UNA VISITA PELIGROSA
La pregunta, suponiendo la mirada omnisciente de Dios, es: ¿Tiene que ser irremisiblemente verdad lo que Él prevé? ¿O me está garantizada la libre elección: hacer algo o no hacerlo?
Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury
Humildad. Humildad y sumisión. Esas cosas no se le daban bien a Mo. «¿Observaste eso alguna vez en el otro mundo, Mortimer?», se preguntó. «Agacha la cabeza, no te mantengas demasiado erguido, deja que te miren desde arriba, aunque seas más alto que ellos. Compórtate como si te pareciera completamente natural que ellos manden y los demás trabajen…»
Qué difícil era.
—Así que eres el encuadernador de libros que está esperando Balbulus —murmuró uno de los guardias echando una ojeada a sus ropas negras—. ¿A qué ha venido lo del chico? ¿Acaso no te gustan nuestros cepos?
«¡Agacha más la cabeza, Mortimer! Vamos. Simula que tienes miedo. Olvida tu ira, olvida al chico y sus sollozos.»
—No volverá a suceder.
—¡Exacto! Él… viene de muy lejos —añadió con rapidez Fenoglio—. Aún tiene que acostumbrarse al arte de gobernar de nuestro nuevo señor. Pero ahora, si lo permitís, Balbulus puede impacientarse mucho.
Y tras una reverencia, se llevó apresuradamente a Mo.
El castillo de Umbra… La entrada en el vasto patio sepultó el olvido. Cuántas escenas del libro de Fenoglio acaecidas en ese lugar acudieron a su memoria.
—¡Cielo santo, nos hemos librado por los pelos! —le susurró Fenoglio mientras conducían el caballo hacia los establos—. No quiero tener que recordártelo de nuevo: ¡estás aquí en calidad de encuadernador! ¡Vuelve a interpretar el papel de Arrendajo y serás hombre muerto! ¡Maldita sea, Mortimer, nunca debí acceder a traerte aquí! Fíjate en todos esos soldados. Es como si estuviéramos en el Castillo de la Noche.
—¡Oh, no, créeme, todavía hay una diferencia! —repuso Mo en voz baja.
Intentó no alzar la vista hacia las cabezas ensartadas en picas que adornaban los muros. Dos pertenecían a hombres del Príncipe Negro, mas no los habría reconocido si Recio no le hubiera referido su destino.
—Por tu descripción, me imaginaba este castillo distinto —dijo en voz baja a Fenoglio.
—¡No me digas! —replicó éste susurrando—. Primero Cósimo mandó reformarlo todo, y ahora Pardillo deja su sello. Ha hecho derribar los nidos de los sinsontes dorados, y fíjate en todos esos barracones que han construido para guardar el producto de sus rapiñas. Me pregunto si Cabeza de Víbora se ha dado cuenta de lo poco que recibe el Castillo de la Noche. Si es así, su cuñado no tardará en tener problemas.
—Sí, Pardillo es muy osado —Mo agachó la cabeza cuando se les acercaron un par de mozos de cuadra. Hasta ellos iban armados. Su cuchillo no le serviría de mucho si alguien lo reconocía—. Hemos interceptado algunos envíos destinados al Castillo de la Noche —prosiguió en voz baja después de que pasaran—, y lo que hallamos en las arcas fue en todas las ocasiones muy decepcionante.
Fenoglio lo miró de hito en hito.
—¡Lo haces de verdad!
—¿Qué?
El anciano miró nervioso a su alrededor, mas nadie parecía prestarles atención.
—Pues todas las cosas que se cantan —susurró—. Quiero decir… la mayoría de las canciones están mal escritas, pero Arrendajo sigue siendo mi personaje, así que… ¿Qué se siente? ¿Qué se siente jugando a ser él?
Una criada pasó a su lado con dos gansos sacrificados. La sangre goteaba sobre el patio. Mo giró la cabeza.
—¿Jugar? ¿Eso es lo que sigue siendo para ti… un juego? —su respuesta traslucía más irritación de la que pretendía.
A veces habría dado lo que fuera por leer los pensamientos de Fenoglio. Y quién sabe… quizá algún día los leería de verdad, en negro sobre papel blanco, y allí volvería a encontrarse a sí mismo, rodeado por una telaraña de palabras igual que una mosca en la red de una vieja araña.
—Bueno, sí, lo admito, se ha convertido en un juego peligroso, pero me alegra sinceramente que tú hayas asumido el papel. ¿No tenía razón yo? El mundo necesita a Arr…
Mo le lanzó una mirada de advertencia. Un grupo de soldados pasó a su lado y Fenoglio se tragó el nombre que no hacía mucho había escrito por primera vez sobre un trozo de pergamino. Pero la sonrisa con la que siguió a los soldados era la de un hombre que había escondido un barril de pólvora en casa de sus enemigos y disfrutaba moviéndose entre ellos sin que lo identificaran con quien lo había colocado allí.
Anciano malvado.
Mo tuvo que constatar que el castillo interior tampoco era ya como lo había descrito Fenoglio. Repitió en voz baja las palabras que había leído en su día: «La esposa del Príncipe Orondo había repoblado el jardín, porque estaba cansada de las piedras grises que la rodeaban. Plantó especies de países remotos cuyas flores la hacían soñar con mares lejanos, con ciudades y montes lejanos entre los que vivían dragones. Crió pájaros de pecho dorado que posados en los árboles parecían frutas aladas, y plantó un vástago del Bosque Impenetrable, cuyas hojas podían hablar con la luna».
Fenoglio lo miró asombrado.
—Sí, me sé el libro de memoria —explicó Mo—. ¿Has olvidado cuántas veces lo leí en voz alta después de que tus palabras se tragasen a mi mujer?
Los pájaros de pecho dorado también habían desaparecido del patio interior. En una pileta de piedra se reflejaba la estatua de Pardillo, y el árbol que hablaba con la luna, caso de que hubiera existido, había sido talado. Donde antaño había un jardín, ahora había perreras, y los perros de caza del nuevo señor de Umbra olisqueaban las rejas plateadas con los hocicos apretados. «Hace mucho que ha dejado de ser tu historia, anciano», pensaba Mo mientras se dirigía con Fenoglio hacia el Castillo Interior. Pero entonces ¿quién la relataba? ¿Quizá Orfeo? ¿O era Cabeza de Víbora el que se había hecho cargo de la narración, sustituyendo la tinta y la pluma por la sangre y la espada?
Tullio los condujo hasta Balbulus. Tullio, el criado de rostro peludo de quien el libro de Fenoglio decía que su padre había sido un duende y su madre una mujercita de musgo.
—¿Cómo te va? —le preguntó Fenoglio mientras Tullio los guiaba por los corredores. Como si alguna vez le hubiera interesado el devenir de sus criaturas.
Tullio contestó con un encogimiento de hombros.
—Me persiguen —respondió con voz apenas perceptible—. Los amigos de nuestro nuevo señor… y tiene muchos. Me espantan por los pasillos y me encierran con los perros, pero Violante me protege. Oh, sí, lo hace, aunque su hijo es casi el peor de todos.
—¿Su hijo? —susurró Mo a Fenoglio.
—Sí, ¿no te ha hablado Meggie de él? —respondió asimismo en susurros—. Jacopo, un verdadero engendro del diablo. Su abuelo en miniatura, aunque cada día se parece más a su padre. No derramó ni una lágrima por Cósimo. Al contrario. Dicen que desfiguró su imagen de piedra en la cripta con los colores de Balbulus y que por las noches se sienta junto a Pardillo o en el regazo de Pájaro Tiznado en lugar de hacerlo al lado de su madre. Por lo visto incluso la espía por encargo de su abuelo.
Mo no había leído nada en el libro de Fenoglio sobre la puerta ante la que Tullio se detuvo sin aliento tras una interminable sucesión de peldaños empinados. Inconscientemente alargó la mano y acarició las letras con las que estaba guarnecida. «Son tan hermosas, Mo», le había referido Meggie en voz muy queda, cuando ambos estaban prisioneros en lo alto de la torre del Castillo de la Noche, «están entrelazadas, como si alguien las hubiera escrito con plata líquida sobre la madera».
Tullio llamó a la puerta alzando su pequeño puño peludo. La voz que los invitó a entrar sólo podía pertenecer a Balbulus. Fría, pagada de sí misma, orgullosa… Meggie no había descrito con palabras amables al mejor iluminador de libros de ese mundo. Tullio se puso de puntillas, aferró el picaporte… y lo soltó de nuevo, asustado.
—¡Tullio! —la voz que resonaba en la escalera parecía muy joven, pero parecía acostumbrada a mandar—. Tullio, ¿dónde te has metido? Tienes que sostener las antorchas a Pájaro Tiznado.
—¡Jacopo! —Tullio pronunció el nombre con un hilo de voz, como si fuera una enfermedad contagiosa. Acongojado, buscó sin darse cuenta protección detrás de la espalda de Mo.
Un niño, de unos seis o siete años, subía la escalera a toda prisa. Mo nunca había visto al bello Cósimo. Pardillo había mandado destruir todas sus estatuas, pero Baptista aún poseía unas monedas con su efigie. Un rostro casi demasiado hermoso para ser real, según descripción unánime. Su hijo, evidentemente, había heredado esa hermosura, que justo entonces se desplegaba en su rostro infantil todavía redondo. No era un rostro amable. Los ojos miraban alerta y la boca estaba enfurruñada como la de un viejo. Su túnica negra estaba bordada con el animal heráldico de lengua sibilante de su abuelo. También su cinto estaba guarnecido de serpientes de plata, pero en el cordón de cuero que llevaba alrededor del cuello se bamboleaba una nariz de plata, la marca de Pífano.
Fenoglio lanzó una mirada alarmada y se situó ante él, como si así pudiera ocultarlo del chico.
Tienes que sostener las antorchas a Pájaro Tiznado. Y ahora ¿qué, Mo? Miró sin querer por la escalera abajo, pero Jacopo había venido solo, y el castillo era grande. A pesar de todo su mano se dirigió hacia el cinto.
—¿Quién es ése? —la terquedad de la voz clara denotaba infantilismo. Jacopo respiraba pesadamente tras subir por la escalera.
—Es… ejem… es el nuevo encuadernador, mi príncipe —contestó Fenoglio con una reverencia—. Sin duda recordáis las veces que se ha quejado Balbulus de las chapucerías de nuestros encuadernadores locales.
—¿Y ése es mejor? —Jacopo cruzó sus cortos brazos infantiles—. Pues no tiene pinta de eso. Los encuadernadores son viejos y muy pálidos, porque siempre están metidos en casa.
—Oh, de vez en cuando también salimos —replicó Mo—, para comprar la mejor piel, sellos nuevos, buenos cuchillos o secar al sol el pergamino si se ha humedecido.
Le costaba sentir miedo del niño, a pesar de que había escuchado tantas cosas malas sobre él. El hijo de Cósimo le recordaba a un compañero suyo de colegio que había tenido la desgracia de ser el hijo del director. Se pavoneaba por el patio del colegio como una copia de su padre… y tenía miedo de todo y de todos. «De acuerdo, Mortimer», se dijo Mo. «Ese era tan sólo el hijo de un director de colegio. Este es el nieto de Cabeza de Víbora, así que ándate con ojo.»
Jacopo frunció el ceño y alzó la vista hacia él con gesto de desaprobación. Era obvio que le desagradaba que Mo fuera mucho más alto que él.
—¡No me has hecho una reverencia! ¡Tienes que inclinarte ante mí!
Mo percibió la mirada de advertencia de Fenoglio e inclinó la cabeza.
—Mi príncipe.
Fue difícil. Habría preferido perseguir a Jacopo por los pasillos del castillo, igual que había hecho con Meggie en casa de Elinor, para comprobar si quizá surgía el niño que con tanto cuidado se ocultaba detrás de las actitudes de su abuelo.
Jacopo aceptó su reverencia con una orgullosa inclinación de cabeza y Mo agachó la suya para que no lo viera sonreír.
—Mi abuelo está disgustado con un libro —afirmó Jacopo con tono altanero—. Muy disgustado. Quizá tú consigas ayudarle.
Disgustado con un libro. Mo sintió sobresaltarse su corazón. Creyó ver de nuevo el libro ante él, percibió el papel entre los dedos. Todas las páginas en blanco.
—Mi abuelo ha mandado ahorcar a muchos encuadernadores por culpa de ese libro —Jacopo observó a Mo sopesando tal vez el tamaño del lazo que se ajustaría a su cuello—. A uno, hasta le hizo arrancar la piel a tiras, porque le había prometido que lo restauraría. ¿Quieres intentarlo a pesar de todo? Tendrías que cabalgar conmigo hasta el Castillo de la Noche para que mi abuelo vea que te encontré yo y no Pardillo.
Mo se libró de responder. La puerta de las letras se abrió y salió un hombre de expresión enojada.
—¿Qué va a ser esto? —increpó a Tullio—. Primero llaman a la puerta, pero no entra nadie. Después hablan hasta que se me resbala el pincel. Dado que esta visita evidentemente no está destinada a mí, me sentiría muy agradecido si todos los implicados continuasen esta conversación en otro lugar. El castillo dispone de suficientes estancias en las que no se trabaja seriamente.
Balbulus… La descripción de Meggie había sido muy certera. El leve ceceo, la nariz corta, las mejillas toscas, el cabello castaño oscuro que ya comenzaba a clarear encima de la frente a pesar de su juventud. Un iluminador de libros y, por lo que Mo conocía de su trabajo, uno de los mejores que había existido jamás en este mundo o en el suyo. Mo olvidó a Jacopo, a Fenoglio, el cepo y al muchacho en él, a los soldados del patio y a Pájaro Tiznado. Ya sólo quería traspasar el umbral de esa puerta. La visión del taller, atisbada por encima del hombro de Balbulus, aceleró los latidos de su corazón como si fuera el de un niño de escuela. Igual de excitado había latido la primera vez que sostuvo en sus manos un libro de Balbulus, en el Castillo de la Noche, prisionero y en peligro de muerte. El trabajo de ese hombre le hizo olvidar todo eso. Letras tan fluidas como si la actividad más natural para la mano humana fuese la escritura, y después las imágenes. ¡Pergamino viviente, que alentaba!
—¡Yo hablo donde y cuando quiero! ¡Soy el nieto de Cabeza de Víbora! —la voz de Jacopo se tornó estridente—. ¡Informaré en el acto a mi tío de tu impertinencia! ¡Le diré que te quite todos tus pinceles! —y tras lanzar una postrera mirada a Balbulus dio media vuelta—. ¡Ven, Tullio, o haré que te encierren con los perros!
El pequeño criado, con la cabeza gacha, se puso al lado de Jacopo, y el nieto de Cabeza de Víbora volvió a observar a Mo de la cabeza a los pies antes de bajar a toda prisa las escaleras… de repente era tan sólo un niño ansioso por acudir a una representación.
—¡Deberíamos largarnos, Mortimer! —musitó Fenoglio—. ¡Jamás habrías debido venir! Pájaro Tiznado está aquí, lo cual no augura nada bueno.
Pero Balbulus, preso de la impaciencia, invitaba con un gesto al nuevo encuadernador a entrar en su taller. ¿Cómo iba a preocuparse Mo por Pájaro Tiznado? Ya sólo pensaba en lo que le aguardaba detrás de la puerta recamada de letras.
Cuántas horas de su vida había pasado contemplando el arte de los iluminadores, inclinado sobre páginas manchadas hasta que le dolía la espalda, siguiendo con un cristal de aumento cada trazo del pincel y preguntándose cómo se podían eternizar tales milagros sobre pergamino… todos esos rostros diminutos, criaturas fantásticas, paisajes, flores… diminutos dragones, insectos tan auténticos que parecían arrastrarse por las páginas, letras tan artísticamente entrelazadas que las líneas parecían haber crecido en las páginas.
¿Le aguardaba todo eso en los atriles de allí?
Quizá. Pero Balbulus estaba delante de su obra como si fuera su guardián, y sus ojos eran tan inexpresivos que Mo se preguntó cómo un hombre que contemplaba el mundo con tanta frialdad era capaz de pintar semejantes imágenes. Unas imágenes tan vigorosas y fogosas…
—Tejedor de Tinta —Balbulus inclinó la cabeza hacia Fenoglio, con una mirada que parecía verlo todo: la barbilla sin afeitar, los ojos inyectados en sangre, el cansado corazón del anciano. «¿Qué verá en mí?», se preguntó Mo.
—Así pues, ¿sois vos el encuadernador? —Balbulus lo escudriñó tan minuciosamente como si se propusiera trasladar su imagen a pergamino—. Fenoglio refiere ciertamente cosas asombrosas sobre vuestro arte.
—¿Si?
Mo no pudo evitar que su voz sonase ausente. Ansiaba contemplar por fin los dibujos, pero de nuevo el iluminador, como por casualidad, le impidió la visión. ¿Qué significaba eso? «¡Déjame ver tu trabajo de una vez!», se dijo Mo. «Debería halagarte que haya venido hasta aquí por él, a pesar de que me estoy jugando el cuello.» Cielos, esos pinceles eran tan impalpables, tan finos. Y allí estaban los pigmentos…
Fenoglio le propinó un codazo de aviso en el costado, y Mo dejó de contemplar todas esas maravillas para fijar la vista en los ojos inexpresivos de Balbulus.
—Disculpad. Sí, soy encuadernador, y seguro que deseáis ver una prueba de mi trabajo. No he dispuesto de un material excesivamente bueno, pero… —introdujo la mano debajo de la capa que había cosido Baptista (seguramente no había sido fácil robar tanta tela negra), pero Balbulus negó con la cabeza.
—No precisáis demostrarme vuestros conocimientos —dijo sin apartar la vista de Mo—. Tadeo, el bibliotecario del Castillo de la Noche, me ha contado con todo lujo de detalles la forma tan impresionante en que vos manifestasteis vuestra capacidad.
Perdido.
Estaba perdido.
Mo percibió la mirada horrorizada de Fenoglio. «¡Sí, mírame!», pensó él. «¿Llevo ya escrito con tinta negra en la frente "cretino imprudente"?»
Balbulus, sin embargo, sonreía, y su sonrisa era tan inexpresiva como sus ojos.
—Sí, Tadeo me ha hablado mucho de vos —qué bien imitaba Meggie la forma en que su lengua topaba con los dientes al hablar—. En realidad se trata de un hombre más bien reservado, pero me cantó vuestras loas incluso por escrito. Al fin y al cabo, no hay muchos en vuestro gremio capaces de encuadernar a la muerte en un libro, ¿verdad?
Fenoglio le agarró por el brazo, tan fuerte que Mo captó el miedo del anciano. ¿Qué se creía? ¿Qué podían dar media vuelta y salir por la puerta sin más? Seguro que había guardia delante, y si no los soldados aguardarían al pie de la escalera. Qué deprisa se acostumbraba uno a su aparición súbita y repentina, dotados del poder de llevarse impunemente a alguien, de encarcelarlo, de matarlo a golpes.
¡Cómo brillaban los colores de Balbulus! Cinabrio, siena, sombra de hueso. Qué bellos eran. Una belleza que le había atraído a la trampa. A la mayoría de los pájaros se los cazaba con pan y algunos granos suculentos, y a Arrendajo con letras e ilustraciones.
—No sé de veras de que habláis, estimado Balbulus —tartamudeó Fenoglio. Sus dedos seguían aferrando el brazo de Mo—. ¿Él… ejem… bibliotecario del Castillo de la Noche? No. No, Mortimer nunca ha trabajado al otro lado del bosque. Procede del… del norte, sí. Así es.
Qué mal mentía el anciano. Un inventor de historias ¿no tenía que ser un experto en mentiras?
Sea como fuere, Mo no entendía nada de mentiras, así que calló. Calló y maldijo su curiosidad, su impaciencia, su imprudencia, mientras Balbulus seguía observándolo. ¿Cómo había podido creerse capaz siquiera de desprenderse del papel que le esperaba en ese mundo vistiendo unas ropas negras? ¿Cómo se le había ocurrido creer que podía implicarse hasta las cejas en esa historia y sin embargo volver a ser durante unas horas Mortimer, el encuadernador en el Castillo de Umbra?
—¡Bah, cállate de una vez, Tejedor de Tinta! —increpó Balbulus a Fenoglio—. ¿Acaso me consideráis estúpido? En cuanto me hablasteis de él supe en el acto de quién se trataba. Un verdadero maestro de su arte. ¿No lo expresasteis así? Sí, las palabras pueden delatarnos. En realidad, vos deberíais saberlo mejor que nadie.
Fenoglio calló. Y Mo tanteó en busca de su cuchillo. El Príncipe Negro se lo había regalado cuando partieron de la Montaña de la Víbora.
—Llévalo siempre contigo —le aconsejó—, incluso cuando te tumbes a dormir.
Había seguido su consejo, pero ¿de qué le serviría allí un cuchillo? Estaría muerto antes de llegar al pie de la escalera. Quién sabe, quizá el mismo Jacopo, tras reconocer en el acto a quién tenía delante, había dado la voz de alarma. ¡Deprisa, venid! Arrendajo se ha metido volando voluntariamente dentro de la jaula. «Lo siento, Meggie», pensó Mo. «Tu padre es un necio. ¿Para eso lo sacaste del Castillo de la Noche… para que se deje atrapar en otro castillo?» ¿Por qué no le hizo caso cuando divisaron a Pájaro Tiznado en la plaza del mercado?
¿Había escrito Fenoglio alguna vez una canción sobre el miedo de Arrendajo? No lo experimentaba cuando tenía que luchar, oh, no, sino cuando pensaba en grillos, en cadenas y mazmorras y en la desesperación tras puertas cerradas. Igual que ahora. Paladeó el miedo en su boca, lo sintió en el estómago y en las rodillas. «Bueno, en cualquier caso para un encuadernador, el taller de un iluminador es el lugar apropiado para morir», se consoló. Pero Arrendajo había vuelto y maldecía al encuadernador por su imprudencia.
—¿Sabéis lo que más impresionó a Tadeo? —Balbulus se limpió una mota de polvo de color de la manga adherida como polen amarillo al terciopelo azul oscuro—. Vuestras manos. Le parecía asombroso que manos que tanto saben de matar, fuesen capaces de manejar con tanto cuidado las páginas de los libros. De hecho tenéis unas manos preciosas. ¡Fijaos por el contrario en las mías! —Balbulus estiró los dedos y los contempló lleno de aversión—. Son las manos de un campesino. Rudas y toscas. ¿Queréis ver lo que son capaces de hacer a pesar de todo?
Y al fin, con ademán invitador, se hizo a un lado, igual que un mago que levanta el telón. Fenoglio intentó retener a Mo, pero, ya que había caído en la trampa, quería saborear también el cebo que le costaría el cuello.
Y allí estaban. Páginas iluminadas, aún mejores que las que había visto en el Castillo de la Noche. En una Balbulus había adornado tan sólo su propia inicial: la B, contoneándose sobre el pergamino, vestida de oro y verde oscuro, albergaba un nido de elfos de fuego. En la hoja contigua, hojas y flores trepaban por una ilustración apenas mayor que un naipe. Mo siguió los arabescos con los ojos, descubrió pistilos, elfos de fuego, frutos extravagantes, diminutas criaturas de nombres ignotos. Una imagen enmarcada con arte excelso mostraba a dos hombres rodeados de hadas delante de un pueblo, un grupo de hombres andrajosos a sus espaldas. Uno era negro y tenía un oso al lado, el otro llevaba la máscara de un pájaro y empuñaba un cuchillo de encuadernador.
—La mano negra y la mano blanca de la justicia. El Príncipe y Arrendajo —Balbulus contemplaba su obra con indisimulado orgullo—. No obstante tendré que cambiarlo un poco. Vos sois más alto de lo que pensaba, y vuestro porte… Pero ¿qué estoy diciendo? Sin duda vos no estáis nada ansioso por que esta imagen se os parezca demasiado… aunque, como es natural, sólo está pensada para los ojos de Violante. Nuestro nuevo gobernador nunca la verá, pues por suerte no existe motivo alguno para torturarse subiendo tantos escalones hasta mi taller. Para Pardillo el valor de un libro se mide por el número de barriles de vino que se pueden comprar con él. Y caso de que Violante no esconda bien esta lámina, él no tardará en cambiarla, como todas las demás creaciones de mis manos, por esos barriles o una nueva peluca empolvada de plata. En verdad puede considerarse dichoso de que yo sea Balbulus, el iluminador de libros, y no Arrendajo, pues en ese caso convertiría en pergamino su perfumada piel.
El odio en la voz de Balbulus era tan negro como la noche en sus ilustraciones, y por un momento Mo vio en los ojos inexpresivos el fuego que convertía al iluminador en un maestro de su arte.
En la escalera se oyeron pasos pesados y regulares, como los que Mo había oído con harta frecuencia en el Castillo de la Noche. Pasos de soldados.
—Lástima. La verdad es que me habría gustado hablar más tiempo con vos —a Balbulus se le escapó un suspiro de pesar cuando la puerta se abrió de un empujón—. Pero me temo que en este castillo hay personas de mucho más alto rango que desean hablar con vos.
Fenoglio vio consternado cómo los soldados se situaban a ambos lados de Mo.
—Vos podéis iros, Tejedor de Tinta —dijo Balbulus.
—Pero esto… todo esto es un espantoso malentendido —Fenoglio se esforzaba de veras por no dejar traslucir su miedo, pero ni siquiera podía engañar a Mo.
—Bueno, quizá no deberíais describirlo con tanta exactitud en vuestras canciones —sentenció Balbulus con voz de tedio—. Por lo que sé, eso ya fue funesto para él en una ocasión. Por el contrario, contemplad mis dibujos. ¡Yo siempre le dejo la máscara!
Mo seguía oyendo las protestas de Fenoglio cuando los soldados lo condujeron a empellones escalera abajo. ¡Resa! No, esta vez no debía temer por ella. Por el momento estaba segura en casa de Roxana, y Recio la acompañaba. Pero ¿qué pasaría con Meggie? ¿La habría llevado Farid a la granja de Roxana? El Príncipe Negro se ocuparía de ambas. Se lo había prometido en numerosas ocasiones. Y quién sabe, quizá encontrasen el camino de regreso hasta Elinor, hasta la vieja casa repleta de libros hasta el techo, al mundo en la que la carne no había sido creada a partir de letras. ¿O quizá sí?
Mo intentó no pensar dónde estaría él entonces. Sólo sabía una cosa: Arrendajo y el encuadernador morirían de idéntico modo.