ESCRITO Y NO ESCRITO

Los personajes tienen su propia vida y su propia lógica, y hay que actuar de acuerdo con ello.

Isaac Bashevis Singer, Advice to Writers

Roxana encontró las plantas en el lugar exacto descrito por Fenoglio: a la entrada de una cueva de duendes, donde Espantaelfos tendía sus lazos. Meggie, con Despina cogida de la mano, volvió a comprobar cómo las palabras que acababa de leer momentos antes se convertían en realidad:

Las hojas y flores resistían el viento frío, como si las hubieran plantado las hadas para soñar con el verano al contemplarlas. Pero sus flores exhalaban un aroma a putrefacción y muerte. De ahí su nombre: botones de los muertos. Se las depositaba sobre las tumbas para granjearse las simpatías de las Mujeres Blancas.

Roxana ahuyentó a las polillas posadas sobre las hojas, arrancó dos plantas y dejó otras dos, para no enojar a los elfos. Luego regresó deprisa a la cueva, en la que las Mujeres Blancas ya acompañaban al Príncipe Negro, ralló las raíces, las hirvió, siguiendo las indicaciones de Resa, y administró al Príncipe la cocción caliente. Este ya estaba débil, muy débil, y sin embargo sucedió lo que ninguno de ellos osaba esperar: la cocción mitigó el veneno, lo durmió con su canto y restituyó la fuerza vital.

Y las Mujeres Blancas desaparecieron como si la Muerte las hubiera llamado a otro lugar.

Había leído las últimas frases con enorme facilidad, y sin embargo transcurrieron muchas horas malas antes de que se convirtieran en realidad. Al veneno le costaba rendirse, y las Mujeres Blancas iban y venían. Roxana esparció hierbas que las ahuyentaban, como había aprendido de Ortiga, pero las caras pálidas aparecían una y otra vez, casi invisibles ante las grises paredes de la cueva, y en cierto momento a Meggie le asaltó la sensación de que no sólo miraban al Príncipe Negro, sino también a ella.

¿No te conocemos?, parecían preguntar sus ojos. ¿No protegió tu voz al hombre que ya ha sido nuestro en dos ocasiones? Meggie les devolvió la mirada apenas durante una fracción de segundo, y sin embargo percibió en el acto la nostalgia de la que había hablado su padre: la nostalgia de un lugar situado mucho más allá de las palabras. Dio un paso hacia las Mujeres Blancas, deseosa de sentir sus manos frías sobre su corazón palpitante, para que eliminasen el miedo y el dolor, pero otras manos, manos firmes y cálidas, la sujetaron.

—¡Meggie, no las mires, por el amor de Dios! —le susurró Elinor—. Vamos, salgamos ahora mismo a tomar el aire. ¡Si estás ya tan pálida como esas criaturas!

Y sin tolerar una negativa, arrastró a la chica hacia el exterior, donde los bandidos secreteaban y los niños jugaban bajo los árboles, como si hubieran olvidado lo que sucedía en el interior de la cueva. La hierba estaba blanquecina por la escarcha, blanca como las mujeres que esperaban al Príncipe Negro, pero su embrujo se quebró en cuanto Meggie escuchó las risas de los niños, que se tiraban pinas y gritaban cuando la marta saltaba hacia ellos. La vida parecía mucho más poderosa que la muerte, la muerte mucho más poderosa que la vida. Como la pleamar y la bajamar…

También Resa estaba fuera de la cueva, rodeándose el cuerpo con los brazos, estremecida de frío, a pesar de que Recio le había echado sobre los hombros una capa de piel de conejo.

—¿Habéis visto a Birlabolsas? —preguntó a Elinor—. ¿Y a Ardacho con su urraca?

Baptista se les acercó. Parecía extenuado. Era la primera vez que se alejaba del Príncipe.

—Se han ido —informó—. Birlabolsas, Ardacho y otros diez más. Salieron tras Arrendajo… en cuanto fue evidente que el Príncipe no podría seguirlo.

—Pero Birlabolsas odia a Mo —Resa alzó tanto la voz que algunos bandidos se volvieron hacia ella y hasta los niños interrumpieron sus juegos—. ¿Por qué iba a querer ayudarle?

—Me temo que no se propone ayudarle —explicó Baptista en voz baja—. Ha dicho a los demás que va porque Arrendajo nos ha traicionado y quiere firmar su propio acuerdo con Violante. Además ha dicho que tu marido no nos contó toda la verdad sobre el Libro Vacío.

—¿Qué verdad? —la voz de Resa perdió todo su vigor.

—Birlabolsas —susurró Baptista— afirma que el libro no sólo te hace inmortal sino también inmensamente rico. A la mayoría de nuestros hombres eso les atrae mucho más que la inmortalidad. Por un libro así, venderían a su propia madre. ¿Por qué, se dicen ellos, no pretendería hacer lo mismo con nosotros Arrendajo?

—Pero eso es mentira. El libro sólo te hace inmortal, nada más —a Meggie no le preocupó levantar la voz. Que lo oyeran todos esos que secreteaban sobre su padre con las cabezas juntas.

Espantaelfos se volvió hacia ella, esbozando una sonrisa perversa en su rostro delgado.

—¿Ah, sí? ¿Y tú por qué lo sabes, pequeña bruja? ¿No te ocultó también tu padre que el libro hace que a Cabeza de Víbora se le pudra la carne sobre los huesos?

—Bueno, ¿y qué? —exclamó Elinor enfurecida, mientras rodeaba a Meggie con su brazo en un ademán protector—. Por eso sigue sabiendo una cosa: que sin duda puede confiar más en su padre que en un envenenador. Porque ¿quién ha envenenado al Príncipe sino vuestro admirado Birlabolsas?

Entre los bandidos se alzó un murmullo escasamente amable, y Baptista atrajo a Elinor a su lado.

—¡Ten cuidado con lo que dices! —le susurró—. No todos los amigos de Birlabolsas se han ido con él. Y si queréis saber mi opinión, el veneno no es propio de Birlabolsas. Un cuchillo, sí, pero el veneno…

—¿Ah, no? ¿Entonces quién ha sido? —replicó Elinor.

Resa alzó la vista hacia el cielo gris, como si pudiera encontrar la respuesta allí.

—¿Se llevó Ardacho a su urraca? —preguntó.

—Por fortuna —repuso Baptista—. Los niños le tienen miedo.

—No les faltan motivos —Resa escudriñó de nuevo el cielo, después miró a Baptista—. ¿Qué se propone Birlabolsas? —preguntó—. Responde.

—No lo sé —Baptista, fatigado, se limitó a encogerse de hombros—. A lo mejor intenta robar el libro a Cabeza de Víbora antes de que llegue al Castillo del Lago. Pero a lo mejor también va derecho hacia allí para apoderarse de él después de que Arrendajo haya escrito las tres palabras. Se proponga lo que se proponga, no podemos hacer nada. Los niños nos necesitan, y el Príncipe, mientras no mejore, también nos necesita. Piensa siempre que Dedo Polvoriento está con Arrendajo. ¡Birlabolsas no lo tendrá fácil con los dos! Y ahora, disculpa, he de regresar junto al Príncipe.

Birlabolsas no lo tendrá fácil con los dos. Sí, pero ¿qué sucedería si robaba el Libro Vacío a Cabeza de Víbora durante el trayecto, y éste llegaba al Castillo del Lago con la certeza de que tampoco Arrendajo podría ayudarle? ¿No mataría entonces a Mo en el acto? Y aunque Mo tuviese ocasión de escribir las tres palabras en las páginas en blanco… ¿qué ocurriría si Birlabolsas lo envenenaba tan alevosamente como es probable que hubiera hecho con el Príncipe para apoderarse del libro?

¿Qué pasaría, sí, qué pasaría…? Las preguntas mantuvieron desvelada a Meggie cuando hacía rato que todos dormían a su alrededor, hasta que se levantó para comprobar el estado del Príncipe Negro.

Dormía. Las Mujeres Blancas habían desaparecido, pero su rostro oscuro continuaba gris, como si las manos de éstas hubieran hecho palidecer su rostro. Minerva y Roxana se turnaban a su lado, y junto a ellas se sentaba Fenoglio, velando tal vez sus palabras para que no perdieran su eficacia.

Fenoglio… Fenoglio escribía nuevamente.

¿Qué decían las hojas que había ocultado debajo de sus ropas?

—¿Por qué inventaste a Arrendajo para tus canciones de bandidos en lugar de limitarte a escribir sobre el Príncipe? —le había preguntado Meggie tiempo atrás.

—Porque el Príncipe estaba cansado —le había contestado Fenoglio—. El Príncipe Negro necesitaba a Arrendajo tanto como los pobres que, llenos de esperanza, susurran su nombre por la noche. Además, el Príncipe llevaba demasiado tiempo formando parte de este mundo para creer que se lo pueda cambiar de verdad. Sus hombres nunca dudaban de que era de carne y hueso, igual que ellos. Sin embargo, en el caso de tu padre no tienen la misma certidumbre. ¿Lo entiendes?

Oh, sí, Meggie lo entendía de sobra. Pero Mo era de carne y hueso, y a Birlabolsas seguro que no le cabía la menor duda al respecto. Cuando regresó junto a los durmientes, Darius, con dos niños en el regazo, les contaba con voz suave una historia. A menudo los pequeños lo despertaban en plena noche, porque él se daba muy buena maña en ahuyentar sus pesadillas con un cuento, y Darius aceptaba con paciencia su destino. Le gustaba el mundo de Fenoglio —aunque era probable que le diera aún más miedo que a Elinor—, pero ¿lo cambiaría también con su voz, si se lo pidiera Fenoglio? ¿Leería él lo que quizá se negaría a leer Meggie?

¿Qué decían las hojas que Fenoglio había escondido tan apresuradamente de ella y de Elinor?

¿Qué?

Echa un vistazo, Meggie. De todos modos no puedes dormir.

Cuando se puso detrás del muro tras el que se encontraba el rincón donde dormía Fenoglio, llegaron a sus oídos los suaves ronquidos de Cuarzo Rosa. Su señor estaba sentado junto al Príncipe Negro, pero el hombre de cristal yacía justo sobre las ropas bajo las que Fenoglio había ocultado las hojas escritas. Meggie lo levantó con cuidado, asombrada como siempre por la frialdad de sus miembros transparentes, para depositarlo sobre la almohada que Fenoglio se había traído de Umbra. Sí. Las hojas continuaban en el mismo sitio donde Fenoglio las había escondido. Eran más de una docena, cubiertas de palabras escritas con premura —jirones de frases, preguntas, retazos de ideas que seguramente no tenían sentido para nadie salvo para su autor: ¿la pluma o la espada? ¿A quién ama Violante? Cuidado, Pífano… ¿Quién escribe las tres palabras? Meggie no logró descifrar todo, pero en la primera página, en mayúsculas, figuraban las palabras que aceleraron los latidos de su corazón: La canción de Arrendajo.

—Son simples ideas, Meggie, ya te lo dije. Sólo preguntas e ideas —la voz de Fenoglio la hizo volverse tan asustada que estuvo a punto de dejar caer las hojas sobre el dormido Cuarzo Rosa—. El Príncipe ha mejorado —añadió, como si ella hubiera acudido para escuchar la noticia—. Todo parece indicar que mis palabras, para variar, están manteniendo a alguien con vida en lugar de matarlo. Pero también es posible que viva únicamente porque esta historia crea que aún le será de utilidad. ¿Qué sé yo? —con un suspiro se sentó junto a Meggie y le quitó suavemente de las manos lo que él había escrito.

—Tus palabras ya salvaron a Mo —reconoció ella.

—Sí, quizá sí —Fenoglio deslizó la mano por la tinta seca, como si de ese modo pudiera erradicar de las palabras su carácter nocivo—. No obstante, ahora confías en ellas tan poco como yo, ¿verdad?

Tenía razón. Ella había aprendido a amar y a temer al mismo tiempo las palabras.

—¿Por qué La canción de Arrendajo? —inquirió en voz baja—. ¡No puedes seguir escribiendo canciones sobre él! Es mi padre. Inventa otro héroe. Seguro que se te ocurre alguno. Pero deja que Mo vuelva a ser Mo, simplemente Mo.

—¿Estás segura de que tu padre también lo desea? —preguntó Fenoglio con aire meditabundo—. ¿O eso te da igual?

—¡Claro que no! —la voz de Meggie se volvió tan cortante que Cuarzo Rosa se despertó, sobresaltado. Confundido, miró a su alrededor… y volvió a dormirse—. Pero seguro que Mo no quiere que lo envuelvas con tus palabras igual que una araña. ¡Lo estás cambiando!

—¡Qué disparate! Fue tu propio padre quien decidió convertirse en Arrendajo. Yo me limité a escribir unas canciones, y tú nunca has leído ninguna en voz alta. ¿Cómo pueden haber cambiado algo?

Meggie agachó la cabeza.

—¡Oh, no! —Fenoglio la miró, atónito—. ¿Las has leído?

—Después de que Mo cabalgara al castillo. Para protegerlo, para aumentar su fortaleza, su invulnerabilidad. Las leo todos los días.

—¡Lo que hay que ver! En fin, confiemos entonces en que esas palabras sean tan eficaces como las que he escrito para el Príncipe Negro.

Fenoglio le pasó el brazo por los hombros, como solía hacer cuando ambos eran prisioneros de Capricornio… en otro mundo, en otra historia. ¿O era la misma?

—Meggie —añadió en voz baja—. Aunque sigas leyendo mis canciones doce veces al día… ambos sabemos que tu padre no es Arrendajo por su causa. Si lo hubiera elegido a él como modelo para Pífano, ¿crees que se habría convertido en un asesino? ¡Claro que no! Tu padre es igual que el Príncipe Negro. Se identifica con los débiles. Eso no se lo escribido en el corazón, sino que siempre estuvo en él. Tu padre no cabalgó al castillo de Umbra por mis palabras, sino por los niños que duermen ahí fuera. Acaso tengas razón. A lo mejor esta historia lo está cambiando, pero él también cambia esta historia. El continúa narrándola, Meggie, con sus acciones, no con mis escritos. Aunque quizá le ayuden las palabras adecuadas…

—¡Protégelo, Fenoglio! —susurró Meggie—. Birlabolsas lo persigue, y odia a Mo.

Fenoglio la miró sorprendido.

—Pero ¿qué significa eso? ¿No quieres que escriba sobre él? Cielos, ya era bastante complicado cuando tenía que ocuparme solamente de mis propios personajes.

«Que también dejabas morir sin vacilar», pensó Meggie, pero calló. Al fin y al cabo, Fenoglio había salvado ese día al Príncipe Negro… y había sentido verdadero miedo por él. ¿Qué habría dicho Dedo Polvoriento por ese súbito asomo de compasión?

Cuarzo Rosa empezó a roncar.

—¿Lo oyes? —inquinó Fenoglio—. ¿Puedes decirme cómo una criatura tan ridículamente pequeña puede soltar ronquidos tan potentes? A veces me gustaría meterlo por las noches en el tintero para conseguir que reine la calma.

—¡Eres un viejo malísimo! —Meggie cogió las hojas y recorrió con el dedo las palabras escritas a vuelapluma—. ¿Qué significa todo esto? ¿Pluma o espada? ¿Quién escribe las tres palabras? ¿A quién ama Violante?

—Bueno, son sólo algunas de las preguntas cuyas respuestas determinarán el curso del relato. Toda buena historia se oculta tras una maraña de preguntas, y no es fácil descifrar sus secretos. A esto se añade que ésta tiene su propia cabeza, pero —Fenoglio bajó la voz, como si la historia lo escuchara— si le haces las preguntas correctas, ella te musita todos sus secretos. Una historia así es muy parlanchina.

Fenoglio leyó en voz alta lo que había escrito:

¿Pluma o espada? Una pregunta decisiva. Pero aún desconozco la respuesta. Tal vez sea ambas cosas. Ya veremos… ¿Quién escribirá las tres palabras? Eso, ¿quién? Tu padre se ha dejado apresar para hacerlo, pero quién sabe… ¿Se dejará burlar de verdad Cabeza de Víbora por su hija? ¿Es Violante tan lista como cree? Y: ¿A quién ama la Fea? Bueno, me temo que está enamorada de tu padre. Desde hace mucho tiempo. Desde mucho antes de haberlo encontrado.

—¿Qué? —preguntó Meggie, asombrada—. Pero ¿qué dices? ¡Violante apenas es mayor que Brianna y yo!

—¡Bobadas! Acaso no lo sea en años, pero ha vivido tanto que es, al menos, tres veces mayor que tú. Además, como muchas princesas, tiene una idea muy romántica de los bandidos. ¿Por qué crees que mandó iluminar a Balbulus todas mis canciones sobre Arrendajo? Y ahora él cabalga a su lado en carne y hueso. ¡No me digas que no es romántico!

—¡Eres abominable! —la furia de Meggie volvió a arrancar bruscamente de su sueño a Cuarzo Rosa.

—¿Por qué? —sólo te cuento todo lo que hay que tener en cuenta si yo intentase realmente contribuir a que esta historia llegase a buen puerto, a pesar de que la historia parece haber elegido otros derroteros. ¿Qué sucederá si tengo razón? ¿Si Violante ama de verdad a Arrendajo y tu padre la rechaza? ¿Lo protegerá de Cabeza de Víbora a pesar de todo? ¿Qué papel desempeñará Dedo Polvoriento? ¿Descubrirá Pífano el juego de Violante? ¡Preguntas y más preguntas! Créeme: ¡Esta historia es un laberinto! Parece que existen numerosos caminos, pero sólo uno es el correcto, y por cada paso equivocado uno recibe el castigo de una sorpresa desagradable. Pero esta vez estaré preparado. Esta vez veré los lazos que me tiende, Meggie… y hallaré la salida correcta. Sin embargo, para eso necesito preguntar. Por ejemplo: ¿dónde está Mortola? Esta cuestión no me concede ni un momento de respiro. Y ¡por el demonio de la tinta!, ¿qué está haciendo Orfeo? Preguntas y más preguntas… ¡Pero Fenoglio participa de nuevo en el juego! ¡Y ha salvado al Príncipe Negro!

Y las arrugas de su viejo rostro se llenaron de autocomplacencia.

¡Oh, en verdad era un viejo terrible!

Muerte de tinta
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