CAPÍTULO 23

 

E

l último columbograma de Anuar Al-Muzara indicaba que Udo Jürkens tomase, en el puerto de La Valeta, el ferry que salvaba a diario los casi trescientos cincuenta kilómetros que lo separan del de Trípoli, en Libia. Desde su fallido intento por atrapar a la mujer de Al-Saud, había estado escondiéndose en la ciudad belga de Herstal, en la casa de una amiga con la que no lo había pasado nada mal. Le dejó sobre la mesa de luz un buen fajo de francos belgas para gratificarla por las noches de placer en las que él había imaginado que penetraba a una rubia de cabello largo y cara de ángel, que se le había escurrido de las manos en el ábside de una capilla.

Analizó su semblante en el vidrio de la sala de embarque del puerto de La Valeta. Ahora usaba los cabellos castaños y lentes de contacto oscuros; seguía embutiendo algodón bajo sus encías y estaba dejándose la barba. No podía hacer más para modificar su aspecto como no fuera someterse a una cirugía plástica.

Abordó el ferry y se mantuvo alejado del resto del pasaje y con los lentes para sol ocultando su mirada durante el cruce por el Mar Mediterráneo. Como ocurría la mayor parte del año, la temperatura en Trípoli era elevada y el aire, seco; rogó para que no sobreviniera una tormenta de arena sobre la ciudad; había vivido esa experiencia y no guardaba un buen recuerdo. Atracaron en la bahía que formaba el puerto de Trípoli, en el área destinada a los ferrys. Desde la distancia, Jürkens advirtió que Trípoli había medrado desde su última visita en la década de los setenta.

De acuerdo con lo que le había indicado Gérard Moses, en el columbograma se especificaba que tomase un taxi hasta la Plaza Verde y esperase a que un Volkswagen Beetle color turquesa lo recogiese. Para individualizarlo más fácilmente, se le había exigido que se cubriera con una gorra de béisbol azul oscuro y se cruzara un bolso color amarillo. No esperó demasiado. Apenas se bajó del taxi, se le acercó el Beetle turquesa y Jürkens subió. Había dos tipos en la parte trasera; él se ubicó junto al conductor. Nadie habló lo que duró el viaje hacia el este de la ciudad.

Días después entendería que ese grupo de casas en el suburbio de Beb Tebaneh constituía el cuartel general de Anuar Al-Muzara, uno de los hombres más buscados por el Mossad y por la CIA. A Anuar lo vio poco. El primer día el terrorista palestino lo saludó con laconismo y, antes que nada, le pidió el diseño del nuevo misil realizado por Gérard Moses. Luego de echarle un vistazo a los dibujos y a las notas, le advirtió que estaba prohibido usar celulares, radios, beepers , computadoras conectadas a Internet y toda clase de dispositivos electrónicos. Si necesitaba enviar un mensaje al mundo exterior, debía hablar con él. Acto seguido, sin pausar ni esperar por una pregunta de Jürkens, le expuso su plan para hacerse de las instalaciones de la OPEP en Viena. Le entregó los planos del edificio, un mapa de la ciudad y le presentó al grupo de seis hombres que lo ayudaría en la consecución del objetivo. Jürkens no precisó de mucho tiempo para darse cuenta de que esos muchachos sabían tanto de operaciones comando como él de costura, por lo que se dedicó a entrenarlos del alba al atardecer, hasta dejarlos exánimes. En ocasiones, Anuar los observaba ejercitar y asentía con una sonrisa de complacencia.

Jürkens se habituó a la rutina del campo de entrenamiento, a las cinco oraciones diarias, a las conversaciones de los jóvenes; aprovechó para practicar el árabe. A veces se preguntaba por su jefe, Gérard Moses, empeñado en terminar el prototipo de la centrifugadora de uranio; a veces echaba de menos Bagdad y a su gran amigo, Fauzi Dahlan; la mayor parte de su tiempo libre pensaba en la mujer de Al-Saud.

Se fijó en la hora. Las tres de la tarde. Salió del estacionamiento del George V y enfiló para su casa. Necesitaba música para relajarse, y se decidió por un disco compacto con temas celtas que le había regalado Yasmín para su cumpleaños. Sonrió al pensar en su hermana. “Con razón estaba tan feliz anoche”, se dijo. “Más que feliz. Eufórica.” Esa mañana, al llegar a la oficina, se había topado con Sándor en la sala de espera. Lo notó muy erguido, nervioso y pulcro en el sillón. Se puso de pie de un salto apenas lo vio aparecer. Se saludaron con un abrazo.

—Luces muy bien —comentó Al-Saud, y lo palmeó en la espalda.

—Estoy muy bien.

—¿Quieres saber cuándo te queremos de vuelta en la Mercure?

—Sí, pero además he venido para hablar contigo de otro tema, muy importante para mí. ¿Tendrás cinco minutos?

Se acomodaron en los sillones del despacho de Al-Saud.

—Dime, ¿qué necesitas?

—Quiero que comprendas que no he venido a pedirte tu consentimiento. Simplemente quiero ser yo quien te lo comunique. No me gustaría que te enteraras por terceros. —Al-Saud se incorporó en el sillón y arqueó las cejas—. El martes pasado, tu hermana Yasmín y yo nos hicimos novios.

—¿Yasmín y tú? —consiguió articular.

—Sí, lo sé, es extraño, sobre todo por lo mal que nos llevábamos, pero eso era como consecuencia de la tensión que existía entre nosotros por habernos enamorado y no querer admitirlo: yo, porque Yasmín está muy por encima de mí; ella, porque yo soy cinco años menor y porque estaba de novia con Saint-Claire.

—¿Y qué hay de André?

—Rompió con él.

—¡Ja! —Al-Saud se dio una palmada en la pierna y abandonó el sillón. Deambuló por la estancia con una sonrisa en los labios—. ¡Es increíble! Yasmín y tú.

Sándor se aproximó y colocó una mano sobre el hombro de Al-Saud.

—Sé que no soy digno de ella, Eliah. Pero la amo y la respeto como a nada en el mundo. Voy a hacerla feliz, te lo juro.

—Lo sé, Sanny.

En tanto avanzaba por las calles hacia la Avenida Elisée Reclus, Al-Saud evocaba el juramento de Huseinovic y sonreía. Estaba feliz por su hermana; había demostrado buen juicio al terminar con André y al elegir a un hombre como Sándor. En ese momento comprendió el incesante cuchicheo entre Matilde y Yasmín la noche pasada; hablaban de Sándor. Las comisuras de sus labios fueron descendiendo hasta endurecerle la boca. El recuerdo de la noche anterior lo atormentaba, a Matilde también. Esa mañana se había comportado como un pajarito asustado hasta que él, al besarla como solía hacer y preguntarle cómo había dormido, le demostró que todo continuaba como siempre, aunque se sintiese herido y triste. Debía admitir que también su orgullo había salido magullado. Convencido de que Matilde le diría que sí, se lanzó sin redes y se dio un fuerte golpe. El desconcierto aún no lo abandonaba. ¿Qué había detrás de su negativa? Primero había denostado la institución del matrimonio, como esos intelectuales que se rebelan contra los cánones sociales; después, adujo que necesitaba libertad para ejercer su profesión; por último, admitió que existían “cosas” en su vida que tenía que resolver antes de tomar una decisión de esa naturaleza. Lo preocupaba que Matilde siguiera arrastrando cuestiones, traumas y complejos que la hacían infeliz. Poco a poco iría ganándose su confianza, y así como le había confesado que no podía hacer el amor, terminaría por depositar en él el resto de sus secretos. Presionarla sería un error.

Estacionó el Aston Martin sobre la Avenida Elisée Reclus y tocó el timbre de su casa. Pocos minutos después, salió Matilde. Como se trataba de un día agradable, no usaba la campera en tono marfil sino un cardigan al cuerpo de color bordó, una camisa amarillo pálido, jeans y botas; la infaltable shika —ahora sabía el nombre de la bolsita rústica— iba en bandolera sobre sus piernas.

Al-Saud había apoyado el trasero en el deportivo inglés y la aguardaba con los brazos cruzados a la altura del pecho. Los Ray Ban Clipper le velaban los ojos. Al verla, él retiró los anteojos lentamente hacia atrás y se los colocó sobre la cabeza. Sus miradas se enlazaron a través de la vereda. Los nervios la dominaban como si se tratase de la primera cita. La belleza de él, como siempre, la empequeñecía. Estaba fascinante con esa remera negra ajustada y de mangas largas, y los jeans blancos. No podía creer que un hombre tan magnífico la amara. No se reponía de la angustia vivida la noche anterior. Cuando supo que Al-Saud dormía profundamente, regresó a la sala de música, se echó en la alfombra y revivió cada instante compartido con él. Repitió en un susurro sus palabras: “Te amo, Matilde. Te amo como jamás imaginé que podía amarse a otro ser humano”. “Yo también te amo con todas mis fuerzas, amor mío” , expresó por fin, y se puso a llorar. Volvió dos horas más tarde al dormitorio. Al-Saud seguía durmiendo.

Desde su posición relajada y algo presuntuosa en el Aston Martin, Al-Saud le sonrió. Matilde le devolvió la sonrisa y avanzó hacia él. Tomó las manos que le ofrecía y giró sobre sí cuando la instó a hacerlo.

—Estás hermosísima.

—Vos, más.

—¿A qué hora aterriza el vuelo de Juana?

—A las cinco y media.

Durante el trayecto al Aeropuerto Charles de Gaulle, los ánimos se distendieron porque hablaron de Yasmín y de Sándor. Matilde le confesó su participación en el desenlace de la historia de amor, y Al-Saud admitió su ceguera. De regreso, con Juana en la parte trasera del deportivo inglés, las carcajadas explotaban con facilidad, y Eliah quiso más a Juana por hacer reír a su amiga.

—Mat, no sabés la guita que tiene Shiloah. Vive en un barrio súper pituco de Tel Aviv que se llama Ramat Aviv, y tiene un caserón más grande que el del papurri. Me llevó a todos lados. A Jerusalén, al Mar Muerto, a Eilat, una ciudad al sur, a orillas del Mar Rojo, a Ammán, la capital de Jordania... ¡Uf, viajamos muchísimo! ¿A que no sabés qué auto tiene Shiloah? ¡Una Ferrari Testarossa!

—¡Juani, lograste el sueño de tu vida!

—Todo el mundo nos miraba cuando andábamos por la calle. Yo me sentía como una reina. Shiloah me trató como a una reina. Tuve que comprar otra valija de tantas cosas que me regaló.

—Juani, estabas en el séptimo cielo.

—Sí, amiga. Shiloah es de esos caballeros como ya no hay, exceptuándote a vos, papurri querido.

—Gracias, Juana.

—¿Qué novedades hubo por aquí?

Después de un silencio, Matilde fingió un ánimo que no sentía y dijo:

—Tengo una novedad que te va a dejar sin palabras. ¡Yasmín y Sándor se pusieron de novios!

La novedad sirvió para llenar el habitáculo del deportivo inglés de risas, exclamaciones y comentarios.

—¿Les importa acompañarme un momento a la oficina? Tengo que darles unas indicaciones a mis secretarias y buscar unos papeles que me olvidé.

Ninguna se opuso, así que subieron al octavo piso y entraron en la oficina riendo de un chiste que Shiloah le había contado a Juana. Al-Saud apoyaba sus manos sobre los hombros de Matilde y caminaba detrás de ella.

—¡Ah, pero qué grupo más alegre!

Los tres se detuvieron en seco al ver a Céline. Descansaba el peso de su cuerpo contra el borde del escritorio de Victoire, con la cual, resultaba evidente, había estado conversando. Matilde la vio arrojar el humo del cigarrillo hacia un costado y apagar la colilla con los golpecitos rápidos que eran su costumbre cuando estaba enojada.

—Hola, Celia —dijo Matilde—. Te ves muy bien.

Se incorporó y le habló en castellano.

—Te dije mil veces que no me llames así. Mi nombre es Céline. Hola, mi amor —dijo en dirección a Al-Saud, que la escrutaba con una mirada iracunda.

Céline se movía con su estilo orgulloso, presumiendo de su belleza como si se tratase de una virtud que había alcanzado por mérito propio y no de un regalo de la Naturaleza. Se acercó a Al-Saud, le miró las manos, que todavía descansaban sobre los hombros de Matilde, le sonrió con una mueca astuta e intentó besarlo en los labios. La corta exclamación de Matilde y la risita de Céline se mezclaron.

Al-Saud cerró la puerta a sus espaldas y empujó ligeramente a Matilde para que terminase de entrar.

—¿Cuándo saliste de la clínica? —preguntó Al-Saud en francés, pero tanto Juana como Matilde lo comprendieron.

—Hoy mismo. Y lo primero que hice fue venir a verte. Porque te extraño horrores. —Dirigió un vistazo cargado de desprecio hacia su hermana menor—. Veo que, en mi ausencia, has encontrado un monigote con quien divertirte.

—Céline, vamos a mi despacho. Tenemos que hablar.

—¿Sí? ¿De qué?

Matilde y Juana observaban el intercambio con el semblante congelado de un espectador absorbido por la trama de una película. El corazón de Matilde se había disparado apenas vio a su hermana; a medida que pasaban los segundos, la opresión en el pecho casi le cortaba el flujo de aire. El instinto le marcaba que algo muy grave estaba por ocurrir. Aferró la mano de Juana, que se la apretó.

—¿Qué tenés que decirme, Eliah?

—Por favor, hablemos en mi despacho.

—No, aquí. No me da la gana de entrar en tu despacho.

Victoire y Thérèse abandonaron sus escritorios y se encerraron en la cocina.

—La noche de la fiesta en lo de Trégart te dije que teníamos que hablar, pero las circunstancias se dieron de tal modo que yo me fui antes…

—Sí, te fuiste con ésta. —La afectada cortesía y el sarcasmo comenzaban a abandonar a Céline. Se resquebrajaba la máscara de indolente diversión, y la furia se filtraba por los resquicios—. Muy bien, una vez más no diré nada, me tragaré el insulto, como lo hice después de la muerte de Samara cuando decidiste dejarme y meterte con la tal Natasha.

Al-Saud aferró por el codo a Céline para arrastrarla al despacho, pero la mujer se soltó de un tirón. Ese simple contacto enloqueció de celos a Matilde, que, poco a poco, vislumbraba el cuadro sórdido detrás de la escena que estaba teniendo lugar frente a sus ojos. Se dijo: “Tengo que huir de acá”, pero le resultó imposible mover las piernas.

—Porque no me dejaste porque yo hubiese dejado de gustarte, ¿verdad? Seguía volviéndote loco, como siempre, como en el pasado y como ahora. Pero la culpa no te dejaba vivir en paz, y yo tuve que expiar por esa culpa inmerecida. —Desvió la vista hacia Juana y Matilde—. ¿Saben con quién estaba Eliah la tarde en que se mató su esposa Samara? ¡Estaba cogiendo conmigo!

Al-Saud se abalanzó sobre ella, la aferró por los hombros y la sacudió. Matilde pegó un alarido y trato de intervenir; Juana la detuvo.

—¡Basta! ¡Cállate, Céline! ¿A qué has venido? ¡Quiero que te vayas y no vuelvas!

—¡Suéltame! Estás lastimándome.

—¡Estoy cansado de ti!

—¡Ja! ¡Cansado de mí! No era lo que decías cuando me hacías el amor y me jurabas que dejarías a tu mujer porque no podías vivir sin mí.

Al-Saud no se atrevió a mirar en dirección de Matilde. El lamento que la oyó proferir le bastó para saber que la felicidad de su vida se hallaba al borde del abismo.

—¡Jamás te dije que dejaría a Samara! ¡Además de puta eres mentirosa!

Céline le atravesó el rostro de un cachetazo.

—¡Basta! —prorrumpió Matilde—. ¡Por amor de Dios, basta!

—¡Ah, pobre Matildita! La hicimos llorar.

Al-Saud acudió a ella, pero Matilde le dio la espalda y se abrazó a Juana.

—¡Qué solícito! El caballero corre a consolar a su dama. —Céline, agitada, desencajada, se aproximó a Al-Saud y le acarició la parte enrojecida de su mandíbula—. Lo siento, cariño. No quería hacerte daño. Te perdono, Eliah. Una vez más, te perdono esta infidelidad.

—¿Tú me hablas de infidelidad? ¿Tú, que te acuestas con cuanto hombre te apetece?

La carcajada de Céline conmocionó a Matilde.

—Juani —susurró—, sacame de aquí.

—No, Mat.

—Está bien, cariño. Lo admito: ambos hemos tenido nuestros deslices, pero el amor que nos une es tan fuerte y nuestra pasión tan violenta que siempre volvemos a los brazos del otro. Así ha sido por años, Eliah. No vas a cambiarlo ahora.

—Ahora todo ha cambiado, Céline. Conocer a Matilde cambió mi vida, me cambió a mí, cambió todo .

—¡Me decepcionas, campeón! ¿Un hombre como vos con una insignificancia como mi hermana menor?

—Ésa es tu opinión. Yo creo que ella es la mujer más maravillosa que existe y la quiero a mi lado para siempre. Quiero casarme con ella. Quiero que sea mi esposa.

Un momento de tribulación volvió a resquebrajar la máscara de hipocresía. Céline se recompuso de inmediato y soltó otra carcajada forzada y vacía.

—¿Para qué querrías a tu lado a una mujer que no puede darte hijos?

—¡No!

El alarido de Matilde perturbó a Al-Saud. Se giró para verla y reconoció en su expresión el pánico más crudo y visceral que recordaba haber visto; ni siquiera en ocasión del ataque a las puertas del instituto lucía tan desquiciada. Sin volverse hacia Céline, con la vista quieta sobre Matilde, le preguntó:

—¿A qué te refieres con que no puede darme hijos?

—¿Ah? ¿No te lo ha dicho? Interesante.

—Celia, por favor —suplicó Matilde.

—Celia, maldita hija de puta —intervino Juana—, callate la boca o te la cierro yo.

—¿Por qué debería callarme?

—Por favor —susurró Matilde, agobiada.

—¿De qué estás hablando, Céline?

—De que mi hermanita querida no es una mujer completa. De que está vacía porque le sacaron los genitales. No tiene ovarios ni útero ni trompas ni nada. La vaciaron a los dieciséis años como consecuencia de un cáncer feroz.

Al-Saud oía el llanto de Matilde sin registrarlo de manera consciente porque estaba concentrado en la revelación de Céline. Si le hubieran asestado un golpe por la espalda no lo habrían descolocado de ese modo.

—Estás mintiendo —dijo, como en una exhalación.

—No, no estoy mintiendo. ¿Verdad que no, Matilde?

Matilde vio, a través del velo de lágrimas, que Céline se aproximaba, y le tuvo miedo. Su cuerpo irradiaba una fuerza peligrosa y despiadada. Al-Saud se plantó en su camino y le impidió que siguiera avanzando.

—No te acerques a ella. Si no quieres que te saque de los pelos, será mejor que te vayas ahora mismo.

Céline se retiró unos pasos, recogió su abrigo y su cartera y, al pasar cerca de Matilde, se detuvo y le habló en castellano.

—Me robaste el amor del papi, de la abuela, de la tía Enriqueta, y ahora venís a París a robarme lo que más amo en el mundo. ¡Te odio, Matilde! ¡Te odio con todas mis fuerzas! ¡Ojalá hubieras muerto a los dieciséis años! ¡Ojalá el cáncer te hubiese matado! ¡Cuánto lo deseaba!

El bramido de Juana, como el clamor de un guerrero celta, tonante, profundo, desgarrador, conmocionó aun a Céline, que se retrajo al verla abalanzarse sobre ella. Juana cayó sobre el cuerpo esbelto de la modelo más cara de Europa y la tiró al suelo.

—¡Maldita hija de puta! —vociferaba, en tanto sacudía la cabeza de Céline contra la alfombra—. ¡Malparida! ¡Vos tendrías que haber muerto hace años! ¡Hija de puta!

Thérèse y Victoire abandonaron su refugio y corrieron a ayudar al señor Al-Saud, que intentaba separarlas, una tarea difícil porque las mujeres se habían entreverado como gatos rabiosos y no había de dónde tomarlas. Nadie notó que Matilde corría fuera de la habitación.

Al-Saud aferró a Juana por los tobillos y la arrastró por la alfombra hasta alejarla del epicentro de la pelea, en tanto Thérèse y Victoire sujetaban a Céline por los brazos para impedir que volviera a echarse sobre su contrincante. Juana se puso de pie por sus propios medios y echó un vistazo furibundo a Eliah.

—¡Basta, Juana! —Le apretó los hombros y la miró a los ojos—. Tranquila. —Sin volverse hacia sus secretarias, les ordenó—: Llamen a seguridad.

Céline, a quien Victoire y Thérèse habían ubicado en el sillón con la cabeza hacia atrás para frenar la hemorragia de la nariz, lloraba y seguía insultando. Los guardias aparecieron en pocos minutos.

—Saquen del hotel a esa mujer —ordenó Al-Saud—. Para ella, queda prohibida la entrada al George V.

—¡No me toquen! —exclamó Céline cuando los guardias pretendieron ayudarla a incorporarse—. ¡No se atrevan a ponerme una mano encima! ¡La vas a pagar caro, Eliah! ¡Esta humillación te la voy a hacer pagar!

—¡Vamos! ¿Qué esperan? ¡Sáquenla de aquí! Y no lo hagan por el lobby sino por la parte trasera.

Los chillidos de Céline se escucharon aun después de que subió al ascensor y las puertas se cerraron.

—¿Dónde está Matilde? —Al-Saud giraba la cabeza hacia uno y otro lado—. ¿Dónde está? —se preguntó, con tono angustiado, mientras abría las puertas de las demás habitaciones.

—Debió de haberse ido, señor —dedujo Thérèse—. La puerta estaba abierta.

—¡Dios mío! ¡Llame a recepción! Pregunte si está abajo. Que no le permitan salir. Está sin guardaespaldas.

Al-Saud abandonó la oficina y eligió bajar los ocho pisos por las escaleras. No tenía paciencia para esperar el ascensor. En la recepción le dijeron que la vieron pasar muy desencajada hacia la calle. El botones le informó que Matilde le pidió un taxi y que él se lo consiguió enseguida.

—¿Escuchaste qué dirección le indicó al taxista?

—No, señor. Lo siento.

—Dios mío —gimió Al-Saud, y se llevó las manos a la cabeza.

Matilde tocó el timbre del departamento de Jean-Paul Trégart y rogó que Ezequiel no estuviese de viaje o en una sesión fotográfica. Una empleada doméstica la invitó a pasar y le pidió que aguardase en la recepción. Ezequiel apareció poco después, con una sonrisa, y Matilde corrió hacia él, se arrojó a sus brazos y se echó a llorar con unos clamores que erizaron la piel del muchacho. Se quedaron abrazados en medio del vestíbulo hasta que el llanto se convirtió en suspiros.

—Vamos al living. ¡Suzanne! Tráenos algo para tomar. ¿Qué quieres, Mat?

— Rien —sollozó, sin caer en la cuenta de que hablaba en francés.

—Algo tenés que tomar. Suzanne, tráiganos té y jugo de naranja.

Se sentaron en un sillón y Ezequiel acomodó a Matilde sobre su pecho. Contenida por el abrazo de su amigo, evocó muchas imágenes de la época en que ella padecía una enfermedad terminal, y Juana y Ezequiel la acompañaban a que se sometiera a las largas sesiones de quimioterapia, y sólo Ezequiel le arrancaba sonrisas. Y después, cuando los efectos de las drogas hacían estragos en ella, sus amigos la cuidaban y asistían; en ocasiones faltaban al colegio para estar con ella, y Matilde se sentía a salvo con ellos.

—¿Ya podés contarme qué pasó? ¿Dónde está la Negra? ¿No volvía hoy de Tel Aviv? ¿Le pasó algo a la Negra? —se angustió, y se incorporó a medias.

—No, no. Juana está bien. Quedate tranquilo.

Matilde se irguió y miró a Ezequiel a los ojos. Él la contemplaba con tanta dulzura y cariño que se le anudó la garganta, las lágrimas volvieron a fluir y no pudo pronunciar palabra. Un momento más tarde, se puso a hablar recostada en el torso de él —era más fácil si no lo miraba— y le contó lo ocurrido en las oficinas del George V.

—¡Qué perra infeliz que es esa Celia! Si la tuviera a mano, la estrangularía.

—De eso está encargándose Juana. Yo me fui del George V mientras la molía a golpes.

—¡Ésa es mi Negra! —Matilde sonrió en una mueca que evidenciaba su cansancio—. Tomá un poco de té, Mat. Te va a venir bien.

La infusión, cortada con leche y azucarada, le descendió por el esófago como un bálsamo. La tomó en silencio, sin levantar la vista, a sabiendas de que era objeto del intenso escrutinio de Ezequiel.

—¿Por qué no le dijiste que habías tenido cáncer y que no podías tener hijos?

—Porque me daba vergüenza —admitió—. No quería que lo supiera. Tenía tanto miedo de que mi tía Sofía se lo hubiese comentado a su mamá, a la señora Francesca. Pero parece que no.

—Y vergüenza, ¿por qué?

—¡Ay, Eze! —sollozó Matilde—. Es tan difícil de explicar. —Se mordió el labio, se apretó las manos, cambió de posición—. Yo pretendía que él nunca lo supiera. Eliah es tan perfecto, tan completo e íntegro. En cambio yo…

—¿Vos qué? —se enojó Ezequiel, y la obligó a mirarlo, sujetándola por el mentón—. Sos la persona más perfecta que conozco, Mat. Me importa una mierda si te sacaron todo lo que tenías ahí abajo. Nadie es más íntegro que vos, ¿me entendiste? Y si ese tipo no te inspiró la suficiente confianza para contarle que no podías tener hijos es porque él es un vanidoso.

—¡No lo es! ¡Te lo juro, Eze!

—¿Cómo planeabas hacer para que no se enterase?

Matilde dejó caer la cabeza y lloriqueó un rato antes de hablar.

—Cuando me fuera al Congo, todo iba a terminar entre nosotros.

—¿Él se lo iba a tomar así tan a la ligera? Aunque no lo soporto, debo admitir que está loco por vos.

—No, supongo que no iba a ser fácil. Pero tendría que entender que nuestros caminos se separaban y que para mí mi carrera es lo más importante.

—¿Es verdad, tu carrera es lo más importante?

Los ojos de Matilde se arrasaron al afirmar:

—Él es lo más importante, Eze. Él es el amor de mi vida, mi alegría, mi sanador, mi todo. Nunca voy a volver a amar a otro hombre como amo a Eliah. Pero no puedo atarlo a mí, no puedo condenarlo a estar el resto de su vida con una mujer que no puede darle hijos. Yo sé que él los desea muchísimo. —Se pasó las manos por los ojos, se secó los cachetes con el puño de la camisa amarilla, carraspeó y se ubicó, derecha, apartada de Ezequiel—. Ahora todo será más fácil porque, a pesar de que lo amo más que a mi propia vida, estoy furiosa, me consume una rabia que nunca había sentido. Me dijo que entre él y Celia no había habido nada. Y resulta ser que son amantes desde hace años. La tarde en que la esposa de Eliah se mató en un accidente automovilístico, ¡buscándolo a él para decirle que estaba embarazada!, estaba en la cama con mi hermana.

—Nunca supimos de esa relación —admitió Ezequiel—. Debieron de moverse con muchísima cautela porque él era casado. Y como ella andaba siempre colgada del brazo de algún modelo o actor famoso, nadie lo notaba.

—Eze, creo que Celia lo quiere de verdad.

—Tu hermana es una víbora que no quiere a nadie.

Al-Saud abandonó el Aston Martin mal estacionado a las puertas del George V y saltó fuera para regresar a las oficinas en el octavo piso. Matilde seguía desaparecida, sola, sin custodia, y él no podía encontrarla. No estaba en el departamento de la calle Toullier, no había vuelto a la casa de la Avenida Elisée Reclus, tampoco se la veía por los alrededores; acababa de recorrer las calles aledañas. Entró en la oficina con la esperanza de que hubiese regresado. Juana estaba al teléfono.

—¡Ah, Eze, por fin! ¿Qué mierda te pasaba que no atendías el celular?

—Estaba consolando a Mat.

—¡Está con vos! ¡Gracias a Dios!

El alivio se esparció por el cuerpo de Al-Saud y le provocó un temblor en las piernas y en las manos. Se acercó al teléfono e intentó arrebatárselo a Juana, pero ésta se lo impidió y, con un ademán, le exigió que se calmara.

—Dame con Mat, Ezequito.

—Está dormida. Me costó mucho convencerla de que tomara un calmante y se recostara. Estaba muy alterada.

—Sí, me imagino.

—Ha decidido quedarse a vivir aquí hasta que se vayan al Congo. No quiere volver a la casa de Al-Saud y tiene miedo de ir a lo de Enriqueta, por eso del tipo que la sigue. Así que se quedará en casa. Y vos te venís para acá también.

Juana cortó la llamada, y Al-Saud supo que las cosas estaban mal y que se pondrían peor.

—¿Hablaste con ella?

—No, dormía. Ezequiel le dio un calmante y la mandó a la cama. Dice que estaba muy mal.

—Dios mío —susurró Al-Saud—. Ponete el abrigo y vamos a buscarla.

—No, papurri. Ezequiel dice que Mat decidió quedarse a vivir con él hasta que nos vayamos al Congo.

—¡De ninguna manera! Ella volverá a mi casa que es su casa.

—Papurri, vos sabés que siempre me tendrás de tu parte, a pesar del moco que te mandaste con lo de Celia, pero, bué, no te culpo. Ésa es una araña capaz de enredar a cualquiera. Pero para Mat debió de ser durísimo enterarse de eso. Tenés que saber que Celia odió a Matilde desde que nació, le tenía unos celos atroces. Matilde siempre se sintió culpable de la infelicidad de Celia, como si el hecho de que su padre la quisiera más que a sus hermanas fuese culpa de la propia Mat. Sufre mucho a causa de la preferencia que don Aldo tiene por ella, y le arruinó su relación no sólo con sus hermanas sino con su madre. Ya ves que no la llamó para el cumpleaños.

El corazón de Al-Saud lloraba lágrimas de sangre. Su dulce, pequeña, pura y bondadosa Matilde sometida al odio, al rencor y al desprecio de su propia familia, cuando, en realidad, debería venerarla. Se echó en el sillón y se sujetó la cabeza con las manos.

—¿Por qué no me contó que había padecido cáncer y que no podía tener hijos? Ah, tan sólo pensar en lo que debió de haber sufrido… —Se le quebró la voz, algo que afectó a Juana.

—Sí, papurri, sufrió mucho, mucho nuestra Mat. Pero ya te dije una vez que, así como la ves, tan menuda e indefensa, es una leona por dentro.

—La amo tanto, Juana. La amo más que a nada en este mundo.

—Lo sé, papurri, y ella te ama a vos, pero lo que ocurrió hoy acá fue devastador para Mat, y si la conozco un poquito, llevará mucho tiempo arreglar lo que Celia rompió. Llevame a tu casa, por fa, así saco unas mudas para Mat y para mí. Lo mejor será que nos instalemos unos días en lo de Jean-Paul.

A medida que se aproximaban a la Avenida Charles Floquet, Al-Saud dudaba de su fortaleza. Temía irrumpir en casa de Trégart y llevarse a Matilde a la rastra. Los atendió Suzanne, y Al-Saud le pidió que llamase a Ezequiel. Debió esperar varios minutos en la vereda.

—¿Qué quiere? —lo increpó Ezequiel desde el umbral del edificio.

—¿Cómo está?

—Mal. ¿Cómo quiere que esté? Enterarse de que el hombre que ama es el amante de su hermana…

—Céline y yo no somos amantes. Desde que empecé mi relación con Matilde, no he tocado a ninguna mujer.

Ezequiel sacudió los hombros.

—¿Qué quiere? —insistió.

—Escuchame bien, Ezequiel. Hay alguien aquí fuera que quiere hacer daño a Matilde. Es un tipo muy, muy peligroso. Ella no puede salir a la calle sin custodia. Los guardaespaldas que le asigné estarán aquí, mañana por la mañana. Te pido que la convenzas de que no se mueva de tu casa sin ellos. Sé que no te caigo bien y lo comprendo, pero este asunto no tiene que ver con nuestras diferencias sino con la seguridad de Matilde. ¿Tengo tu palabra de honor de que no permitirás que salga sin protección?

—Sí, la tiene. No sólo tendremos que protegerla del maniático ese, sino también de Céline, a quien le faltan algunos tornillos, se lo aseguro.

—¿Puedo verla?

—Está dormida. No quiero despertarla porque le costó mucho dormirse. Tuve que darle un calmante. Estaba destrozada.

Al ver el dolor reflejado en la mueca de Al-Saud, Ezequiel se arrepintió de haber sido tan duro con él.

—Volveré mañana para verla.

—Yo que usted no vendría. Perderá el tiempo.

Matilde despertó, sobresaltada. Le tomó unos segundos ubicar las extrañas sombras que la rodeaban. La imagen de lo vivido en las oficinas del George V la golpearon. Estaba en lo de Trégart, Eliah y Celia eran amantes, ella partiría para el Congo y no volvería a ver al amor de su vida; aunque debía admitir que, por sobre lo demás, la angustiaba que Eliah supiera que ella no era una mujer en el verdadero sentido de la palabra y que jamás experimentaría la magia de llevar a un bebé en el vientre ni la de parirlo ni la de amamantarlo. Las lágrimas se deslizaban por sus sienes y mojaban la almohada. ¿Qué hora sería? Se incorporó y tanteó hasta dar con el interruptor del velador. Las tres de la mañana. Se quedó con el brazo elevado, contemplando el reloj Christian Dior que Al-Saud le había regalado. “Pero no quiero que gastes dinero en mí, por favor.” “¿En quién lo gastaría si no es en vos?” “En Celia”, contestó. No quería imaginarlos juntos, no toleraba pensar que Eliah y su hermana habían compartido una intimidad similar a la de ellos. Sin remedio, las escenas se precipitaban como una catarata sobre ella y no importaba cuánto apretara los párpados o sacudiera la cabeza sobre la almohada, igualmente oía los gemidos de Celia y los gruñidos que Al-Saud emitía cuando eyaculaba, y veía las manos de él sobre los senos de ella, sobre sus piernas largas y perfectas, en su vagina. Se sentó en la cama y se cubrió el rostro con las manos. No le costaría enterrar profundamente el amor que Al-Saud le inspiraba si las visiones que la asolaban brotaban con esa facilidad. La rabia y los celos harían un buen trabajo.

Suzanne le trajo el desayuno en una bandeja alrededor de las nueve de la mañana. Ezequiel caminó detrás de la empleada con una cara que presagiaba algo malo.

—Mirá, Mat —dijo, y arrojó un ejemplar de la revista Paris Match , que rebotó sobre el edredón—. Acaba de publicarse. Leé en la página veinticuatro. Te va a interesar.

Enseguida lo reconoció. La fotografía de Eliah Al-Saud ocupaba la página entera. Debían de haberla tomado en un día muy frío porque él se cubría con el sobretodo de pelo de camello y caminaba con las manos en los bolsillos; había inclinado ligeramente la cabeza hacia delante. Confería un aspecto ominoso y amenazante con el ceño que le unía las cejas negras y pobladas. Pasó los dedos sobre la imagen hasta que el título del artículo captó su atención. El mercader de la guerra . Temía leer el cuerpo de la nota, no quería saber lo que se había preguntado tantas veces en la casa de la Avenida Elisée Reclus. Por estos días se dan una pátina de legitimidad llamando a su negocio “empresa militar privada”. Sin embargo, no son otra cosa que una compañía de mercenarios, expertos soldados, armas letales que venden su sapiencia al mejor postor . Matilde leía a trompicones, con un latido que arreciaba en sus oídos y en su cuello, y le volvía la respiración irregular y rápida. Después de la caída del Muro, las sociedades occidentales y orientales comenzaron a exigir el desarme y una disminución en los presupuestos destinados a las fuerzas armadas. De ese modo, mano de obra altamente calificada, sobre todo proveniente de la antigua URSS, inundó el mercado. Así nacieron estas “empresas militares privadas”. Hay pocas en el mercado, facturan miles de millones de dólares por año y cada día ganan más poder e influencia en el mundo de la política. En el cerrado reducto de los mercenarios se dice que uno encabeza la lista de los mejores y más exitosos: Eliah Al-Saud, presidente de Mercure S.A. Matilde soltó la revista como si la hubiese quemado y levantó la mirada en busca del consuelo de Ezequiel. Éste, implacable, la recogió de la cama y leyó el artículo desde el comienzo. Matilde oía conceptos como “traficante de armas”, “evasor de impuestos”, “violador de las normas de la ONU”, pero no captaba por completo el sentido de lo que Ezequiel leía. Había referencias de su época como aviador de L’Armée de l’Air y de su participación en la Guerra del Golfo. Es un eximio piloto y puede volar cualquier máquina que se suspenda en el aire, desde un Mirage 2000 hasta un helicóptero. Su participación en la Guerra del Golfo le mereció varios galardones. ¿Por qué, entonces, se dio de baja de L’Armée de l’Air donde sólo le esperaba un futuro promisorio? Algunos especulan que se debió a su protagonismo en el bombardeo a un búnker en Bagdad, en el barrio periférico de Amiriyah, en el cual, tras haber disparado misiles guiados por láser GBU—27, misiles que se deslizaron por las bocas de alimentación del sistema de aireación, calcinaron a cuatrocientas ocho mujeres, niños y adolescentes .

—¡No! —exclamó Matilde—. ¡Él no sabía que había mujeres y niños ahí! ¡Estoy segura de que no lo sabía!

Matilde no atendió a la lectura de Ezequiel hasta varios párrafos después. No oía su voz sino el diálogo que ella y Eliah habían mantenido después de hacer el amor la noche de la fiesta por el cumpleaños de Francesca. “¿Estuviste en alguna guerra?” “Sí, estuve en la guerra. Pero no quiero hablar de eso. No tengo un buen recuerdo.” Recordó también que horas antes, en la habitación donde ella jugaba con los hijos de Shariar, él le había pedido que fuera la madre de sus hijos. …y mientras vendía armas a los Tigres para la Liberación del Eelam Tamil entrenaba a los ejércitos de Sri Lanka que se aprestaban a liquidarlos. Arrasó con las guerrillas en Papúa-Nueva Guinea y custodia los perímetros de las minas de diamantes en Sierra Leona, mientras sus clientes saquean los recursos naturales del país haciendo trabajar a niños-esclavos .

—¡Basta, Ezequiel! ¡Ya no quiero oír más!

—Está bien, calmate. Quería que lo leyeras para que te convencieras de que te has sacado de encima a un inescrupuloso hijo de puta.

Matilde hundió la cara en la almohada y rompió a llorar. Juana entró en la habitación en pijamas y bostezando.

—¿Qué pasa, Matita? —dijo, y se acostó junto a su amiga.

—Pasa esto —intervino Ezequiel, y le entregó la Paris Match .

Después de leer el artículo, Juana concluyó que lo que se había roto la tarde anterior, acababa de hacerse polvo a causa del artículo. “Ya no hay esperanzas para el papurri. ¿Quién escribió esta mierda?” Buscó el nombre del periodista. “Seas quien seas, ¡que te parta un rayo, Ruud Kok!”

Permanecía dentro del Aston Martin hasta que la veía salir del instituto, cruzar rápidamente la vereda y subir al Audi de Jean-Paul conducido por su chofer. El trecho entre la puerta del Lycée des langues vives y el Audi, Matilde lo recorría escoltada por La Diana y Markov, a quienes saludaba con una sonrisa tímida. Ezequiel fue a buscarlas en dos ocasiones, y Matilde le permitió que pasara un brazo sobre sus hombros y que la condujese de ese modo hasta el Porsche 911. Matilde nunca levantaba la vista hacia el Aston Martin estacionado unos metros más allá, aunque sabía que él estaba allí, observándola, añorándola, amándola, y que se abstenía de abordarla para no perturbarla. Así se lo había aconsejado Juana. ¿Qué habría hecho sin Juana, su gran aliada? Gracias a ella tenía noticias de Matilde a diario, porque si bien La Diana y Markov la veían y la seguían en el automóvil, no podían informarle demasiado. Por Juana sabía que estaba apagada como un gatito mojado, que comía muy poco —eso lo volvía loco de preocupación—, que la encontraba llorando sola y que trataba de disimularlo. Por su parte, él no se encontraba en mejores condiciones. Dormía mal en esa cama sin ella y le había perdido el gusto a todo. A la casa le faltaba algo esencial, como si le hubieran volado el techo. En ese casi mes y medio de convivencia, Matilde se había apoderado por completo de él y de esa casa que, antes de ella, había preservado de cualquier otra porque constituía su refugio. Ahora comprendía que Matilde era su refugio y que, sin ella, la vida se volvía gris y carente de sentido.

El viernes 27 de marzo, una semana después del encuentro con Céline en el George V, Juana y él almorzaron en el mismo restaurante de la Avenida de Champs Élysées donde Matilde le había regalado el frasco con dulce de leche. Juana lo notó ojeroso y demacrado.

—Ay, papurri. No sabés cuánto lamento todo este quilombo.

—Sí, lo sé.

—Todo se vino encima. El numerito de la forra de Celia y el artículo de Paris Match .

—¿Qué dice Matilde acerca de eso, de lo de Paris Match ?

—Nada. La verdad es que habla poco.

—¿Está comiendo mejor? —Juana negó con la cabeza—. Por favor, Juana, tenés que hacer algo para que se alimente.

—No te angusties. Ezequiel se ocupa. Cuando le daban la quimio y no quería comer porque todo le repugnaba, era Ezequiel el que se sentaba con ella y le daba de comer en la boca contándole chistes para hacerla reír. Él era el único que conseguía que tragara unos bocados. Ahora está haciendo lo mismo.

—Dios mío. Matilde… —Se le estranguló la voz y miró hacia otro lado para que Juana no notara las lágrimas en sus ojos.

—Y vos, papurri, ¿cómo estás?

—Juana, jamás pensé que diría algo tan cursi como lo que voy a decirte, pero no puedo vivir sin ella.

—Lo sé. Y no es cursi, Eliah. Cuando uno ama tan intensamente como ustedes se aman, pasan a formar un mismo cuerpo. Sin una parte, ese cuerpo no puede vivir. Pero contame de vos. ¿Qué has estado haciendo durante estos días?

Al-Saud pensó en las veces que había soportado los escándalos de Céline en el lobby del George V, cuando se filtraba sin que los guardias la vieran, o en la vereda, y también a las puertas de la casa de su familia, en la Avenida Foch. Afortunadamente no conocía la casa de la Avenida Elisée Reclus. Harto de lidiar con esa loca y temeroso de que lastimara a Matilde, llamó por teléfono a su agente, Jean-Paul Trégart, y lo amenazó: o se la llevaba a desfilar a las antípodas o un jugoso chimento acerca de su estancia de casi dos meses en una clínica de desintoxicación aterrizaría en las mesas de las redacciones de todas las revistas del país. El día anterior, Trégart lo había llamado para informarle que Céline pasaría una larga temporada en Milán.

Al-Saud pensó también en la cantidad de reuniones que había mantenido en el bufete del doctor Lafrange para planear la demanda contra el semanario Paris Match y contra Ruud Kok. Les sacaría varios millones de francos a esos hijos de puta y los obligaría a publicar una retractación o no se llamaba Eliah Aymán Al-Saud. El artículo era provocativo y tendencioso, ambiguo en ciertos pasajes, como cuando, al mencionar la tragedia de Amiriyah, sugería que Al-Saud terminó su carrera de piloto a causa de bombardear un búnker lleno de mujeres y niños; el lector podía suponer que, dado que Eliah destruyó el lugar motu proprio L’Armée de l’Air lo castigó dándole la baja, cuando, en realidad, había sucedido lo contrario. Sólo un hombre podría haber proporcionado a Kok ciertos datos acerca de su pasado como miembro de L’Agence : Nigel Taylor. El hijo de perra las pagaría también. Al revelar esa información, el muy canalla había violado el juramento de silencio prestado al ingresar en las filas de L’Agence .

—Estuve haciendo lo de siempre —contestó—. Trabajando bastante. Céline se ha ido, ¿verdad?

—Sí, papurri. Jean-Paul le consiguió un contrato en Milán. De todos modos, antes de irse, anduvo haciendo de las suyas. El martes logró entrar en el edificio y se plantó frente a la puerta del departamento y empezó a patearla porque Suzanne no quería abrirle. Salió Jean-Paul y la amenazó con que volvería a internarla si no dejaba de comportarse como una loca.

—Está loca. Completamente desequilibrada.

—Disculpame que me meta, papurri, pero ¿cómo fue que te enredaste con ella? Es preciosa y muy sensual, eso lo sé, pero...

—Empezamos a vernos poco tiempo después de que ella llegase a París. Era mayor que yo, lo cual me atraía, muy hermosa y se me insinuaba en cada oportunidad en que nos veíamos, que eran muchas porque en aquel entonces ella vivía con su tía Sofía y ya sabés que Sofía va con frecuencia a la casa de mis viejos. Yo hacía poco que me había casado, era joven y estúpido. Podés imaginarte lo demás. Céline se convirtió en una droga. Me gustaba que fuera tan desenfrenada, libre y audaz, todo lo que mi esposa no era. La dejé después de la muerte de Samara.

—¿Es verdad que estabas con ella cuando tu esposa tuvo el accidente?

—Sí. Samara estaba buscándome por todas partes para… —bajó la vista y jugueteó con el cuchillo— …para decirme que estaba embarazada.

—Papurri, debió de ser terrible para vos. —Al-Saud asintió sin mirarla—. Lo siento mucho.

—La culpa me agobiaba. Dejé a Céline. Al año, más o menos, empecé a salir con una chica…

—¿Natasha, la que mencionó Celia?

—Sí, Natasha. Era muy dulce y me hacía sentir bien. Hace unos meses desapareció. Se esfumó de un día para otro. Sé que está bien, pero no sé dónde. Le tenía mucho cariño, pero no la amaba. Al poco tiempo de que desapareciera Natasha, Céline me llamó y me invitó a cenar. Volvimos a estar juntos algunas veces hasta que el 31 de diciembre tu amiga entró en mi vida y se adueñó de todo lo que había para adueñarse, y me devolvió las ganas de vivir y la felicidad. Y me enseñó lo que era amar de verdad.

El timbre del celular irrumpió como un cañonazo en ese punto emotivo de la conversación. Al-Saud, con un ceño, se fijó quién era.

—Juana, permitime atender esta llamada. —Se levantó y se alejó hacia una parte menos concurrida del restaurante—. Allô, Olivier. Ça va? 

—Eliah, te llamo porque tengo noticias del tipo que atacó a la señorita Martínez en la Capilla de la Medalla Milagrosa.

—Dime.

—Un sujeto asegura haberlo visto el domingo 1° de marzo en la estación Gare du Nord .

—¿Recién ahora lo dice? —se molestó Al-Saud.

—Acaba de volver de viaje, por esa razón lo denuncia ahora. Lo vio en el baño de la estación, donde le llamó la atención que estuviera quitándose unos trozos de algodón de la boca. Poco después, mientras aguardaba su tren, vio el identikit en la televisión de un bar. Quiso la casualidad que volviera a verlo en el mismo tren que él había tomado. Después de mirarlo durante largo rato, se convenció de que era muy parecido al identikit, a pesar de que tuviera las mejillas abultadas.

—Gracias al algodón. ¿Investigaron adónde se dirigía el tren?

—Era un Thalys con destino final a Bruselas.

—¿Ya tienes la lista de los pasajeros que lo tomaron en Gare du Nord ?

—Sí, te la enviaré.

—Sí, hazlo, pero ahora léeme rápidamente los apellidos de los pasajeros, a ver si alguno me suena familiar.

Al llegar a la J, Al-Saud agudizó la atención. Jacopi, Jaspers, Jennings, Jürkens. “Aquí estás, maldito hijo de puta”, masculló para sí. “¿Dónde te encontrarás ahora?”

—¿Te suena algún nombre? —indagó Dussollier.

—No, ninguno. Lo siento. ¿Qué harán con esta información?

—Ya dimos parte a nuestros colegas en Bruselas. Ellos investigarán con las cámaras de seguridad de la estación de trenes a la que llegó ese Thalys. También te llamaba para comentarte que los forenses determinaron qué tipo de agente nervioso mató a los muchachos iraquíes. Se trató de una dosis elevadísima de ciclosarín, un agente nervioso parecido al gas mostaza, muy usado por Irak durante la guerra con Irán.

—El ciclosarín no es como la ricina, que puede producirse en un laboratorio casero. Requiere una gran tecnología. ¿Qué países lo producen?

—Desde la Convención sobre Armas Químicas de la ONU, su producción quedó prohibida. Por supuesto, no todos los países han ratificado la convención. Tendremos que investigarlos. Como imaginarás, Irak encabezará la lista. Te mantendré informado de cualquier avance.

— Merci beaucoup, Olivier .

— De rien, Eliah .

Al-Saud volvió a la mesa.

—Disculpá que te haya hecho esperar. Era un asunto importante.

—No te preocupes, papurri.

—Juana, ya han pasado siete días desde aquel episodio nefasto. He sido paciente, he respetado su voluntad de estar sola, pero necesito verla. No puede seguir negándose. Matilde y yo tenemos que hablar.

—Se lo pido todos los días, papurri.

—¿Qué te dice?

—Dice que si te mirase, te vería con Celia en la cama y que no podría soportarlo.

— Merde! 

—Papurri, Matilde me pidió que fuera por el resto de nuestras cosas a tu casa. Estamos sin ropa. ¿Podremos ir ahora? Tengo tiempo antes de ir al instituto.

Asintió de mala gana; había conservado la ilusión de que si la ropa y los efectos de Matilde permanecían en la casa de la Avenida Elisée Reclus aún existía la esperanza de tenerla de nuevo con él; esa esperanza acababa de desvanecerse.

—Después te llevaré al instituto.

Estacionaron el Aston Martin a las puertas del Lycée des langues vivantes . Al-Saud estaba de pésimo humor porque Juana no había empacado los vestidos, zapatos, carteras, perfumes y demás regalos que él le había dado a Matilde en ese tiempo.

—Si por mí fuera, papurri, me llevaría todo. Pero Mat fue muy insistente en que no me llevara nada de todo esto y no quiero contrariarla. ¡Qué desperdicio! —se lamentó.

Permanecieron en silencio dentro del habitáculo del deportivo inglés. Juana sabía que Al-Saud esperaba a que Matilde llegase. Pocos minutos después, el Porsche de Ezequiel estacionó delante de ellos, y el automóvil con La Diana y Markov, detrás. Al-Saud se incorporó en el asiento para verla. Ezequiel le tendió la mano para ayudarla a salir. Juana abrió la puerta del Aston Martin y sacó medio cuerpo fuera.

—¡Ey, Mat! —gritó, y Matilde se dio vuelta.

Al-Saud vio que pasaba la mirada desde su amiga hacia el sitio del conductor. Debido a los vidrios polarizados, no lo veía; sin embargo, ambos percibían el flujo de energía que los ataba. “Te quiero”, le dijo con el pensamiento. Salió del automóvil y permaneció de pie, apoyado en el marco de la puerta. Se quitó los Serengeti y la miró a través de la distancia de escasos metros. Al hacer el ademán de aproximarse, ella se apresuró a entrar en el instituto. Juana puso los ojos en blanco.

—Tenele paciencia, papurri.

Matilde colocaba los cuadernos y los libros sobre el pupitre cuando Juana se ubicó a su lado.

—¿Por qué no esperaste un momento? El papurri quería hablar con vos.

—¿Ahora sos más amiga del papurri que mía?

—No seas injusta. El pobre está destruido. Me busca para hablar de vos, para saber cómo estás.

—Destruida yo también. ¿No se lo dijiste?

—Sí. Está muy preocupado porque no comés bien.

—¡Ja! Porque no como bien. Ése es el menor de mis problemas.

—¿Por qué no aceptás encontrarte con él así se arreglan los problemas entre ustedes?

—Ya te lo dije mil veces.

—¡Basta con eso de que lo vas a imaginar con Celia en la cama! Ésa es una excusa.

—¿Una excusa? ¿Que el hombre al que amo y con el cual conviví durante casi un mes y medio sea el amante de mi hermana es una excusa?

—No es el amante de tu hermana. Lo era.

—No lo sabés. Estaban juntos la noche de la fiesta en lo de JeanPaul.

—Él quería hablar con ella para decirle que estaba enamorado de vos y que lo de ellos se acababa para siempre.

—¿Vos le creés?

—¡Por supuesto!

—Cuando le pregunté si ellos habían sido amantes, él me dijo que sólo habían sido amigos. ¡Me mintió!

—¿Qué querías que te dijera: “Matilde, me cogía a tu hermana porque es una puta y se me regalaba”?

—Celia me odia porque dice que le quité todo, el amor de mi papá, de mi abuela. No quiero quitarle a Eliah también.

—¿Sabés qué, Mat? Me están dando ganas de pegarte un par de cachetadas, así que mejor me voy a sentar en la otra punta del aula.

—No, no te vayas —le imploró, y la sujetó por la muñeca—. Decime la verdad, ¿vos le creés cuando te dice que, después de mí, no volvió a estar con ella?

—Matita, conozco a los hombres mucho más que vos y sé muy bien cuándo mienten y cuándo hablan con la verdad. El papurri habla con la verdad cuando dice que no puede vivir sin vos, que te ama más que a nada y que no volvió a estar con Celia desde que se enamoró de vos.

Las palabras de Juana la conmocionaron y la conmovieron, y la sensibilizaron para el discurso que vino a continuación.

—Acá no se trata tanto de lo de Celia sino de tu orgullo. ¿Por qué no admitís que no querés enfrentar a Eliah desde que él se enteró de que no podés tener hijos? Detestás la idea de que él sepa que nunca serás madre, que no podrías darle hijos si se casasen. ¿Me equivoco?

Matilde saltó del pupitre y corrió al baño. Juana la siguió y la abrazó al encontrarla llorando.

—¡Lo amo, Juana! Lo amo como nunca amé a nadie. Es tan grande esto que siento que ni siquiera me importa que sea mercenario, traficante de armas o lo que sea que es.

—El papurri me dijo que son calumnias y que ya demandó a Paris Match y al periodista que escribió la nota.

—Vos y yo sabemos que algo de cierto hay en todo eso.

—¿Y hay algo de cierto cuando digo que no lo enfrentás por orgullo?

—Sí, por orgullo y por vergüenza. Yo no quería que supiera que soy una mujer incompleta. Yo sé que Eliah desea tener hijos. Él me lo dijo una vez y también Yasmín lo mencionó. No puedo atarlo a mí, no puedo. Por un lado, no le daría hijos y, por el otro, las dos sabemos que la enfermedad que tuve puede volver; el riesgo de recidiva es grande. No quiero atarlo a una enferma.

—¡No digas eso! Esa puta enfermedad no te va a rozar de nuevo.

Matilde apoyó las manos sobre el granito del lavatorio, inclinó el cuerpo y echó la cabeza hacia delante. Soltó un suspiro.

—Si es verdad que Celia lo ama tanto, tengo que desaparecer para que tengan una oportunidad. Ella podría darle los hijos que yo no.

—¿Cómo podés desearle el mal al amor de tu vida? Porque te aseguro, Mat, que desearle que se case con esa víbora chiflada de Celia es desearle el mal.

El martes siguiente por la mañana, Al-Saud se encontraba en una reunión con el empresario israelí Shaul Zeevi cuando sonó su celular. Era Juana. Se excusó y la atendió con espíritu ansioso.

—Papurri, ayer nos llamó Auguste Vanderhoeven. ¿Te acordás de él? ¿El médico de Manos Que Curan?

—Sí —gruñó.

—Nos informó que saldremos para el Congo antes de lo planeado. Se ha presentado una situación muy grave de meningitis y necesitan todos los recursos disponibles. Y nosotras estamos disponibles.

—¿Cuándo viajarían? —preguntó, con el corazón desbocado.

—El lunes que viene, lunes 6 de abril. Ya estamos preparando todo. Hoy vamos a darnos la vacuna contra la fiebre amarilla.

—¡Se acabó, Juana! Voy a ver a Matilde así tenga que derribar la puerta de la casa de Trégart y sacarla a la rastra.

—Esperá, papurri. Se me ocurre una idea. Sofía nos invitó a cenar el sábado porque quiere hacernos una despedida. Además nos va a dar unos paquetes para Amélie, su hija. ¿Por qué no le pedís a Sofía que te invite a la cena? A Mat no le quedará otra que verte y podrán hablar.

Matilde entró en el departamento de su tía Sofía y lo divisó de inmediato. Al-Saud la miraba y le sonreía. No estaba solo. Yasmín, Sándor y Alamán lo acompañaban. No cayó en la cuenta de que Ginette la desembarazaba del abrigo y de la shika . Juana exclamaba, feliz de encontrarlos, y los saludaba con ademanes histriónicos, en tanto Fabrice le revoloteaba en torno como un cachorro. Sofía y Nando besaron a Matilde y la condujeron a la sala. Aún no lograba ganar un poco de dominio, cuando Sándor y Yasmín se aproximaron para agradecerle lo que había hecho por él en la Capilla de la Medalla Milagrosa. Alamán la abrazó y, con su eterno buen humor, le arrancó una sonrisa. Al-Saud apartó a su hermano y se inclinó para saludarla. La besó cerca de la comisura, como había hecho en el pasado, y le susurró:

—Hola, mi amor. Estás hermosa.

Matilde se alejó deprisa y se unió al grupo buscando refugio. Al-Saud se quedó mirándola, con el corazón destrozado.

—Vamos —lo animó Alamán—, ya se le pasará el enojo.

—Por favor, ocúpate de lo que te pedí.

Alamán asintió y se internó en el departamento. Encontró a Ginette en la cocina.

—Dime, Ginette. ¿Dónde pusiste nuestros abrigos?

—En el primer cuarto a la derecha.

Estaban sobre un sofá. Enseguida divisó el de Matilde y el de Juana. Si Juana llevaba encima su celular, la cuestión se complicaría. Hurgó dentro de su cartera y lo encontró. Le quitó la batería y plantó un transmisor de rastreo satelital del tamaño de una lenteja achatada. Lo armó nuevamente y lo devolvió al bolso. En cuanto a Matilde, Eliah le había pedido que lo colocara en su shika , la cual iba con ella a todas partes. Alamán la estudió con el entrecejo fruncido. No resultaría fácil colocar la pequeña lenteja en ese tejido tan abierto. Se decidió por la correa, que formaba un dobladillo. Sacó su navaja Victorinox y realizó una pequeña hendidura en el nacimiento de la correa, donde se unía al cuerpo del bolso. Despegó una etiqueta del minúsculo transmisor, lo ubicó dentro y presionó para que se adhiriese.

Sentado frente a Matilde, Al-Saud le observaba las muñecas enflaquecidas y la veía revolver la comida sin entusiasmo. Matilde, al sentir su mirada clavada en ella, se instó a engullir pequeños trozos de carne y vegetales en la boca para aparentar que su ánimo era bueno. No obstante, le costaba tragarlos; se le había cerrado la glotis. Los demás reían y comentaban sobre el viaje al Congo, y ella experimentaba una sensación de ajenidad y de angustia cada vez más insondable. Mantenía la mirada sobre el plato y la paseaba dentro de un radio muy limitado, hasta que se permitió elevarla unos milímetros y captar las manos de Al-Saud, grandes, morenas y peludas. No se había engañado, bastó con un fugaz vistazo para imaginarlas sobre la piel de Celia. Levantó el mentón y le miró los labios, y los imaginó recorriendo la cara interna de los muslos de su hermana. No soportaba que él hubiese sido de Celia. Cuando sus miradas se encontraron, no le importó que Al-Saud descubriera lágrimas en sus ojos porque sabía que también descubriría furia.

Le pareció la cena más larga y amarga de su vida. Quería irse. Se escabulló a la biblioteca donde había visto un teléfono. Llamaría a Ezequiel y le diría: “Vení a rescatarme”. En tanto marcaba el número, oyó el chasquido de la puerta al cerrarse. Giró la cabeza sobre el hombro y vio a Al-Saud. Terminó de marcar y, antes de que alguien atendiera, el índice de Al-Saud cortó la llamada. Se dio vuelta con el auricular sobre el oído.

—¿Cómo te atrevés?

—Quiero que hablemos —expresó él.

—No hay nada de qué hablar.

—Yo creo que sí. Después de lo que vivimos vos y yo, no podés decirme que no tenemos nada que decirnos. No podés irte sin escucharme, sin darme una oportunidad de explicarte…

—Celia se ocupó de explicarme bien cómo son las cosas. Y el artículo de Paris Match se ocupó de decirme quién sos en realidad.

Se trataba de un golpe bajo, Matilde lo sabía. Percibió el dolor en sus ojos verdes y de inmediato se arrepintió de lo que dijo.

—Es la primera vez en tu vida que sos cruel con alguien —le reprochó Al-Saud—. Justo tenías que serlo con quien más te ama.

—No quiero seguir hablando.

Matilde lo esquivó y avanzó hacia la puerta. Eliah la detuvo por la muñeca antes de que la abriera. Matilde se desprendió del contacto de forma brusca.

—Está bien, no hablemos aquí. ¿Dónde, entonces?

—Mañana, en casa de Ezequiel, a las cuatro de la tarde.

Matilde volvió al comedor con los demás y Al-Saud permaneció en la biblioteca para calmarse. Lo alarmaba la dureza de Matilde. Desconocía a la mujer resentida y mordaz con la que acababa de sostener ese intercambio.

Resultaba obvio, por los círculos oscuros en torno a sus ojos y el enrojecimiento de los párpados, que ninguno había pasado una buena noche. Matilde extendió la mano para indicarle que se sentara, y Al-Saud notó que le temblaba. Al evocar la felicidad que habían compartido, tenía ganas de ponerse a gritar de dolor e impotencia.

—¿Cómo está Leila? —se interesó Matilde, desde un sillón enfrentado y alejado al que ocupaba Al-Saud.

—Muy triste. Casi no ha pronunciado palabra desde que te fuiste.

—Voy a llamarla esta noche para despedirme.

Un silencio incómodo cayó sobre ellos. Matilde, con la vista en sus manos entrelazadas como si rezara, oyó que Al-Saud se removía en su asiento. Se había desplazado hasta ubicarse en el filo del sillón y la miraba fijamente.

—Matilde, mi amor, sé que lo que pasó en el George V fue en extremo desagradable. Pero no podemos permitir que a causa de los desplantes de una loca…

—Te recuerdo que esa loca es mi hermana.

—Sí, tu hermana, que no significó ni significa nada para mí.

—¿Por qué me mentiste, Eliah? Cuando te pregunté si había algo entre ustedes, justamente aquí, la noche de la fiesta que organizó Trégart, me dijiste que sólo eran amigos.

—Porque no iba a decirte justamente a vos que habíamos sido amantes. Por favor, mi amor —dijo, y abandonó su lugar para ubicarse junto al de Matilde—, entendeme. Quiso el destino que tu hermana y yo tuviéramos una aventura en el pasado…

—Ella no se refiere a lo de ustedes como a una aventura. Ella dice que le prometiste dejar a tu mujer.

—¡Eso es mentira! —se ofuscó—. Jamás, nunca le prometí tal cosa. Tanto ella como yo sabíamos que lo que nos unía era el sexo, nada más.

Matilde se puso de pie y se alejó en dirección a la ventana. La palabra sexo en boca de Eliah para referirse a Celia era más de lo que podía soportar. Levantó la cortina de voile y observó la calle. La paz de la Avenida Charles Floquet, el rumor de las hojas de los castaños mecidas por el viento y el ladrido lejano de un perro operaron en su ánimo como un sedante. Bajó los párpados, de pronto agotada. Pensó en despachar pronto a Al-Saud, correr a su dormitorio y tirarse a dormir hasta que transcurriese tanto tiempo que, al despertar, hubiese olvidado esos tres meses en París.

Al-Saud se aproximó con sigilo para no espantarla y apoyó sus manos sobre la delgada cintura de Matilde. Se inclinó y, con la nariz, le apartó el pelo hasta despejar su cuello, para besarlo y olerlo. Matilde notó que se había bañado en A Men; ella, ex profeso , no usaba ningún perfume, ni siquiera su colonia Upa la la.

—Mi amor —le susurró con pasión—, no sabés cuánto te extraño en mi vida. Te amo tanto. No soporto esta separación. El dolor está matándome. Salgamos de acá y vivamos nuestra vida juntos.

El modo en que Matilde se deshizo de sus manos y se apartó de él, con una delicadeza que hablaba de su dominio y determinación, lo estremecieron de miedo.

—Me mentiste demasiado, Eliah. Me ocultaste tu romance de años con mi hermana y nunca me confesaste cuál era la verdadera naturaleza de tu negocio.

—Entre Céline y yo no hay nada.

—Pero lo hubo, no me digas que no. Para que una relación perdure tanto tiempo debió de haber más que sexo.

—Matilde, te voy a decir algo que te sonará machista, hasta podrás pensar que proviene de una mente sencilla, pero un hombre sabe que ama a una mujer cuando sólo desea hacer el amor con ella; las demás, simplemente, cesan de existir. Eso me ha ocurrido, a lo largo de mis treinta y un años, solamente una vez: cuando te conocí a vos. Sólo te deseo a vos, sólo quiero hacer el amor con vos, sólo quiero estar con vos. Con nadie más.

A su pesar, Matilde le creía.

—No me dijiste a qué te dedicabas realmente.

—No me dijiste que habías padecido esa enfermedad a los dieciséis años y que no podías tener hijos. —De modo instintivo, Matilde le dio la espalda para ocultar su vergüenza—. ¿Por qué nunca me hablaste de eso?

—Una vez, cuando me contaste que eras piloto —dijo, y se obligó a respirar—, yo te pregunté si habías estado en alguna guerra. Me contestaste que sí, pero que no querías hablar de eso porque no tenías buenos recuerdos. Lo mismo te digo yo ahora: no quiero hablar de eso. Para mí, la lucha contra el cáncer fue la guerra que me tocó librar y no tengo buenos recuerdos.

—¿Alguna vez ibas a mencionármelo? —preguntó él, con un sustrato de rabia e ironía—. ¿Cuándo pensabas decirme que no podías tener hijos?

—¡Nunca! —Se dio vuelta con tanta violencia, que Al-Saud dio un respingo—. No pensaba decírtelo nunca porque sabía que lo nuestro tarde o temprano iba a terminar. Lo de Celia en el George V sólo precipitó lo inminente.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué querés decir con eso?

—De que, cuando me fuera al Congo, iba a terminar con lo nuestro. No tenía futuro. Yo no confiaba en vos. Cada mujer que se te acercaba me volvía loca de celos. Por otra parte, está mi carrera, que es primordial para mí.

—¿Querés decirme que, mientras nos amábamos, mientras compartíamos lo que hemos compartido, vos sabías que ibas a romper conmigo? —Matilde asintió, sin levantar la cara, pero al oír el crujido del parquet, se animó a mirarlo. El alma se le precipitó al suelo. Al-Saud se ponía la campera. Resultaba claro que se iba—. Me engañaste, Matilde. Nunca imaginé que fueras tan fría y calculadora. Me usaste como a un estúpido. Me usaste. No sos mejor que tu hermana Céline. Al menos ella siempre fue sincera.

Matilde lo vio abrir la puerta del saloncito, cruzar el vestíbulo y abandonar el departamento. Como solía sucederle cuando algo la conmocionaba, pensó en una estupidez. “No le conocía ese pantalón negro. Qué bien le queda.” Temía moverse. Si empezaba con el movimiento, tendría que seguir adelante, y sospechaba que ya no contaba con fuerzas para hacerlo. Al ver a Ezequiel de pie bajo el umbral, que la contemplaba con tristeza, Matilde luchó contra las ganas de llorar. En tanto las reprimía, éstas cobraban un vigor que, en la tensión de su cuerpo, le provocaban temblores. Por fin, la vista se le enturbió, su resistencia cedió y cayó el suelo, donde sufrió un quebranto que arrancó lágrimas a Ezequiel. Éste corrió a acurrucarse sobre ella para consolarla. Juana los observó desde la puerta, se pasó el dorso de la mano por los ojos con ademán impaciente y corrió a buscar su agenda. Tenía que hacer una llamada.

—¿Cabshita? —Era lo que restaba del mote “Bocadito Cabsha” destinado a Alamán.

—Sí, Juani. Qué sorpresa. No esperaba recibir tu llamada.

—Disculpame que te moleste. ¿Estás ocupado?

Alamán, desnudo de pie junto a la cama, echó un vistazo a la mujer con la que acababa de tener sexo.

—¿Ocupado? Para nada. ¿Qué necesitás?

—¿Podrías pasar a buscarme por lo de Trégart y llevarme a lo de Eliah? Es urgente.

—¿En una hora te parece bien? Esperá que tomo nota de la dirección de Trégart.

Llegaron a casa de Al-Saud cerca de las siete de la tarde. Juana temía que no estuviera.

—Tocá vos el timbre. Tengo miedo de que, si digo que soy yo, no quiera verme. Se fue echando humo de la casa de Trégart.

Les abrió Leila y emitió una exclamación al ver a Juana. Se abrazaron.

—¿Y Matilde?

—¡Uf, Leilita! Se peleó con Eliah. Está muy mal.

—Quiero verla.

—Mañana viajamos al Congo. No creo que haya tiempo. ¿Está Eliah?

La muchacha asintió y dijo:

—Gimnasio.

—Yo me quedo abajo para que ustedes conversen tranquilos.

Juana subió las escaleras que tan familiares le resultaban. Lo hizo lentamente, apreciando cada detalle de la excéntrica decoración Art Nouveau y sonriendo al meditar lo felices que habían sido durante esas semanas en la extraña casa de la Avenida Elisée Reclus.

Aun con la puerta cerrada del gimnasio, Juana oía las exclamaciones de Al-Saud al ejercitar. Entreabrió sin arrancar un chirrido a la puerta. Eliah, con un pantalón de karate blanco y el torso desnudo, pateaba una bolsa larga de arena sujeta a un cable de acero por un sistema de poleas que le permitía trasladarse de una punta del dojo a otra. Ella, para divertirse, había tratado de moverla, ya fuese con golpes de puños o con los pies, sin desplazarla un centímetro. Por eso, cuando Al-Saud, profiriendo un clamor, la pateó y la hizo deslizarse varios metros, Juana obtuvo una idea cabal del tipo de rabia que lo dominaba. Le tuvo miedo. No obstante, entró.

—Hola, papurri.

Al-Saud, que había inclinado el torso casi hasta rozar las rodillas y que respiraba con dificultad, giró la cabeza desde esa posición y la miró con odio. Se incorporó con lentitud deliberada y se pasó una toalla por la frente antes de hablar.

—Juana, sabés cuánto te aprecio. Pero no has llegado en buen momento. Será mejor que te vayas.

—Sí, lo sé, Eliah. He llegado en mal momento, pero como nos vamos mañana por la mañana al Congo, tenía que venir a hablar con vos ahora. No tengo otra chance.

—No sé de qué querés venir a hablar. Tu amiga dejó todo muy claro para mí. Me usó de una manera…

—¡No, Eliah! —Juana levantó la mano en el gesto de acallarlo—. Escuchame, por favor. Concedeme un momento. Te lo pido en el nombre de la amistad que tenemos.

Al-Saud asintió y se ubicó en una de las máquinas para levantar pesas. Lucía abatido y cansado.

—Sé muy bien la sarta de estupideces que Mat acaba de decirte para alejarte de ella. Porque tenés que saber que lo único que buscaba era alejarte para siempre. ¿Sabés por qué? Porque no quiere atarte a ella.

—¿Atarme a ella? ¿Qué significa eso? Yo quiero estar atado a ella. Siempre.

—Pero ella no puede darte hijos y por eso no quiere atarte a ella.

Una chispa de emoción asomó en la mirada de Al-Saud y se extinguió enseguida.

—No sé si creerte, Juana —manifestó, mientras agitaba la cabeza echada hacia delante—. ¿Por qué una persona actuaría así, echando por la borda su felicidad, sacrificándose de ese modo? No me resulta verosímil.

—Ah, Eliah. Ésa es Mat. ¿Después de estos meses junto a ella no la creés capaz de sacrificarse por vos? Dice que vos querés tener hijos.

—Disculpame, Juana, pero yo la vi muy firme cuando me dijo que desde siempre supo que rompería conmigo cuando se marchase al Congo. Su carrera está primero. Mi mala reputación con las mujeres también cumplió un papel importante en su decisión, según me dijo.

—No voy a negarte que lo de Celia y lo del artículo de Paris Match la golpearon muy duro, pero, en el fondo, ella siempre supo que lo de ustedes terminaría por su condición de infértil. Si lo analizamos con frialdad, también hay una cuota de orgullo en todo esto. Y de orgullo, Mat tiene una buena cantidad. Le viene por parte del padre. Los Martínez Olazábal son orgullosos como para el campeonato. Cuando a ella le extirparon los genitales, su gran sueño, el de ser esposa y madre, se fue por el resumidero. Desde ese momento, se volvió una obsesión para ella conseguir el título de médica y dedicarse a curar a los más débiles. Su psicóloga le dijo que, como se había quedado sin rol en la vida (el de madre y esposa), se inventó este otro, y lo enarbola como un estandarte para que nadie dude de que, a pesar de que ella no puede dar vida, en cierta forma sí puede hacerlo. En definitiva, papurri, ella quiere demostrar que, a pesar de que jamás traerá un hijo al mundo, ella es valiosa y tiene derecho a existir.

Las últimas palabras de Juana le tocaron el corazón. Su Matilde no necesitaba buscarle un sentido a la vida. Su mera existencia era un sentido porque convertía al mundo en un lugar mejor. Habría deseado sostener esa conversación con ella y no con Juana. Habría deseado consolarla y demostrarle que ella era el sentido de su vida.

—Dios mío, Juana — se lamentó—. Estoy tan confundido. ¿Cómo fue que aceptó casarse con Blahetter? A él tampoco podía darle hijos.

—Uf, ese idiota, que Dios lo tenga en su gloria. No compares esa situación con ésta. Matilde no lo quería. Además, sabía que Roy era un egocéntrico que sólo pensaba en él y en el éxito de su carrera. Le importaba un bledo tener hijos. Además, no te olvides de la presión que ejerció el padre de Mat para que lo aceptara y se casara con él. Don Aldo ejerce una influencia muy fuerte en Mat. Ella lo adora, a pesar de que sabe que es el hombre más insensato del mundo.

Al-Saud descansó los codos sobre las rodillas y se sujetó la cabeza con las manos. Transcurrieron unos segundos en silencio. Juana miró el reloj. Tenía que irse, aún no había terminado de armar la valija.

—Papurri, me voy. Es tarde. Sólo quería que supieras cuál era la verdad detrás de toda esta situación.

Al-Saud se incorporó y caminó hasta Juana. Le puso una mano en el hombro y le sonrió.

—Gracias. Has sido una excelente amiga. Lo mismo para Matilde.

—Je. Así soy —pronunció, con acento burlón—, una wonder woman .

—¿Tengo esperanzas, Juana?

—Yo creo que sí. Por eso estoy aquí, a riesgo de que me patearas la cabeza apenas entrara por esa puerta. —Al-Saud rió a pesar de su desánimo—. No será fácil reconquistarla, papurri. En verdad la jodió lo de Celia, sobre todo que fuera ella la que te revelara su condición de infértil. Saber lo que supo por el artículo de Paris Match hizo su parte también. Pero te ama hasta la locura. Estoy segura de que ella podrá perdonarte todo lo que, a sus ojos, es condenable. La pregunta que cabe acá es: ¿Se perdonará Matilde el hecho de ser una mujer infértil y se permitirá ser feliz junto al hombre que ama? Eso será más difícil, papurri.

Al-Saud contempló a Juana mientras descendía por las escaleras, y, en tanto admiraba su espíritu inquebrantable, se debatía entre creerle o desechar su teoría.

Matilde sonrió con tristeza sin que Juana ni Ezequiel la viesen. Esa sonrisa, que tenía algo de sardónica también, iba dirigida a ella misma. Tres meses atrás, al abordar el vuelo en Ezeiza que la traería a París, había imaginado que la vida por fin le concedía la oportunidad que tanto había añorado: ir al África a curar a los más débiles y olvidados. En aquella oportunidad, se sentía feliz y eufórica. En ese momento, mientras cruzaba el atestado lobby del Aeropuerto Charles de Gaulle y se aproximaban al mostrador de la aerolínea belga Sabena, que las conduciría a Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo, la vida le pesaba, como si se tratase de un túnel oscuro, húmedo y frío, sin una luz al final. No quería caminar por allí sin Eliah. Él había sido la verdadera luz en su vida.

La Diana y Markov la custodiaban de cerca por última vez. Los echaría de menos, se dijo. Ezequiel y Juana se entretuvieron en un puesto de diarios y revistas. Matilde los observaba charlar y reír con el interés de quien ve caer la lluvia. “Regarde-moi, Matilde.” La voz tan conocida pareció nacer en sus oídos. Al mismo tiempo, sintió el apretón de una mano en el hombro. Volteó de súbito. Estaba sola, no había nadie detrás de ella. Miró un poco más allá y lo vio. Él estaba ahí, a unos cuantos metros, y la miraba con una fijeza pertinaz. Eliah Al-Saud en carne y hueso. Y, como siempre, percibió la energía poderosa que él comunicaba y que la envolvía y la subyugaba, y que se desvaneció como por arte de magia cuando advirtió el modo inusual en que brillaba el verde de sus ojos. Eran lágrimas, que se derramaban y le caían por las mejillas sin afeitar.

— Bonjour, Matilde! ¡Oh, disculpa, no quería asustarte!

— Bonjour, Auguste —murmuró.

—¿Estás bien? —se preocupó Vanderhoeven.

—Sí, sí, bien. Discúlpame —dijo, y se movió en dirección a Al-Saud, pero él ya no estaba. Lo buscó con desesperación. La multitud la confundía. Corrió hacia la puerta, paseó la mirada entre los automóviles; no divisó el Aston Martin. Al-Saud había desaparecido.