MAYO

A mi pregunta de qué fecha era —el sol brillaba con el mismo calor que en pleno verano, y el árbol mustio había sacado un par de yemas— el vigilante calló al principio, pero luego me susurró que estábamos a quince de mayo. En realidad no podía decirlo, pues estaba prohibido hablar con los presos… sobre todo se debía mantener en la oscuridad acerca de la fecha a aquellos que aún no habían confesado.

Ya llevaba tres meses en la cárcel, ¡y aún ninguna noticia del mundo exterior!

Cuando se hacía de noche llegaban lejanos tonos de un piano a través de la ventana enrejada, que ahora estaba abierta en los días cálidos.

Me dijo un presidiario que la hija del furriel tocaba abajo.

Soñaba con Miriam noche y día.

¿Cómo le iría?

A veces tenía la consoladora sensación de que mis pensamientos habían llegado hasta ella y estaban en su cama, mientras ella dormía, y ponían su mano aliviadora sobre su frente.

En momentos de desconsuelo, sin embargo, cuando se llevaban a interrogar a uno tras otro de mis compañeros de celda, y me quedaba solo, me estrangulaba un miedo sofocante de que ya hacía tiempo que estaba muerta.

Planteaba entonces preguntas al destino, de si seguía viva o no, si estaba enferma o sana, y el número de un puñado de pajas que saqué del jergón me tenía que decir la respuesta.

Y casi siempre «salía mal» y yo me revolvía en mi interior para lograr echar un vistazo en el futuro, intentaba engañar a mi alma, que me ocultaba el secreto, mediante la pregunta aparentemente distante de si aún vendría para mí un día en que pudiera estar de nuevo contento y reír.

En esos casos el oráculo siempre asentía y luego estaba feliz y alegre durante una hora.

Al igual que una planta crece inadvertida y echa flores, así había crecido en mí, lentamente, un amor profundo e incomprensible hacia Miriam, y no podía concebir cómo había podido estar sentado y haber hablado tantas veces con ella y no haberme dado cuenta ya entonces de ello.

El trémulo deseo de que también ella pensara en mí con los mismos sentimientos, se elevaba en esos instantes hasta la certeza, y cuando oía pasos en el corredor exterior, casi temía que me recogieran y pusieran en libertad, quedando así destruido mi sueño en la grosera realidad del mundo exterior.

Mi oído en el largo tiempo de encierro se había sensibilizado tanto que percibía el más mínimo ruido.

Todos los días, cuando anochecía, oía en la lejanía el ruido de un coche y me rompía la cabeza pensando quién podía estar en él.

Había algo extraño en el pensamiento de que había personas allá fuera que hacían y dejaban de hacer lo que querían… que se podían mover libremente y que se iban a un lado o a otro sin ni siquiera sentir por ello un indescriptible júbilo.

Era incapaz de imaginarme que alguna vez pudiera volver a ser tan feliz y pasear por las calles bajo el brillo del sol.

El día en el que había mantenido a Angelina entre mis brazos parecía pertenecer a una existencia ya lejana, lo recordaba con una ligera melancolía, como cuando se abre un libro y se encuentra en él una flor marchita que una vez llevó la mujer amada de los años juveniles.

¿Se seguirían sentando noche tras noche el viejo Zwakh y Prokop en el «Ungelt» y seguirían volviendo loca a la escuálida de Eulalia?

No, ya era mayo: el tiempo en que se iba por las provincias con su teatro de marionetas y representaba el caballero barbazul en las verdes praderas ante las puertas de las ciudades.

Estaba solo en la celda. A Vóssatka, el incendiario, mi único compañero desde hacía una semana, se lo habían llevado hacía un par de horas para presentarse ante el juez de instrucción.

Esta vez el interrogatorio duraba demasiado.

Ahí estaba. El cerrojo chirrió en la puerta. Y Vóssatka se precipitó en el interior con un semblante radiante, arrojó un hatillo en el jergón y comenzó a cambiarse de ropa todo lo deprisa que podía.

Tiró prenda tras prenda del traje de presidiario al suelo con una maldición.

—No han podido demostrar nada… esos canallas, ¡incendiario!, ¡pues sí, a mí con ésas! —y se llevó el dedo índice a su párpado inferior—. ¡Como si el negro Vóssatka fuera tonto! Dije que fue el viento y de ahí no me he movido… ¡que encierren al viento si pueden! Esta noche iré a Loisitschek —extendió los brazos y ejecutó una danza—, sólo una vez en la vida florece mayo —se encasquetó un sombrero rígido en la cabeza con una pluma jaspeada de azul de un arrendajo—. Sí, esto le interesará, señor conde, ¿no se ha enterado? ¡Un amigo, Loisa, se ha fugado! Lo he sabido abajo, por los maderos. Ya hace un mes. Buscó la salida hacia Uldimoh y se las piró —hizo un gesto con los dedos como si corrieran—, y que le echen un galgo…

«¡Ajá, la lima!», pensé yo, y sonreí.

—Prepárese también, señor conde —el incendiario me ofreció la mano con espíritu de camaradería—, pronto le sacarán también a usted. Y si no tiene dinero, pregunte en el Loisitschek por el negro Vóssatka. ¡Allí me conocen todas las mujeres! Hasta entonces, señor conde. Ha sido un placer.

Aún se encontraba en la puerta cuando el vigilante hizo entrar a otro preso. Al primer vistazo reconocí en él al tipo grosero con la gorra de soldado que una vez estuvo junto a mí cuando llovía bajo el portal de la calle Hahnpass. ¡Una alegre sorpresa! Tal vez supiera algo sobre Hillel y Zwakh y todos los demás. Quise comenzar enseguida a preguntarle, pero para mi asombro se llevó el dedo a la boca con un gesto enigmático y me indicó que debía mantenerme en silencio.

Sólo cuando cerraron la puerta desde fuera y se oyeron los pasos del vigilante por el corredor, cobró vida.

Sentí palpitaciones por la excitación.

¿Qué podía significar eso?

¿Me conocía, y, en ese caso, qué quería?

Lo primero que hizo fue sentarse y quitarse una bota.

Quitó con los dientes una clavija en el tacón y del espacio vacío que quedó al descubierto sacó una chapa de hierro doblada, retiró la suela del zapato, que al parecer sólo estaba fijada provisionalmente, y me dio las dos cosas con gesto de orgullo.

Todo lo hizo con gran rapidez y sin prestar atención a mis excitadas preguntas.

—¡Un saludo de parte de Charousek!

Estaba tan asombrado que no pude pronunciar una palabra.

—Tan sólo necesita coger la chapa y romper la suela, por la noche, o cuando nadie le pueda ver. Está hueca en el interior —me aclaró con gesto de superioridad—, dentro encontrará una carta de Charousek.

Desbordado de alegría abracé a aquel tipo y las lágrimas corrieron por mis mejillas.

Él se resistió suavemente y dijo con un tono de reproche:

—¡Debe contenerse mejor, señor von Pernath! No tenemos un minuto que perder. Pueden descubrir pronto que estoy en la celda equivocada. Franzl y yo hemos intercambiado los números.

Tuve que poner una cara bastante estúpida, pues él prosiguió:

—No importa si no lo entiende, ¡estoy aquí y eso basta!

—Pero dígame… dígame, señor… señor… —le interrumpí.

—Wenzel —me ayudó—, me llaman el bello Wenzel.

—Dígame, entonces, Wenzel, ¿qué hace el archivero Hillel y cómo está su hija?

—Para eso no tenemos tiempo —me interrumpió el bello Wenzel con impaciencia—. En un instante me pueden sacar de aquí. Estoy aquí porque he confesado un robo extra…

—¿Qué? ¿Ha cometido un robo por mi culpa para venir a mi celda, Wenzel? —pregunté estremecido.

El tipo sacudió, despectivo, la cabeza:

—Si realmente hubiese cometido un robo, no lo habría confesado. ¿Qué idea tiene de mí?

Comprendí lentamente: ese valiente había empleado su astucia para traerme a la cárcel una carta de Charousek.

—En primer lugar —y puso un gesto de extrema importancia— he de darle una clase de epilepsia.

—¿Cómo?

—¡De epilepsia! ¡Preste atención y que no se le escape nada! Primero tiene que producir saliva —él hinchó los carrillos y los movió de un lado a otro como alguien que se limpia la boca—, luego se echa espuma por los hocicos, digamos así —lo hizo con repugnante naturalidad—, luego uno hace girar los pulgares en el puño. Se ponen los ojos en blanco —bizqueó de manera espantosa— y a continuación, y esto es algo difícil, se lanzan gritos a media voz, así… bo… bo… bo y al mismo tiempo uno se deja caer.

Se tiró al suelo con tal fuerza que tembló la celda. Cuando se levantó, dijo:

—Así se imita una epilepsia natural, como el doctor Hulbert, a quien Dios tenga en su gloria, nos enseñó en el Batallón.

—Sí, sí, es una imitación perfecta —reconocí—, pero ¿de qué me sirve todo eso?

—¡Así le sacarán de la celda! —me aclaró el bello Wenzel—. ¡El doctor Rosenblatt es un criminal! Si uno ya no tiene cabeza, Rosenblatt sigue diciendo que está sano como una rosa. Tan sólo tiene respeto por la epilepsia. Si a uno le sale bien, le lleva a la enfermería, y desde allí escaparse es un juego de niños —habló en un tono misterioso—, los barrotes en la enfermería están limados y sólo fijados con un poco de barro. ¡Es un secreto del Batallón! Tan sólo necesita esperar un par de noches y prestar atención, tirarán una cuerda desde el tejado hasta la ventana, saque sin hacer ruido los barrotes para que nadie se despierte, introdúzcase en la cuerda hasta que quede por debajo de los brazos y nosotros le izaremos hasta el tejado. Luego le pasaremos al otro lado y le dejaremos en la calle, ¡y ya está!

—¿Por qué he de escaparme de la prisión? —objeté con timidez—, soy inocente.

—¡Ése no es ningún motivo para no fugarse! —me refutó el bello Wenzel y abrió desmesuradamente los ojos por el asombro.

Tuve que emplear toda mi elocuencia para quitarle de la cabeza ese temerario plan que, como él dijo, era el resultado de una decisión del Batallón.

Que yo renunciara al «don de Dios» y prefiriera esperar hasta que me liberaran, era algo incomprensible para él.

—De todas maneras se lo agradezco a usted y a sus camaradas de todo corazón —dije, emocionado, y le estreché la mano—. Cuando hayan pasado para mí los malos tiempos, lo primero que haré será recompensárselo.

—No es necesario —rechazó Wenzel amigablemente—. Si nos invita a unas cervezas, lo aceptaremos agradecidos, pero nada más. Pan Charousek, que es el tesorero del Batallón, nos ha contado qué gran benefactor en secreto es usted. ¿He de decirle algo de su parte cuando vuelva a salir en un par de días?

—Sí, por favor —se me ocurrió enseguida—, dígale que vaya a casa de Hillel y que le diga que tengo mucho miedo por la salud de su hija Miriam. Que el señor Hillel no la pierda de vista. ¿Se acordará del nombre? ¡Hillel!

—¿Hirel?

—No, Hillel.

—¿Hirrael?

—No, Hi-llel.

Wenzel casi se rompió la lengua al intentar pronunciar un nombre imposible para un checo, pero al final lo logró aunque fuera con salvajes muecas.

—Y aún una cosa más, que le pido encarecidamente a Charousek que se haga cargo, en la medida en que esté en su poder, de la noble dama, él ya sabrá a quién me refiero.

—¿Se refiere tal vez a la fulanita noble que tenía un lío con el Niemetz… el doctor Savioli? No, ésa se ha divorciado y se ha ido con el niño y el doctor Savioli.

—¿Lo sabe con seguridad?

Sentí cómo temblaba mi voz. Por mucho que me alegrara por Angelina, se me contrajo el corazón.

Cuántas preocupaciones había tenido por ella y ahora… me había olvidado.

Tal vez pensara que yo era en verdad un asesino.

Un sabor amargo se me subió a la garganta.

El tipo aquel pareció adivinar con la sensibilidad que es propia, extrañamente, de personas desamparadas en todas las cosas que giran en torno al amor, cómo me sentía y apartó la mirada con timidez sin responder.

—¿Sabe quizá cómo está la hija del señor Hillel, la señorita Miriam? ¿La conoce? —pregunté con el corazón oprimido.

—¿Miriam? ¿Miriam? —Wenzel reflexionó arrugando el entrecejo—. ¿Miriam? ¿No va a menudo por la noche a Loisitschek?

Tuve que sonreír.

—No, seguro que no.

—Entonces no la conozco —dijo Wenzel con sequedad.

Callamos durante un rato.

Tal vez había algo sobre ella en la carta.

—Que a Wassertrum se lo ha llevado el diablo lo sabrá ya, ¿no? —comenzó de repente Wenzel.

Di un respingo de espanto.

—¿No? —y Wenzel se llevó el dedo a la garganta—. ¡Muerto, muerto! Se lo digo, fue horrible. Tuvieron que romper la puerta, pues hacía varios días que no se dejaba ver, y yo, naturalmente, fui el primero en entrar, ¡cómo no! Y allí estaba sentado, Wassertrum, en un sillón sucio, el pecho lleno de sangre y los ojos como de cristal… ¿Sabe? Yo soy un tipo duro, pero en ese momento todo me dio vueltas, creí que me iba a desmayar. Tuve que decirme, Wenzel, no te pongas nervioso, sólo es un judío muerto. Tenía una lima clavada en la garganta y en la tienda todo estaba revuelto. Un asesinato con robo, naturalmente.

¡La lima! ¡La lima! Sentí cómo se me cortaba la respiración por el espanto. ¡La lima! ¡Así que al final había encontrado su camino!

—También sé quién fue —siguió Wenzel tras una pausa a media voz—, ningún otro que Loisa, el picado de viruela. Descubrí su navaja en el suelo de la tienda y me la guarde para que la policía no tuviera ninguna pista.

»Entró en la tienda por un corredor subterráneo… —interrumpió de repente sus palabras y escuchó un par de segundos con atención, luego se arrojó en el jergón y comenzó a roncar terriblemente.

En un instante sonó el cerrojo y el vigilante entró en la celda y me miró con actitud de sospecha.

Puse una cara apática y a Wenzel no había manera de despertarlo.

Sólo tras muchos pitidos se levantó bostezando y salió tambaleándose seguido por el vigilante.

Febril por la agitación abrí la carta de Charousek y leí:

12 de mayo

«¡Mi pobre y querido amigo y benefactor!

Semana tras semana he esperado a que por fin le pusieran en libertad… siempre en vano. He intentado hacer todo lo posible por reunir material para su descargo, pero no he encontrado nada.

Solicité al juez de instrucción que acelerarse el procedimiento, pero siempre me ha dicho que no podía hacer nada… que eso era cosa del fiscal y no suya, ¡chupatintas!

Pero precisamente ahora, hará eso de una hora, he logrado algo de lo que espero el mejor éxito: he sabido que Jaromir vendió a Wassertrum un reloj de oro que él encontró en la cama de Loisa tras su detención.

En “Loisitschek”, que, como sabe, es frecuentado por la policía, corre el rumor de que se había encontrado el reloj del supuestamente asesinado Zottmann —cuyo cadáver, por lo demás, aún no ha aparecido—, como corpus delicti, en la casa de usted. El resto me lo imaginé: ¡Wassertrum, etc.!

Busqué de inmediato a Jaromir y le di 1.000 florines».

Bajé la carta y lágrimas de alegría brotaron en mis ojos: sólo Angelina podía haber dado esa suma a Charousek. Ni Zwakh ni Prokop ni Vrieslander poseían tanto dinero. ¡Así que no me había olvidado! Seguí leyendo:

«1.000 florines y le he prometido otros 2.000 si él viene conmigo a la policía y confiesa haber cogido el reloj a su hermano y haberlo vendido.

Pero esto sólo puede ocurrir cuando esta carta esté en camino hacia usted a través de Wenzel. No hay tiempo para más.

Esté seguro: ocurrirá. Hoy mismo. Se lo garantizo.

No dudo ni un instante de que Loisa ha cometido el asesinato y que el reloj es el de Zottmann.

Pero si contra lo esperado no lo fuera… bueno, entonces Jaromir ya sabe lo que tiene que hacer: en todo caso asegurará que es el que se ha encontrado en su casa.

¡Así que resista y no desespere! Es muy posible que el día de su liberación esté ya muy cerca.

¿Si llegará el día en que podamos volver a vernos?

No lo sé.

Casi diría: no lo creo, pues me acerco vertiginosamente al final, y he de estar preparado para que no me sorprenda la última hora.

Pero esté seguro de una cosa: volveremos a vernos.

Aunque no sea en esta vida y tampoco como los muertos en la otra vida, sino en el día en que el tiempo se destruya… cuando, como se dice en la Biblia, el SEÑOR escupa de su boca a quienes fueron tibios, ni fríos ni calientes.

¡No se asombre de que hable así! Nunca he hablado con usted sobre estas cosas, y cuando una vez usted tocó el tema de la “Cábala”, eludí la conversación, pero… yo sé lo que sé.

Es posible que comprenda a qué me refiero, si no, borre, por favor, de su memoria lo dicho. Una vez, en mi delirio, creí ver un signo en su pecho. Puede ser que soñara despierto.

Suponga, si no me ha entendido, que he poseído ciertos conocimientos —¡internos!—, casi desde la niñez, que me han llevado por un extraño camino; conocimientos que no se cubren con aquello que enseña la medicina o que, gracias a Dios, aún no sabe, y que ojalá no sepa nunca.

Pero yo no me he dejado entontecer por la ciencia, cuya meta suprema es decorar una “sala de espera” que sería mejor destruir.

Pero basta de esto. Le contaré lo que ha sucedido entretanto:

A finales de abril Wassertrum llegó a una situación en que mi sugestión comenzó a hacer efecto.

Lo comprobé al verle gesticular continuamente en la calle y hablar en voz alta consigo mismo.

Algo así es el signo seguro de que los pensamientos de un hombre se rebelan para caer sobre su dueño.

Se compró entonces un libro de bolsillo y tomaba apuntes.

¡Escribía! ¡Escribía! ¡Para partirse de risa! Él escribía.

Y luego fue a un notario. Abajo ante la casa yo sabía muy bien lo que él estaba haciendo arriba:… hacía su testamento.

Cierto, no me había imaginado que me podía nombrar su heredero. Es probable que me hubiera acometido el baile de san Vito de placer si se me hubiera ocurrido.

Me nombró heredero porque soy el único en el mundo en quien podría remediar algo, como él creía. La conciencia le ha engañado.

Tal vez fuera también la esperanza de que le bendijese tras su muerte por su favor al verme de repente como millonario, y así compensar la maldición que tuvo que oír de mis labios en su habitación.

Así que mi sugestión ha tenido un triple efecto.

Es gracioso que él en secreto haya creído en una venganza en el más allá, mientras que toda su vida intentó convencerse con esfuerzo de lo contrario.

Pero así ocurre hasta con los más inteligentes: se comprueba en la furia demencial que los acomete cuando se les dice en la cara. Se sienten descubiertos. Desde el momento en que Wassertrum salió del notario ya no le perdí de vista.

Por la noche escuchaba en los tabiques de madera de su tienda, pues en cualquier momento podía tomar la decisión.

Creo que podría haber escuchado a través de muros el anhelado chasquido cuando sacara el tapón del frasco con el veneno.

Tal vez quedara sólo una hora y el trabajo de mi vida se habría consumado.

Pero entonces intervino un intruso y le asesinó. Con una lima.

Que le cuente Wenzel los detalles, me amargaría tenerlo que escribir.

Llámelo superstición, pero cuando vi que se había derramado sangre, que las cosas de la tienda estaban manchadas de ella, me pareció como si se me hubiese escapado su alma.

Algo en mi interior —un instinto sutil e infalible— me dice que no es lo mismo si un hombre muere por mano ajena o por la propia; que Wassertrum se hubiera llevado su sangre consigo a la tierra, ése habría sido el cumplimiento de mi misión. Ahora, al haber acontecido de una manera distinta, me siento como un paria, como un instrumento que no fue considerado digno en la mano de un ángel exterminador.

Pero no quiero rebelarme. Mi odio es de la índole que va más allá de la tumba, y aún tengo mi propia sangre que puedo derramar como quiera, para que siga paso a paso a la suya en el reino de las sombras.

Cada día, desde que han enterrado a Wassertrum, me siento al lado de su tumba en el cementerio hasta que la palabra interior que me habla se torna clara como una fuente. Nosotros, los hombres, somos impuros, y a menudo se necesita de un largo ayuno y de una larga vigilia para comprender el susurro de nuestra alma.

La semana pasada el juzgado me comunicó oficialmente que Wassertrum me había nombrado su heredero universal.

No es necesario que le asegure que no tocaré ni un céntimo, señor Pernath. Me guardaré mucho de procurarle un asidero en el “más allá”.

Subastaré las casas que le han pertenecido, quemaré los objetos que él ha tocado, y del dinero que resulte de todo ello le corresponderá a usted un tercio después de mi muerte.

Le veo dando un salto y protestando, pero puedo tranquilizarle, es su propiedad legal con intereses e intereses de los intereses. Hace tiempo que sé que Wassertrum, hace años, arruinó a su padre y a su familia, sólo ahora estoy en la situación de probarlo con documentos.

Un segundo tercio será repartido entre los miembros del Batallón que aún conocieron personalmente al doctor Hulbert. Quiero que cada uno de ellos sea rico y tenga acceso a la “buena sociedad” de Praga.

El último tercio pertenece en partes iguales a los siguientes siete asesinos del país que hayan de ser puestos en libertad por falta de pruebas.

Eso se lo debo a la opinión pública.

Esto sería todo.

Y ahora, mi muy querido amigo, adiós y recuerde a su sinceramente agradecido

Innozenz Charousek».

Dejé la carta profundamente emocionado.

No podía alegrarme por la noticia de mi pronta puesta en libertad.

¡Charousek! ¡Pobre hombre! Como un hermano se preocupó de mi destino. Y tan sólo porque una vez le di cien florines. ¡Si al menos pudiera estrecharle una vez más la mano!

Sentía que tenía razón; no llegaría el día.

Le veía ante mí: sus ojos trémulos, los hombros estrechos de tuberculoso, la amplia y noble frente.

Tal vez todo habría acontecido de manera distinta si una mano amiga hubiese intervenido a tiempo en esa vida marchita.

Volví a leer la carta.

¡Cuánto método había en la demencia de Charousek! ¿Acaso estaba realmente loco?

Me arrepentí de haber permitido siquiera ese pensamiento.

¿No decían lo suficiente sus alusiones? Era una persona como Hillel, como Miriam, como yo mismo; un hombre del que se ha apoderado su propia alma… que se aventuró por las abruptas gargantas y precipicios de la vida hacia un mundo de nieves eternas en una tierra no hollada.

Él, que durante toda su vida se había consagrado a un asesinato, ¿no estaba más puro que cualquiera de esos que van por ahí arrugando las narices y siguiendo los mandamientos aprendidos de memoria de un profeta desconocido y mítico?

Él cumplió el mandamiento que le dictaba un impulso irresistible, sin ni siquiera pensar en una «recompensa» ni aquí ni en el más allá.

Lo que él había hecho, ¿acaso era algo diferente al más piadoso cumplimiento del deber en el sentido más oculto de la palabra?

«Cobarde, taimado, ávido de sangre, enfermo, una naturaleza problemática, criminal»… podía oír el juicio de la muchedumbre sobre él al intentar iluminar su alma con sus ciegas lámparas de establo… esa muchedumbre babeante que nunca comprenderá que el venenoso cólquico es más bello y noble que la útil cebolleta.

Una vez más corrieron el cerrojo y oí que metían a un hombre en la celda. Ni siquiera me volví, tan impresionado me había dejado la carta. No contenía ni una sola palabra sobre Angelina, nada sobre Hillel. Charousek debía haber escrito con mucha prisa, la letra así lo delataba.

¿Me entregarían otra carta de él en secreto?

Tenía esperanzas en el día siguiente, en el paseo conjunto de los presos en el patio. Ése era el momento más fácil para que alguien del Batallón me pasara algo. Una voz baja me sacó de mis cavilaciones.

—¿Me permite presentarme, señor? Me llamo Laponder. Amadeus Laponder.

Me volví.

Un hombre pequeño, escuálido y aún bastante joven con ropa escogida, aunque sin sombrero, como todos los presos preventivos, se inclinó correctamente ante mí.

Estaba bien rasurado, como un actor, y sus ojos grandes, verdes y almendrados, tenían algo peculiar en sí, de modo que por más rectos que se dirigieran a mí, no parecían verme. En ellos había algo así como ausencia de mente. Murmuré mi nombre y me incliné. Quise volverme, pero no podía apartar la mirada del hombre, tan extraña era la impresión que me causaba con su sonrisa en forma de pagoda, que las comisuras ligeramente alzadas de sus labios imprimían continuamente a su rostro.

Su aspecto era muy parecido al de una estatua china de Buda de cuarzo rosado, con su piel lisa y transparente, la nariz delgada y de una femenina delicadeza.

«Amadeus Laponder. Amadeus Laponder», me repetí. «¿Qué delito habrá cometido?»