FENOGLIO SE LAMENTA
«¿Qué es?», preguntó con voz temblorosa.
«¿Esto? Se llama pensadero», explicó Dumbledore. «A veces me parece, y estoy seguro de que tú también conoces esa sensación, que tengo demasiados pensamientos y recuerdos metidos en el cerebro.»
J. K. Rowling, Harry Potter y el cáliz de fuego
Fenoglio yacía en la cama, hecho harto frecuente durante las últimas semanas. ¿O eran meses? Daba igual. Malhumorado, alzó la vista hacia los nidos de hada situados por encima de su cabeza. Casi todos estaban abandonados excepto uno, del que brotaban incesantes parloteos y risitas contenidas. Brillaba tornasolado como una mancha de aceite sobre el agua. ¡Orfeo! En ese mundo las hadas eran azules, ¡diantre! Eso había que leerlo al pie de la letra. ¿Cómo se le había ocurrido a ese mentecato teñirlas de todos los colores del arco iris? Pero aún había algo peor: dondequiera que se instalaban, expulsaban a las azules. Hadas de colores, duendes moteados, por lo visto también correteaban por ahí unos cuantos hombres de cristal de cuatro brazos. A Fenoglio recordarlo le provocaba dolor de cabeza. Y apenas transcurría una hora sin hacerlo, sin preguntarse qué estaría escribiendo Orfeo en ese momento en su enorme y elegante mansión en la que mantenía una corte, como si fuera el hombre más importante de Umbra.
Casi todos los días enviaba allí a Cuarzo Rosa para espiar, pero el hombre de cristal no demostraba demasiado talento para esa tarea. No, desde luego que no. Además Fenoglio sospechaba que Cuarzo Rosa, en lugar de ir a casa de Orfeo, prefería vagabundear por la calle de las modistillas persiguiendo a sus congéneres femeninas. «Bueno, Fenoglio», pensó malhumorado, «deberías haber imbuido a esos cabezas de cristal algo más de sentido del deber en sus tontos corazones. Por desgracia no se trata de tu único error…».
Alargaba ya la mano hacia el jarro de vino tinto que estaba junto a su cama, para consolarse de ese deprimente reconocimiento, cuando una figurita algo sofocada apareció arriba, en la claraboya. ¡Al fin! Los miembros de Cuarzo Rosa, por lo general de un color rosa pálido, tenían una tonalidad carmesí. Los hombres de cristal no podían sudar. Cuando se esforzaban mucho, cambiaban de color (como es natural, también esa regla la había establecido él, aunque ni con su mejor voluntad acertaba a precisar por qué), pero ¿a santo de qué trepaba también por los tejados ese loco? ¡Qué imprudencia con unos miembros que se hacían añicos en cuanto esos bobos se caían de la mesa! Cierto, un hombre de cristal no era sin duda el protagonista ideal de un espía, aunque por otra parte su tamaño los hacía sumamente discretos… y, a pesar de poseer miembros muy frágiles, su transparencia era a buen seguro una cualidad muy sobresaliente para llevar a cabo sus pesquisas secretas.
—¿Y bien? ¿Qué escribe él? ¡Vamos, suéltalo de una vez! —Fenoglio cogió el jarro y se dirigió hacia el hombre de cristal caminando pesadamente con los pies descalzos.
Cuarzo Rosa exigía un dedal de vino tinto como pago por su labor de espionaje, que, no se cansaba de resaltar, no figuraba en modo alguno entre las tareas clásicas de un hombre de cristal y por tanto debía recibir una remuneración adicional. El dedal no era un precio demasiado elevado, debía reconocer Fenoglio, pero hasta entonces Cuarzo Rosa tampoco había averiguado gran cosa. Además, el vino no le sentaba bien. Sólo lo enojaba más… y lo obligaba a eructar durante horas.
—¿Puedo recuperar el aliento antes de presentar mi informe? —preguntó, mordaz.
¡Vaya! Lo enojaba más… ¡Con lo deprisa que se ofendía siempre!
—Estás respirando, hombre. Y es evidente que también puedes hablar —Fenoglio cogió al hombre de cristal de la cuerda que había sujetado en la claraboya para que se descolgara desde allí y lo trasladó hasta la mesa barata que había comprado hacía poco en el mercado—. Te lo preguntaré de nuevo —dijo mientras le servía un dedal del jarro de vino—. ¿Qué escribe?
Cuarzo Rosa olfateó el vino y arrugó la nariz teñida de color rojo oscuro.
—El vino también es cada día peor —constató con voz ofendida—. ¡Debería exigir otro pago!
Fenoglio, irritado, le arrebató el dedal de sus manos cristalinas.
—Todavía no te has ganado ni éste —se enfureció—. Admítelo. Otra vez que no has averiguado nada, ni lo más mínimo.
—¿Conque no, eh? —replicó el hombre de cristal cruzándose de brazos.
Era para volverse loco, pues ni siquiera podía sacudirlo, por miedo a partirle un brazo o incluso la cabeza.
Fenoglio depositó el dedal encima de la mesa con expresión sombría.
Cuarzo Rosa sumergió el dedo dentro y se lo chupó.
—Ha vuelto a conseguir un tesoro con la escritura.
—¿Otro? ¡Diablos, necesita más plata que Pardillo!
A Fenoglio aún le reconcomía que nunca se le hubiera ocurrido esa idea. Por otra parte, habría necesitado un lector para transformar sus palabras en monedas tintineantes, y no estaba seguro de que Meggie o su padre le prestaran su lengua para objetivos tan prosaicos.
—De acuerdo, un tesoro, ¿y qué más?
—Oh, escribe algunas cosas, pero al parecer se conforma con poco. ¿Te he contado ya que ahora trabajan para él dos hombres de cristal? Por lo visto al de cuatro brazos, con el que se pavonea por todas partes… —Cuarzo Rosa bajó la voz como si fuera demasiado terrible para contarlo—…lo tiró de rabia contra la pared. Todos en Umbra se enteraron, pero Orfeo paga bien —Fenoglio ignoró la mirada cargada de reproche que le dirigió el hombre de cristal mientras lo comentaba—. Y por eso ahora trabajan para él esos dos hermanos, Jaspe y Hematites. El mayor es un demonio, él…
—¿Dos? ¿Para qué necesita dos hombres de cristal ese cenutrio? ¿Es que usurpa con tanta avidez mi historia que ya no le basta uno para afilarle las plumas?
Fenoglio percibía cómo la furia le agriaba el estómago. No obstante, era una buena noticia que el hombre de cristal de cuatro brazos hubiera abandonado el mundo terrenal. A lo mejor Orfeo comprendía poco a poco que sus creaciones no valían el papel sobre el que las escribía.
—Bien. ¿Algo más?
Cuarzo Rosa calló, cruzándose de brazos, ofendido. No le gustaba que lo interrumpiesen.
—¡Por los clavos de Cristo, no te pongas así! —Fenoglio le acercó el vino—. ¿Y qué es lo que está escribiendo? ¿Nuevas y exóticas piezas de caza para Pardillo? ¿Perritos con cuernos para las damas de la corte? ¿O acaso ha decidido que a mi mundo le faltan enanos moteados?
Cuarzo Rosa volvió a sumergir los dedos en el vino.
—Tienes que comprarme unos pantalones nuevos —afirmó—. Con todo este infame trajín me los he roto. Además están gastados. Tú puedes ir por ahí como te plazca, pero yo no vivo entre los humanos para ir peor vestido que mis primos del bosque.
Oh, algunos días a Fenoglio le habría encantado partirlo por la mitad.
—¿Tus pantalones? ¿Qué demonios me importan a mí tus pantalones? —le espetó, enfurecido, al hombre de cristal.
Cuarzo Rosa dio un profundo sorbo del dedal… y escupió el vino sobre sus pies cristalinos.
—¡El vinagre sabe mejor que esto! —puso el grito en el cielo—. ¿Por esto he permitido que me arrojaran huesos? ¿Por esto me he deslizado entre palominas y tejas rotas? ¡Sí, no me mires con tanta incredulidad! El tal Hematites me arrojó huesos de pollo cuando me sorprendió con los papeles de Orfeo. ¡Intentó tirarme por la ventana de un empujón!
Se limpió el vino de los pies suspirando.
—De acuerdo. Había algo sobre jabalíes con cuernos, pero apenas logré descifrarlo, después no sé qué sobre peces cantarines, bastante ridículo, he de reconocer, y luego algunas cosas sobre las Mujeres Blancas. Según parece Cuatrojos sigue recopilando todo lo que los juglares cantan sobre ellas…
—¡Ya, ya, eso lo sabe toda Umbra! ¿Y para esto te has pasado tanto tiempo fuera? —Fenoglio hundió la cara entre sus manos. La verdad es que el vino no era bueno. La cabeza parecía pesarle con el transcurso de los días. Maldición.
Cuarzo Rosa dio otro sorbo, con pesar, y torció el gesto. ¡Mentecato de cristal! Mañana a más tardar sufriría otro cólico.
—Bueno, sea como fuere, ¡éste es mi último informe! —anunció entre dos eructos—. No pienso volver a ejercer de espía. No mientras el tal Hematites siga trabajando allí. Es fuerte como un duende y dicen que ya ha partido los brazos a dos personas de cristal por lo menos.
—Bien, bien, vale. Eres un espía más bien lamentable —murmuró Fenoglio mientras regresaba con paso vacilante a su cama—. Reconócelo, te apasiona más acechar a las mujeres de cristal en la calle de las costureras. ¡No creas que no lo sé!
Con un gemido se tendió sobre su jergón de paja y clavó los ojos en los nidos de hada vacíos. ¿Había una existencia más lastimosa que la de un escritor al que se le habían agotado las palabras? ¿Había un destino peor que verse obligado a contemplar cómo otro tergiversaba tus propias palabras y emborronaba el mundo que habías creado con colores de pésimo gusto? Ninguna estancia más en el castillo, ningún arca llena de trajes elegantes ni ningún caballo propio para el señor poeta de la corte, sino de nuevo solamente el desván de Minerva. Y era un milagro que ella hubiera vuelto a admitirle, después de que sus palabras y canciones se habían encargado de que ella ya no tuviera ni esposo ni un padre para sus hijos. Sí, toda Umbra conocía el papel que había desempeñado Fenoglio en la guerra de Cósimo. Era asombroso que aún no lo hubieran sacado fuera de la cama y matado a golpes, pero seguramente las mujeres de Umbra bastante tenían con no morirse de hambre.
—¿Adónde irás si no? —se limitó a preguntar Minerva cuando él apareció delante de su puerta—. En el castillo ya no necesitan poetas. Sin duda allí cantarán en lo sucesivo las canciones de Pífano.
Como es lógico, ella tenía razón. A Pardillo le gustaban los versos cruentos de Nariz de Plata, cuando no era él mismo el que trasladaba al papel unas líneas mal rimadas sobre sus aventuras cinegéticas.
Por fortuna, Violante aún llamaba a Fenoglio de vez en cuando. Como es natural, sin figurarse que él le llevaba palabras robadas a poetas de otro mundo. Pero al fin y al cabo la Fea tampoco pagaba muy bien. La hija de Cabeza de Víbora era más pobre que las damas de honor del nuevo gobernador, así que Fenoglio tenía además que trabajar de escribano en el mercado, lo que, como es natural, inducía a Cuarzo Rosa a contar a todo el que quisiera oírle lo bajo que había caído su señor. Pero ¿quién prestaba atención a la voz de grillo de un hombre de cristal? ¡Que ese ceporro transparente hablase lo que se le antojara! Y por más que con gesto desafiante le colocase todas las noches un pergamino vacío sobre la mesa, Fenoglio había abjurado de las palabras para siempre jamás. No escribiría una sola más, excepto las que robaba a otros, y las sandeces secas y exánimes que tenía que llevar al papel o a pergamino en testamentos, documentos de venta y naderías similares. La época de las palabras vivas había pasado, pues eran traicioneras y criminales, monstruos negros como la tinta, chupadores de sangre que únicamente alumbraban desgracias. El ya no contribuiría a eso, faltaría más. Tras un paseo por las calles sin hombres de Umbra necesitaba un jarro entero de vino para disipar la tribulación que desde la derrota de Cósimo le arrebataba la alegría de vivir.
Muchachos imberbes, ancianos achacosos, tullidos y mendigos, vendedores ambulantes que todavía no se habían enterado de que en Umbra no había ni una mísera moneda de cobre que conseguir, o que hacían negocios con las sanguijuelas del castillo, eso era todo lo que uno se encontraba en las calles, antaño tan animadas. Mujeres con ojos enrojecidos por el llanto, niños sin padre, hombres del otro lado del bosque que confiaban en encontrar una viuda joven o un taller abandonado… y soldados. Sí. Los soldados ciertamente abundaban en Umbra y tomaban lo que les apetecía, día tras día, noche tras noche. Ninguna casa estaba a salvo. Ellos lo llamaban deudas de guerra, y… ¿acaso no tenían razón? Al fin y al cabo Cósimo había sido el agresor; Cósimo, su más bella e inocente criatura (al menos eso creía él). Ahora yacía muerto en el sarcófago que el Príncipe Orondo había mandado construir para su hijo, y el muerto con la cara quemada que había yacido en él hasta entonces (seguramente el primer Cósimo, el auténtico) había sido enterrado entre sus súbditos en el cementerio situado por encima de la ciudad; no era un mal sitio en opinión de Fenoglio, al menos ni la mitad de solitario que la cripta emplazada debajo del castillo. Aunque Minerva dijese que Violante bajaba allí a diario, oficialmente para llorar a su marido muerto, en realidad (eso al menos se cuchicheaba) lo hacía para reunirse allí con sus confidentes. Se decía que la Fea ni siquiera tenía que pagar a sus espías. El odio a Pardillo los atraía a docenas. Bastaba con mirar a ese tipo, a ese perfumado verdugo de pecho de gallina, gobernador por la gracia de su cuñado. Un huevo al que se le pintara una cara guardaba en el acto un enorme parecido con él. ¡No, Fenoglio no lo había inventado! Pardillo era un producto exclusivo de la historia.
En su primer acto oficial mandó colgar al lado de la puerta del castillo la lista de castigos que en el futuro se impondrían en Umbra por diversos delitos… con imágenes, para que los que no sabían leer también entendieran lo que les amenazaba. Un ojo por esto, una mano por aquello, azotes y cepo, marcas con hierros candentes, quemar los ojos… Fenoglio giraba la cabeza cada vez que pasaba junto al cartel, y cuando tenía que cruzar con los hijos de Minerva la plaza del mercado, donde se ejecutaban la mayoría de los castigos, les tapaba los ojos (a pesar de las continuas protestas de Ivo). No obstante, escuchaban los alaridos. Por fortuna no había muchos a los que aún se pudiera castigar en esa ciudad sin hombres. Numerosas mujeres habían huido con sus hijos, muy lejos del Bosque Interminable que ya no protegía a Umbra del príncipe del otro lado, el inmortal Cabeza de Víbora.
Sí, Fenoglio, eso era sin duda idea tuya. Pero los rumores de que al Príncipe de la Plata le alegraba poco su inmortalidad crecían.
Llamaron a la puerta. ¿Quién sería? Demonios, ¿es que para entonces ya comenzaba a olvidarse de todo? ¡Pues claro! ¿Dónde estaba la maldita nota que había traído esa corneja anoche? Cuarzo Rosa se llevó un susto de muerte al verla de repente posada en la claraboya. ¡Mortimer se proponía venir a Umbra! ¡Ese día! ¿No había querido encontrarse con él delante de la puerta del castillo? Esa visita era una condenada imprudencia. En cada esquina colgaba un cartel de Arrendajo. Por suerte la imagen que aparecía no guardaba el menor parecido con Mortimer, pero ¡aún así!
Llamaron de nuevo a la puerta.
Cuarzo Rosa dejó el dedo dentro del vaso de vino. ¡Ni siquiera para abrir la puerta valía un hombre de cristal! Seguro que Orfeo no tenía que abrir en persona la suya. Al parecer, su nuevo guardián era tan grande que apenas pasaba por la puerta de la ciudad. ¡Guardián! «Si vuelvo a escribir algún día», pensó Fenoglio, «haré que Meggie me traiga un gigante con la lectura, ya veremos lo que dice a eso el mentecato».
Las llamadas se tornaron muy impacientes.
—¡Ya voy, ya voy! —Fenoglio tropezó con un jarro de vino vacío cuando buscaba sus pantalones. Se los puso con esfuerzo. ¡Cómo le dolían los huesos! Maldita vejez. ¿Por qué no había escrito una historia en la que las personas fueran eternamente jóvenes? «Porque sería aburrida», pensó mientras se acercaba saltando a la puerta, una pierna metida en los pantalones rasposos. «Mortalmente aburrida.»
—¡Lo siento, Mortimer! —exclamó—. El hombre de cristal no me ha despertado a tiempo.
Cuarzo Rosa comenzó a despotricar detrás de él, pero la voz que contestó desde fuera no era la de Mortimer… aunque era casi igual de bella. Orfeo. ¡Hablando del rey de Roma…! ¿Qué buscaría allí? ¿Quejarse de que Cuarzo Rosa había estado espiando en su casa? «Si alguien tiene motivos para quejarse, soy yo», pensó Fenoglio. «Al fin y al cabo es mi historia la que él saquea y retuerce.» ¡Miserable mentecato, Cara de Leche, rana toro, nene…! A Fenoglio se le ocurrían muchos nombres para Orfeo, pero ni uno solo halagador.
¿No le bastaba con echarle al cuello continuamente al chico? ¿Es que además tenía que venir en persona? Seguro que pretendía plantear mil preguntas absurdas. ¡Culpa tuya, Fenoglio! Cuántas veces había maldecido para entonces las palabras que escribió en la mina a instancias de Meggie: Así que llamó a otra persona más joven que él, de nombre Orfeo, hábil con las letras, aunque no supiera todavía colocarlas de una manera tan tan magistral como el propio Fenoglio, y decidió instruirlo en su arte, como cualquier maestro hace en cierto momento. Durante una temporada Orfeo debía jugar con las palabras en lugar de él, seducir y mentir con ellas, crear y destruir, expulsar y traer de vuelta, mientras Fenoglio esperaba a recobrarse del cansancio, a que despertara de nuevo en él el placer por las letras y enviara a Orfeo de vuelta al mundo del que lo había llamado para mantener con vida su historia por medio de palabras frescas, jamás utilizadas.
—¡Ahora mismo tendría que escribir para mandarlo de regreso! —gruñó mientras apartaba la jarra de vino vacía de una patada—. ¡En el acto!
—¿Escribir? ¿Estoy oyendo algo de escribir? —se burló Cuarzo Rosa a su espalda.
Éste había vuelto a recuperar su color habitual. Fenoglio le tiró un trozo de pan seco, pero erró más de un palmo la cabeza de color rosa pálido, y el hombre de cristal soltó un suspiro compasivo.
—¿Fenoglio? ¡Fenoglio, sé que estás ahí! Abre de una vez.
Dios, cómo odiaba esa voz, que sembraba en su historia palabras como si fuesen mala hierba. ¡Sus propias palabras!
—¡No, no estoy! —gruñó Fenoglio—. No para ti, cretino.
Fenoglio, ¿la muerte es un hombre o una mujer? ¿Fueron alguna vez humanas las Mujeres Blancas? Fenoglio, cómo voy a traer de vuelta a Dedo Polvoriento, si ni siquiera puedes contarme las reglas más sencillas de este mundo? Demonios, ¿quién le había pedido que trajera de regreso a Dedo Polvoriento? Al fin y al cabo, habría tenido que estar muerto desde hacía mucho tiempo si todo hubiera sucedido como él, Fenoglio, había escrito originalmente. Y en lo concerniente a las «reglas más sencillas», por favor, ¿es que la vida y la muerte eran una cosa sencilla? ¿Cómo, por los verdugos (que con el paso del tiempo abundaban en Umbra), iba a saber él lo que funcionaba en este mundo o en cualquier otro? Él jamás se había preocupado por la muerte o por lo que vendría después. ¿Para qué? Mientras uno vivía, ¿qué podía interesarle de eso? Y cuando uno moría… bueno, entonces posiblemente no le interesara nada más.
—¡Claro que está en casa! ¿Fenoglio? —era la voz de Minerva.
Maldita sea, ese mentecato la había traído en su ayuda. No era tonto. Oh, no, Dios sabe que Orfeo no era tonto.
Fenoglio ocultó debajo de la cama los jarros de vino vacíos, introdujo la otra pierna en los pantalones y descorrió el cerrojo de la puerta.
—¡Ya decía yo! —Minerva lo examinó con desaprobación desde la cabeza despeinada hasta los pies descalzos—. Le he dicho a tu visitante que estabas aquí.
Qué aspecto tan triste tenía. Y qué agotada. Ella trabajaba ahora en la cocina del castillo. Fenoglio había rogado a Violante que la colocase allí. Pero como Pardillo tenía afición a las francachelas nocturnas, Minerva no solía regresar a casa hasta primeras horas de la mañana. Seguramente tarde o temprano caería muerta de extenuación, dejando huérfanos a sus pobres hijos. ¡Ay, qué calamidad! ¡En qué había devenido su maravillosa Umbra!
—¡Fenoglio! —Orfeo se deslizó junto a Minerva, con esa horrorosa sonrisa inocente en los labios que solía exhibir a modo de camuflaje.
Como es natural, traía notas, notas repletas de preguntas. ¿Y cómo pagaba el atuendo que lucía? Fenoglio nunca había vestido ropas semejantes ni en sus mejores tiempos de poeta de la corte. ¿Has olvidado los tesoros que se traen escribiendo, Fenoglio?
Minerva volvió a descender las empinadas escaleras sin pronunciar palabra, y detrás de Orfeo un hombre se comprimió al entrar por la puerta de Fenoglio, e incluso agachando la cabeza tuvo que esforzarse para no quedar atascado. Ajajá, su fabuloso guardián. La modesta estancia de Fenoglio se volvió todavía más estrecha cuando ese pedazo de carne irrumpió en ella. Farid, por el contrario, seguía sin ocupar demasiado espacio, a pesar de que en esa historia había desempeñado hasta entonces un papel relevante. Farid, el ángel de la muerte… Siguió a su señor con vacilación a través de la puerta, como si se avergonzase de su compañía.
—Bueno, Fenoglio, lo siento mucho —la sonrisa de suficiencia de Orfeo contradecía sus palabras—, pero me temo que he descubierto algunas incongruencias más.
¡Incongruencias!
—Te envié a Farid con las preguntas correspondientes, pero le diste unas respuestas muy raras.
Se enderezó las gafas haciéndose el importante y sacó el libro de debajo de la pesada capa de terciopelo. Sí, ese mentecato había traído consigo el libro de Fenoglio al mundo del que trataba: Corazón de Tinta, el último ejemplar. Pero ¿se lo había devuelto a él, al autor? Oh, no.
«Lo lamento de veras, Fenoglio —se había limitado a decir con esa expresión altanera que dominaba de forma tan magistral (Orfeo se había quitado enseguida la máscara del discípulo solícito)—, pero este libro me pertenece. ¿O pretendes afirmar con total seriedad que el autor es el propietario natural de cada uno de los ejemplares de los libros escritos por él?»
¡Tarugo fatuo de cara de leche! ¡Cómo osaba dirigirse así a él, el creador de todo lo que le rodeaba, incluso del aire que respiraba!
—¿Quieres que vuelva a contarte algo sobre la muerte? —Fenoglio introdujo con esfuerzo los pies en sus botas gastadas—. ¿Por qué? ¿Para seguir engañando al pobre chico, diciendo que vas a traer a Dedo Polvoriento de entre las Mujeres Blancas, sólo para que continúe sirviéndote?
Farid apretó los labios. La marta de Dedo Polvoriento parpadeaba somnolienta desde su hombro… ¿o era otra?
—¿Qué nuevos disparates estás diciendo? —la voz de Orfeo denotaba irritación (era tan fácil ofenderlo)—. ¿Tengo pinta de esforzarme para encontrar criados? Tengo seis criadas, un guardaespaldas, una cocinera y al chico. Y si los necesitara, podría disponer de más criados. Sabes de sobra que no quiero traer de vuelta para el muchacho a Dedo Polvoriento. Pertenece a esta historia, que no tiene ni la mitad de valor sin él, una planta sin flores, un cielo sin estrellas…
—…¿un bosque sin árboles?
Orfeo se puso colorado como una amapola. Ah, qué divertido era burlarse de él, una de las pocas alegrías que le habían quedado a Fenoglio.
—¡Estás borracho, anciano! —rugió Orfeo. Su voz podía resultar muy desagradable.
—Borracho o no, de palabras entiendo cien veces más que tú. Te limitas a manejar lo usado. Deshaces lo que encuentras y vuelves a tejerlo de nuevo, como si una historia fuera un par de calcetines viejos. Así que no me digas cuál debería ser el papel de Dedo Polvoriento en esta historia. A lo mejor recuerdas que yo ya le había hecho morir, antes de que él mismo optara por irse con las Mujeres Blancas. ¿Quién te has creído que eres para venir aquí a instruirme sobre mi historia? ¡Sería preferible que mirases eso! —con ademán iracundo señaló el nido de hadas irisado emplazado encima de su cama—. ¡Hadas multicolores! Desde que han construido su horrendo nido encima de mi cama por la noche me asaltan las más espantosas pesadillas. Y además roban sus provisiones invernales a las azules.
—¿Y qué? —Orfeo encogió sus pesados hombros—. A pesar de todo son bonitas, ¿no? Simplemente me pareció aburrido que todas fuesen azules.
—¿Te pareció? —Fenoglio alzó tanto la voz que una de las hadas de colores interrumpió su eterno parloteo y se asomó por su nido carente de gusto—. Entonces escríbete tu propio mundo. Este de aquí es mío, ¿entendido? ¡Mío! Y estoy harto de que te entrometas en él. Reconozco que he cometido algunos errores en mi vida, pero el peor ha sido, con diferencia, haberte traído aquí con mi escritura.
Orfeo se miraba las uñas con cara de tedio. Estaban comidas hasta la raíz.
—La verdad es que no puedo escucharlo más tiempo —dijo con voz amenazadoramente baja—, esa farfolla de «tú me has traído escribiendo, ella me ha traído leyendo». El único que actualmente lee y escribe soy yo. A ti hace ya mucho tiempo que no te obedecen las palabras, anciano, y lo sabes.
—Siempre me obedecerán. Y lo primero que pienso escribir es el billete de regreso para ti.
—¿Ah, sí? ¿Y quién leerá esas palabras fabulosas? Por lo que sé, tú, al contrario que yo, necesitas un lector.
—¿Y qué? —Fenoglio se acercó tanto a Orfeo, que éste lo miró irritado, entornando sus ojos hipermétropes—. Preguntaré a Mortimer. No en vano le llaman Lengua de Brujo, aunque actualmente ostente otro nombre. ¡Pregunta al chico! Sin Mortimer todavía estaría en el desierto, recogiendo estiércol de camello con la pala.
—¡Mortimer! —aunque con esfuerzo, Orfeo logró esbozar una sonrisa despectiva—. ¿Tienes la cabeza tan metida en la jarra de vino que ya no sabes lo que sucede en tu mundo? El ya no lee. El encuadernador prefiere interpretar ahora el papel de bandido, el papel que tú le fabricaste a su medida.
El guardaespaldas soltó un gruñido, que seguramente pretendía ser una suerte de risa. Qué tipo más desagradable, ¿lo habría traído Orfeo escribiendo o él? Fenoglio, tras observar, irritado, unos instantes a aquel fanfarrón musculoso, volvió a dirigirse a Orfeo.
—¡No se lo hice a la medida! —replicó—. Es justo al revés: utilicé a Mortimer como modelo para el papel… Y por lo que oigo, lo interpreta a las mil maravillas. Pero eso no significa en modo alguno que Arrendajo no siga teniendo una lengua de brujo. Y su talentosa hija no digamos.
Orfeo volvió a clavar la vista en sus uñas, mientras su guardaespaldas se abalanzaba sobre los restos del desayuno de Fenoglio.
—¿Ah, sí? ¿Y sabes dónde está? —preguntó como de pasada.
—Por supuesto. Vendrá… —Fenoglio enmudeció de repente cuando el muchacho, plantándose ante él, le tapó la boca con la mano. ¿Por qué olvidaba siempre su nombre? Por culpa de la arterioesclerosis, Fenoglio…
—¡Nadie sabe dónde está Arrendajo! —qué reproche destilaban sus ojos negros—. ¡Nadie!
Naturalmente. ¡Majadero borrachín, tres veces maldito! ¿Cómo había podido olvidar que Orfeo se ponía verde de envidia en cuanto oía el nombre de Mortimer y que frecuentaba la casa de Pardillo? A Fenoglio le habría gustado arrancarse la lengua de un mordisco.
Sin embargo, Orfeo sonreía.
—¡No pongas esa cara de susto, anciano! Así que el encuadernador se acerca. Es muy audaz. ¿Quiere hacer realidad las canciones que celebran su temeridad antes de que lo ahorquen? Porque así es como acabará. Como todos los héroes. Nosotros dos lo sabemos, ¿verdad? No te preocupes: no tengo intención de entregarlo al patíbulo. De eso se encargarán otros. No, sólo quiero charlar con él sobre las Mujeres Blancas. No hay muchos que hayan sobrevivido a un encuentro con ellas, por eso verdaderamente me encantaría hablar con él. Corren rumores muy interesantes sobre esos supervivientes.
—Se lo haré saber, si lo veo —respondió, arisco, Fenoglio—. Pero no me lo imagino entrevistándose contigo. Al fin y al cabo, nunca habría conocido a las Mujeres Blancas si tú se lo hubieras traído leyendo tan complaciente a Mortola. ¡Cuarzo Rosa! —caminó hacia la puerta lo más dignamente que le fue posible con sus botas desgastadas—. He de hacer unos recados. Despide a nuestros invitados, pero mantente alejado de la marta.
Fenoglio bajó trastabillando la escalera del patio, casi a la misma velocidad que el día en que Basta le hizo una visita. ¡Seguro que Mortimer le aguardaba ya ante la puerta del castillo! ¿Qué pasaría si Orfeo lo descubría allí cuando fuera al castillo para contar a Pardillo lo que había oído?
El chico lo alcanzó en la mitad de la escalera. Farid, sí, así se llamaba. Claro, la vejez.
—¿Es cierto que va a venir Lengua de Brujo? —le susurró sin aliento—. No hay por qué preocuparse, Orfeo no lo delatará. ¡Por ahora! ¡Pero Umbra es demasiado peligrosa para él! ¿Trae consigo a Meggie?
—¡Farid! —Orfeo los miraba desde lo alto de la escalera como si fuera el rey de ese mundo—. Si ese viejo idiota no comunica a Mortimer que deseo hablar con él, se lo dirás tú, ¿entendido?
«Viejo idiota», pensó Fenoglio. «¡Oh, dioses de las palabras, devolvédmelas de una vez, para que pueda erradicar de mi historia a ese maldito cretino!»
Quiso dar a Orfeo la respuesta adecuada, pero su lengua ya no hallaba las palabras pertinentes, y el chico, impaciente, se lo llevó con él.