AMOR VESTIDO DE ODIO

¿De dónde procede este amor? No lo sé. Vino a mí de noche, como un ladrón (…) yo sólo podía esperar que mis crímenes fueran tan horrendos que el amor permaneciera oculto en su sombra cual grano de mostaza. Deseé haber cometido crímenes aún peores que ocultaran mejor mi amor. Pero el grano de mostaza echó raíces y creció y el brote verde partió mi corazón en canal.

Philip Pullman, El catalejo lacado

Cabeza de Víbora quería sangre de hada, una bañera llena para meterse en ella y mitigar los picores de su piel. Orfeo estaba escribiendo los nidos de hada en los desnudos cerezos que crecían bajo su ventana, cuando escuchó pasos sigilosos a su espalda. Dejó la pluma con tal brusquedad que empapó de tinta los pies grises de Hematites. ¡Arrendajo!

Orfeo creía percibir ya la espada entre los omóplatos: al fin y al cabo, él mismo había atizado su sed de sangre, impregnándolo de cólera, rabia e impotencia. ¿Cómo había logrado pasar junto a los centinelas? Había tres delante de la puerta y al lado acechaba Pulgarcito… Pero Orfeo, al girarse, no se topó con Mortimer, sino con Dedo Polvoriento.

¿Qué hacía ése aquí? ¿Por qué no estaba delante de la jaula donde se encontraba su hija lloriqueante, y se dejaba devorar por el íncubo?

Dedo Polvoriento.

Un año antes, el mero pensamiento de tenerlo ante sus ojos lo habría embriagado de felicidad… en la habitación desconsoladora en la que moraba entonces, rodeado de libros que hablaban de la nostalgia de su corazón, sin lograr mitigarla, la nostalgia de un mundo que inclinase la cerviz ante él, la nostalgia de librarse de una vez de la vida falsa, gris, de ser el Orfeo que dormía en su interior, el que no veían los que se burlaban de él… Seguramente nostalgia no era la palabra correcta. Era demasiado mansa, demasiado suave y resignada. La avidez era lo que lo impulsaba, la avidez de todo aquello que no poseía.

Oh, sí. Entonces ver a Dedo Polvoriento lo habría colmado de felicidad. Pero ahora su corazón se aceleró por otros motivos. El odio que experimentaba aún sabía a amor, pero eso no lo hacía más dócil. De pronto, Orfeo vio en ese libro la ocasión para tramar una venganza tan completa que sonrió sin darse cuenta.

—Mira quién está aquí, mi amigo de la infancia. Mi amigo desleal —Orfeo deslizó el libro de Violante debajo del pergamino en el que escribía. Hematites, asustado, se encogió detrás del tintero. Miedo. No era una sensación forzosamente mala. A veces podía resultar muy estimulante—. Supongo que estás aquí para robarme algunos libros más, ¿verdad? —prosiguió—. Eso no servirá de nada a Arrendajo, las palabras han sido leídas y él las obedecerá. Es el precio que se paga cuando uno hace suya una historia. Pero ¿qué tal estás? ¿Has visto últimamente a tu hija?

¡Aún no se había enterado! Ah, el amor. Sí, contra él era impotente incluso el corazón carente de miedo que Dedo Polvoriento se había traído de entre los muertos.

—La verdad, creo que deberías ir a verla. Su llanto te parte el corazón y desgreña sus hermosos cabellos.

¡Cómo lo miraba él! «Sí, ya te tengo», pensó Orfeo. «Os he atrapado a los dos, a ti y a Arrendajo.»

—Mi perro negro vigila a tu hija —añadió, y cada palabra sabía a vino especiado—. Seguramente eso la aterrará. Pero le he ordenado que de momento no se sacie con su dulce carne ni con su alma.

Ahí estaba… así que el miedo aún podía morder a Dedo Polvoriento. Qué palidez había adquirido de repente su rostro sin cicatrices. Miraba la sombra de Orfeo, pero el íncubo no surgió de ella. No, estaba delante de la jaula en la que Brianna, llorando, llamaba a su padre.

—Si tan siquiera la roza, te mataré. No entiendo nada de matar, pero por ti aprendería —sin las cicatrices, el rostro de Dedo Polvoriento parecía mucho más vulnerable. Las chispas cubrían sus ropas y su pelo.

A Orfeo no le quedó más remedio que admitirlo… seguía siendo aún su personaje predilecto. Le hiciera lo que le hiciera, por mucho que lo traicionara, nada cambiaría. Su corazón lo amaba como un perro. Mayor razón para eliminar de una vez de esa historia al Bailarín del Fuego… aunque fuera una verdadera lástima. Era increíble que sólo hubiera acudido a verlo para proteger a Arrendajo. ¡Tanta nobleza no le pegaba en absoluto! Qué va. Ya iba siendo hora de que el Bailarín del Fuego interpretara otro papel más acorde con su naturaleza.

—Puedes rescatar a tu hija —Orfeo dejó deshacerse las palabras en su lengua.

Oh, dulce venganza. La marta sobre el hombro de Dedo Polvoriento enseñó los dientes. Qué animal horrendo.

Dedo Polvoriento acarició su pelaje pardo.

—¿Cómo?

—Bueno, primeramente apagarás la iluminación tan artística que has creado para este castillo, y ¡sin tardanza!

Las chispas de las paredes se inflamaron como si quisieran agarrarlo, pero después se apagaron. Sólo continuaron brillando en el pelo y en las ropas de Dedo Polvoriento. Qué arma tan terrible podía ser el amor. ¿Había cuchillo más afilado? Ya era hora de hundirlo un poco más en su corazón desleal.

—Tu hija llora en la misma jaula que ocupó Arrendajo —continuó Orfeo—. Como es natural, ahí dentro está mucho más bella que él, con su pelo de fuego. Como un pájaro espléndido…

Las chispas envolvían a Dedo Polvoriento igual que una neblina roja.

—Tráenos al pájaro que en realidad pertenece a esa jaula. Tráenos a Arrendajo y tu hermosa hija quedará libre. Si no lo haces, alimentaré a mi perro negro con su carne y con su alma. ¡No me mires así! Por lo que sé, ya interpretaste un día el papel de traidor. Intenté escribir para ti un papel mejor, pero no quisiste saber nada del asunto.

Dedo Polvoriento se limitaba a mirarlo en silencio.

—¡Me robaste el libro! —a Orfeo casi le falló la voz, sus palabras aún destilaban amargura—. Te pusiste de parte del encuadernador de libros, a pesar de que te arrancó de tu historia, en lugar de optar por el hombre que te trajo de vuelta a casa. Eso fue cruel, muy cruel —los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¿Qué creías? ¿Que iba a aceptar sin más ese engaño? No. En realidad sólo me proponía enviarte de vuelta con los muertos, sin alma, hueco como un insecto chupado, pero esta venganza me gusta todavía más. Volveré a convertirte en un traidor. ¡Cómo desgarrará esto el noble corazón del encuadernador!

Las llamas que salían de las paredes se avivaron, brotando del suelo, y chamuscaron las botas de Orfeo. Hematites gemía de miedo y se cubría la cabeza con sus brazos de cristal. La furia de Dedo Polvoriento se transmitía a las llamas, ardía sobre su rostro y llovía del techo en forma de chispas.

—Manten tu fuego alejado de mí —rugió Orfeo—. Soy el único al que obedece el íncubo, y tu hija será lo primero que coma cuando esté hambriento, y eso ocurrirá pronto. Quiero un rastro de fuego hasta el lugar donde se esconde Arrendajo, y yo seré el hombre que se lo enseñe a Cabeza de Víbora. ¿Entendido?

Las llamas de las paredes se extinguieron por segunda vez. Incluso las velas del pupitre se apagaron, y la estancia de Orfeo se oscureció. Sólo el mismo Dedo Polvoriento seguía envuelto en chispas, como si el fuego surgiera de su interior.

¿Por qué su mirada lo avergonzaba tanto? ¿Por qué su corazón seguía albergando amor? Orfeo cerró los ojos y, al abrirlos, Dedo Polvoriento había desaparecido.

Cuando Orfeo salió por su puerta, los guardianes que debían vigilar su habitación llegaban andando a trompicones por el corredor, con las caras deformadas por el pánico.

—¡Arrendajo ha estado aquí! —balbucearon—. Pero era de fuego, y de pronto se convirtió en humo. Pulgarcito ha ido a comunicárselo a Cabeza de Víbora.

Estúpidos. Serían todos pasto del íncubo.

«No te enfades, Orfeo. Pronto entregarás el verdadero Arrendajo a Cabeza de Víbora. Y tu íncubo también devorará al Bailarín del Fuego.»

—Decid al Príncipe de la Plata que envíe algunos hombres al patio bajo mi ventana —dijo, rabioso, a los centinelas—. Allí encontrarán nidos de hada suficientes para llenar una bañera con sangre.

Después regresó a su habitación y trajo los nidos con la lectura. Pero desde las letras le miraba el rostro de Dedo Polvoriento, como si viviera detrás de todas ellas. Como si todas las letras hablaran únicamente de él.

Muerte de tinta
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