ATRÁS
Quienquiera que seas, por solo que estés,
el mundo se ofrece a tu fantasía
y te llama con el grito del ganso salvaje,
excitante y estridente,
que proclama una y otra vez tu sitio
en la familia de las cosas.
Mary Oliver, Wild Geese
Roxana volvió a cantar. Para los niños a los que el miedo a Pardillo impedía dormir. Y todo lo que Meggie había oído decir de su voz, era cierto. Hasta el árbol parecía escucharla con atención, los pájaros en sus ramas más distantes, los animales que moraban entre sus raíces y las estrellas en el cielo oscuro. Cuánto consuelo generaba la voz de Roxana, aunque sus cantos solían ser tristes, y Meggie percibía en cada palabra la nostalgia de Dedo Polvoriento.
Consuela oír hablar de nostalgia cuando ésta llena tu corazón hasta los topes. Una nostalgia de sueños libres de temores, de días despreocupados, de tierra firme bajo los pies, de un estómago lleno, de las calles de Umbra, con madres… y padres.
Meggie se sentaba muy arriba, delante del nido donde había escrito Fenoglio, y no sabía de quién preocuparse primero: si de Fenoglio, del Príncipe Negro, de Farid, que había seguido con Baptista al gigante, o de Doria, que había vuelto a descender, a pesar de que los bandidos se lo habían prohibido, para averiguar si Pardillo se había ido de verdad. Intentaba no pensar en sus padres, pero de pronto Roxana entonó la canción sobre Arrendajo que más le gustaba a Meggie, porque hablaba de cómo había estado prisionero con su hija en el Castillo de la Noche. Había canciones más heroicas, pero sólo ésta hablaba también de su padre, y Meggie lo echaba de menos. «Mo», le habría gustado decir apoyando la cabeza en su hombro, «¿crees que ese gigante entregará a Fenoglio a sus hijos? ¿Crees que pisoteará a Farid y a Baptista si intentan salvar al Príncipe? ¿Crees que se puede amar de corazón a dos chicos? ¿Has visto a Resa? ¿Cómo estás, Mo, qué tal te encuentras?».
—¿Ha matado ya Arrendajo a Cabeza de Víbora? —había preguntado el día anterior uno de los niños a Elinor—. ¿Vendrá pronto a salvarnos de Pardillo?
—Seguro —había contestado Elinor lanzando al mismo tiempo una mirada rápida a Meggie. Seguro…
—El chico aún no ha regresado —oyó que Espantaelfos decía a Pata de Palo, debajo de ella—. ¿Quieres que me entere de dónde se encuentra?
—¿Para qué? —contestó Pata de Palo en voz baja—. Si puede volver, lo hará. De lo contrario es que lo han apresado. Estoy seguro de que están en algún lugar ahí abajo. Confío en que Baptista tenga cuidado con ellos cuando regrese.
—¿Cómo va a tener cuidado? —preguntó a su vez Espantaelfos, riendo malhumorado—. Tiene a su espalda al gigante, a Pardillo frente a él y el Príncipe seguramente ha muerto. Pronto entonaremos nuestra última canción y no sonará ni la mitad de bonita que la que canta Roxana.
Meggie ocultó el rostro entre los brazos. «No pienses, Meggie. Sencillamente, no pienses. Atiende a Roxana. Sueña que todo se arregla. Que todos, Mo, Resa, Fenoglio, el Príncipe Negro, Farid… y Doria retornan sanos y salvos. ¿Qué solía hacer Pardillo con los prisioneros? No, Meggie, no pienses, no preguntes.»
Subieron voces de abajo. Se inclinó hacia delante e intentó distinguir algo en la oscuridad. ¿No era la voz de Baptista? Vio fuego, apenas una llamita, aunque muy luminosa. ¡Allí estaba Fenoglio! Y a su lado el Príncipe Negro, sobre unas parihuelas.
—¿Farid? —gritó.
—Silencio —siseó Espantaelfos, y Meggie se tapó la boca con la mano. Los bandidos bajaron cuerdas y una red para el Príncipe.
—¡Deprisa, Baptista! —la voz de Roxana sonaba tan distinta cuando no cantaba—. ¡Que vienen!
No necesitó añadir nada más. Los caballos resollaron entre los árboles, las ramas se partieron bajo numerosas botas. Los bandidos lanzaron más cuerdas y algunos se deslizaron por el tronco. Las flechas llovieron desde la oscuridad. Los hombres surgieron de entre los árboles, pululando como escarabajos plateados.
—Ya lo veréis, están esperando a que regrese Baptista. ¡Con el Príncipe!
¿No se lo había dicho así Doria? ¿No había vuelto a descender por eso? Y no había regresado.
Farid hizo llamear el fuego. Él y Baptista se situaron delante del Príncipe Negro, protegiéndolo. El oso también estaba con él.
—¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando otra vez? —Elinor se arrodilló junto a Meggie, el pelo revuelto, como si se hubiera atemorizado—. Me he quedado dormida. No me cabe en la cabeza.
Meggie no contestó. ¿Qué podía hacer? Se levantó y, manteniendo el equilibrio, se acercó hasta la bifurcación de la rama sobre la que Roxana y las demás mujeres se arrodillaban. Sólo dos de los bandidos las acompañaban. Todos los demás descendían ya por el tronco, pero el tronco era alto, muy alto, y desde abajo llovían las flechas. Dos hombres se precipitaron al abismo, gritando, y las mujeres taparon los ojos y los oídos a los niños.
—¿Dónde está? —Elinor se inclinó tanto hacia delante que Roxana la hizo retroceder sin contemplaciones—. ¿Dónde está? —gritó de nuevo—. Respóndeme de una vez. ¿Vive todavía ese viejo loco?
Fenoglio las miraba desde abajo, como si hubiera escuchado su voz, el rostro arrugado y medroso, mientras los hombres luchaban a su alrededor. Un muerto cayó a sus pies y él tomó su espada.
—¡Pero mira eso! —gritó Elinor—. ¿Qué se figura? ¿Que puede jugar al héroe en una de sus malditas historias?
«Tengo que bajar», pensó Meggie, «ayudar a Farid y buscar a Doria». ¿Dónde estaría? ¿Yacería muerto en algún lugar entre los árboles? «No, Meggie. Fenoglio escribió sobre él cosas maravillosas. No puede estar muerto.» A pesar de todo, corrió hacia las cuerdas, pero Espantaelfos la detuvo.
—¡Arriba ahora mismo! —le espetó con tono brusco—. Todas las mujeres y niños, arriba, lo más arriba que podáis.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vamos a hacer a tanta altura? —le bufó Elinor—. ¿Esperar a que nos hagan caer?
No hubo respuesta a esa pregunta.
—¡Tienen al Príncipe! —la voz de Minerva revelaba tal desesperación que todos se volvieron. Algunas mujeres empezaron a sollozar. Sí, tenían al Príncipe Negro. Lo sacaron fuera de las parihuelas en las que yacía. El oso permanecía inmóvil a su lado, una flecha clavada en su pelaje. Baptista había sido hecho prisionero. ¿Dónde estaba Farid?
Donde estaba el fuego.
Farid lo dejó morder y arder, pero Pájaro Tiznado también estaba presente, su rostro seco una mancha clara sobre las ropas rojas y negras. El fuego devoraba al fuego, las llamas lamieron el tronco ascendiendo por él. Unos árboles más pequeños ya se habían incendiado. Los niños lloraban tan fuerte que te partían el corazón.
«Ay, Fenoglio», pensó Meggie, «no tenemos suerte con nuestros salvadores. Primero Cósimo y ahora el gigante».
El gigante.
Su rostro apareció bruscamente entre los árboles, como si esa palabra lo hubiera convocado. Su piel se había teñido de la oscuridad de la noche, y en la frente se reflejaban las estrellas. Apagó de un pisotón el fuego que incendiaba las raíces del árbol de los nidos. El otro erró a Farid y a Pájaro Tiznado por tan poco que Meggie oyó resonar en sus oídos su propio grito.
—¡Sí, sí, ha vuelto! —oyó gritar a Fenoglio. Tropezó contra los enormes pies y trepó a uno de los dedos gordos como si fuese un bote salvavidas.
Pero el gigante alzó la mirada hacia los niños que lloraban, como si buscase algo que no acertaba a encontrar.
Los hombres de Pardillo dejaron atrás a sus prisioneros y echaron a correr como conejos, encabezados por su señor que montaba un caballo blanco como la nieve. Sólo Pájaro Tiznado se quedó parado con un grupito y dirigió su fuego hacia el gigante. Este miró las llamas aturullado y retrocedió tropezando cuando éstas le mordieron los dedos de los pies.
—¡No, por favor! —gritó Meggie—. Por favor, no vuelvas a irte. ¡Ayúdanos!
De repente Farid apareció sobre el hombro del gigante e hizo llover copos de fuego en la noche que se depositaron sobre las ropas de Pájaro Tiznado y sus hombres como bardanas ardientes, hasta que éstos se tiraron al suelo del bosque revolcándose sobre la hojarasca. El gigante lanzó a Farid una mirada de asombro, lo tomó de su hombro como si fuera una mariposa y se lo colocó sobre la mano levantada. Qué grandes eran sus dedos. Qué terroríficamente grandes. Y qué pequeño parecía Farid entre ellos.
Pájaro Tiznado y sus hombres seguían sacudiéndose sus ropas en llamas. El gigante los contemplaba irritado desde arriba. Se frotó un oído, como si le dolieran sus gritos, cerró la mano alrededor de Farid como si fuera un precioso botín, y con la otra barrió a los hombres vociferantes hacia el bosque, igual que el niño pequeño que se quita una araña de la ropa. A continuación acercó de nuevo la mano al oído y alzó la vista hacia el árbol, buscando, como si de repente hubiera recordado los motivos de su regreso.
—¡Roxana! —era la voz de Darius la que Meggie oyó resonar por el árbol, vacilante y decidida a la vez—. ¡Roxana, creo que ha vuelto por tu causa! ¡Canta!