PLATA ESCRITA

Y al gozar, ante todo, con las cosas umbrías, cuando en la habitación, con la persiana echada, alta, azul, aunque llena de ásperas humedades, leía su novela mil veces meditada, cargada de ocres cielos y bosques sumergidos, y de flores de carne que hacia el cielo se abrían, ¡vértigos y derrubios, fracaso y compasión!

Arthur Rimbaud, Los poetas de siete años

Como es natural, Orfeo no cavaba en persona, sino que, vestido con elegante atuendo, observaba cómo sudaba Farid. Ya le había mandado cavar en dos sitios, y el agujero en el que Farid se afanaba con la pala era tan hondo que le llegaba al pecho. La tierra estaba húmeda y pesada. Durante los últimos días había llovido en abundancia, y la laya que había conseguido Montaña de Carne no servía para nada. Además, por encima de Farid colgaba el ahorcado. El viento frío lo mecía de acá para allá en su soga podrida. ¿Qué pasaría si se caía y lo enterraba bajo sus huesos hediondos?

En la horca de la derecha se balanceaban otras tres tristes figuras. Al nuevo gobernador le gustaban los ahorcamientos. Decían que Pardillo se hacía confeccionar pelucas con el pelo de los ajusticiados… y las viudas en Umbra susurraban que por ese motivo también había tenido que colgar a alguna que otra mujer…

—¿Pero cuánto tiempo vas a necesitar todavía? ¡Que ya clarea! ¡Vamos, cava más deprisa! —rugió Orfeo enfurecido, chutando hacia la fosa uno de los un cráneos que yacían como frutas horripilantes debajo de la horca.

En efecto, alboreaba. Maldito Cabeza de Queso. ¡Le había obligado a cavar casi toda la noche! Ay, ojalá pudiera retorcerle el pescuezo.

—¿Más deprisa? ¡Entonces, para variar, haz que maneje la pala tu refinado guardián! —le gritó Farid—. De ese modo sus músculos al menos valdrían para algo.

Montaña de Carne cruzó sus musculosos brazos y dirigió una sonrisa despectiva hacia abajo. Orfeo había encontrado al gigante en el mercado. Se dedicaba a sujetar a los clientes de un barbero mientras éste sacaba muelas inflamadas.

—¡Qué cosas dices! —se había limitado a contestar Orfeo, altanero, cuando Farid le había preguntado para qué necesitaba otro criado más—. Hasta los traperos de Umbra tienen un guardaespaldas debido a la chusma que ronda por las calles. ¡Y yo soy bastante más rico que ellos!

En eso seguramente tenía razón… y como Orfeo pagaba mejor que el barbero y a Montaña de Carne le dolían los oídos de los alaridos de los atormentados, se marchó con él sin decir palabra. Se llamaba Oss, un nombre muy corto para un tipo tan grande, pero adecuado para alguien que hablaba tan raramente que al principio Farid habría jurado que esa fea boca carecía de lengua. En cambio, esa boca comía en abundancia, y cada vez con más frecuencia Montaña de Carne se zampaba sin la menor dilación lo que las criadas de Orfeo servían a Farid. Al principio éste se quejó, pero después de que Oss le hubiera acechado en la escalera del sótano, prefería acostarse con el estómago gruñendo o robar algo en el mercado. Sí, Montaña de Carne sólo había hecho más desconsoladora la vida al servicio de Orfeo. Un puñado de vidrios rotos metidos en el jergón de paja de Farid, una zancadilla al final de una escalera, un repentino y fuerte tirón de pelo… Con Oss siempre había que estar en guardia. Con él sólo estabas tranquilo por la noche, cuando dormía, sumiso como un perro, delante de la alcoba de Orfeo.

—Los guardaespaldas no cavan —explicó Orfeo con voz aburrida mientras caminaba impaciente entre los agujeros abiertos—. Y si continúas remoloneando así, necesitaremos urgentemente un guardaespaldas. Dos cazadores furtivos serán conducidos hasta aquí antes de mediodía para ser ahorcados.

—¿Lo ves? Si es lo que siempre te digo: ¡encontremos los tesoros simplemente detrás de tu casa! —el Monte de los Ahorcados, cementerios, granjas quemadas… a Orfeo le gustaban los lugares que estremecían a Farid. No, a Cabeza de Queso ciertamente no le asustaban los fantasmas, justo es reconocerlo. Farid se limpió el sudor de los ojos—. Al menos podrías describir con más exactitud bajo qué maldita horca está el tesoro. ¿Por qué demonios tiene que estar enterrado tan hondo?

—¡No tan hondo! ¡Detrás de mi casa! —Orfeo frunció los labios, blandos como los de una joven, con gesto desdeñoso—. ¡Qué original! ¿Es que eso suena como si pegara con esta historia? Ni siquiera Fenoglio incurriría en semejante disparate. Mas ¿para qué te lo explicaré una vez y otra? De todos modos no lo entiendes.

—Conque no, ¿eh? —Farid hundió la pala tan hondo en la tierra húmeda que se quedó encajada—. Una cosa comprendo y muy bien: que tú te traes con la escritura un tesoro tras otro, dándotelas de acaudalado comerciante y rondas a todas las criadas de Umbra, mientras Dedo Polvoriento sigue yaciendo entre los muertos.

Farid notó como se le saltaban las lágrimas. El dolor seguía tan reciente como la noche en la que Dedo Polvoriento murió por él. ¡Ojalá hubiera podido olvidar su rostro rígido! Si pudiera recordarle como había sido en vida, pero siempre lo veía yaciendo en la mina en ruinas, tan frío, tan yerto, el corazón helado.

—¡Ya estoy harto de desempeñar el papel de criado! —vociferó en dirección a Orfeo. En su furia hasta se olvidó de los ahorcados, a los que seguramente no les complacía que gritasen en el lugar de su muerte—. Además, tampoco has cumplido tu parte del trato. Te has instalado en este mundo como un gusano en el tocino, en lugar de traerlo de vuelta de una vez. ¡Lo has enterrado igual que a todos los demás! Fenoglio tiene razón: eres tan útil como una vejiga de cerdo perfumada. Pienso decirle a Meggie que te envíe de regreso. ¡Y lo hará, ya lo verás!

Oss miró interrogante a Orfeo. Sus ojos suplicaban permiso para agarrar a Farid y molerlo a golpes, pero Orfeo no le prestaba atención.

—¡Ah, ya estamos otra vez con esa cantinela! —se limitó a decir con voz contenida—. La increíble, la insuperable Meggie, hija de un padre no menos fabuloso que ahora atiende por el nombre de un pájaro y se oculta en el bosque con una banda de ladrones piojosos, mientras juglares harapientos componen una canción tras otra sobre él.

Orfeo se enderezó las gafas y alzó la vista al cielo, como si pretendiera quejarse de tantos honores inmerecidos. Le gustaba el apodo que le habían aportado las gafas: Cuatrojos. En Umbra lo susurraban con aversión y miedo, pero eso le gustaba aún más a Orfeo. Además, las gafas eran la prueba de que todas las mentiras que contaba sobre sus propios orígenes eran la pura verdad: que venía del otro lado del mar, de un país lejano cuyos monarcas tenían todos ojos dobles, lo que los capacitaba para leer los pensamientos de sus súbditos; que era el hijo bastardo del rey de allí y se había visto obligado a huir de su propio hermano después de que la esposa de éste se hubiera inflamado en amor imperecedero por él.

—¡Por el dios de los libros! ¡Qué historia tan paupérrima! —había exclamado Fenoglio cuando Farid se la refirió a los hijos de Minerva—. Menudo cursi y untuoso está hecho ese tipo. No alberga ni una idea original en su sesera pegajosa. Sólo sabe hacer chapuzas con las ocurrencias ajenas.

Pero Fenoglio pasaba los días y las noches compadeciéndose a sí mismo, mientras Orfeo trabajaba con absoluta tranquilidad en imprimir carácter a esta historia, una historia que parecía conocer mejor que su propio creador.

—¿Sabes lo que uno desea cuando le gusta tanto un libro que lo lee una y otra vez? —le había preguntado a Farid la primera vez que se encontraron ante la puerta de la ciudad de Umbra—. No, claro que no. ¿Cómo ibas a saberlo? Seguro que un libro sólo te recuerda que en las noches frías arde bien. A pesar de todo te revelaré la respuesta. Uno quiere tomar parte en el juego, ¿qué si no? Aunque sin duda no como el pobre poeta de corte. Ese papel se lo cedo de buen grado a Fenoglio… ¡aunque él mismo desempeña un personaje lamentable!

A la tercera noche, Orfeo se puso a trabajar en una posada mugrienta próxima a la muralla de la ciudad. Había ordenado a Farid que robase para él vino y una vela, había sacado de debajo de la capa un sucio trozo de papel y un buril… y el libro, el libro tres veces maldito. Sus dedos recorrieron las páginas cual urracas en busca de objetos brillantes, espigando palabras. Y Farid había sido tan tonto como para creer que las palabras con las que Orfeo llenaba tan afanosamente la hoja de papel sanarían el dolor de su corazón y traerían de regreso a Dedo Polvoriento.

Orfeo, empero, tenía en mente algo muy distinto. Había mandado marcharse a Farid antes de leer en voz alta lo que había escrito, y antes de las primeras luces del alba obligó a Farid a excavar la tierra de Umbra y sacar el primer tesoro, en el cementerio, justo detrás del hospital de incurables. Orfeo se alegró como un niño al ver las monedas. Farid, sin embargo, clavaba la vista en las tumbas mientras saboreaba sus propias lágrimas.

Con la plata Orfeo adquirió ropas nuevas, contrató a dos sirvientas y una cocinera y compró la espléndida casa de un comerciante en sedas. El anterior propietario se había marchado a buscar a sus hijos, que se habían ido con Cósimo al Bosque Interminable y no habían regresado jamás.

Orfeo también se hacía pasar por comerciante, un comerciante de deseos raros, y muy pronto llegó a oídos de Pardillo que el extranjero de fino pelo rubio y piel pálida como la de los príncipes era capaz de conseguir cosas insólitas: duendes moteados, hadas de colores como las mariposas, joyas hechas con alas de elfos de fuego, cinturones guarnecidos con escamas de ondinas, caballos píos dorados para carrozas principescas y otras criaturas que hasta entonces en Umbra sólo se conocían por los cuentos. El libro de Fenoglio encerraba las palabras correctas para muchas cosas. Orfeo sólo tenía que someterlas a distintas combinaciones. De vez en cuando lo que él creaba, moría, o se revelaba demasiado mordedor (Montaña de Carne solía llevar las manos vendadas), pero eso a Orfeo le traía sin cuidado. ¿Qué le importaba a él que en el bosque murieran de hambre unas docenas de elfos de fuego porque de repente les faltasen las alas, o que una mañana flotasen muertas en el río un puñado de ondinas sin escamas? El extraía los hilos del delicado entramado que había hilado el anciano para tejer sus propios dibujos, los colocaba cual remiendos de colores en el gran tapiz de Fenoglio y se enriquecía con lo que su voz hacía surgir de las letras de otro.

Maldito sea. Mil veces maldito. Ya era suficiente.

—¡No haré nada más para ti! ¡Nada en absoluto! —Farid se limpió de las manos la tierra mojada por la lluvia e intentó salir del agujero, pero, a una señal de Orfeo, Oss lo hizo retroceder de un empujón.

—¡Cava! —gruñó.

—¡Cava tú! —Farid temblaba con la camisa empapada de sudor, no habría sabido decir si de frío o de furia—. ¡Tu fino señor es un estafador! Lo metieron una vez en la cárcel por sus mentiras y volverán a encerrarlo de nuevo.

Orfeo entornó los ojos. No le gustaba ni pizca que se hablase de ese capítulo de su vida.

—Apuesto a que eras uno de esos que con mentiras sacan el dinero del bolsillo a las ancianas. Y aquí te hinchas igual que una rana sólo porque de repente tus mentiras se tornan verdaderas, engatusas al cuñado de Cabeza de Víbora y te consideras más listo que nadie. Pero ¿qué sabes hacer, eh? Traer con la escritura a hadas que parecen haber caído en una tina de tintorero, cajas llenas de tesoros, joyas para Pardillo hechas de alas de elfo. Pero no sabes hacer aquello para lo que te trajimos. Dedo Polvoriento está muerto. Muerto. ¡Todavía está muerto!

Y las malditas lágrimas retornaron. Farid se las limpió con sus dedos sucios mientras Montaña de Carne le dirigía desde arriba la mirada inexpresiva del que no entiende ni una palabra. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Qué sabía Oss de las palabras que robaba Orfeo, qué sabía del libro y de la voz de Orfeo?

—¡Nadie-me-ha traído! —Orfeo se inclinó sobre el borde de la fosa como si quisiera escupir sus palabras al rostro de Farid—. Y desde luego no tengo por qué escuchar peroratas sobre Dedo Polvoriento de aquel que le acarreó la muerte. Yo ya conocía su nombre cuando tú aún no habías nacido, y lo traeré de vuelta, aunque tú lo hayas alejado de esta historia de una forma tan concienzuda… El cómo y el cuándo es una decisión exclusivamente mía. Y ahora, cava. ¿O piensas acaso, dechado de sabiduría árabe —Farid creyó percibir que las palabras lo cortaban en finas rodajas—, que escribiré más si ya no puedo pagar a mis criadas y me lavo personalmente la ropa en el futuro?

Maldito, maldito sea. Farid agachó la cabeza para que Orfeo no captase sus lágrimas. De aquel que le acarreó la muerte.

—Dime por qué pago continuamente a los juglares con mi hermosa plata sus deplorables canciones. ¿Porque he olvidado a Dedo Polvoriento? No. ¡Porque tú todavía no has conseguido averiguar para mí cómo y dónde se puede hablar en este mundo con las Mujeres Blancas! Así que sigo escuchando canciones detestables, me planto junto a mendigos agonizantes y soborno a las curanderas de los hospitales de incurables para que me avisen cuando alguien está al borde de la muerte. Como es lógico, sería mucho más fácil si tú supieras llamar a las Mujeres Blancas con el fuego igual que tu maestro, pero eso ya lo hemos intentado con harta frecuencia sin ningún éxito, ¿verdad? Si al menos te visitasen, como por lo visto gustan hacer con aquellos a los que han rozado una vez. ¡Pero, no! Tampoco la sangre fresca de gallina que coloqué delante de la puerta sirvió de nada, ni los huesos infantiles que compré a un sepulturero por una bolsa de plata, sólo porque los centinelas que montan guardia ante la puerta de la ciudad te contaron que eso atraería en el acto a una docena de Mujeres Blancas.

Sí. Sí. Farid quería taparse los oídos con las manos. Orfeo tenía razón. Lo habían intentado todo. Pero las Mujeres Blancas sencillamente no aparecían, y ¿quién si no podía revelar a Orfeo cómo rescatar de la muerte a Dedo Polvoriento?

En silencio, Farid sacó la laya de la tierra y reanudó la tarea de cavar.

Tenía ampollas en las manos cuando al fin topó con madera. El arca que arrastró fuera de la tierra no era demasiado grande, pero, igual que la última, estaba repleta hasta los bordes de monedas de plata. Farid había espiado cómo Orfeo la había traído con la lectura: «Debajo de la horca de la Colina Tenebrosa, mucho antes de que el Príncipe Mantecoso hiciera talar allí los robles para el ataúd de su hijo, una banda de salteadores de caminos había enterrado un cofre lleno de plata. Después se pelearon y se mataron entre sí, pero la plata seguía allí, dentro de la tierra sobre la que se blanqueaban sus huesos».

La madera del cofre estaba podrida y, al igual que en el caso de otros tesoros desenterrados, Farid se preguntó si la plata no habría estado ya debajo de la horca antes de que Orfeo escribiese esas palabras. Ante tales preguntas, Cabeza de Queso se limitaba a sonreír dándoselas de sabihondo, pero Farid dudaba que conociese la verdadera la respuesta.

—¿Lo ves? ¿Quién lo dice, pues? Esto debería bastar para el próximo mes.

La sonrisa de Orfeo era tan pagada de sí misma, que a Farid le habría encantado borrársela de la cara con una paletada de tierra. ¡Para un mes! Con la plata que él y Montaña de Carne guardaban en bolsas de cuero se habría podido llenar durante meses la barriga hambrienta de todos los habitantes de Umbra.

—¿Cuánto tiempo durará eso? Seguramente el verdugo ya estará de camino hacia aquí con comida fresca para la horca —cuando Orfeo estaba nervioso, su voz no impresionaba demasiado.

Farid, sin decir palabra, cerró con una cuerda otra bolsa llena a reventar, empujó con el pie de nuevo hacia la fosa el arca vacía y lanzó una última mirada al ahorcado. La Colina Tenebrosa ya había sido antaño un patíbulo, pero sólo Pardillo la había declarado de nuevo escenario principal de ejecución. El hedor de los cadáveres ascendía con demasiada frecuencia hasta el castillo desde las horcas situadas ante la puerta de la ciudad, y ese aroma desentonaba de los exquisitos manjares que tomaba allí el cuñado de Cabeza de Víbora mientras Umbra pasaba hambre.

—¿Has conseguido juglares para esta tarde?

Farid se limitó a asentir con la cabeza mientras acarreaba las pesadas bolsas tras Orfeo.

—¡La verdad es que el de ayer era un prodigio de fealdad! —Orfeo hizo que Oss le ayudara a montar a caballo—. ¡Igual que un espantapájaros que hubiera despertado a la vida! Y lo que brotaba de su boca casi desdentada era lo habitual: hermosa princesa ama a pobre juglar, lalalala, bello príncipe se enamora de campesina, lalalalí… Ni una palabra útil sobre las Mujeres Blancas.

Farid escuchaba a medias. Ya no tenía en buen concepto a los juglares, desde que la mayoría de ellos cantaban y bailaban para Pardillo y habían abjurado del Príncipe Negro como rey porque luchaba con excesiva franqueza contra los invasores.

—Sin embargo —prosiguió Orfeo—, el espantapájaros conocía un par de nuevas canciones sobre Arrendajo. Me costó bastante sacárselas, y las cantó tan quedo como si Pardillo en persona estuviera debajo de mi ventana, pero había una que no había oído nunca. ¿Sigues estando seguro de que Fenoglio no ha vuelto a escribir?

—Completamente.

Farid se colgó su mochila y silbó entre dientes, como acostumbraba a hacer Dedo Polvoriento. Furtivo salió disparado de detrás de una de las horcas con un ratón muerto en el hocico. Sólo la marta más joven se había quedado con Farid. Gwin estaba con Roxana, como si quisiera permanecer en el lugar al que Dedo Polvoriento regresaría lo antes posible si la muerte lo soltaba de entre sus pálidos dedos.

—¿Y por qué estás tan seguro? —Orfeo torció el gesto, asqueado, cuando Furtivo saltó sobre los hombros de Farid y desapareció dentro de su mochila. Cabeza de Queso detestaba a la marta, pero la toleraba, seguramente porque un día había pertenecido a Dedo Polvoriento.

—El hombre de cristal de Fenoglio asegura que ya no escribe, y el lo sabrá, digo yo.

Cuarzo Rosa se lamentaba sin cesar de lo penosa que se había tornado su existencia desde que Fenoglio ya no vivía en el castillo, sino en el desván de Minerva; también Farid maldecía la empinada escalera de madera cada vez que Orfeo lo enviaba a ver a Fenoglio para preguntarle: ¿Qué países están al sur del mar que limita con el reino de Cabeza de Víbora? El príncipe que reina al norte de Umbra, ¿es pariente de la mujer de Cabeza de Víbora? ¿En qué lugar exacto moran los gigantes, o acaso se han extinguido? Los peces voraces de los ríos ¿también comen ondinas?

A veces, Fenoglio ni siquiera dejaba pasar a Farid, después de que éste se hubiera molestado en subir con esfuerzo los escalones, pero otras había bebido tanto que se encontraba con un ánimo parlanchín. Esos días el viejo le suministraba tal caudal de datos que a Farid le zumbaba la cabeza al regresar a casa de Orfeo, que encima volvía a interrogarlo. Era enloquecedor. Pero cada vez que los dos intentaban hablar directamente entre ellos, empezaban a discutir al cabo de pocos minutos.

—Bien, muy bien. ¡Que el viejo vuelva a preferir las palabras al vino complicará las cosas! Sus últimas ideas ya provocaron un funesto embrollo —Orfeo empuñó las riendas y miró al cielo. Tenía pinta de ser otro día lluvioso, gris y triste como los rostros en Umbra—. ¡Bandidos que llevan máscaras, libros de la inmortalidad, un príncipe que regresa de entre los muertos! —meneando la cabeza dirigió su montura al sendero que conducía a Umbra—. Quién sabe lo que se le habría ocurrido además. No, que Fenoglio se beba tranquilamente la poca cordura que le queda. Yo me ocuparé de su historia. La entiendo mucho mejor que él.

Farid volvía a no prestar atención mientras sacaba a su burro fuera de los matorrales. Que Cabeza de Queso hablara cuanto se le antojase. A él le daba igual quién de los dos escribiese las palabras que trajeran de vuelta a Dedo Polvoriento. ¡Con tal de que eso sucediera! Aunque al hacerlo se fuera al diablo toda esa maldita historia.

Como siempre, el burro intentó morder a Farid cuando éste subió a su huesudo lomo. Orfeo montaba uno de los caballos más hermosos de Umbra —a pesar de su figura tosca, Cabeza de Queso era un buen jinete—, pero, como es natural, avariento como era, para Farid había comprado un burro, mordedor y tan viejo que tenía la cabeza calva. Con Montaña de Carne no habrían podido ni dos burros, de manera que Oss trotaba junto a Orfeo como un perro colosal, la cara sudorosa por el esfuerzo, cuesta arriba y cuesta abajo por los estrechos senderos que recorrían las colinas que rodeaban Umbra.

—Está bien. Fenoglio ya no escribe —a Orfeo le gustaba pensar en voz alta. A veces daba la impresión de que sólo podía ordenar sus pensamientos escuchando su propia voz—. Pero entonces, ¿de dónde salen todas las historias sobre Arrendajo? Viudas protegidas, plata en los umbrales de los pobres, carne obtenida con la caza furtiva en los platos de niños sin padre… ¿Todo esto es obra de Mortimer Folchart, sin que Fenoglio le haya escrito al respecto algunas palabras beneficiosas?

Un carro vino hacia ellos. Orfeo, maldiciendo, condujo su caballo hacia los zarzales y Montaña de Carne miró fijamente con una sonrisa estúpida a los dos jóvenes arrodillados en el carro, las manos atadas a la espalda, los rostros medrosos. Uno tenía los ojos aún más claros que Meggie, pero ninguno era mayor que Farid. Claro que no. Si hubieran sido mayores, se habrían marchado con Cósimo y hacía mucho tiempo que estarían muertos. Pero esta mañana seguro que eso no les servía de consuelo. Sus cadáveres podrían verse desde Umbra, a modo de escarmiento para todos aquellos a los que el hambre inducía a practicar la caza furtiva, pero la nariz de Pardillo no los olería.

¿Se moría tan deprisa en la horca que a las Mujeres Blancas no les daba tiempo de acudir? Farid se tocó involuntariamente la espalda en la zona donde había entrado la navaja de Basta. En su caso, ellas tampoco habían venido, ¿verdad? No se acordaba. No recordaba ni siquiera el dolor, sólo el rostro de Meggie al recobrar el conocimiento y, al girarse, la imagen de Dedo Polvoriento tendido en el suelo…

—¿Por qué no escribes simplemente que se me lleven a mí en su lugar? —le había preguntado a Orfeo, pero éste se había limitado a soltar una estruendosa carcajada.

—¿A ti? ¿Crees de verdad que las Mujeres Blancas iban a cambiar a Dedo Polvoriento por un aprendiz de ladrón zarrapastroso como tú? No, para eso tenemos que ofrecerles un cebo más suculento.

Cuando Orfeo picó espuelas a su caballo, las bolsas llenas de plata saltaron junto a la silla de montar de Orfeo, y la cabeza de Oss enrojeció tanto por el esfuerzo que parecía a punto de explotar encima del cuello carnoso.

«¡Maldito Cabeza de Queso! ¡Sí, Meggie tiene que hacerlo regresar!», pensaba Farid mientras golpeaba los flancos del asno con los talones. Hoy mejor que mañana. Pero ¿quién le escribiría las palabras adecuadas? ¿Quién podría rescatar a Dedo Polvoriento de entre los muertos salvo Orfeo?

«¡No regresará jamás!», susurró una voz en su interior. «Dedo Polvoriento está muerto, Farid. Muerto.»

«Bueno, ¿y qué?», increpó a la voz queda. «¿Qué importa eso en este mundo? Yo también regresé.»

Pero ojalá acertara a recordar el camino.

Muerte de tinta
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