COMO SI NO HUBIERA PASADO NADA

Qué cruel la tierra, los sauces relucen, los abedules se inclinan suspirando. Qué cruel, qué inmensamente tierna.

Louise Glück, Lamento

Farid, sosteniendo la mano de Meggie, hundió el rostro femenino en su camisa, susurrando una y otra vez que todo se arreglaría. Pero el Príncipe Negro aún no había regresado, y la corneja que había enviado Ardacho trajo la misma noticia que Doria, el hermano pequeño de Recio, que espiaba para los bandidos desde que Birlabolsas los librase de la horca a su amigo y a él: habían dado la alarma en el castillo. Habían bajado la reja levadiza y los centinelas de la puerta se jactaban de que muy pronto la cabeza de Arrendajo contemplaría Umbra desde las almenas del castillo.

Recio había conducido a Meggie y a Resa al campamento de los bandidos, a pesar de que ambas deseaban regresar a Umbra.

—Arrendajo lo querría así —se había limitado a decir.

El Príncipe Negro había partido con Baptista hacia la granja que había sido su hogar durante las últimas semanas… unas semanas tan felices, tan engañosas y apacibles en el mundo de discordias de Fenoglio.

—Vamos a buscar vuestras cosas —se había limitado a responder el Príncipe Negro cuando Resa le preguntó qué pretendía hacer allí—, vosotras no podéis volver.

Ni Resa ni Meggie preguntaron los motivos. Ambas conocían la respuesta: Pardillo interrogaría a Arrendajo y nadie estaba seguro de que Mo no revelase tarde o temprano dónde se había ocultado las últimas semanas.

También los bandidos trasladaron su campamento pocas horas después de haberse enterado de la captura de Mo.

—Pardillo dispone de un par de torturadores muy eficaces —afirmó Birlabolsas, y Resa se sentó, apartada, bajo los árboles y ocultó el rostro entre sus brazos.

Fenoglio se había quedado en Umbra.

—A lo mejor consigo una audiencia con Violante. Y Minerva trabaja esta noche en la cocina del castillo. Tal vez se entere de algo. Haré lo que pueda, Meggie —le había asegurado al despedirse.

—¡Qué va, se tumbará en la cama y se beberá dos jarros de vino! —se había limitado a comentar Farid… y calló, compungido, al comprobar que Meggie se echaba a llorar.

¿Por qué había permitido que Mo cabalgase hasta Umbra? ¡Si al menos hubiera entrado con él en el castillo! Pero ella había preferido quedarse con Farid a toda costa. En los ojos de su madre leía la misma acusación: tú eres la única que habría podido retenerlo, Meggie, sólo tú.

Cuando oscureció, Pata de Palo les trajo algo de comer. Su pierna tiesa le había dado el nombre. No era el más rápido de los bandidos, pero sí un buen cocinero, aunque ni Meggie ni Resa consiguieron probar bocado. Había bajado mucho la temperatura y Farid intentó convencer a Meggie de que se sentara con él junto al fuego, pero ella se limitó a negar con la cabeza.

Quería quedarse en la oscuridad, a solas consigo misma. Recio le llevó una manta. Su hermano Doria lo acompañaba.

—No vale para la caza furtiva, pero es un espía de primera —le había musitado Recio al presentárselo.

Los dos hermanos apenas se parecían, aunque ambos tenían el mismo pelo castaño y espeso, y Doria era muy fuerte para su edad (lo que llenó de envidia a Farid). No era muy alto, Doria llegaba justo al hombro a su hermano mayor, y sus ojos eran azules como la piel de las hadas de Fenoglio, mientras que los ojos de Recio eran pardos como bellotas.

—Tenemos distintos padres —había explicado Recio a Meggie cuando ésta se asombró por el escaso parecido—, pero ninguno de ellos vale mucho.

—No debes preocuparte —la voz de Doria sonaba ya muy adulta.

Meggie levantó la cabeza.

Cubrió los hombros de Meggie con la manta que su hermano le había traído, y retrocedió con timidez cuando la chica alzó los ojos, pero no rehuyó su mirada. Porque Doria miraba a todo el mundo cara a cara, incluso a Birlabolsas, ante el que casi todos agachaban la cabeza.

—A tu padre no le sucederá nada, créeme. Vencerá a todos, a Pardillo, a Cabeza de Víbora y a Pífano.

—¿Después de que lo ahorquen? —preguntó Meggie. Su voz denotaba amargura, pero Doria se limitó a encogerse de hombros.

—Tonterías. A mí también quisieron ahorcarme —replicó—. ¡Él es Arrendajo! Él y el Príncipe Negro nos salvarán a todos. Ya lo verás —parecía inevitable. Como si fuera el único que había leído hasta el final la historia de Fenoglio.

Pero Birlabolsas, que se sentaba con Ardacho bajo los árboles apenas unos metros más allá, soltó una risa ronca.

—¡Tu hermano es tan pánfilo como tú! —le gritó a Recio—. Mas para su desgracia, no tiene tus músculos, así que seguramente no llegará a viejo. ¡Arrendajo se acabó! ¿Y qué nos deja como legado? ¡Al inmortal Cabeza de Víbora!

Recio apretó los puños y quiso abalanzarse contra Birlabolsas, pero Doria tiró de él hacia atrás cuando Ardacho sacó su cuchillo. A pesar de todo, Ardacho se levantó y dio un paso amenazador hacia Recio —los dos solían llegar a las manos—, pero de repente, ambos levantaron la cabeza y escucharon. En el roble, por encima de sus cabezas, se oyó el canto del Arrendajo.

—¡Ha vuelto, Meggie! ¡Ha vuelto! —Farid bajó tan deprisa de su atalaya que estuvo a punto de perder el equilibrio.

El fuego se había consumido, sólo las estrellas iluminaban la oscura garganta en la que los bandidos habían instalado el nuevo campamento, y Meggie no reconoció a Mo hasta que Pata de Palo se aproximó cojeando con una antorcha hacia él y el Príncipe Negro. Baptista los acompañaba. Todos parecían ilesos… y entonces, Doria se volvió hacia Meggie. Bueno, hija de Arrendajo, decía su sonrisa, ¿no te lo había dicho?

Resa se levantó de un salto tan precipitado que tropezó con la manta que le había llevado Recio, y se abrió paso entre los bandidos que rodeaban a Mo y al Príncipe. Meggie la siguió como una sonámbula. Era demasiado bueno para no ser un sueño.

Mo seguía vistiendo las ropas negras que le había confeccionado Baptista. Parecía cansado, pero ileso.

—¡Está bien, todo está bien! —le oyó decir mientras él limpiaba a besos las lágrimas del rostro de su madre, y cuando Meggie se detuvo ante él, le dirigió una sonrisa, como si acabara de regresar, igual que antaño, de un breve viaje para sanar un par de libros enfermos y no de un castillo donde querían matarlo.

—Te he traído algo —le dijo a Meggie en un susurro, y por el fuerte y prolongado abrazo, Meggie supo que su padre había pasado tanto miedo como ella.

—¡Vamos, dejadlo en paz de una vez! —ordenó furioso el Príncipe Negro a sus hombres cuando éstos se apiñaron alrededor de Mo queriendo saber cómo Arrendajo, tras escapar del Castillo de la Noche, se había fugado también del castillo de Umbra—. Conoceréis la historia sin tardanza. Y ahora, doblad la guardia.

Obedeciendo a disgusto, se sentaron gruñendo junto al fuego casi apagado o desaparecieron en el interior de las tiendas cosidas a partir de paños y ropas viejas, que ofrecían una precaria protección a medida que las noches se tornaban cada vez más frías. Mo indicó a Resa y a Meggie que se acercaran a su caballo (era distinto a aquel con el que había partido) y metió la mano en las alforjas. Sacó dos libros con exquisito cuidado como si fueran seres vivos. Entregó uno a Resa y el otro a Meggie… y se echó a reír cuando su hija lo agarró tan deprisa que estuvo a punto de caérsele.

—Hacía mucho que no teníamos un libro en las manos ¿verdad? —musitó con tono casi de conspirador—. Ábrelo. Te aseguro que jamás habrás visto nada más hermoso.

También Resa había cogido su libro, pero ni siquiera lo miró.

—Fenoglio dijo que ese iluminador de libros se prestó a hacer de cebo —dijo con voz apagada—. Nos contó que te detuvieron estando en su taller…

—No fue lo que parecía. Ya ves que no ha sucedido nada. ¿Estaría aquí si no?

Mo se calló. Y Resa dejó de preguntar. No pronunció palabra cuando su marido se sentó sobre la hierba corta delante de los caballos y atrajo a Meggie junto a él.

—¡Farid! —llamó, y el joven dejó plantado a Baptista, al que evidentemente intentaba interrogar sobre lo sucedido en Umbra, y corrió hacia Mo con la misma expresión de admiración que Meggie había visto en el rostro de Doria—. ¿Puedes alumbrarnos?

Farid se arrodilló entre ellos e hizo bailar al fuego encima de sus manos, aunque Meggie se daba cuenta con claridad meridiana de que él no comprendía cómo Arrendajo podía estar ahí sentado y enseñar lo primero de todo un libro a su hija, tras haberse librado de los soldados de Pardillo.

—¿Has visto alguna vez algo más hermoso, Meggie? —musitó Mo cuando su hija acariciaba con el dedo una de las ilustraciones doradas—. Aparte de las hadas, claro está —añadió con una sonrisa cuando una de ellas, azul pálido como el cielo de Balbulus, se posó somnolienta en las páginas.

Mo la espantó al estilo de Dedo Polvoriento —soplándole con suavidad entre las alas tornasoladas—, y Meggie se inclinó también sobre las páginas y olvidó el miedo que había pasado por su padre. Olvidó a Birlabolsas e incluso a Farid, que no se dignaba lanzar una simple ojeada a aquello de lo que ella no podía apartar los ojos: letras de color sepia y tan vaporosas como si Balbulus las hubiera soplado sobre el pergamino, dragones y aves de cuello largo que se estiraban en la cabecera de las páginas, iniciales, pesadas por el pan de oro, como botones brillantes entre las líneas… Y las palabras bailaban con las imágenes, y las imágenes cantaban para las palabras su canción de colores.

—¿Es ésta la Fea? —Meggie puso el dedo encima de una figura de mujer dibujada con delicadeza.

Se alzaba esbelta junto a las líneas, su rostro apenas la mitad de grande que la uña del meñique de Meggie, y sin embargo aún se distinguía la marca pálida en su mejilla.

—Sí, y Balbulus se ha asegurado de que se la reconozca también dentro de muchos centenares de años —contestó su padre señalando el nombre que el iluminador había escrito con toda claridad en color azul marino sobre la diminuta cabeza: Violante. La V tenía el borde de oro fino como un cabello—. La he conocido hoy. Creo que ostenta un apodo injusto —prosiguió Mo—. Es excesivamente pálida, y creo que puede ser muy rencorosa. Pero es una mujer muy intrépida.

Una hoja de árbol cayó sobre el libro abierto. Mo intentó apartarla pero ella se aferró a sus dedos con sus brazos delgados cual patas de araña.

—Fíjate —dijo Mo sosteniéndola ante sus ojos—. ¿Será uno de los hombres hoja de Orfeo? Por lo visto sus criaturas se propagan con rapidez.

—Y rara vez son simpáticas —precisó Farid—. Ten cuidado, éstos escupen.

—¿De veras? —Mo rió en voz baja y dejó salir volando al hombre hoja cuando éste fruncía ya los labios.

Resa siguió con la vista a la extraña criatura… y se incorporó bruscamente.

—¡Todo es mentira! —exclamó con voz temblorosa—. Toda esta belleza es pura mentira. Sólo pretende distraernos de la oscuridad, de la desdicha… y de la muerte.

Mo depositó el libro sobre el regazo de Meggie y se levantó, pero Resa lo rechazó.

—¡Esta de aquí no es nuestra historia! —dijo alzando tanto la voz que algunos de los bandidos giraron la cabeza—. Esta te consume el corazón con su magia. Quiero regresar a casa. ¡Quiero olvidarme de toda esta fantasmagoría y no volver a recordarla hasta estar sentada en el sofá de Elinor!

También Ardacho se había vuelto y los miraba con curiosidad, mientras una de sus cornejas intentaba arrebatarle de la mano un trozo de carne. Birlabolsas también aguzaba los oídos.

—No podemos regresar, Resa —repuso Mo en voz baja—. Fenoglio ya no escribe. ¿Lo has olvidado? Y Orfeo no es de confianza.

—Fenoglio intentará escribir para hacernos regresar si tú se lo pides. ¡Te lo debe! ¡Por favor, Mo! Esto no puede acabar bien.

Mo miró a su hija, que seguía arrodillada al lado de Farid, con el libro en el regazo. ¿Qué esperaba? ¿Que contradijese a su madre?

Farid lanzó a Resa una mirada poco amistosa y apagó el fuego entre sus manos.

—¿Lengua de Brujo…?

Mo lo miró. Oh, sí, tenía ya muchos nombres. ¿Cuándo era Mo a secas? Meggie no acertaba a recordarlo.

—He de regresar. ¿Qué debo decir a Orfeo? —Farid lo miraba casi suplicante—. ¿Le hablarás de las Mujeres Blancas? —ahí estaba de nuevo, como una quemadura en su cara, su insensata esperanza.

—Ya te lo he dicho. No hay nada que contar —contestó Mo, y Farid, agachando la cabeza, se miró las manos tiznadas como si le hubiera arrebatado la esperanza de entre los dedos.

Se levantó. Todavía iba descalzo, a pesar de que algunas noches helaba.

—Que te vaya bien, Meggie —murmuró, dándole un beso fugaz. Después se volvió sin decir palabra. Meggie ya lo echaba de menos cuando se montó en su borrico.

Sí. Quizá deberían regresar…

Se sobresaltó cuando su padre le puso la mano en el hombro.

—Si no vas a seguir mirándolo, envuelve el libro en un paño —le aconsejó—. Las noches son húmedas.

Después pasó junto a su mujer y se dirigió hacia los bandidos que se sentaban alrededor de los rescoldos del fuego silenciosos como si estuvieran esperándolo.

Resa, sin embargo, contemplaba fijamente el libro de sus manos deseando quizá que fuese otro: el libro que se la había tragado, con pelo y uñas, hacía más de diez años. Después miró a su hija.

—Y tú, ¿qué? —le preguntó—. ¿También quieres quedarte aquí, como tu padre? ¿No echas de menos a tus amigas, a Elinor y a Darius? ¿Tu cama caliente, sin piojos, el café junto al lago, las carreteras pacíficas?

A Meggie le habría apetecido responder lo que Resa deseaba oír, pero no pudo.

—No lo sé —musitó.

Y era verdad.

Muerte de tinta
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