UNA TRETA TRAICIONERA

«¿Quiere poner fin a la crueldad?», preguntó ella. «¿Y a la avaricia y a todas esas cosas? No creo que lo consiga. Es usted muy listo, pero no lo conseguiría, no.»

Mervyn Peake, Gormenghast, libro primero: El joven Titus

Le esperaba un calabozo, ¿qué si no? ¿Y después? Mo recordaba demasiado bien la muerte que le había prometido Cabeza de Víbora. Puede durar días, muchos días y muchas noches. La intrepidez tan confiada que le había acompañado en las últimas semanas, la fría calma sembrada por el odio y las Mujeres Blancas… habían desaparecido, como si jamás hubieran existido. Desde su encuentro con las Mujeres Blancas ya no temía a la muerte. Se le antojaba algo familiar, en ocasiones incluso apetecible. Pero morir era diferente y él casi temía más estar encerrado. Demasiado bien recordaba la desesperación que le esperaba tras las puertas enrejadas, y el silencio en el que incluso el propio aliento era dolorosamente alto, en el que cada pensamiento era una tortura y a cada hora surgía la tentación de golpear la cabeza contra la pared hasta dejar de oír y de sentir.

Desde los días en la torre del Castillo de la Noche, Mo no soportaba las ventanas y puertas cerradas. Meggie parecía haberse desprendido de su reclusión igual que una libélula de su vieja piel, pero a Resa le sucedía lo mismo que a él, y cuando el miedo despertaba a uno de los dos sólo volvían a conciliar el sueño abrazando al otro.

No, por favor, la mazmorra de nuevo, no.

Eso era lo que hacía tan fácil el combate… que en él uno siempre podía elegir la muerte en lugar del cautiverio.

A lo mejor podía arrebatarle la espada a uno de los soldados, en uno de los pasillos más oscuros, lejos de los otros centinelas de guardia. Estos pululaban por doquier, con el escudo de Pardillo en el pecho. Tuvo que apretar los puños para que sus dedos no hicieran en el acto lo que estaba pensando. ¡Aún no, Mortimer! Otra escalera, antorchas encendidas a ambos lados. Claro, lo conducían hacia abajo, a las tripas del castillo. En lo más alto o en lo más profundo, ahí estaban las mazmorras. Resa le había hablado de las del Castillo de la Noche, tan hondas en la montaña que muchas veces creyó que se asfixiaba. Al menos no le empujaban ni golpeaban, como habían hecho los soldados de allí. ¿Serían también más corteses en las torturas y descuartizamientos?

Peldaño a peldaño, siguieron descendiendo cada vez más hondo. Uno delante de él, dos detrás, su aliento en su nuca. Ahora. ¡Mortimer! ¡Inténtalo! ¡Sólo son tres! Eran tan jóvenes, tenían caras infantiles, imberbes, asustados por la artificial ferocidad. ¿Desde cuándo obligaban a los niños a interpretar el papel de soldados? «Desde siempre», se respondió a sí mismo. «Son los mejores soldados porque todavía se consideran inmortales.»

Eran sólo tres. Pero gritarían, aunque los matase deprisa, y llamarían a otros.

La escalera acababa delante de una puerta. El soldado que le precedía la abrió. ¡Ahora! ¿A qué estás esperando? Mo estiró los dedos, preparándolos. Su corazón latía más deprisa, como si quisiera marcarle el ritmo.

—Arrendajo.

El soldado se volvió hacia él. Se inclinó y le cedió el paso con expresión tímida. Sorprendido, Mo observó a los otros dos. Admiración, miedo, respeto. La misma mezcla que para entonces se había encontrado con harta frecuencia, nacida no de sus hechos, sino de las palabras de Fenoglio. Traspasó la puerta abierta con cierta vacilación… y sólo entonces comprendió adonde lo habían conducido.

A la cripta de los príncipes de Umbra. Oh, sí, Mo también había leído sobre ella. Fenoglio había encontrado hermosas palabras para ese lugar de los muertos, palabras que sonaban como si el anciano soñase con yacer algún día en un recinto similar. Pero en el libro de Fenoglio aún no existía el lujosísimo sarcófago. Las velas ardían a los pies de Cósimo, unas velas altas color de miel. Su aroma endulzaba el ambiente, y su imagen de piedra, tendida sobre rosas de alabastro, sonreía como si tuviera un bonito sueño.

Al lado del sarcófago, tiesa como una vela, intentando tal vez compensar su ternura, había una mujer joven, vestida de negro, el cabello recogido tirante hacia atrás.

Los soldados inclinaron la cabeza ante ella mientras murmuraban su nombre.

Violante. La hija de Cabeza de Víbora. Seguían llamándola la Fea, a pesar de que la marca que le había acarreado ese apelativo apenas era una sombra en su mejilla, desvanecida al parecer el día en que Cósimo había retornado de entre los muertos. Aunque para regresar muy pronto.

La Fea.

Menudo apodo. ¿Cómo se vivía con él? Los súbditos de Violante sin embargo lo pronunciaban con ternura. Se decía que por la noche ella enviaba a los pueblos hambrientos las sobras de la cocina del castillo, que alimentaba a los menesterosos de Umbra vendiendo platería y caballos de las cuadras principescas, aunque Pardillo la encerrase durante días enteros en sus aposentos. Ella intercedía por los condenados que eran transportados en carretas al patíbulo, y por los que desaparecían en las mazmorras… aunque sus palabras no hallaban eco. Violante era impotente en su castillo, según le había confesado muchas veces a Mo el Príncipe Negro. Ni siquiera su hijo le pertenecía, pero Pardillo la temía pues seguía siendo la hija de su suegro inmortal.

¿Por qué le habían conducido ante ella, al lugar en el que dormía su marido muerto? ¿Quería ganar ella la recompensa fijada por la cabeza de Arrendajo antes de que la reclamase Pardillo?

—¿Tiene la cicatriz? —ella no apartaba los ojos de su rostro.

Uno de los soldados dio un tímido paso hacia Mo, pero éste se levantó la manga, igual que había hecho la niña la noche anterior. La cicatriz que habían dejado los dientes de los perros de Basta, hacía mucho tiempo, en otra vida… Fenoglio se había inventado una historia al respecto, y Mo creía a veces que el anciano había pintado la cicatriz con sus propias manos con tinta pálida sobre la piel.

Violante se le acercó. La pesada tela de su vestido arrastraba sobre el suelo de piedra. Era realmente pequeña, bastante más baja que Meggie. Cuando cogió la bolsa bordada que pendía de su cinturón, Mo esperaba el berilo, del que le había hablado Meggie, pero Violante sacó unas gafas. Cristales tallados, armazón de plata; las gafas de Orfeo debían de haber servido de modelo. Seguro que no fue fácil encontrar a un maestro capaz de tallar lentes semejantes.

—En efecto. La tan mentada cicatriz. Un artilugio traicionero —los cristales de las gafas agrandaban los ojos de Violante. No eran los de su padre—. Así que Balbulus tenía razón. ¿Sabes que mi padre ha aumentado la recompensa que ofrece por tu cabeza?

—He oído hablar de ello —reconoció Mo, ocultando de nuevo la cicatriz debajo de la manga.

—Y a pesar de todo has venido hasta aquí para contemplar los dibujos de Balbulus. Me encanta. Evidentemente es cierto lo que las canciones dicen de ti: que careces por completo de miedo; es más, quizá incluso te gusta.

Ella lo examinaba con detenimiento, como si lo comparase con el hombre de los dibujos de Balbulus. Pero cuando le devolvió la mirada y ella se ruborizó, Mo no habría sabido decir si por timidez o enfadada por haberse atrevido a mirarla a la cara. Ella se volvió con brusquedad, se acercó al sarcófago de su esposo y recorrió con los dedos los pétreos capullos de rosa con mimo, como si quisiera despertarlos a la vida.

—Yo en tu lugar habría actuado igual. Siempre he creído que nos parecemos. Desde que escuché a los juglares la primera canción sobre ti. Este mundo incuba la desgracia como una charca los mosquitos, pero se puede combatir. Ambos lo hemos comprendido. Yo ya robaba oro de la recaudación de impuestos cuando nadie cantaba sobre ti. Para un nuevo hospital de incurables, un albergue para mendigos o un hospicio para los huérfanos… Yo simplemente me encargué de hacer recaer la sospecha de haber robado el oro sobre uno de los administradores. Todos ellos merecen la horca.

Con cuánta rebeldía adelantó el mentón al volverse de nuevo hacia él. Casi igual que Meggie en ocasiones. Parecía muy vieja y muy joven al mismo tiempo. ¿Qué se proponía? ¿Entregarlo a su padre para alimentar a los pobres con la recompensa o para comprar al fin pergamino y pigmentos suficientes para Balbulus? Todo el mundo sabía que ella había empeñado hasta el anillo de casada por sus pinceles. «¿Qué podría ser más adecuado?», pensó Mo. La piel de un encuadernador vendida para hacer nuevos libros.

Uno de los soldados seguía justo detrás de él. Los otros dos vigilaban la puerta. Evidentemente era la única salida de la cripta. Tres. Sólo eran tres…

—Conozco todas las canciones sobre ti. Yo las mandé escribir —tras los cristales de las gafas los ojos eran grises, extraños y claros. Como si trasluciesen la carencia de fuerza. No, la verdad es que no se parecían en nada a los ojos de ofidio de Cabeza de Víbora. Tenían que ser los ojos de la madre de Violante. El libro que mantenía encerrada a la muerte había sido encuadernado en la estancia en la que ella, tras su caída en desgracia, había vivido con su fea hija pequeña. ¿Recordaría Violante todavía la cámara? Seguro que sí—. Las nuevas canciones no son muy buenas —prosiguió—, pero Balbulus lo compensa con sus dibujos. Desde que mi padre convirtió a Pardillo en señor de este castillo, él suele trabajar de noche, y yo siempre llevo los libros conmigo para evitar que los vendan como todos los demás. Los leo cuando Pardillo celebra fiestas en la sala grande. Los leo en voz alta, para que las palabras acallen el estrépito: el griterío de los borrachos, las risas estúpidas, el llanto de Tullio cuando vuelven a perseguirlo… Y cada palabra inunda mi corazón de esperanza, la esperanza de que algún día tú estés abajo, en la sala, con el Príncipe Negro a tu lado, y los mates a todos, uno detrás de otro, mientras yo estoy al lado pisando su sangre.

Los soldados de Violante no se inmutaron. Parecían acostumbrados a tales palabras de su señora.

Violante dio un paso hacia él.

—Te he mandado buscar desde que supe por los hombres de mi padre que te escondías a este lado del bosque. Quería encontrarte antes que ellos, pero eres experto en permanecer invisible. Seguramente te esconden las hadas y los duendes, según dicen las canciones, y las mujercitas de musgo curan tus heridas…

Mo no pudo evitar una sonrisa. Durante un momento la cara de Violante le había recordado a la de Meggie cuando él le contaba una de sus narraciones favoritas.

—¿Por qué sonríes? —Violante frunció el ceño y a Mo le pareció que Cabeza de Víbora lo miraba con sus ojos claros. Ándate con ojo, Mortimer—. Oh, ya lo sé, ella sólo es una mujer, piensas, casi una cría, sin poder, sin marido, sin soldados. Sí, la mayoría de mis soldados yacen muertos en el bosque porque mi marido se dio demasiada prisa en emprender la guerra contra mi padre. ¡Pero no soy tan tonta! Balbulus, repuse, pregona que buscas un nuevo encuadernador. A lo mejor de ese modo encontramos a Arrendajo. Si él es como dice Tadeo, vendrá, aunque sólo sea para ver tus dibujos. Después, cuando esté en mi castillo, cuando sea mi prisionero igual que antes lo fue en el Castillo de la Noche, le preguntaré si me ayuda a matar a mi inmortal padre.

Violante torció los labios divertida cuando Mo lanzó una rápida ojeada a sus soldados.

—¡No pongas esa cara de preocupación! Los soldados me son fieles. Los hombres de mi padre mataron a sus hermanos y padres en el Bosque Impenetrable.

—A vuestro padre no le durará mucho la inmortalidad.

Las palabras brotaron de los labios de Mo sin darse cuenta. «¡Estúpido!», se recriminó. «¿Has olvidado a quién tienes delante sólo porque algún rasgo de su rostro te recuerda a tu hija?»

Pero Violante sonreía.

—Así que es verdad lo que me comunicó el bibliotecario de mi padre —dijo tan bajo como si los muertos pudieran espiarla—. Cuando mi padre comenzó a sentirse mal, lo primero que se le ocurrió fue que una de sus criadas le había administrado veneno.

—Mortola —cada vez que Mo pronunciaba su nombre la veía levantando la escopeta.

—¿La conoces? —a Violante parecía disgustarle tanto como a él pronunciar su nombre—. Mi padre mandó que la torturaran para que confesara qué veneno le había administrado, y como ella no confesó, hizo que la encerraran en una mazmorra debajo del Castillo de la Noche, pero un buen día desapareció. Espero que haya muerto. Dicen que envenenó a mi madre —Violante se acarició la tela negra de su vestido, como si hubiera hablado de la calidad de la seda y no de la muerte de su progenitora—. Sea como fuere, con el correr del tiempo mi padre ha comprendido quién es el culpable de que se le pudra la carne sobre los huesos. Poco después de tu fuga, Tadeo notó que el libro desprendía un olor raro y las páginas se hinchaban. Los cierres lo ocultaron durante algún tiempo y seguramente tú así lo pretendías, pero ahora apenas consiguen mantener unidas las tapas de madera. Al descubrir el estado del libro, el pobre Tadeo estuvo a punto de morir del susto. Era el único, aparte de mi padre, que podía tocarlo y conocía su escondrijo… Conocía incluso las tres palabras que hay que escribir en él. Mi padre habría hecho matar a cualquier otro que las supiera. Pero él confía en el anciano más que en cualquier otra persona, acaso porque Tadeo fue su maestro durante años y años y lo protegió en innumerables ocasiones de mi abuelo cuando era niño. Quién sabe. Como es natural, Tadeo no le ha contado nada a mi padre sobre el estado del libro. Por tan malas noticias habría mandado ahorcar en el acto incluso a su viejo maestro. No. Tadeo llamó en secreto a todos los encuadernadores conocidos entre el Bosque Impenetrable y el Castillo de la Noche, y cuando supo que ninguno de ellos podía ayudarle, por consejo de Balbulus ordenó encuadernar un segundo libro, completamente igual al tuyo, que mostraba a mi padre cuando éste se lo ordenaba. Mi padre, sin embargo, empeora de día en día. Todo el mundo está enterado. Su aliento hiede igual que el agua pantanosa estancada, y su cuerpo se estremece, como si las Mujeres Blancas estuvieran tan cerca que percibiese su aliento. ¡Menuda venganza, Arrendajo! Una vida interminable con sufrimientos interminables. Eso no parece obra de un ángel, sino de un demonio muy astuto. ¿Cuál de ambos eres tú?

Mo no le contestó. «¡No confíes en ella!», decía una vocecita en su interior. Pero curiosamente su corazón opinaba algo muy distinto.

—Como te decía, durante mucho tiempo mi padre sospechó de Mortola —prosiguió Violante—. Eso hizo que olvidara incluso tu búsqueda. Pero un día uno de los encuadernadores a los que Tadeo había pedido ayuda le reveló lo que sucedía con el libro, seguramente confiando en ser recompensado con plata por esa noticia. Mi padre lo mandó matar —al fin y al cabo nadie debe saber que es inmortal—, pero las novedades pronto se divulgaron. Ahora quedan pocos encuadernadores vivos al otro lado del bosque. La horca fue el castigo para todo aquel que no fuese capaz de curar al libro. Y a Tadeo lo ha encerrado en las mazmorras emplazadas debajo del Castillo de la Noche… «para que tu carne se pudra con la misma lentitud que la mía», cuentan que dijo mi padre. No sé si continúa con vida. Tadeo es un anciano y las mazmorras del Castillo de la Noche matan incluso a los jóvenes.

Mo sintió náuseas, igual que antaño en el Castillo de la Noche, cuando había encuadernado el Libro Vacío para salvar a Resa, a Meggie y a sí mismo. Ya entonces había intuido que él cambiaba sus vidas por las de muchos otros. Pobre y medroso Tadeo. Mo se lo imaginaba acurrucado en una de las mazmorras sin ventanas. También veía a los encuadernadores con claridad meridiana, figuras perdidas, balanceándose de un lado a otro arriba, en el aire… Cerró los ojos.

—Vaya. Es justo lo que cuentan las canciones —oyó comentar a Violante—. Un corazón, compasivo como ningún otro, late en su pecho. Te apena de veras que otros mueran por lo que tú hiciste. No seas tonto. A mi padre le gusta matar. De no haber sido los encuadernadores, habría mandado ahorcar a otros. Finalmente no fue un encuadernador, sino un alquimista quien halló el modo de conservar el libro. Por lo visto el método es muy desagradable y no consiguió anular del todo el daño que tú causaste, pero al menos el libro ha dejado de pudrirse, y mi padre te busca con ahínco, pues sigue creyendo que eres el único capaz de eliminar la maldición que con tanta habilidad ocultaste entre las páginas vacías. No esperes a que te encuentre. ¡Anticípate a él! Hazlo conmigo. Tú y yo, Arrendajo. Su hija y el bandido que ya le burló una vez. ¡Nosotros podemos ser su perdición! Ayúdame a matarlo, juntos será muy fácil.

¡Cómo lo miraba! Esperanzada como una niña que acaba de manifestar su deseo más ferviente. ¡Venga, Arrendajo, matemos a mi padre! «¿Qué hay que hacerle a una hija», se preguntó Mo, «para despertar en ella semejante deseo?».

—No todas las hijas aman a sus padres, Arrendajo —adujo Violante, como si ella, igual que hacía Meggie tantas veces, hubiera leído sus pensamientos—. Dicen que tu hija te adora, y tú a ella. Pero mi padre matará a tu hija, a tu mujer, a todos los que amas, y al final del todo, a ti mismo. No permitirá que sigas convirtiéndolo en el hazmerreír de sus súbditos. Te encontrará, aunque te escondas con la habilidad de un zorro en su madriguera, porque su propio cuerpo le recuerda con cada aliento lo que le has hecho. Le duele la piel con la luz del sol, sus miembros están tan esponjados que le impiden montar a caballo. Le cuesta trabajo incluso andar. Día y noche se imagina lo que puede haceros a ti y a los tuyos. Ha ordenado a Pífano que escriba canciones sobre tu muerte, canciones tan espantosas que todo el que las escucha es incapaz de conciliar el sueño, y muy pronto enviará a Nariz de Plata para cantarlas también aquí… y para darte caza. Pífano ha esperado mucho tiempo esa orden, y te encontrará. Tu compasión hacia los pobres será su cebo. Matará a los que sea menester hasta que su sangre te saque del bosque. Pero, si yo te ayudo…

Una voz interrumpió a Violante. Una voz infantil, acostumbrada a que los adultos le prestasen atención, bajaba resonando por la escalera interminable que conducía a la cripta.

—¡Seguro que está con ella, ya lo verás! —qué excitado parecía Jacopo—. Balbulus es un mentiroso muy bueno, el mejor cuando miente por mi madre. Pero al mismo tiempo se da tirones de las mangas y mira con más vanidad de la habitual. Mi abuelo me ha enseñado a tener en cuenta esas cosas.

Los centinelas de la puerta miraron interrogantes a su señora. Pero Violante no les prestaba atención. Escuchaba con atención, y cuando una segunda voz penetró a través de la puerta, Mo vio por primera vez miedo en sus ojos intrépidos. Él también reconoció la voz, a pesar de que hasta entonces sólo la había escuchado a través de una niebla febril, y su mano tanteó el cuchillo oculto en su cinturón. Pájaro Tiznado hablaba como si el fuego que manejaba con tanta torpeza hubiera cauterizado sus cuerdas vocales.

«Su voz es como una advertencia —había dicho una vez Resa sobre él—, una advertencia de su bonita cara y de la eterna sonrisa que exhibe».

—¡Sí, sí, eres un chico listo, Jacopo! —¿percibiría el chico la burla en estas palabras?—. Pero ¿por qué no vamos a las habitaciones de tu madre?

—Porque ella no sería tan estúpida como para llevarlo allí. Mi madre es lista, mucho más lista que todos vosotros.

Violante se situó al lado de Mo y agarró su brazo.

—¡Esconde ese cuchillo! —le susurró—. Arrendajo no morirá en este castillo. No quiero escuchar esa canción. Acompáñame.

Con una seña ordenó al soldado situado detrás de Mo —un joven alto y ancho de hombros que empuñaba la espada como si no la utilizase con excesiva frecuencia— que se acercase a ella, y con paso decidido se introdujo entre los sarcófagos de piedra como si no tuviera que esconder por primera vez a alguien de su hijo. La cripta albergaba más de una docena de sarcófagos.

Sobre la mayoría yacían durmientes de piedra, con las espadas sobre el pecho, perros a sus pies, cojines de mármol o granito debajo de las cabezas. Violante pasó presurosa a su lado sin dirigirles una sola mirada, hasta que se detuvo delante de uno cuya sencilla tapa estaba rajada justo por la mitad. Como si el muerto la hubiera resquebrajado de un empujón.

—Si Arrendajo no está aquí, asustaremos un poco a Balbulus, ¿eh? Regresaremos y tú harás que el fuego lama sus libros —Jacopo pronunció el nombre de Balbulus encelado, como si hablara de un hermano mayor que fuese el preferido de la madre.

La cara joven del soldado enrojeció por el esfuerzo cuando corrió a un lado la parte inferior de la tapa del sarcófago. Mo conservaba el cuchillo en la mano cuando se introdujo en el interior. Dentro no yacía ningún muerto, a pesar de lo cual Mo se quedó sin aliento al estirarse en aquella fría estrechez. El sarcófago estaba hecho sin duda alguna para un hombre más pequeño. ¿Había tirado Violante los huesos para ocultar a espías en su interior? La oscuridad era casi total cuando el soldado corrió la tapa rota devolviéndola a su lugar. Sólo por unos agujeros que formaban el dibujo de una flor penetraba algo de luz y aire. «Respira, Mo, tranquilo.» Seguía con el cuchillo en la mano. Lástima que no sirviera ninguna de las espadas de piedra de los muertos.

—¿Crees de verdad que merece la pena arriesgar la piel por unos cuantos pellejos de cabra pintados? —le había preguntado Baptista cuando le rogó que le cosiera las ropas y el cinturón.

«Oh, Mortimer, qué necio eres. ¿No te ha demostrado ya este mundo con harta frecuencia lo peligroso que es?» Sin embargo, las pieles de cabra pintadas habían resultado maravillosas.

Llamaron a la puerta. Descorrieron un cerrojo. Las voces llegaron con más claridad a sus oídos. Pasos… Mo intentó atisbar por los agujeros, pero sólo vio otro sarcófago y el ribete negro del vestido de Violante, que desapareció al alejarse ella. No, sus ojos no le ayudarían. Inclinó la cabeza sobre la fría piedra y aguzó los oídos. Qué ruidoso era su aliento. ¿Había un sonido más sospechoso entre los muertos?

«¿Y si la aparición de Pájaro Tiznado precisamente ahora no es una casualidad?», susurró una voz en su interior. ¿Y si Violante lo estaba esperando? No todas las hijas aman a sus padres. ¿Y si la Fea quería hacer a su padre un regalo muy especial? Mira a quién he capturado para ti. A Arrendajo. Se disfrazó de cuervo. ¿A quién pensaría engañar con eso?

—Alteza —la voz de Pájaro Tiznado resonó por la cripta como si estuviera justo al lado del sarcófago donde yacía Mo—, disculpad que perturbemos vuestro luto, pero vuestro hijo está empeñado en que me reúna con un visitante que vos habéis recibido hoy. Cree que es un viejo y muy peligroso conocido mío.

—¿Visitante? —la voz de Violante sonó tan fría como la piedra bajo la cabeza de Mo—. Aquí abajo el único visitante es la muerte, y de poco sirve prevenir contra ella, ¿no es así?

Pájaro Tiznado soltó una risita desagradable.

—No, seguro que no, pero Jacopo me ha hablado de un visitante de carne y hueso, un encuadernador, alto, pelo oscuro…

—Balbulus ha recibido hoy a un encuadernador —respondió Violante—. Lleva mucho tiempo buscando a alguien que conozca el oficio mejor que los encuadernadores de Umbra.

¿Qué ruido era ése? Pues claro. Jacopo estaba saltando por las losas de piedra. Al parecer de vez en cuando se comportaba igual que otros niños. Los saltos se aproximaron. Qué poderosa era la tentación de levantarse. Es difícil mantener el cuerpo inmóvil como el de un muerto cuando uno todavía respira. Mo cerró los ojos para no ver la piedra a su alrededor. «Respira, Mortimer, lo más suave que puedas, con el mismo sigilo que las hadas.»

Los saltos se interrumpieron muy cerca de él.

—¡Lo has escondido! —la voz de Jacopo llegó a oídos de Mo como si hubiera pronunciado esas palabras exclusivamente para él—. ¿Quieres que revisemos los sarcófagos, Pájaro Tiznado?

La idea parecía muy atractiva, pero Pájaro Tiznado soltó una risita nerviosa.

—Bueno, seguro que cuando le expliquemos a tu madre con quién tiene que vérselas no será necesario. Ese encuadernador podría ser el que vuestro padre busca tan desesperadamente.

—¿Arrendajo? ¿Que Arrendajo está aquí, en el castillo? —la voz de Violante sonó tan incrédula que hasta Mo creyó en su asombro—. ¡Claro! Se lo he dicho a mi padre por activa y por pasiva: algún día la temeridad de ese bandido le resultará fatal. ¡No te atrevas a decirle nada a Pardillo! ¡Quiero capturar a Arrendajo yo para que mi padre comprenda por fin a quién pertenece el trono de Umbra! ¿Has reforzado la guardia? ¿Has enviado soldados al taller de Balbulus?

—Ejem… no… —Pájaro Tiznado parecía visiblemente confundido—. Quiero decir… él ya no está con Balbulus, él…

—¿Cómo? ¡Majadero! —la voz de Violante se tornó tan dura como la de su padre—. Hay que bajar la reja levadiza de la puerta. ¡Inmediatamente! Si mi padre se entera de que Arrendajo ha estado en este castillo, en mi biblioteca, y se ha marchado a caballo tan tranquilo… —cuan amenazadoramente dejó que se extinguieran sus palabras en el aire frío. ¡Oh, sí, era lista, su hijo tenía razón!

—¡Sandro! —debía de ser uno de sus soldados—. Di a la guardia de la puerta principal que bajen la reja levadiza. Nadie debe abandonar el castillo. Nadie, ¿me oyes? Confío en que no sea demasiado tarde. Jacopo!

—¿Qué? —en la voz clara latía el miedo, la testarudez… y un punto de desconfianza.

—Si descubre que la puerta está cerrada, ¿dónde podría esconderse Arrendajo? Tú conoces todos los escondrijos de este castillo.

—¡Seguro! —respondió Jacopo, halagado—. Puedo enseñártelos uno a uno.

—Bien. Coge a tres guardias de arriba, de la puerta del salón del trono, y condúcelos a los mejores escondites que conozcas. Yo iré a hablar con Balbulus. ¡Arrendajo! ¡En mi castillo!

Pájaro Tiznado balbuceó algo. Violante lo interrumpió con aspereza y le ordenó acompañarla. Los pasos y voces se alejaron. Mo creyó escucharlos durante un buen rato ascendiendo los interminables escalones que conducían arriba, lejos de los muertos, de regreso al mundo de los vivos, a la luz del día, donde se podía respirar…

Cuando reinó un completo silencio, se quedó tumbado unos instantes torturadores a la escucha, hasta que creyó oír las voces de los muertos. Después apoyó las manos contra la tapa de piedra… y agarró en el acto el cuchillo en cuanto resonaron nuevos pasos.

—¡Arrendajo! —era apenas un susurro.

La tapa rota se deslizó a un lado y el soldado que le había ayudado a entrar en su escondite le tendió la mano.

—¡Hemos de apresurarnos! —susurró—. Pardillo ha dado la alarma. Hay guardias por todas partes, pero Violante conoce salidas de este castillo que ni siquiera Jacopo ha encontrado aún. Eso espero —añadió.

Mo seguía empuñando el cuchillo cuando salió del sarcófago, las piernas entumecidas por la estrechez.

* * *

—¿A cuántos habéis matado ya? —preguntó el joven mirándolo de hito en hito.

Su voz sonaba casi reverente. Como si matar fuese un arte tan excelso como el de Balbulus. ¿Qué edad tendría? ¿Catorce años? ¿Quince? Parecía más joven que Farid.

¿Cuántos? ¿Qué debía responder? Unos meses antes la respuesta habría sido muy fácil: quizá incluso habría soltado una carcajada al escuchar una pregunta tan absurda.

—No tantos como los que aquí yacen —se limitó a responder, a pesar de que no estaba seguro de decir la verdad.

El joven deslizó la mirada por los muertos, como si los contase.

—¿Es fácil?

A juzgar por la curiosidad que se reflejaba en sus ojos, él parecía no conocer de verdad la respuesta a pesar de la espada ceñida al costado y la cota de malla sobre el pecho.

«Sí», pensó Mo. «Sí, lo es… una vez que en tu pecho late un segundo corazón, frío y de aristas duras como la espada que portas. Unas gotas de odio y furia, unas semanas de miedo y de rabia desvalida bastan para que crezca dentro de ti. Te marca el compás cuando llega el momento de matar, salvaje y rápido. Y sólo después vuelves a sentir tu otro corazón, tan blando y cálido. Se estremece ante lo que has hecho al compás del otro. Duele y tiembla… Pero eso acontece después.»

El joven seguía mirándolo.

—Es muy fácil —repuso Mo—. Morir es más difícil.

Aunque la sonrisa de piedra de Cósimo dijera otra cosa.

—¿No has dicho que debíamos darnos prisa?

—Sí… sí, claro —el joven se puso colorado bajo su casco brillante.

Delante de un nicho, entre los sarcófagos, montaba guardia un león de piedra con el escudo de Umbra sobre el pecho… seguramente el único ejemplar que Pardillo no había mandado hacer trizas. El soldado introdujo la espada entre sus dientes regañados, y la pared de la cripta se abrió lo justo para permitir que un hombre adulto se colase por ella. ¿No había descrito Fenoglio esa entrada? A la cabeza de Mo acudieron palabras leídas hace mucho tiempo sobre un antepasado de Cósimo al que ese pasadizo había salvado muchas veces de sus enemigos. «Y las palabras salvan a Arrendajo una vez más», pensó. Bueno, ¿por qué no? Estaba hecho de ellas. No obstante, acarició la piedra como si sus dedos tuvieran que asegurarse de que las paredes de la cripta no estaban hechas de papel.

—El pasadizo termina más arriba del castillo —le informó el joven en un murmullo—. Violante no ha conseguido sacar de las cuadras a vuestro caballo. Habría llamado demasiado la atención. Pero otro os aguardará allí. El bosque será un hervidero de soldados, de modo que tened cuidado. He de entregaros esto.

Mo introdujo la mano en las alforjas que le entregaba el otro.

Libros.

—Violante me encarga deciros que os brinda este regalo con la esperanza de que selléis con ella la alianza que os ofrece.

El corredor era interminable, casi tan angustiosamente angosto como el sarcófago, y Mo se alegró al divisar por fin la luz del día. La salida apenas era una hendidura entre unas peñas. El caballo esperaba abajo, entre los árboles. Mo contempló el Castillo de Umbra debajo de él, los centinelas sobre las murallas, los soldados saliendo por la puerta de la ciudad cual bandada de langostas. Sí, tendría que extremar las precauciones. A pesar de todo hurgó en las alforjas, se ocultó entre las peñas… y abrió uno de los libros.

Muerte de tinta
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