saldría! Pasear por calles animadas, llenas de gente vestida de fiesta, mezclarme en el bullicio de los barrios de los ricos, ver mujeres hermosas con rostros coquetos y manos y pies delgados.

Tal vez me encontrara casualmente con Charousek, me disculpe ante mí mismo.

Cogí el antiguo juego de tarot del anaquel para hacer más corta la espera.

Tal vez pudiera inspirarme en las imágenes para diseñar un camafeo.

Busqué el Mago.

No lo encontraba. ¿Dónde podía estar?

Volví a pasar las cartas y me perdí en reflexiones sobre su sentido oculto. Sobre todo el «Ahorcado»… ¿qué podía significar?

Un hombre cuelga de una cuerda entre el cielo y la tierra, la cabeza hacia abajo, los brazos atados a la espalda, la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, de modo que parece una cruz sobre un triángulo invertido.

Un símbolo incomprensible.

¡Ah, por fin! Venía Charousek. ¿O no?

Alegre sorpresa: era Miriam.

—¿Sabe, Miriam, que ahora mismo quería bajar a verla y pedirle que me acompañara a dar un paseo conmigo?

No era del todo la verdad, pero no pensé más en ello.

—¿Verdad que no rechazará mi oferta? Hoy estoy tan contento que usted, precisamente usted, Miriam, podrá coronar mi alegría.

—¿… un paseo? —repitió de tal manera perpleja que tuve que soltar una carcajada.

—¿Es la propuesta tan extraña?

—No, no, pero… —buscó palabras— es tan raro. ¡Un paseo!

—Nada de raro si piensa que hay cientos de miles de personas que lo hacen… que en realidad no hacen otra cosa en sus vidas.

—¡Sí, otras personas! —reconoció aún confusa.

Cogí sus dos manos.

—Lo que otras personas pueden sentir de alegría, quisiera que lo disfrutara usted, Miriam, en una medida infinitamente mayor.

De repente se tornó pálida y vi en la rígida ceguera de su mirada en qué estaba pensando.

Sentí una punzada.

—No debe llevarlo siempre consigo, Miriam —le dije—, el… el milagro. ¿Me lo prometerá… por… amistad?

Percibió el miedo en mis palabras y me miró asombrada.

—Si no le afectara tanto podría alegrarme también por usted. ¿Sabe que estoy muy preocupado por usted, Miriam? Por… por… ¿cómo podría decirlo? ¡Por su salud anímica! No lo tome literalmente, pero… quisiera que nunca se hubiera producido el milagro.

Esperaba que me contradijera pero tan sólo asintió ensimismada.

—La está consumiendo, ¿verdad, Miriam?

Ella volvió a la realidad.

—A veces casi también quisiera yo que nunca hubiese ocurrido.

Sonó como un rayo de esperanza para mí.

—Si pienso —dijo muy lentamente y perdida en sueños— que podrían venir tiempos en los que tendría que vivir sin esos milagros…

—Puede volverse rica de repente y ya no necesitar más… —la interrumpí involuntariamente, pero me detuve al observar el espanto en su rostro—, me refiero a que de repente, y de una manera natural, podrían quedar suprimidas sus preocupaciones, y los milagros que le ocurren podrían ser sólo de índole espiritual: experiencias interiores.

Ella negó con la cabeza y dijo con dureza:

—Las experiencias interiores no son milagros. Ya es lo bastante asombroso que parezca haber personas que no tienen ninguno. Desde mi infancia, día tras día, noche tras noche, experimento… (pero se detuvo con un brusco movimiento, y yo adiviné que en ella había otra cosa diferente de la que no me había hablado, tal vez los entresijos de sucesos invisibles, similares a los míos), pero eso no viene ahora a cuento. Ni siquiera llamaría un milagro a que alguien se levantara y sanara a los enfermos con una presión de sus manos. Tan sólo cuando la materia muerta —la tierra— se ve animada por el espíritu y se rompen las leyes de la naturaleza, entonces ocurre aquello que anhelo desde que puedo pensar. Mi padre me dijo una vez que hay dos partes en la cábala: una mágica y otra teórica que nunca podrán coincidir. Aunque la mágica puede atraer hacia sí a la teórica, nunca jamás podrá ocurrir a la inversa. La mágica es un regalo, la otra se puede alcanzar, aunque sólo sea con la ayuda de un guía.

Retomó el primer hilo:

—Yo anhelo el regalo; lo que yo pueda alcanzar me es indiferente y tiene tan poco valor como el polvo. Cuando pienso que podrían venir tiempos en que, como dije antes, tendría que vivir sin estos milagros… —vi cómo sus dedos se crispaban, y el arrepentimiento y la lástima me devoraron—, creo que mejor sería morir ahora en vista de esa mera posibilidad.

—¿Es ése el motivo de que también deseara que el milagro no hubiera ocurrido nunca? —sondeé.

—Sólo en parte. Hay algo distinto. Yo… yo… —reflexionó un instante— aún no estaba lo bastante madura para vivir un milagro de esta forma. Eso es. ¿Cómo se lo puedo explicar? Considere, sólo como ejemplo, que durante años sólo hubiera tenido un único sueño, que se desarrolla continuamente y en el que alguien —digamos el habitante de otro mundo— me instruye y no sólo me muestra en una imagen reflejada las transformaciones de mí misma y las suyas, en mi caso cuán alejada estoy de la madurez mágica de poder experimentar un «milagro», sino que además me da una explicación de las cuestiones mentales que me ocupan a diario y que en todo momento puedo comprobar. Me comprenderá si le digo que semejante ser sustituye en felicidad a todo lo que se pueda imaginar en la tierra; ¡para mí es el puente que me une con el «más allá», es la escalera de Jacob, gracias a la cual me puedo elevar sobre la oscuridad de lo cotidiano a la luz; es mi guía y amigo, y supone la confianza de que no me puedo perder en la demencia y las tinieblas, en el camino oscuro por el que va mi alma, y es el motivo de que me fíe de él, pues aún no me ha mentido! ¡Y ahora, de repente, pese a todo lo que me ha dicho, un «milagro» se cruza en mi vida! ¿A quién debo creer ahora? ¿Es una ilusión lo que me ha colmado ininterrumpidamente durante tantos años? Si tuviera que dudar de ello, me precipitaría de cabeza en un abismo insondable. ¡Y, sin embargo, el milagro ha ocurrido! Lanzaría gritos de alegría si…

—… si? —la interrumpí conteniendo la respiración. Quizá ella misma pronunciara la palabra salvadora y yo podría confesarle todo.

—… si yo supiera que me he equivocado… ¡que no fue ningún milagro! Pero sé muy bien, como sé que ahora mismo estoy aquí sentada, que eso me haría sucumbir. (Se me paró el corazón.) Que me hagan regresar, tener que descender del cielo a la tierra… ¿cree que eso lo puede soportar un ser humano?

—Pídale ayuda a su padre —dije indeciso por el miedo.

—¿A mi padre? ¿Ayuda? —me miró sin comprender—. ¿Donde sólo hay dos caminos para mí puede encontrar él un tercero? ¿Sabe cuál sería la única salvación para mí? Si a me ocurriera lo mismo que le ha ocurrido a usted. Si en este minuto pudiera olvidar todo lo que queda detrás de mí, toda mi vida hasta este mismo día. ¿No es extraño? ¡Lo que usted percibe como una desgracia para mí sería la suprema dicha!

Permanecimos un rato en silencio. Luego cogió de repente mi mano y sonrió, casi alegre:

—No quiero que se entristezca por mi causa (¡ella me consolaba a mí, a mí…!), antes estaba tan contento y lleno de alegría por la primavera allá fuera, y ahora es la amargura en persona. ¡Quíteselo de la cabeza y siga pensando como antes! Yo estoy tan contenta…

—¿Usted, contenta, Miriam? —la interrumpí afligido.

Ella puso un rostro convincente:

—¡Sí! ¡De verdad! ¡Contenta!

»Cuando subía a su casa estaba tan indescriptiblemente asustada. No sé por qué, pero no podía desembarazarme de la sensación de que se encontraba en un gran peligro —yo agucé los oídos—, pero en vez de alegrarme de verle sano y bien, le he entristecido…

Me esforcé por mostrarme alegre:

—Y eso lo puede remediar si sale conmigo. (Intenté poner en mi voz todo el ánimo posible.) Quiero tratar una vez más de ahuyentar sus turbios pensamientos, Miriam. Diga lo que quiera: usted no es un hechicero egipcio, sino una joven dama a la que el aire primaveral aún le podría hacer una jugarreta.

Ella se tornó de repente muy divertida.

—¿Qué le pasa hoy, señor Pernath? ¡Nunca le he visto así! Por lo demás, «aire primaveral», en lo que concierne a nosotras, las jóvenes judías, son los padres los que dirigen el «aire primaveral», y nosotras tenemos que obedecer. Y naturalmente así lo hacemos. Lo tenemos en la sangre. Aunque yo no —añadió algo más seria—, mi madre se negó a casarse con ese espantoso Aaron Wassertrum.

—¿Qué? ¿Su madre? ¿Con el buhonero de abajo?

Miriam asintió.

—Gracias a Dios no llegó a hacerlo. Pero para ese pobre hombre fue un golpe aniquilador.

—¿Pobre hombre, dice usted? —me sobresalté—. Ese tipo es un criminal.

Ella inclinó reflexiva la cabeza.

—Cierto, es un criminal. Pero quien está bajo esa piel y no se vuelve un criminal, ha de ser un profeta.

Me aproximé con curiosidad:

—¿Sabe algo más concreto sobre él? Me interesa, por motivos muy especiales…

—Si hubiera visto el interior de su tienda, señor Pernath, habría sabido enseguida cómo es su alma. Lo digo porque yo de pequeña estuve a menudo dentro. ¿Por qué me mira tan asombrado? ¿Acaso es tan extraño? Conmigo siempre ha sido amigable y bondadoso. Una vez, incluso, me regaló una gran piedra reluciente que me había gustado en especial entre sus cosas. Mi madre dijo que era un brillante y, naturalmente, tuve que devolvérselo enseguida.

»Al principio no quiso aceptarlo, pero finalmente me lo arrebató de la mano y lo arrojó lleno de ira lejos de sí. Vi cómo le corrían las lágrimas por las mejillas; por entonces ya sabía bastante hebreo para comprender qué fue lo que murmuró: “Todo lo que toca mi mano está maldito”. Fue la última vez que pude visitarle. Nunca más me volvió a invitar a entrar. También sé por qué: si no hubiese intentado consolarle, todo habría quedado como antes, pero así, al darme tanta pena y al decírselo, ya no quiso verme más… Lo entiende, ¿verdad, Pernath? Pero si es muy simple: es un poseído… un hombre que se vuelve enseguida desconfiado, incurablemente desconfiado, en cuanto alguien toca su corazón. Se considera aún mucho más feo de lo que es en realidad… si eso puede ser posible, y ahí radica toda su manera de pensar y su comportamiento. Se dice que su esposa le quería, quizá fuera más compasión que amor, pero aun así lo creían muchas personas. El único que estaba convencido de lo contrario era él. En todas partes husmea traición y odio.

»Tan sólo con su hijo hizo una excepción. Es difícil saber a qué se debió, quizá a que lo vio crecer desde que era un bebé, presenció, por decirlo así, la simiente de cada atributo desde el origen y por ello nunca llegó a un punto en que pudiera haberse activado su desconfianza, o quizá se debió a la sangre judía: todo lo que vivía en él capaz de amar lo derramó sobre su descendencia, con ese miedo instintivo de nuestra raza, de que podríamos extinguirnos y no cumplir una misión que hemos olvidado y que, no obstante, sigue subsistiendo oscuramente en nosotros… ¡quién sabe!

»Dirigió la educación de su hijo con una perspicacia que casi rayaba en la sabiduría y que en un hombre tan iletrado como él merece calificarse de prodigiosa. Con la agudeza de un psicólogo privó al niño de cualquier experiencia que hubiese podido contribuir al desarrollo de la actividad de la conciencia, para así ahorrarle futuros sufrimientos anímicos.

»Le puso como maestro a un excepcional erudito que defendía la opinión de que los animales carecen de capacidad sensorial y sus manifestaciones de dolor son meros reflejos mecánicos.

»Exprimir de cada criatura para sí mismo tanto goce y placer como le fuera posible y luego arrojar la cáscara como algo inservible: ése era aproximadamente el ABC de su previsor sistema educativo.

»Puede imaginarse, señor Pernath, que el dinero desempeñaba el papel principal como estandarte y clave del “poder”. Y así como él mismo mantiene en secreto su propia riqueza, para dejar en la oscuridad los límites de su influencia, del mismo modo se inventó un medio para posibilitarle lo mismo a su hijo, pero al mismo tiempo ahorrarle las penalidades de una existencia aparentemente pobre: le insufló la infernal mentira de la “belleza”, le inculcó el gesto externo e interno de la “estética”, le enseñó a fingir el lirio en el campo y a ser interiormente un buitre carroñero.

»Ese invento de la “belleza”, naturalmente, no era ningún invento suyo, probablemente fue la “mejora” de un consejo que le había dado algún intelectual.

»Que su hijo renegara de su paternidad más tarde, no se lo tomó a mal. Todo lo contrario, se lo impuso como un deber: pues su amor era altruista, y como ya dije una vez de mi padre: de la índole que va más allá de la tumba.

Miriam permaneció un instante en silencio, yo vi cómo seguía desarrollando sus pensamientos, y lo percibí en el tono cambiado de su voz cuando dijo:

—Frutos extraños crecen en el árbol del judaísmo.

—Dígame, Miriam —pregunté—, ¿no ha oído nunca que Wassertrum tenga en su tienda una figura de cera? No sé quién me lo ha contado… quizá sólo fuera un sueño…

—No, no, es verdad, señor Pernath: en una esquina, donde suele dormir en su saco de paja junto con los cacharros más estrafalarios, hay una figura de cera de tamaño natural. Se la quitó al propietario de una barraca en concepto de interés, hace años, tan sólo porque se asemejaba a una… a una cristiana que al parecer había sido su amante.

«¡La madre de Charousek!», se me vino a la mente.

—¿No conoce su nombre, Miriam?

Miriam negó con la cabeza.

—Si tiene interés, puedo averiguarlo.

—¡Ah, no, Miriam, me es completamente indiferente! (vi en el brillo de sus ojos que había hablado con viveza y me propuse que no cayera en el estado anterior); pero me interesa mucho más eso de lo que antes habló fugazmente, me refiero al «aire primaveral». Su padre no le prescribiría con quien se tiene que casar, ¿verdad?

Ella se rió divertida.

—¿Mi padre? ¡Pero qué ocurrencia!

—Bueno, eso es una gran suerte para mí.

—¿Por qué? —preguntó con ingenuidad.

—Porque aún tengo una posibilidad.

Sólo era una broma y ella tampoco lo tomó de otra manera, pero se levantó con rapidez y se fue a la ventana para no dejarme ver que se había sonrojado.

Cambié de tono para ayudarla a salir de su turbación.

—Pero como viejo amigo le pido una cosa. Ha de decirme cuándo ha llegado el momento. ¿O acaso piensa quedarse soltera?

—¡No! ¡No! ¡Nada de eso! —se defendió tan decidida que tuve que sonreír—, en algún momento tendré que casarme.

—¡Naturalmente! ¡Es evidente!

Se puso nerviosa como una colegiala.

—¿No puede hablar en serio por un minuto, señor Pernath?

Puse, obediente, un rostro profesoral y ella volvió a sentarse.

—Cuando digo que en algún momento tendré que casarme, quiero decir que hasta ahora no me he quebrado la cabeza sobre los detalles, pero no comprendería el sentido de la vida si supusiera que he venido al mundo como mujer para no tener hijos.

Por primera vez veía a la mujer en sus rasgos.

—Es uno de mis sueños —continuó en voz baja— imaginarme que hay una meta final cuando dos seres se funden en uno, además… —¿no ha oído nunca hablar del culto egipcio a Osiris?— fundirse en lo que pueda significar el «hermafrodita» como símbolo.

Escuché con atención:

—¿El hermafrodita…?

—Quiero decir: la unión mágica de lo masculino y lo femenino en el género humano, en un semidiós. ¡Como meta final! No… no como meta final, como inicio de un nuevo camino que es eterno… que no tiene final.

—¿Y espera encontrar alguna vez —pregunté estremecido— a quien busca? ¿No puede ser que viva en un país lejano, tal vez que ni siquiera esté en la tierra?

—De eso no sé nada —dijo sencillamente—, sólo puedo esperar. Si él está separado de mí por el tiempo y el espacio —lo que no creo—, ¿por qué estaría yo aquí sujeta al ghetto? O puede ocurrir que no lo encuentre por un desconocimiento mutuo, pero entonces mi vida no tendría ninguna finalidad y habría sido el estúpido e irreflexivo juego de un genio. Pero por favor no sigamos hablando de esto —rogó ella—, cuando se expresan los pensamientos adquieren un gustillo feo y terrenal y yo no quiero… —y se calló de repente.

—¿Qué es lo que no quiere, Miriam?

Levantó la mano. Se levantó deprisa y dijo:

—¡Recibe visita, señor Pernath!

El rumor de un vestido de seda sonó en el corredor.

Llamada impetuosa:

¡Angelina!

Miriam quería irse, yo la detuve:

—Le presento a la hija de un buen amigo… la señora condesa…

—Ya ni siquiera se puede ir en el coche. En todas partes han levantado el empedrado. ¿Cuándo se mudará por fin a un barrio digno, señor Pernath? Fuera se derrite la nieve y el cielo se regocija, a uno se le abre el corazón y usted está aquí encerrado en esta gruta llena de estalactitas como un sapo…, por lo demás, ¿sabe que ayer estuve con mi joyero y me dijo que usted es el más grande, el cortador de gemas más fino que hay hoy, si no uno de los mejores que han existido?

Angelina hablaba como una cascada y yo estaba hechizado. Tan sólo veía sus brillantes ojos azules, los pequeños pies en las diminutas botas laqueadas, el rostro caprichoso resplandeciendo entre las pieles y los rosados lóbulos de las orejas.

Apenas se daba tiempo para respirar.

—En la esquina está mi coche. Ya tenía miedo de no encontrarle en casa. Espero que no haya comido todavía. Primero iremos… sí… ¿adónde vamos primero? Primero vamos… espere… sí, tal vez al jardín botánico, o simplemente al aire libre, donde se pueda presentir en el aire el brote de las plantas y los primeros pimpollos. Venga conmigo, venga, coja su sombrero, y luego comerá en mi casa… y conversaremos hasta la noche. ¡Pero coja su sombrero! ¿A qué está esperando? Abajo tengo una manta, nos tapamos con ella hasta las orejas y nos apretamos los dos juntos hasta que entremos en calor.

¿Qué podía decir?

—Precisamente acababa de quedar con la hija de mi amigo para dar un paseo…

Miriam ya se había despedido con prisas de Angelina, antes de que yo hubiera terminado la frase.

La acompañé hasta la puerta, aunque lo rechazó amablemente.

—Escúcheme, Miriam, aquí en la escalera no puedo decirle todo lo que dependo de usted… y que preferiría mil veces salir con…

—No haga esperar a la dama, señor Pernath —urgió ella—, ¡adieu y que se diviertan!

Lo dijo con sinceridad, de todo corazón, pero yo vi que el brillo de sus ojos se había apagado.

Se apresuró a bajar las escaleras y la pena me puso un nudo en la garganta. Me pareció como si hubiera perdido un mundo.

Como embriagado me senté al lado de Angelina. Atravesamos al trote las bulliciosas calles. Un oleaje de vida a mi alrededor, y yo, aturdido, sólo podía distinguir las pequeñas manchas de luz en las imágenes que pasaban velozmente ante mí: joyas luminosas en pendientes y cadenas en los manguitos, chisteras lustrosas, blancos guantes de dama, un perro de aguas con un collar rosa, que ladrando quería morder las ruedas, caballos negros cubiertos de espuma que pasaban por nuestro lado al galope con sus arneses plateados, un escaparate, y en su interior fulgurantes bandejas llenas de perlas y centelleantes alhajas… brillo de seda y estrechos talles femeninos.

El fuerte viento cortante me hacía sentir con doble turbación de los sentidos el calor del cuerpo de Angelina.

Los policías en los cruces se echaban respetuosamente a un lado cuando pasábamos a gran velocidad.

Atravesamos luego el muelle al paso, en el que había toda una cola de coches, por el puente de piedra derruido, rodeado de rostros boquiabiertos.

Apenas miré… la mínima palabra de la boca de Angelina, su pestañeo, el juego apresurado de sus labios… todo, todo era para mí infinitamente más importante que mirar cómo las ruinas allí abajo ofrecían resistencia a los témpanos desplazados por la corriente.

Senderos de un parque… tierra elástica y apisonada… rumor de hojas bajo los cascos de los caballos, aire húmedo, árboles enormes llenos de nidos de cornejas, hierba muerta con islas blanquecinas de nieve en retirada, todo pasó a mi lado como soñando.

Angelina se refirió sólo con un par de palabras, casi indiferente, al doctor Savioli.

—Ahora que ha pasado el peligro —me dijo con una despreocupación encantadora e ingenua—, y sé que está mucho mejor, todo lo que he vivido me parece espantosamente aburrido. Por fin quiero alegrarme, cerrar los ojos y sumergirme en la brillante espuma de la vida. Creo que todas las mujeres son así, tan sólo que no lo reconocen. O son tan tontas que ni siquiera lo saben. ¿No opina lo mismo?

No escuchó lo que le respondí.

—Por lo demás, para mí las mujeres carecen por completo de interés. No debe interpretarlo, naturalmente, como un halago, pero la verdad es que la mera proximidad de un hombre simpático me es preferible a la conversación más estimulante de una mujer, por muy inteligente que sea. Al fin y al cabo todas las cosas que dicen no son más que tonterías, como mucho se habla algo de trapos… ¿y qué? Las modas tampoco cambian con tanta frecuencia. ¿No es verdad que soy frívola? —preguntó de repente coqueta, de modo que, fascinado por su encanto, tuve que contenerme para no tomar su cabeza entre mis manos y besarla en la nuca.

—¡Dígame que soy frívola!

Se apretó aún más contra mí y me cogió del brazo.

Salimos de la alameda y pasamos por un bosquecillo con setos envueltos en paja que parecían en sus envolturas como torsos de monstruos con miembros y cabezas cortados.

Había gente sentada en bancos al sol y nos miraban cuando pasábamos cuchicheando a nuestras espaldas.

Nos mantuvimos un rato en silencio y nos sumimos en nuestros pensamientos. ¡Cuán diferente era Angelina a la que había vivido hasta ahora en mi imaginación! ¡Era como si hubiese surgido hoy para mí en el presente!

¿Era realmente la misma mujer a la que había consolado aquella vez en la catedral?

No podía apartar mi mirada de su boca semiabierta.

Seguía sin decir nada. Parecía estar viendo una imagen en su interior.

El coche torció en una húmeda pradera.

Olía a tierra que despierta.

—¿Sabe… señora…?

—Pero llámeme Angelina —me interrumpió en voz baja.

—¿Sabe, Angelina, que… que hoy he soñado toda la noche con usted? —dije a mi pesar.

Hizo un pequeño y rápido movimiento, como si quisiera retirar su brazo del mío y me miró con los ojos muy abiertos.

—¡Qué extraño! ¡Y yo con usted! Y en este momento he pensado lo mismo.

Una vez más se interrumpió la conversación, y los dos adivinamos que habíamos soñado lo mismo.

Lo sentí en las palpitaciones de su sangre. Su brazo temblaba imperceptiblemente en mi pecho. Apartó con brusquedad la mirada de mí y la dirigió hacia fuera del coche.

Llevé lentamente su mano a mis labios, retiré el guante blanco y perfumado, oí cómo su respiración se agitaba, y presione loco de amor mis dientes en sus nudillos.

Horas más tarde caminaba como embriagado por la niebla nocturna de la ciudad. Elegí las calles al azar y caminé largo tiempo en círculo sin saberlo.

De repente me encontré en el río, inclinado sobre una barandilla de hierro, mirando fijamente las aguas revueltas.

Aún sentía el brazo de Angelina en torno a mi nuca, veía la pileta de piedra de la fuente en la que hacía muchos años nos habíamos despedido, con las hojas de olmo marchitas en su interior, y ella caminaba de nuevo conmigo, como hacía poco, con la cabeza apoyada en mi hombro, en silencio, por el parque en penumbra de su palacio.

Me senté en un banco y me tapé la cara con el sombrero para soñar.

Las aguas bramaban contra el malecón y su fragor devoraba los últimos ruidos de la soñolienta ciudad.

Cuando de vez en cuando me arrebujaba en mi abrigo y miraba hacia arriba, el río se hundía en sombras cada vez más profundas, hasta que por fin, oprimido por la densa noche, fluía con tonos negro grisáceo y la espuma del dique corría como una franja blanca y cegadora perpendicular a la otra orilla.

Me estremecí con el pensamiento de tener que regresar a mi triste casa.

El brillo de una breve tarde me había convertido en un extraño en mi propio barrio.

El periodo de un par de semanas o quizá sólo de días y la dicha habría pasado… y no quedaría nada salvo un bello y doloroso recuerdo.

¿Y luego?

Luego sería un apátrida tanto aquí como allí, tanto en esta parte del río como en la otra.

Me levanté. Aún quería echar un vistazo a través de las rejas del parque al palacio, antes de ir al sombrío ghetto. Tomé la dirección por la que había venido, tanteé por la espesa niebla en las hileras de casas y sobre plazas adormecidas, vi emerger monumentos negros amenazadores y solitarios, garitas aisladas y las volutas de fachadas barrocas. El brillo opaco de un farol surgió de la niebla hasta convertirse en anillos enormes y fantásticos con los colores del arco iris, se tornó en un ojo amarillo pálido y penetrante que se diluyó en el aire a mis espaldas.

Mi pie tanteó escalones anchos de piedra sobre los que se había esparcido grava.

¿Dónde estaba? ¿Una cuesta que ascendía en acusada pendiente? ¿Muros lisos de jardín a derecha e izquierda? Las desnudas ramas de un árbol colgaban por encima. Vienen del cielo: el tronco se oculta tras el muro de niebla.

Un par de ramas delgadas y podridas se quiebran con un chasquido cuando mi sombrero las roza y caen resbalando por mi abrigo en el abismo gris y neblinoso que me impide ver mis pies.

De repente un punto luminoso: una luz solitaria en la lejanía… en algún sitio… enigmática… entre el cielo y la tierra.

Tenía que haberme perdido. Sólo podía ser la «vieja cuesta al castillo» junto a las faldas de los jardines de Pürstenberg.

Luego largos trechos de tierra embarrada. Un camino empedrado.

Una sombra masiva se alzó ante mí, la cabeza con un gorro de dormir negro y rígido: la «Daliborka», la torre del hambre, donde antaño los hombres morían de hambre y de sed, mientras los reyes, abajo, en «La Fosa del Ciervo», se dedicaban a la caza.

Una callejuela estrecha y sinuosa con troneras, un corredor tortuoso apenas lo bastante ancho para dejar pasar los hombros, y de repente me encontré ante una hilera de casas apenas más altas que yo.

Estaba en la calle de los Hacedores de Oro, donde en la Edad Media los adeptos alquimistas calentaron la piedra filosofal y envenenaron los rayos de la luna.

De allí no había otra salida que el camino por el que había venido.

Pero ya no encontré el agujero en el muro por el que me había introducido… y di con una verja de madera.

No sirve de nada, tengo que despertar a alguien para que me muestre el camino, me dije. Qué extraño que una casa cierre aquí la calle… más grande que las demás y al parecer habitada. No puedo recordar haberla visto antes.

¿Habrá sido blanqueada para que luzca con tal luminosidad en la niebla?

Abro la verja y paso por una pequeña franja de jardín, presiono el rostro contra el cristal de la ventana… todo a oscuras. Llamo dando unos golpecitos en la ventana. Dentro se ve a un hombre viejísimo, con una vela encendida en la mano, que pasa por una puerta con un andar vacilante y senil hasta llegar al centro de la habitación, se detiene, vuelve lentamente la cabeza hacia las polvorientas retortas y matraces de alquimista en la pared, mira fijamente y pensativo las enormes telas de araña en las esquinas y por último dirige su mirada hacia mí.

Las sombras de sus pómulos recaen sobre las cuencas de los ojos de modo que parecen estar vacías, como las de una momia.

Al parecer no me ve.

Toco en el cristal.

No me oye. Sale de la habitación sin hacer ruido como un sonámbulo.

Espero en vano.

Llamo a la puerta principal: nadie abre…

No me quedó otro remedio que seguir buscando hasta encontrar por fin la salida de la calle.

Reflexioné si no sería mejor ir entre seres humanos. Con mis amigos Zwakh, Prokop y Vrieslander, al «Alten Ungelt», donde estarían con toda seguridad, ¿para acallar el anhelo devorador de los besos de Angelina por un par de horas? Me puse en camino sin pensarlo más.

Como un trébol de cadáveres se sentaban alrededor de la vieja y carcomida mesa. Los tres con pipas delgadas y blancas entre los dientes y la habitación llena de humo.

Apenas se podían distinguir sus rasgos, así las nubes de humo se tragaban la parca luz de la antigua lámpara de techo.

En la esquina la raquítica, monosilábica y apergaminada camarera con su eterna calceta, la mirada apagada y la amarilla nariz de pato.

Cortinas de color rojo mate colgaban ante las puertas cerradas, de modo que las voces de los clientes en la estancia contigua sólo penetraban como el rumor de un enjambre de abejas.

Vrieslander, con su sombrero en forma de cono con el ala recta en la cabeza, con su bigote, la tez broncínea y la cicatriz debajo del ojo, parecía un holandés ahogado de un siglo pasado.

Josua Prokop se había puesto un tenedor a través de sus rizos de músico, tamborileaba de manera incesante con sus dedos huesudos y espectralmente largos, y contemplaba admirado cómo Zwakh se esforzaba en colgar alrededor de la ventruda botella de aguardiente la pequeña capa púrpura de una marioneta.

—Será Babinski —me explicó Vrieslander con profunda seriedad—. ¿No sabe quién era Babinski? Zwakh, cuéntele a Pernath quién era Babinski.

—Babinski fue —comenzó enseguida Zwakh, sin dejar ni un segundo su trabajo— un famoso criminal de Praga. Ejerció muchos años su depravada profesión sin que nadie lo advirtiera. Pero poco a poco comenzó a llamar la atención en las mejores familias, que ora un miembro ora otro desapareciera durante la comida y ya no se le volviera a ver. Aunque al principio no se dijo nada, pues el asunto, en cierta manera, no dejaba de tener sus ventajas, ya que se necesitaba cocinar menos, sin embargo no se podía hacer caso omiso de que el prestigio en sociedad sufría por ello y uno podía ser objeto de rumores.

»En especial cuando se trataba de la desaparición sin dejar huella de hijas en edad casadera.

»Además, el propio respeto exigía que de cara al exterior se diera la importancia debida a la vida en familia.

»Los anuncios en los periódicos: “Regresa a casa, todo está perdonado” se incrementaban cada vez más… circunstancia que Babinski, imprudente como la mayoría de los asesinos de profesión, no incluyó en sus cálculos, y terminó por despertar la atención general.

»Babinski, que en el fondo poseía un carácter marcadamente idílico, se había construido con el tiempo, y gracias a su infatigable actividad, un hogar pequeño pero acogedor, en el encantador pueblecito Krtsch, cerca de Praga. Una casita brillante muy limpia y un jardincillo delante con geranios en flor.

»Como sus ingresos no le permitían aumentar sus posesiones, se vio obligado, para poder enterrar inadvertidamente a sus víctimas, a situar, en vez de un cuadro de flores —como a él le habría gustado—, un túmulo cubierto de césped, simple, pero adaptado a las circunstancias, que se podía ampliar cuando lo exigía el trabajo o la temporada.

»Sobre ese monumento solemne solía sentarse Babinski todas las tardes después de las fatigas y trabajos del día, bajo los rayos del sol crepuscular, y tocaba en la flauta toda índole de melancólicos aires.

—¡Alto! —le interrumpió Josua Prokop con brusquedad, sacó una llave de su bolsillo, se la puso en la boca como un clarinete y cantó: «Zinzerlim zambusla… de».

—¿Acaso estuvo allí para saber tan bien la melodía? —preguntó asombrado Vrieslander.

Prokop le arrojó una mirada maliciosa:

—No, Babinski vivió mucho antes. Pero yo, como compositor, puedo saber mejor que nadie qué fue lo que tocó. Usted no está capacitado para emitir ningún juicio: no tiene oído: zimzerlim… zambusla… busla deh.

Zwakh escuchó emocionado hasta que Prokop volvió a guardarse su llave y entonces continuó:

—El continuo crecimiento de la loma comenzó a despertar lentamente sospechas entre los vecinos, y a un policía del suburbio Zizkov, que por casualidad vio cómo Babinski estrangulaba a una anciana dama de la buena sociedad, le corresponde el mérito de haber puesto punto final, de una vez por todas, a la actividad egoísta del monstruo.

»Detuvieron a Babinski en su Tusculum.

»El tribunal, aceptando la circunstancia atenuante de su, por lo demás, buena reputación, le condenó a morir en la horca y encargó al mismo tiempo a la empresa Hermanos Leipen —Sogas en gros y en détail— suministrar los necesarios utensilios para la ejecución, en tanto que cayeran en el ámbito de su ramo, con el abono en cuenta de precios moderados al erario público contra factura.

»Ocurrió entonces que la soga se rompió y la pena de Babinski se conmutó a cadena perpetua.

»Veinte años expió el criminal tras los muros de San Pancracio, sin que de sus labios brotase un solo reproche; aún hoy el cuerpo de funcionarios del instituto no encuentra sino alabanzas sobre su modélico comportamiento, incluso se le permitió tocar la flauta en los cumpleaños de nuestro soberano.

Prokop buscó enseguida su llave, pero Zwakh se lo impidió.

—Como consecuencia de una amnistía general, Babinski fue puesto en libertad y obtuvo un puesto de portero en el convento de las «Hermanas de la Misericordia».

»El ligero trabajo de jardinería que había de realizar como complemento le resultaba fácil debido a la habilidad adquirida anteriormente en su ámbito de actuación en el empleo de la pala, de modo que le quedaba ocio para dedicarlo a una lectura provechosa y selecta.

»Los resultados fueron enormemente satisfactorios.

»Siempre que la abadesa le enviaba los sábados por la noche a la taberna para que se alegrara un poco su ánimo, regresaba puntualmente a casa al anochecer con la excusa de que la general degeneración moral le ponía triste, y que como había tanta chusma nocturna en la calle que la hacía insegura, lo más prudente para una persona pacífica era dirigirse a casa en el momento oportuno.

»Por aquel tiempo en Praga se había impuesto entre los cereros la mala costumbre de vender pequeñas figuras que cubrían con un abrigo rojo y que representaban al asesino Babinski.

»En ninguna de las familias afectadas faltaba una.

»Pero por lo común estaban en las tiendas bajo campanas de cristal y de nada se enojaba tanto Babinski como de ver una de esas figuras de cera.

»“Es indigno en grado sumo y testimonia una brutalidad incomparable el confrontar continuamente a un hombre con los errores de su juventud”, solía decir Babinski en esos casos, “y es de lamentar profundamente que la autoridad no haga nada para poner fin a este disparate”.

»Aun en el lecho de muerte se expresó en un sentido similar.

»No en vano, pues poco después la autoridad dispuso que se suspendiera el comercio con las enojosas estatuillas de Babinski.

Zwakh se tomó un buen trago de su vaso de aguardiente, y los tres sonrieron sarcásticamente como demonios, luego volvió la cabeza lentamente hacia la pálida camarera y yo vi cómo ella se limpiaba una lágrima.

—¿Y bien, usted no cuenta nada, apreciado colega y cortador de gemas, además de pagar una ronda en agradecimiento al goce artístico que se le ha procurado? —me preguntó Vrieslander tras una larga pausa de reflexión general.

Les conté mi caminata por la niebla.

Cuando en la descripción llegué al momento en que vi la casa blanca, los tres sacaron las pipas de sus bocas por la tensión, y cuando concluí, Prokop dio un puñetazo en la mesa y exclamó:

—¡Esto es pura…! Este Pernath experimenta en su propio cuerpo todas las leyendas que hay. A propósito, el Golem de hace poco, ya sabe… bueno, la cosa se ha aclarado.

—¿Cómo que aclarado? —pregunté perplejo.

—Ya conoce a ese loco, el mendigo judío, Haschile. ¿No? Pues bien, este Haschile era el Golem.

—¿El Golem un mendigo?

—Sí, señor, el mendigo era el Golem. Esta misma tarde el espectro se ha dado un paseo, muy satisfecho y a plena luz del día, por la calle Salniter con el famoso traje del siglo XVII, y se ha atrapado felizmente al bribón con un lazo para perros.

—¿Qué significa eso? ¡No entiendo nada! —me exasperé.

—¡Le digo que fue Haschile! Él había encontrado el traje en un portal. Por lo demás, y para volver al tema de la casa blanca, el asunto es muy interesante. Cuenta una vieja leyenda que en la calle de los Alquimistas hay una casa que sólo es visible con niebla, y eso únicamente a «los mimados de la fortuna». Se la llama el «muro del último farol». Quien va de día sólo ve una piedra grande y gris, por detrás hay un precipicio que da a la Fosa del Ciervo, y afortunadamente puede decir, Pernath, que no ha dado un paso más, pues habría caído indefectiblemente y se habría roto todos los huesos.

»Bajo la piedra, según se dice, hay un tesoro enorme, y debió ser depositada allí por la Orden de los “Hermanos Asiáticos” como primera piedra de una casa donde morará un hombre al final de los días —mejor dicho, un hermafrodita—, una criatura que es mitad hombre y mitad mujer. Y llevará en su escudo la imagen de una liebre… a propósito: la liebre era el símbolo de Osiris, y de ahí procede la costumbre de la liebre de Pascua.

»Se dice que hasta que llegue el momento, Matusalén en persona vigila el lugar, para que Satán no se lleve la piedra y engendre un hijo con la criatura: llamada Armilos. ¿No ha oído hablar nunca de ese Armilos? Se sabe hasta el aspecto que tendría… es decir, los viejos rabinos lo saben… si viniera al mundo: tendría el pelo como el oro, recogido en una cola, peinado a dos rayas, ojos en forma de hoz y brazos que llegan hasta los pies.

—Habría que dibujar a ese pisaverde —gruño Vrieslander y buscó un lapicero.

—Así pues, Pernath, si alguna vez tuviera la suerte de convertirse en un hermafrodita y, en passant, de encontrar el tesoro enterrado —concluyó Prokop—, no se olvide de que yo he sido siempre su mejor amigo.

Yo no tenía ganas de bromas y sentí un ligero dolor en el corazón.

Zwakh pareció haberlo notado, aunque no supiera el motivo, y vino en mi ayuda.

—En todo caso es muy extraño, casi siniestro, que Pernath haya tenido una visión precisamente en el lugar que está tan estrechamente ligado a una antigua leyenda. Éstas son relaciones de las que un hombre difícilmente se puede desprender cuando su alma posee la capacidad de ver formas que se reservan al sentido del tacto. No lo puedo evitar: ¡lo suprasensible es lo más atrayente! ¿Qué opináis?

Vrieslander y Prokop se habían puesto serios, y cada uno de nosotros consideró superflua una respuesta.

—¿Qué opina usted, Eulalia? —repitió la pregunta Zwakh, dándose la vuelta.

La vieja camarera se rascó la cabeza con la aguja de hacer punto, suspiró, se sonrojó y dijo:

—¡Váyanse ya! ¡Son peores que un dolor!

—Durante todo el día de hoy ha habido una extraña tensión en el ambiente —comenzó a hablar Vrieslander después de que se hubiera calmado nuestra explosión de hilaridad—, no he podido dar ni una pincelada. Todo el tiempo he tenido que pensar en Rosina, cómo bailaba con el frac.

—¿La han encontrado por fin? —pregunté.

—«Encontrado», eso es. ¡La policía de costumbres la ha convencido para una larga colaboración! Es posible que aquella vez en el «Loisitschek» le cayera bien al señor comisario. En todo caso ahora trabaja febrilmente y contribuye esencialmente al incremento del turismo en la judería. En poco tiempo se ha convertido en una mujer condenadamente fresca.

—Es asombroso lo que una mujer puede hacer de un hombre enamorado —se injirió Zwakh—. Para reunir el dinero necesario con el fin de salir con ella, el pobre de Jaromir de repente se ha convertido en artista. Va por las tabernas y recorta siluetas para los clientes que así se dejan retratar.

Prokop, que no había oído el final, chasqueó con la lengua y dijo:

—¿De verdad? ¿Tan guapa se ha puesto Rosina? ¿Le ha robado ya un beso, Vrieslander?

La camarera se levantó bruscamente y abandonó indignada la habitación.

—¡Una sopa de pollo, eso es lo que necesita! ¡Ataques de virtud! ¡Bah! —gruñó Prokop enojado tras ella.

—Qué quiere, se ha ido en el momento menos oportuno. Y además había terminado de bordar —apaciguó Zwakh.

El tabernero trajo más aguardiente y la conversación comenzó lentamente a adoptar un tono lujurioso. Demasiado lujurioso como para que no se me metiera en la sangre en el estado febril en que me encontraba.

Me resistí, pero cuanto más me refugiaba en mi interior, tanto más pensaba en Angelina y tanto más me zumbaban los oídos. Me despedí con bastante brusquedad.

La niebla se había transparentado, me rociaba el rostro con finos alfileres de hielo, pero aún era tan espesa como para no poder leer los nombres de las calles y me aparté algo de mi camino a casa.

Me había equivocado de calle y quería retroceder cuando oí que me llamaban:

—¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath!

Miré a mi alrededor, hacia arriba:

¡Nadie!

Un portal abierto, arriba un farol rojo, discreto y pequeño, bostezó hacia mí y creí percibir una silueta en el fondo del pasillo. Una vez más, en un susurro:

—¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath!

Entré, asombrado, en el portal, entonces unos brazos femeninos rodearon mi cuello y vi por un rayo de luz que salía de una puerta entornada que era Rosina la que se apretaba, ardiente, contra mí.