MANOS DE SOLDADO
¿Escoge el caminante al camino o el camino al caminante?
Garth Nix, Sabriel
Umbra parecía más que nunca una ciudad muerta cuando Resa regresó al establo en el que había dejado su caballo, y en el silencio que reinaba entre las casas volvió a escuchar la voz de Orfeo pronunciando las mismas palabras con igual claridad que si caminara detrás de ella. Pero cuando su cabeza esté ensartada en una pica encima de la puerta del castillo, ojalá recuerdes que yo habría podido mantenerlo con vida. Casi la cegaron las lágrimas mientras caminaba a trompicones en plena noche. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer? ¿Desistir? No. Jamás.
Se detuvo.
¿Dónde estaba? Umbra era un laberinto de piedra y los años en los que había aprendido a orientarse por las estrechas callejuelas quedaban muy atrás.
Cuando prosiguió su camino, sus propios pasos resonaban en sus oídos. Llevaba las mismas botas que el día en que Orfeo los trajo con la lectura a Mo y a ella. Él estuvo a punto de matarlo. ¿Lo había olvidado?
Un siseo por encima de su cabeza la sobresaltó. A continuación, un sordo crepitar, y por encima del castillo la noche se tino de un rojo escarlata, como si hubieran prendido fuego al cielo. Pájaro Tiznado entretenía a Pardillo y a sus invitados alimentando las llamas con veneno de alquimista y maldad hasta que éstas se retorcían, en lugar de bailar como hacían con Dedo Polvoriento.
Dedo Polvoriento. Sí, ella también deseaba su retorno, y se le helaba el corazón al pensar que yacía con los muertos. Pero aún se le helaba más al pensar que las Mujeres Blancas alargaban de nuevo sus manos hacia Mo. No obstante… ¿no se lo llevarían si permanecía en ese mundo? Tu marido perecerá en esta historia.…
¿Qué debía hacer?
El cielo se tiñó de un verde sulfuroso. El fuego de Pájaro Tiznado era multicolor, y la calle por la que bajaba con pasos cada vez más presurosos terminaba en una plaza que nunca había visto. Las casas eran pobres. En el umbral de una puerta yacía un gato muerto. Indecisa, se acercó a la fuente que había en medio de la plaza… y se volvió sobresaltada al oír pasos a su espalda. Tres hombres surgieron de las sombras entre las casas. Soldados con los colores de Cabeza de Víbora.
—Vaya, ¿a quién tenemos deambulando por ahí a una hora tan tardía? —dijo uno, mientras los otros dos, en un par de zancadas, le cortaban el paso—. ¿No os lo dije? En Umbra se encuentran cosas más interesantes que el rollo de escupefuego de Pájaro Tiznado.
Y ahora ¿qué, Resa? Llevaba un cuchillo, pero ¿de qué le serviría contra tres espadas? Y uno encima portaba una ballesta. Había visto con harta frecuencia lo que hacían sus flechas. ¡Tendrías que haberte puesto ropa de hombre, Resa! ¿No te ha contado mil veces Roxana que ninguna mujer de Umbra sale de casa tras oscurecer por miedo a los hombres de Pardillo?
—¿Qué? Seguro que tu hombre está tan muerto como todos los demás, ¿no? —el soldado apenas era más alto que ella, pero los otros dos le sacaban la cabeza.
Resa alzó la vista hacia las casas, pero ¿quién iba a acudir en su ayuda? Fenoglio vivía al otro lado de Umbra, y Orfeo… aunque pudiera oírla, ¿la ayudarían él y su gigantesco criado después de haber rechazado su trato? Inténtalo, Resa, ¡grita! A lo mejor Farid te echa una mano. Pero su voz no la obedecía, igual que entonces, la primera vez que se perdió en este mundo…
En las casas circundantes sólo se veía una ventana iluminada. Una anciana asomó la cabeza y retrocedió deprisa al divisar a los soldados. «¿Has olvidado de qué está hecho este mundo?», creyó oír decir a su marido. Pero suponiendo que sólo se compusiera de palabras, ¿qué decían de ella esas palabras? Pero allí había una mujer que se extravió nada menos que dos veces en el mundo situado detrás de las letras, y la segunda vez ya no halló el camino de regreso.…
Ahora dos de los soldados estaban justo detrás de ella. Uno le puso las manos en las caderas. A Resa se le antojó que había leído una vez lo que sucedía, en algún lugar, en algún momento… «¡Deja de temblar! Pégale, métele los dedos en los ojos.» ¿No le había explicado a Meggie hacía poco cómo defenderse si le sucedía algo parecido? El más bajo de los tres se aproximó con una sucia sonrisa de esperanza en los delgados labios. ¿Qué se sentía regocijándose con el miedo ajeno?
—¡Dejadme en paz! —al menos la voz volvía a obedecerla. Pero por las noches seguro que se oían con frecuencia voces similares en Umbra.
—¿Por qué tendríamos que hacerlo?
El soldado situado a su espalda olía al fuego de Pájaro Tiznado. Sus manos se deslizaron más arriba, hacia sus pechos. Los otros reían; la risa era casi peor que aquellos dedos inquisitivos. Pero además de las risas, Resa creyó oír algo diferente. Pasos ligeros, rápidos. ¿Farid?
—¡Aparta esas manos! —esta vez ella gritó las palabras tan alto como pudo, pero no fue su voz la que obligó a los hombres a volverse.
—Soltadla. Inmediatamente.
La voz de Meggie sonó tan adulta que Resa no comprendió en el acto que pertenecía a su hija. Meggie surgió de entre las casas erguida, igual que había aparecido en la plaza de la fiesta de Capricornio. Sólo que esta vez no vestía el horrible atuendo blanco que le había impuesto Mortola.
El soldado que sujetaba a Resa dejó caer las manos como un chico pillado en falta, pero al ver salir de la oscuridad a una chica, la agarró con más brutalidad aún.
—¿Otra más? —el más bajo se volvió y lanzó a Meggie una mirada apreciativa—. Bueno, tanto mejor. ¿Lo veis? Es cierto lo que os conté de Umbra. Es un nido de mujeres.
Fueron sus últimas y necias palabras. El Príncipe Negro le lanzó su cuchillo a la espalda. Mo y él surgieron de la noche como sombras despertadas a la vida. El soldado que mantenía sujeta a Resa la alejó de un empujón y desenfundó su espada. Gritó al otro una advertencia, pero Mo los mató a ambos tan deprisa que Resa creyó que no había tenido tiempo de respirar. Sus rodillas cedieron y tuvo que apoyarse en el muro más próximo. Meggie corrió hacia ella y le preguntó, preocupada, si estaba herida. Su marido se limitó a mirarla.
—¿Qué? ¿Ya está escribiendo Fenoglio? —fue todo lo que dijo.
Él sabía por qué había cabalgado hasta allí su mujer. Faltaría más.
—No —respondió Resa en susurros—. No, y tampoco escribirá nada. Ni él, ni Orfeo.
Cómo la miraba él. Como si no supiera si creerla. Nunca la había mirado de ese modo. Después se volvió en silencio y ayudó al Príncipe a arrastrar a los muertos a una de las calles adyacentes.
—Iremos por el arroyo de los tintoreros —le susurró Meggie—. Mo y el Príncipe han matado a los centinelas de esa zona.
Muertos y más muertos, Resa. Sólo porque quieres ir a casa. El empedrado estaba cubierto de sangre, y mientras Mo arrastraba al soldado que la había sujetado, sus ojos la observaban. ¿Le daba pena? No. Pero la naturalidad con la que hasta su hija hablaba de matar la estremecía. ¿Y Mo? ¿Qué sentía al hacerlo? ¿Nada? Lo vio limpiar la sangre de su espada con el manto de uno de los muertos y mirarla. ¿Por qué no acertaba ella a leer en sus ojos igual que antes?
Porque tenía delante a Arrendajo. Y esta vez lo había llamado ella misma.
El camino hacia la calle de los tintoreros parecía interminable. El fuego de Pájaro Tiznado aún brillaba en el cielo, y en dos ocasiones tuvieron que esconderse de un tropel de soldados borrachos, pero al fin llegó a sus narices el olor acre del agua de los tintoreros. Resa presionó la manga contra su boca y su nariz cuando llegaron al arroyo que conducía hasta el río las aguas residuales a través de una reja en la muralla de la ciudad, y cuando ella siguió a Mo a ese caldo hediondo sintió tales náuseas que apenas consiguió coger el aire suficiente para atravesar la reja por debajo sumergiéndose.
Mientras el Príncipe Negro la ayudaba a llegar a la orilla, vio a uno de los centinelas muertos tendido entre los arbustos. La sangre sobre su pecho parecía tinta en la noche sin estrellas, y Resa prorrumpió en sollozos. No podía parar, ni siquiera cuando al fin llegaron al río y se lavaron por encima el agua apestosa del cabello y de las ropas.
Dos bandidos aguardaban con caballos más abajo junto a la orilla, allí donde nadaban las ondinas y las mujeres de Umbra tendían la ropa sobre las piedras planas de la orilla. Doria también estaba allí. Sin su forzudo hermano. Al ver lo mojada que estaba, cubrió los hombros de Meggie con su raída capa. Mo ayudó a Resa a subir a la silla, pero seguía sin decir palabra. Su silencio la hacía estremecerse más que sus ropas mojadas, y no fue él, sino el Príncipe Negro, quien le trajo una manta. ¿Le había revelado Mo lo que ella pretendía hacer en Umbra? No, seguro que no. ¿Cómo contárselo sin explicarle el poder que en ese mundo tenían las palabras?
Meggie también sabía por qué había cabalgado su madre a Umbra. Resa lo veía en sus ojos. Estaban alerta, como si su hija, presa de la inquietud, se preguntase cuáles serían sus próximos pasos. ¿Qué pasaría si Meggie se enteraba de que su madre había ido a ver a Orfeo? ¿Comprendería que la única razón había sido el miedo por su padre?
Cuando se alejaban, comenzó a llover. El viento arrastró hasta su rostro las gotas heladas, y encima del castillo el cielo brillaba rojo oscuro como si Pájaro Tiznado les enviara una advertencia. Por indicación del Príncipe, Doria retrocedió para borrar sus huellas, mientras Mo cabalgaba en cabeza silencioso. Cuando giró la cabeza, su mirada fue para Meggie, no para ella, y Resa agradeció la lluvia en su cara, porque así nadie veía sus lágrimas.