CAPÍTULO 4
A
ldo Martinez Olazábal subió a la cubierta de su yate recién adquirido para absorber la paz del atardecer en el Puerto Banús, en España. Levantó la vista: la luna llena se perfilaba en el cielo apenas oscurecido, y una brisa templada, a pesar del invierno, le acarició las mejillas barbudas. Bajó los párpados y un placentero escozor le recorrió los ojos. Estaba rendido, hacía más de veinticuatro horas que no dormía. Después de la charla con su yerno en el aeropuerto de Ezeiza, tomó un vuelo de Iberia que lo condujo hasta Madrid. Desde allí se trasladó a Banús en un coche rentado, casi un acto suicida: cuatrocientos kilómetros, solo y con sueño. Pero hacía tiempo que Aldo había perdido el miedo. Después de todo, como decía su socio y mejor amigo, Rauf Al-Abiyia, a la vida había que tratarla de tú.
Volvió a la sala principal del barco y se recostó en el diván. Desde allí telefoneó a Rauf y, en árabe, le indicó que se encontraba en su yate, en el Puerto Banús.
—Estoy en Marbella —informó Al-Abiyia—. En una hora llegaré allí.
Rauf Al-Abiyia era conocido en el mundo del tráfico de armas y de estupefacientes como el Príncipe de Marbella. De origen palestino, a los siete años había huido, junto con su familia, de su Burayr natal, ubicada cerca de la ciudad de Gaza, en lo que se conocía como el Mandato Británico de Palestina. Se acomodaron en las afueras de El Cairo, como refugiados, es decir, como parias, viviendo en tiendas, comiendo cuando podían, sin agua, sin electricidad y con una amargura por haber perdido la tierra amada que no los abandonaba hasta el presente, cincuenta años más tarde. A los palestinos en Egipto no se les concedió la ciudadanía y, a excepción de la educación gratuita, el país no mostró demasiada hospitalidad. Las autoridades egipcias les temían, como le habían temido al pueblo judío en época de Moisés. En el campo de refugiados, Rauf aprendió lo que era el hambre. En una ocasión, Aldo, en tono socarrón, le preguntó por qué mantenía tres heladeras y un freezer a rebosar, y Rauf, con una seriedad que demudó a su amigo, le contestó con otra pregunta: “Dime, Mohamed” —lo llamó por su nombre árabe—, “¿alguna vez has experimentado el hambre? No me refiero al apetito normal después de tres horas de no ingerir alimentos, sino al hambre de días, el que te agarrota el estómago, te llena la boca de mal sabor y te quita la voluntad”.
Rauf también aprendió que, para sobrevivir, no podía depender de sus padres; si deseaba comer, tenía que proveerse el alimento. Iba al zoco con otros niños palestinos, donde mendigaba, robaba, canjeaba, regateaba, compraba y vendía. A los diecisiete años comandaba un grupo de ladronzuelos cuyas actividades redituaban lo suficiente para alquilar una pequeña casa para sus padres y sus hermanas, y darse algunos gustos. Por esos años conoció a un estudiante de medicina palestino, Fathi Shiqaqi, miembro de la Sociedad de los Hermanos Musulmanes, un muchacho con talento natural para el liderazgo y para contagiar su fervor religioso. La vida de Rauf dio un giro radical y, de simple delincuente de las calles cairotas, pasó a constituir la cabeza de un grupo con objetivos enaltecidos. En su búsqueda por los méritos que lo conducirían al Paraíso junto al Profeta (la paz y las bendiciones de Alá sean con él), la yihad o guerra santa ocupaba el primer lugar y, si bien Rauf no había perdido interés en el dinero ni en el bienestar, nada se anteponía a su lucha: expulsar a los sionistas de Oriente Próximo y recuperar la amada Palestina.
A principios de la década de los ochenta, viajó a un convulsionado país de Sudamérica, Argentina, donde perfeccionaría una venta de armas con un grupo rebelde que se disponía a proseguir con la “revolución” del Che Guevara. El canje de los fusiles por el dinero se realizaría en una localidad tranquila de la provincia de Córdoba llamada Carlos Paz, en un chalet cercano al río San Antonio, donde el armamento quedaría escondido. El día señalado, cuando el grupo rebelde y Al-Abiyia sellaban el trato, un retén de soldados les cayó encima y los llevó presos. Su abogado le informó a través de un intérprete que, gracias a un infiltrado, los militares habían conocido los detalles de la operación, incluso que los fusiles de asalto FAMAS habían sido sustraídos del depósito de la Legión Extranjera en la República de Djibouti. Lo condenaron a diez años de prisión, que finalmente se redujeron a cinco. De su temporada en la cárcel del barrio San Martín en la ciudad de Córdoba, Rauf Al-Abiyia obtuvo dos beneficios: un manejo fluido del castellano y la amistad de Aldo Martínez Olazábal.
¿Qué hacía ese hombre, no mayor de cincuenta años, con aspecto aristocrático —el alcoholismo no le había deformado los rasgos aquilinos ni abotagado las finas facciones—, en ese hueco olvidado de la mano de Alá, rodeado de escoria humana?
—Me declararon la quiebra fraudulenta —explicó Aldo en un perfecto inglés, en medio de temblores y sudoración causados por la abstinencia de alcohol.
En la prisión habría conseguido cualquier cosa, incluso un fino coñac. Con mucho dinero.
—No tengo un centavo. Me embargaron hasta el último bien y los remataron para cubrir las deudas. Mi familia come gracias a mis hermanas, que pagan todas las cuentas.
La aventura bancaria de Aldo Martínez Olazábal había terminado mal. A fines de los setenta, harto de administrar campos, de contar ganado y de patear estiércol, convenció a su padre y a su suegro de que invirtieran en el negocio del momento, el que fabricaba gente rica de la noche a la mañana: una entidad financiera, que luego adquirió personería jurídica de banco. Banco Independencia. El dinero comenzó a fluir como de una vertiente y, con ese exceso, nació el vértigo del poder. Él, un licenciado en Filosofía, a quien su madre había pronosticado un futuro mediocre, era el propietario de uno de los bancos nativos más importantes del mercado, con varias sucursales y proyectos de envergadura. Su imagen se volvió carismática, lo convocaban de la Bolsa de Comercio para conferenciar, de las universidades para dar clases, de la Secretaría de Hacienda para consultarlo, lo invitaban a fiestas del jet set y aparecía en revistas de chismes con una copa de Lagavulin en una mano y un cigarro en la otra, rodeado de mujeres hermosas. Se lo pasaba en Buenos Aires, adonde su esposa Dolores lo seguía, ciega de celos, descuidando la educación de sus hijas, Dolores, Celia y Matilde, que quedaban a cargo de su madre en el viejo palacete familiar en Córdoba.
Hacia mediados de los ochenta, un amigo empresario, de esos que conocía en las fiestas del jet set , le solicitó un préstamo de varios millones de dólares y, para convencerlo, ofreció pagarle una tasa en dos puntos superior a la del mercado. Aldo accedió, aunque a regañadientes y, como el empresario lo necesitaba con urgencia, se obviaron las auditorías y los análisis exhaustivos de los estados contables. A las pocas semanas, la empresa de su amigo se declaraba en quiebra, los empleados tomaban la fábrica y denunciaban el vaciamiento de los activos e intervenía la Justicia. Así comenzó la debacle, y los problemas se precipitaron sobre el Banco Independencia como un alud. En el Banco Central y en otras instituciones financieras de la City porteña se murmuraba que Martínez Olazábal ya no resultaba una apuesta segura. Los inversores lo presionaban para que les devolviera los fondos, en tanto sus deudores se esfumaban.
—La burbuja en la que vivía —le contó Aldo a Rauf— no reventó de un día para otro sino que fue un proceso de meses en el cual, por salvar lo insalvable, me dejé llevar por los consejos de mis asesores, que terminaron por enterrarme. Estaba ciego. En realidad, siempre lo había estado. Después de todo, ¿qué sabía yo de depósitos, plazos fijos, encajes, dinero bancario y demás? Nada, absolutamente nada. Al final —confesó—, había perdido todo rastro de moral que alguna vez tuve. Mis amigos y abogados se llenaron los bolsillos con el dinero de mis otros clientes, yo quedé en la ruina y sepultado en esta tapera.
Rauf Al-Abiyia se convirtió en el enfermero de Aldo durante el más duro trance de la abstinencia y, mientras le secaba el sudor y le daba de beber caldo en los labios, le hablaba de Alá, del Profeta Mahoma y de los cincos pilares del Islam. Aldo emergió de los vapores del alcohol como un espíritu purificado por el fuego y, gracias al apoyo de Rauf, vivía día a día sin probar una gota, a pesar de que su hija Matilde, la única que lo visitaba, le dejaba un poco de dinero con el que podría haber adquirido vino de damajuana. La apostasía de Aldo resultó la consecuencia lógica de quien encuentra la salvación de manos de otro credo. Aprendió árabe para leer el Corán —Rauf lo llamaba Qúran— y memorizó los fundamentos del Islam. Estudió la vida del Profeta, por quien llegó a experimentar una admiración que la figura de Cristo jamás le había inspirado; casi sin notarlo, cada vez que lo nombraba, caía en la muletilla de Rauf: la paz y las bendiciones de Alá sean con él. Acompañaba a Al-Abiyia en las cinco oraciones diarias y eran severos en el ayuno durante el mes de Ramadán. Por fin, un imam visitó la cárcel del barrio de San Martín, y Aldo pronunció la shahada , o acto de fe, que lo convirtió en un hombre nuevo, como recién salido del vientre materno.
— La ilaha illa-llahu, Muhámmad rasulu-llah —dijo, sabiendo que declaraba: “No hay más dios que Dios, Mahoma es el mensajero de Dios”.
—Hombre nuevo —lo llamó el imam en árabe—, ¿qué nombre deseas llevar?
—Mohamed Abú Yihad. —El nombre del Profeta y “padre del esfuerzo”, aunque en Occidente, se lo traduciría incorrectamente, “padre de la guerra santa”.
La amistad se consolidó ese día y, desde ese momento, se llamaron hermano y se protegieron mutuamente. A Al-Abiyia no lo querían por extranjero y musulmán, y al “Rubito”, por rubio, por blanco y por estirado. Aldo, o Mohamed, salió de la cárcel del barrio de San Martín tres meses más tarde que su amigo Rauf, quien lo fue a esperar a la entrada para decirle:
—Hermano, desde hoy empieza una nueva vida para ti.
Rauf Al-Abiyia pisó el entablado de teca de cubierta y exclamó para comunicar su admiración por el yate de Aldo. Los negocios iban bien, pensó. A las abundantes ganancias que devengaban la venta de armas y el tráfico de heroína se sumaban los beneficios de un nuevo negocio: el contrabando en Irak. Al finalizar la Guerra del Golfo a principios de 1991, una resolución del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas decretó el embargo para el país derrotado: se les prohibía vender petróleo y comprar armas. Irak, desprovisto de los ingresos del petróleo, sufrió pronto las consecuencias. La calidad de vida, devastada durante la guerra, se resintió a un nivel alarmante, con una mortalidad infantil que enardecía a los organismos humanitarios. No había alimentos ni medicinas ni elementos de consumo básico. El contrabando se presentaba como la única alternativa para sobrevivir. Rauf Al-Abiyia y Mohamed Abú Yihad, aprovechando su extensa red de contactos y la estructura con que contaban para comerciar armas y drogas, introdujeron en Irak desde alimentos y medicinas hasta repuestos para vehículos y maquinaria, ropa y calzado, a precios moderados que las agotadas arcas de Irak pudiesen afrontar y que les granjearon importantes amistades entre los iraquíes, como la de Uday Hussein, el primogénito de Saddam, de quien se decía que era un demonio, y la de Kusay, su segundo hijo, al frente del Destacamento de Policía Presidencial, el Amn al Khass . Para realizar las entregas de los productos, usaban pistas de aterrizaje clandestinas, disfrazadas en el desierto, o bien se servían de las caravanas de beduinos o de los baqueanos que habitaban las montañas kurdas. A Rauf Al-Abiyia, por haber ayudado a Irak en esos momentos de desgracia y carencia, se le concedió el honor de ser recibido por el propio sayid rais , el señor presidente, en su palacio de Sarseng, a cuatrocientos dieciocho kilómetros al norte de Bagdad, en la región de los kurdos.
En 1996, con la entrada en vigencia del plan de la ONU “petróleo por alimentos”, que pretendía rescatar a Irak de la miseria, sólo se consiguió que los Hussein, sus socios, amigos y funcionarios aumentasen los saldos de sus cuentas secretas de manera escandalosa, en tanto los niños iraquíes seguían muriendo como moscas. Rauf y Aldo se hallaban en el momento y el lugar justos, cuando el dinero empezó a llover sobre Irak. El yate de Aldo, con sus ochenta metros de eslora, exteriorizaba los suculentos beneficios que los negocios con la familia Hussein estaban proporcionándoles.
—Ya lo dice el viejo refrán, hermano mío —dijo Rauf—: L’argent fait la guerre , y yo me atrevería a agregar: Et la guerre fait de l’argent . ¡Mira qué magnífico barco! Y lo has bautizado Matilde , como tu preciosa hija.
Aldo prefería olvidar el ataque de histeria y llanto que su hija Celia sufrió al enterarse de que había llamado Matilde al yate. No se molestó en aplacarla; no podía explicar por qué amaba más a Matilde. Al final le prometió que la casa que comprase en Marbella llevaría el nombre de Celia, ante lo cual la modelo vociferó: “¡Céline, papá!”. Desde entonces, su hija del medio no atendía sus llamadas ni respondía los mensajes de correo electrónico. La situación se le antojaba irónica, pues, mientras Celia se había mostrado exultante ante la visión del barco —por lo menos hasta que leyó el nombre de su hermana en la proa—, Matilde no estaba enterada de que Aldo lo había adquirido. A su hija menor no la conmovería, por el contrario, le dirigiría esa mirada que a él le tocaba el corazón y le preguntaría, casi le susurraría, con qué dinero lo había comprado, a qué se dedicaba, cuál era el oficio de un broker. Matilde sospechaba de la naturaleza de sus negocios, y esa presunción lo atormentaba. Sólo una vez, más de treinta años atrás, había anhelado la aprobación de una mujer, la de Francesca De Gecco, y la había perdido por cobarde. No soportaría perder la de su adorada Matilde. Con todo y quizá por haber convivido íntimamente con la miseria, no podía resistirse a esa vida de lujos y a la sensación de poder. Arriesgaba el pescuezo a diario; sin embargo, el peligro al que se exponía inyectaba en su sangre la cuota de adrenalina que lo colmaba de una energía joven.
—Ven, Rauf. Has llegado justo para la Oración del Isha . Entra. Ahí tienes un aseo para las abluciones.
Cumplido el precepto coránico, Aldo le mostró a su amigo el resto del yate.
—¿Has cenado? Vamos al comedor. Allí tengo unos deliciosos bocadillos.
En tanto daban cuenta de los manjares, Rauf y Aldo discutían los términos de la reunión que tendría lugar en esa misma sala al día siguiente.
—¿Anuar Al-Muzara en persona vendrá mañana? —se asombró Aldo, en referencia al cabecilla de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, el aparato militar del grupo palestino Hamás, cuyo lema era: “Peleamos, luego existimos”.
—Así es. Aquí me transmitieron las coordenadas donde nos encontraremos. —Arrastró un pedazo de papel que Aldo leyó por encima.
—Entiendo que es hermano de Sabir Al-Muzara, el que ganó el Nobel de Literatura el año pasado.
—Bien podrían ser enemigos —declaró Al-Abiyia—. Uno está en las antípodas de la ideología del otro. Mientras Anuar propugna la recuperación de Palestina a través de la guerra armada, Sabir busca la paz y conciliación con los ladrones sionistas.
—¿Qué sabes del tal Anuar? ¿Quién te contactó para entrar en tratos con él?
—Despreocúpate, Aldo. Hice mi tarea y nada malo ocurrirá. No olvides que todavía cuento con amigos en la Yihad Islámica que me sirven de mucho para estos menesteres. Anuar llegará en una lancha al amanecer y traerá con él el anticipo.
—¿De dónde sacó el dinero? Hasta lo que sabíamos, estaba en pésimas condiciones económicas.
—Los de Hamás han recibido un magnífico regalo de Muammar Qaddafi. —Rauf aludía al presidente libio—. Dicen que está que trina con los acuerdos de Oslo e incita a la lucha armada regalando dinero a diestro y siniestro. Ahora dime tú, hermano, ¿cómo te fue en tu país? ¿Podremos hacernos de las armas?
—No. Mi contacto en el Ministerio de Defensa fue sumariado y suspendido por unas irregularidades que le encontraron los auditores del Congreso. En el poco tiempo que estuve en Buenos Aires, me resultó imposible hallar otro.
—Ah, qué pena. Lo bueno de comprar armas a funcionarios corruptos es que le dan un viso de legalidad que nos ahorra muchos problemas.
—No pierdo las esperanzas. Mi contacto está intentando conseguir a alguien que nos emita el certificado de expedición de armas. En caso de que esto falle, no me quedará otra alternativa que visitar a Madame Gulemale en el Congo. Ella siempre soluciona nuestros problemas de stock.
—A un precio elevadísimo —se quejó Rauf.
—En el ínterin, podremos satisfacer en parte el pedido de Al-Muzara con lo que hay en el depósito de Chipre. Tenemos algo más de cuatrocientas mil municiones Parabellum, algunos RPG—7, dos docenas de Kaláshnikov si no me falla la memoria, varias granadas M—26 y kilos de pólvora para que los muchachos de las Ezzedin al-Qassam se entretengan fabricando sus misiles caseros.
—¿Nada de explosivos? Los necesitan para los ataques suicidas.
—Nada. Ni cordita, ni Semtex. Nada.
—Sabes, Mohamed, se me acaba de ocurrir que podríamos trasladar las armas desde el depósito en Chipre adonde nos indique Al-Muzara en el Matilde . —Con un movimiento del brazo, abarcó el espacio en torno a él—. Ahorraríamos miles de dólares en transporte.
Aldo se puso de pie, con la vista en los restos de comida, incómodo y molesto por la mención del nombre de su hija en relación con sus negocios.
—No, en el Matilde no. Seguiremos como hasta ahora, alquilando barcos de mala muerte, con tripulaciones que no hacen preguntas. Me retiro a descansar, Rauf. Ya no me sostengo en pie. Ocupa el camarote que más te plazca.
Aldo apoyó la cabeza en la almohada y soltó un quejido cuando la tensión abandonó sus extremidades. A pesar del cansancio, no lograba dormirse. Pensaba en Roy Blahetter y en su desesperación. Le dolía que Matilde y él se hubiesen separado. Quería a Roy como a un hijo y Matilde era lo más importante para él. Lo había conquistado desde pequeña, aun antes de caminar. Él advertía una cualidad peculiar en su hija menor, una serenidad y un dominio —rara vez lloraba— que lo reconfortaban cuando sentía que su matrimonio y su vida se iban al garete.
También pensaba en que no le había mencionado a Rauf Al-Abiyia el asunto de la centrifugadora de Roy. “Debería hacerlo”, se instó, pues tenía la impresión de que lo traicionaba. Además, era Rauf quien poseía la red de conexiones que le permitiría acceder a los personajes con el poder, el dinero y la audacia para comprar ese endiablado artilugio de Roy. Finalmente, decidió contárselo una vez acabada la reunión con el hombre de las Brigadas Ezzedin al-Qassam.
Al día siguiente, cuando el sol apenas se insinuaba en el horizonte, Anuar Al-Muzara y su guardia personal abordaron el Matilde . Se habían aproximado por estribor en una lancha con motor fuera de borda. A Aldo lo sorprendió el aspecto del terrorista. Por alguna razón había imaginado que se trataría de un hombre bajo y panzón. Por el contrario, el jefe de las Brigadas Ezzedin al-Qassam era estilizado y elegante, pese a que vestía con sencillez. Resultaba difícil conciliar esa semblanza con la de un hombre que organizaba ataques suicidas a civiles israelíes. No iba armado; los custodios, en cambio, ostentaban sus fusiles AK-47, es decir, los Kaláshnikovs, en bandolera sobre el pecho.
Anuar Al-Muzara detestaba a los traficantes de armas, que nadaban en dinero y no cumplían con el tercer pilar del Islam, el azaque o limosna. Añoraba la época de esplendor de la Rusia comunista, cuando la Guerra Fría no mostraba indicios de terminar y la Unión Soviética proveía armas a precios irrisorios sino gratis a los movimientos de liberación marxistas y leninistas. Caído el muro de Berlín, acabada la Guerra Fría y desmembrada la Unión Soviética, los grupos revolucionarios se vieron obligados a volverse hacia los traficantes de armas del mercado negro, como Adnan Khashoggi, Rauf Al-Abiyia y el tal Mohamed Abú Yihad, un hombre que no le inspiraba confianza. Él los tildaba de bestias carroñeras. No obstante, por mucho que los despreciase, los necesitaba. Con el golpe que se traía entre manos, el más riesgoso de su carrera, necesitaría reabastecerse, en especial de explosivos. Por eso los saludó con cortesía, deseándoles que la paz de Alá estuviera con ellos.
— As-salaam-alaikun .
— Alaikun salaam —respondieron Aldo y Rauf a coro.
Algunos custodios quedaron en cubierta, columbrando tanto el mar como el cielo; dos de ellos acompañaron al jefe al interior del barco. Había té con mucha azúcar, como aprecian los árabes, y un excelente café Sanani de Mocha. El diálogo se desarrolló en buenos términos, aunque Aldo olfateó una tensión subyacente que no le permitía gozar del millonario acuerdo que estaban a punto de cerrar. Terminada la reunión, acordados el precio y los puntos de entrega del armamento y pasados los cincuenta mil dólares de seña por la máquina contadora de billetes y la detectora de moneda falsa, Anuar Al-Muzara se puso de pie y ejecutó el saludo a la oriental, tocándose los labios y la frente con la punta de los dedos antes de extender la mano e inclinar el torso.
—Por aquí —invitó Aldo, y le señaló la escalera que conducía a la escotilla—. Señor Al-Muzara, entiendo que es usted hermano del Nobel de Literatura.
Aldo casi cae de espaldas desde la empinada escalera cuando el jefe del grupo terrorista se volvió para fulminarlo con unos ojos negros que parecían pupilas gigantes.
—¡Ése no es mi hermano sino un traidor! Sólo con recibir ese premio de los herejes occidentales demuestra sus perversas inclinaciones.
—Oh, lo siento.
—Un hombre que se codea con los sionistas y con las víboras árabes jamás podría ser mi hermano.
Aldo ignoraba a quiénes llamaba “víboras árabes”. Más tarde, Rauf le explicó que calificaba de víboras a los árabes alineados con Occidente, sobre todo a las familias reales de Arabia Saudí y de Kuwait.
El viernes por la mañana, Matilde se levantó renovada después de haber dormido la mayor parte del día anterior. El efecto del síndrome de los usos horarios, o jet lag , la sumió en un sueño profundo como no recordaba haber experimentado en el pasado. Juana despertó con unas líneas de fiebre, aunque Matilde lo adjudicaba no tanto al efecto de la diferencia horaria sino al llamado de Jorge, un médico del Hospital Garrahan, casado y sin hijos, con el cual Juana se había enredado. Meses atrás, el hombre le había jurado que se divorciaría de su esposa, con la cual aseguraba no tener ninguna afinidad. La esposa quedó embarazada y Jorge puso fin a su historia con Juana. Matilde creía que la decisión de su amiga de embarcarse en la aventura de Manos Que Curan se relacionaba más con poner distancia entre ella y Jorge que con un corazón compasivo.
—Eso te pasa por tener celular —afirmó Matilde—. ¿Por qué no cambiás el número así Jorge no te molesta más?
—Lo atendí porque quise, Mat —admitió Juana, echada en el sillón del living —. ¿Acaso no sabés que en un celular podés ver quién te llama si lo tenés registrado?
—No sabía.
—¡Uf, Matilde Martínez! Vivís en un dedal, mi vida.
—Más fácil, entonces. No necesitás cambiar la línea para no atender a Jorge. No contestes y listo. ¿Qué tenía para decirte? ¿No había terminado con vos, acaso?
Matilde corrió junto a Juana al ver que sus ojos oscuros se colmaban de lágrimas. La abrazó.
—Parece que somos amigas para consolarnos la una a la otra —sollozó y, pese a que intentaba sonar irónica y chistosa, Matilde, que la conocía del derecho y del revés, supo que se trataba de un artificio de su amiga para disfrazar la pena.
—En esta vida, Juani, vos me has consolado muchísimas veces más de lo que yo te he consolado a vos.
—¡Es que tu vida, amiga querida, ha sido de telenovela!
—¿Qué te dijo Jorge?
—Que me quiere, que me extraña, que no puede vivir sin mí, que vuelva, que la va a dejar…
—¿Ahora que está embarazada?
—Esperará a que nazca el bebé.
—Juani, sabés que apoyaría cualquier decisión que tomases, pero si me permitís una opinión, me gustaría decirte que no aceptes de nuevo a Jorge. Dale una oportunidad a esa criatura de tener una familia.
—¡Ah, Matilde! —se quejó la otra, y empezó a llorar de nuevo.
—Vos tenés a tus padres juntos, ellos siempre se quisieron, pero yo, que sufrí el divorcio de los míos, puedo asegurarte que fue lo más duro que me tocó vivir. Más duro que aquello, y vos sabés cuán duro fue.
—Sí —musitó Juana, hundida en el regazo de su amiga.
—Vos sos como una droga para Jorge. Si te mantenés lejos por un tiempo, quizá supere esa adicción que siente por vos.
—No quiero que supere esa adicción que siente por mí.
Matilde susurró al oído de Juana mientras le acariciaba la sien y le aplastaba el pelo negro.
—Hacelo por el bebé, Juani. Por él.
Juana profirió un grito mezcla de fastidio, impotencia y emoción. Al rato, volvió a la habitación, se acostó y, después de tomar un té y tragar dos aspirinas, se quedó dormida.
Cerca de las dos de la tarde, Matilde se aprestó para salir. Afuera helaba, así que se enfundó unos pantalones de lana, medias y zapatos cerrados.
—¿Adónde vas? —preguntó Juana, mientras se estregaba los ojos somnolientos.
—Salgo a recorrer el barrio y a comprar provisiones.
—Estás linda, Mat. ¡Ah, por fin te decidiste a usar el conjunto que te regalé! Te queda perfecto. ¿A qué se debe que le hayas hecho el honor a mi humilde presente?
—No lo sé. Lo vi en la valija y me pareció que hoy tenía ganas de estrenarlo. Por lo menos no me achacarás que parezco una mujer amish .
—No, pero te achacaré que uses la palabra achacar , mujer amish .
Matilde se echó encima el sacón de lana, se calzó los guantes y se encasquetó el gorro con un pompón. Se despidió de Juana y abandonó el departamento. El aire gélido pareció abofetearla. No obstante, la determinación por conocer los alrededores y familiarizarse con el Quartier Latin la animó a dirigirse hacia la esquina. El Soufflot Café estaba abierto y con gran actividad, lo cual le recordó lo que Ezequiel le había contado, que la afición de los porteños por los bares y cafés era una sombra en comparación con la de los parisinos. Prosiguió su recorrido. Hacía tiempo que no experimentaba esa alegría. Se hallaba en París, a punto de iniciar una nueva vida. Agradeció a Dios por las bendiciones recibidas, y le pidió —siempre terminaba pidiéndole algo— que le concediera la libertad, la de mente, espíritu y corazón, porque sabía que, encadenada como estaba, no alcanzaría la plenitud ni la dicha.
Los Jardines de Luxemburgo, a sólo tres cuadras de la calle Toullier, le quitaron el aliento, lo mismo que el frío, porque en ese parque inmenso el viento parecía ensañarse. Volvió al refugio que constituían las callejas. Caminó sin rumbo, apreciando la arquitectura y lo novedoso de recorrer una ciudad tan antigua y mentada como París. Estudiaba con avidez a la gente, su vestimenta y sus lineamientos; a todo le encontraba una peculiaridad. Se había alejado bastante al cabo de una hora, y el frío, que se colaba por cualquier orificio, le había congelado incluso los parietales. “Tengo que comprar cancanes de lana”, anotó mentalmente. Entró en una librería de textos usados más en busca de calor que de ejemplares interesantes. La calefacción le encendió las mejillas en pocos minutos. Se quitó los guantes para hurgar entre los cajones rebosantes de libros. Le llamó la atención uno antiguo, con el título gofrado en la cobertura de cuero azul: The perfumed garden . Estaba en inglés, idioma que manejaba tan bien como el castellano. Comenzó a hojearlo, y la ilustración de la primera página le aceleró las pulsaciones: una pareja, ambos desnudos a excepción del turbante que envolvía la cabeza de él y el velo que apenas ocultaba el rostro de ella, recostados entre cojines, haciendo el amor. La mano del hombre descansaba sobre un seno de la joven; la de ella se cerraba en torno al miembro masculino. La primera frase la conmocionó: “Dios puso la fuente del mayor placer del hombre en las partes naturales del cuerpo de la mujer y dispuso la fuente del mayor placer de la mujer en las partes naturales del hombre” . Siguió moviendo las páginas, como en trance. Los dibujos escandalosos se sucedían y graficaban posturas para el coito inimaginables. Frases como “su pene crece y cobra fuerza” o “aprésala entre tus muslos e introduce tu pene” saltaban a sus ojos desorbitados. Movió la cabeza hacia uno y otro lado. Nadie la observaba. Una mujer atendía tras el mostrador. ¿Se animaría a comprarlo? No era muy costoso, veinte francos —poco más de tres dólares—, y, pese a que no podía darse el lujo de gastar dinero en nimiedades, una fuerza imperiosa la compelía a hacerse con el libro. Intuía que los secretos que guardaba no eran nimiedades. Por fortuna, la joven que atendía escuchaba música con auriculares y despachaba con actitud indiferente.
Salió a la calle con el corazón alborotado y gran expectación por leer El jardín perfumado , tal era la traducción del título. Se detuvo frente a una perfumería, atraída por la antigüedad de su arquitectura, quizá de principios del siglo XX. La vidriera, forrada de madera oscura con ricas molduras, exhibía, sobre una pieza de terciopelo rojo, modernos frascos de perfumes que se alternaban con otros antiguos similares a los que coleccionaba la abuela Celia. Uno de los nuevos llamó su atención: de un negro opaco, en el centro destacaba una estrella de cristal azul, como si de un zafiro engarzado se tratase. Se emocionó al leer el nombre en la caja: A Men. “El perfume de Eliah”, se dijo, y la familiaridad con que los evocó, a él y al aroma de su piel, le causó nostalgia. De súbito, sin razón, tomó conciencia del libro que acababa de comprar.
No resultó fácil darse a entender con la empleada. Como le habían advertido que no empleara el inglés con los parisinos —se ponían de pésimo humor—, le explicó con señas que quería probar el A Men, de Thierry Mugler. “C’est pour homme” , insistía la mujer y le ofrecía otras fragancias femeninas, hasta que se dio por vencida y roció a Matilde en la muñeca. “El guante quedará impregnado y durará mucho tiempo, como en el pañuelo de él.” Anduvo errante. Cada pocos metros, se olía la muñeca y también el pañuelo de Eliah, e intentaba desentrañar las esencias exóticas y embriagadoras que componían el perfume. Olía a vainilla; a veces, a naranjas; luego apreciaba un dejo a café.
Decidió que compraría las provisiones y los cancanes en los alrededores de la calle Toullier. Como estaba cansada para desandar el camino a pie, tomaría el subterráneo, al que los parisinos llaman métro y que, en opinión de su tía Enriqueta, es una réplica de la ciudad bajo tierra.
Eliah se excusó con sus socios y abandonó la sala para atender la llamada.
—Soy yo, jefe. Medes.
—¿Dónde está ahora? —disparó Al-Saud.
—Caminando por el Boulevard Saint-Germain, hacia el Boulevard Raspail.
—¿Sigue sola?
—Sí, sola.
La respuesta lo liberó de la inquietud que lo embargaba desde que Medes le informó que Matilde abandonaba el departamento de la calle Toullier sola. ¿No la acompañaría Juana porque planeaba encontrarse con el tal René Sampler? Dado que hacía más de una hora que deambulaba por las calles del Quartier Latin , Al-Saud dedujo que se trataba de un paseo de reconocimiento y no de un encuentro amoroso.
—Salgo para allá. Mantenme al tanto de cada uno de sus movimientos.
Volvió a la sala de reuniones y bebió el último sorbo de agua Perrier de su vaso.
—Me marcho —anunció, en tanto recogía los Ray Ban Wayfarer y la campera de cuero—. Esta noche cenaremos en mi casa con Shiloah. A las siete. Allí discutiremos la estrategia para Eritrea.
—¿Leila nos preparará su deliciosa borscht ? —preguntó Peter Ramsay.
—Llámala y pídesela —sugirió Al-Saud.
De nuevo el frío la impulsó a adentrarse en la primera boca de subterráneo. Dentro, al resguardo, consultaría el mapa. Descubrió que se hallaba en la estación Rue du Bac , de la línea doce, cuyo diseño arquitectónico no difería del de las porteñas. Según el mapa, en la próxima estación, la Sèvres Babylone , existía una conexión con la línea diez que la llevaría a la Cluny-La Sorbonne , cercana a la calle Toullier.
Sumida en esas reflexiones, levantó la vista ante el sonido de un tren, que se detuvo en el andén de enfrente. Se quedó mirándolo, estudiando los vagones y las personas, hasta que las puertas se cerraron y la formación se puso en marcha. El andén quedó vacío, excepto por un hombre ubicado frente a ella. No le tomó un segundo descubrir que se trataba de Eliah, su compañero de viaje, que la observaba de lleno, sin pestañear. La intensidad de su actitud la llevó a pensar que hacía rato que la sometía a ese escrutinio, aun mientras el tren estaba detenido y él la observaba a través del vagón. Su semblante moreno revelaba tanto como una máscara inanimada. La energía que le llegaba por la línea de contacto visual controlaba la voluntad de sus movimientos y, sin sentido, Matilde retenía el aliento y no apartaba los ojos de los de él. La mirada de ese hombre tenía poder, ella lo percibía y le daba miedo, por lo que la alivió oír el traqueteo del tren de su lado. Las puertas se cerrarían tras ella y la pondrían a salvo. No volvería a encontrarlo, y esa casualidad se diluiría en la nada.
Al-Saud pensó: “Juana tiene razón. Con dos trenzas parece de quince años”. La gorrita de lana con un pompón exacerbaba su aspecto adolescente. La sorpresa de Matilde resultaba palpable y la volvía encantadora porque le teñía los carrillos y ponía brillo en sus ojos plateados. Movió la cabeza hacia la derecha y confirmó que el tren se aproximaba a gran velocidad. Calculó sus posibilidades y saltó a las vías.
El rugido de las ruedas y el bocinazo se tragaron el alarido de Matilde y el silbatazo del guardia. El corazón le pulsaba dolorosamente en la garganta, y los latidos retumbaban en sus oídos con el fragor de tambores en una danza religiosa; ya no escuchaba nada; el color estridente de los azulejos de la estación refulgía en su campo visual y la privaba del sentido de la visión, aunque lo discernía a él con claridad, que parecía avanzar al ralentí entre las vías, en dirección a ella. Todo aconteció en un segundo. Todo aconteció en una eternidad. Matilde no habría podido explicarlo. Como en un delirio febril, se encontró sostenida por los brazos de él, en tanto sus labios le cosquilleaban la oreja al susurrarle: “Salgamos de acá”. El guardia panzón vociferaba: “Arrêtez! Eh, vous, madame, monsieur, arrêtez!” y trotaba hacia ellos. Cayó en la cuenta de que, mientras trepaba las escaleras, sus pies apenas rozaban los escalones. Él la sujetaba por la cintura y la conducía como si pesase lo que una bolsa con víveres. En medio de aquella escena kafkiana, le dio por reírse. Al alcanzar la superficie, seguía riéndose, mientras Al-Saud se empeñaba en alejarlos del métro y del guardia, para lo cual cruzaba las calles sin consideración al tupido tránsito y avanzaba por la vereda en zigzag. Eligió para mimetizarse a un grupo de turistas que doblaron en la calle du Bac, en dirección al Museo d’Orsay.
—Creo que lo perdimos —dijo, en la esquina de la calle de l’Université.
No la miraba sino que columbraba en dirección del Boulevard Saint-Germain. Matilde, en cambio, lo miraba a él con una seriedad que era pasmo. Dudas y cuestionamientos bullían en su cabeza, y no sacaba nada en limpio, excepto que él no jadeaba, como si la acrobacia y la corrida jamás hubiesen tenido lugar; ella, en cambio, lo hacía como un perro viejo.
Los ojos verdes de Al-Saud encontraron los de ella.
—Hola, Matilde.
—¿Por qué hizo eso? —preguntó, en un hilo de voz—. Podría haber muerto.
—¿Estás enojada? ¿Por eso no me tuteás?
El asombro desposeyó a Matilde de palabras; ni siquiera estaba nerviosa, sólo pasmada. En general, se sentía torpe con relación al sexo opuesto. El desparpajo de ese hombre simplemente la anulaba.
Al-Saud apenas apoyó las manos sobre su abrigo y se inclinó para pedirle:
—Decí: “Hola, Eliah”.
—Hola, Eliah —lo complació, como autómata, igual que en el avión.
Al-Saud sonrió, la misma sonrisa que le había regalado durante el viaje, la que le gustaba considerar retaceada, casi un secreto entre ella y él.
—Me encanta que pronuncies mi nombre —aseguró— y parece que para obtener ese privilegio tengo que rogarte. —Sonrió de nuevo, mostrando los dientes.
Matilde, que no lograba determinar si la situación se tornaba burda, vergonzante o divertida, insistió:
—¿Por qué hizo eso en la estación? Me asusté muchísimo.
—Lo lamento, de verdad, pero temí perderte si te dejaba subir a ese tren.
Bajó la vista para esconder sus emociones. No sabía cómo proceder.
—Todavía estoy temblando —musitó.
—Hace un momento reías.
—De nervios —se apresuró a explicar, abochornada.
—Ahora temblás de frío —determinó él—. Te invito a tomar algo caliente.
—No, no —dijo deprisa, siempre esquivando el poder de sus ojos—. Tengo que irme. Buenas tardes.
Giró para enfilar hacia el Boulevard Saint-Germain. Al-Saud la sobrepasó y se plantó frente a ella. Flexionó las rodillas hasta lograr el contacto visual. El movimiento alborotó el aire en torno, y a Matilde la tomó por sorpresa el aroma de su perfume, el mismo que llevaba en la muñeca y en el elástico del guante.
—Lo siento, Matilde —habló Al-Saud en un tono grave e íntimo—. Sé que te asusté. Te pido disculpas. Pero he pensado mucho en vos desde que nos despedimos ayer en el aeropuerto. Al verte en el andén, me sentí feliz y no quería dejarte ir. —Después de un silencio, agregó—: Siempre supe que no me llamarías. Me pregunto si todavía conservás mi tarjeta.
Matilde levantó los párpados y se abismó en el hechizo de esa mirada como quien se entrega a un vicio del cual se ha empeñado en mantenerse lejos. Meditó que algunas mujeres, como Juana, se sentirían complacidas de que Eliah las invitase a tomar un café. Otras, más sensatas, se alejarían de un extraño que bien podía dedicarse a la trata de blancas. Ella, en cambio, sólo pensaba en ella, en sus limitaciones y en sus vergüenzas.
—Sí, todavía la conservo —aseguró, y apoyó la mano sobre la shika .
—¿Me perdonás, Matilde?
Matilde asintió, apenas sonrió, y Al-Saud recibió como una oleada de calor la bondad que esa joven irradiaba. Se había comportado como un patán al arrastrarla fuera de la estación y por la calle. Otra lo habría abofeteado; ella, en cambio, le reprochaba haber puesto su vida en peligro.
—Gracias. ¿Aceptás tomar un café conmigo? Quiero compensarte el mal trago.
—De veras tengo que irme —aseguró, en tanto consultaba su reloj de goma gris—. ¿Qué hora es? Mi reloj está en blanco.
—Cuatro y veinte.
—Es casi de noche —se asombró Matilde.
—Sí, pero aún es temprano. Sólo iremos a tomar un café. Después te acompañaré a tu hotel. —El miedo que trasuntaba el gesto de Matilde lo impulsó a afirmar—: Desconfiás de mí, ¿no?
—Apenas lo conozco.
—¿No me tuteás para castigarme?
—No, no, es que no me acostumbro.
—Vamos, Matilde. Un café en un lugar público te mantendrá a salvo de mis macabras intenciones. Si es necesario, me arrojás el café caliente a la cara mientras pedís auxilio a gritos. Varios caballeros vendrán a salvarte, estoy seguro.
En la penumbra que ganaba las calles, que comenzaban a iluminarse con el alumbrado público, Al-Saud no se percató del intenso sonrojo de Matilde. “Soy una imbécil, una pacata, una aniñada, una estúpida, una miedosa, una reprimida. Juana ya me habría dado un sermón de una hora. Ni hablar de mi psicóloga.”
Al-Saud se contuvo de pasarle el brazo por los hombros. Había advertido la tonalidad violácea de sus labios y la nariz enrojecida. A medida que caminaban por la calle du Bac hacia el Sena, la temperatura descendía.
—¡El río! —se entusiasmó Matilde en la esquina que se formaba con el Quai Voltaire .
—Primero tomaremos algo caliente, aquí, en el Café La Frégate . Estás helada.
Matilde no comentó cuánto le gustaba escucharlo hablar en francés. “La Frégate” , repitió para sí, imitando, sin éxito, el acento de Eliah.
—¿Cómo se pronuncia eso? —Apuntó al cartel de la calle.
—Ke Volter. Quai significa andén si estás en una estación de trenes, o muelle, si estás en una ribera, como ahora.
—¿Y La Frégate ? Perdón, mi pronunciación es mala.
—No, no lo es. La Frégate significa “la fragata”.
A pesar de las mesas en la vereda acondicionadas con estufas a gas, Al-Saud prefirió entrar en el local. El aire tibio envolvió a Matilde como un abrazo y la confortó. Un cambio había operado en su ánimo, y, más relajada, permitía que Eliah la guiase entre las mesas. El peso de la mano de él sobre su hombro le proporcionaba un bienestar novedoso.
Matilde no se habría percatado de que la elección del sitio surgía como consecuencia de un rápido estudio de la disposición del interior del café. Se ubicaron en la última mesa junto al ventanal que daba sobre el Quai Voltaire , de modo que Matilde apreciaría la última visión del Sena antes de que la noche lo ocultase, en tanto Al-Saud cubriría su espalda con la pared.
—Tenía frío —admitió ella, mientras se quitaba los guantes—. Este clima tan severo es inusual en Córdoba y en Buenos Aires. Vos, en cambio, te mantenés inerte a la baja temperatura. Esa campera de cuero no te abriga mucho.
—Buen comienzo —sonrió Al-Saud—. La señorita Matilde se ha dignado a tutearme.
De pronto se sintió incómodo frente a ella, indigno tal vez, como si se encontrara a punto de mancillar algo sagrado. Ella, candorosa con sus dos trenzas, su carita sin maquillaje y sus ojos chispeantes y emocionados, no era consciente del cínico con el que lidiaba. Un instante después, la perspectiva de Al-Saud cambió, y, como en una montaña rusa, lo arrastró hacia una zona en la cual la niña se había esfumado. Supo conservar la mueca impávida durante la maniobra de Matilde para deshacerse del abrigo. Al arquear la columna y pegar el torso al filo de la mesa, sus pechos se proyectaron sobre el mantel. Al-Saud concluyó que había desproporción en la figura de la chica. El tamaño de sus senos no armonizaba con el ancho de su espalda, que él calculó de unos treinta centímetros. Se mordió el labio y enterró la vista en el menú al evocar el significado de Pechochura.
—Me gustaría lavarme las manos —anunció Matilde y, con una sacudida de hombros, se justificó—: Creo que es una neurosis derivada de mi oficio de cirujana.
Un muchacho ubicado en una mesa al pie de la escalera que conducía a los baños, levantó la vista del diario y la fijó en el trasero de Matilde. A diferencia del día anterior en el avión, donde los amplios jeans con pechera y tiradores habían velado su cuerpo, esa tarde Matilde usaba un atuendo que lo hacía descollar. Los pantalones de tartán marrón y rosa con estribos que se escondían dentro de los zapatos sin taco se ceñían a unos glúteos no anchos sino respingados, como la cola de un pato. “Como la de una araña pollito”, se acordó. El suéter rosa, ajustado y de cuello alto, se revelaba insuficiente para frenar el zangoloteo de sus pechos. Los ojos del cliente subían y bajaban siguiendo el ritmo. A Eliah no le habría molestado de tratarse de otra mujer; jamás reparaba en las miradas que los hombres le echaban a Céline; tampoco se había molestado cuando apreciaban a Natasha; y Samara, con su recato y timidez propios de una mujer musulmana, había sabido preservarse de los tenorios. Matilde lucía como una presa fácil, como la Caperucita del cuento. Quizá se tratase de esa cualidad que se olfateaba en ella la que incitó la rabia en él. Respiró hondo y se conminó a no perder de vista el objetivo, a mantener la cabeza fría; la necesitaba para que lo condujese a Blahetter, no para enredarse en un amorío.
Matilde regresó con las manos limpias y se posesionó del menú. Se esforzaba por desempolvar sus magros conocimientos de francés al consultarlo. Una extraña disposición la hacía reír de sus intentos por pronunciar el nombre de las comidas. Se había desembarazado de la vergüenza, una manera de deshacerse del miedo, pensó. Se sentía ligera de espíritu, y esa liviandad la volvía risueña y distendida.
—Voy a pedir un chocolate caliente. Es lo mejor para combatir el frío.
—¿Y para comer? —Ante el titubeo de ella, Al-Saud sugirió—: La pastelería de París es conocida en el mundo. Garçon! —convocó al camarero, y Matilde siguió el diálogo con atención. ¡Cómo le gustaba el sonido de su voz al pronunciar el francés! La hipnotizaban sus labios; en el avión había advertido la manera en que los movía, como si apenas los rozara al hablar, y esa peculiaridad la sedaba. Reparó en su bozo medio azulado que hablaba de la falta de una afeitada y que endurecía aún más el conjunto que formaban el mentón hendido y la mandíbula de huesos filosos y en ángulos rectos. Bajó deprisa la vista cuando Eliah se volvió hacia ella.
—Y bien, Matilde, contame, ¿qué estás haciendo en París? ¿Turismo?
—No. La semana que viene comenzaremos con Juana un curso de francés. Necesitamos aprender a hablarlo con la mayor fluidez posible.
—¿Por qué? El idioma de los médicos es el inglés.
—Sí, lo es. Las publicaciones, los cursos, los seminarios, todo es en inglés. Pero nosotras necesitamos el francés porque en algunos meses viajaremos al Congo.
La súbita seriedad de Al-Saud se evidenció en el ceño que convirtió sus cejas en una sola línea, oscura y poblada.
—¿A la República Democrática del Congo o a la República del Congo?
—A la República Democrática del Congo.
De nuevo reinó el silencio.
—Ese lugar es un infierno, Matilde. ¿Por qué una chica como vos querría meterse en esa caldera a punto de explotar?
—¿A punto de explotar?
—Matilde, el Congo está sumido en permanentes guerras de guerrillas. A eso tenés que agregar los conflictos con Ruanda heredados de la masacre del 94, cuando los hutus asesinaron a casi un millón de tutsis.
—Me acuerdo bien de esa masacre. Pasaron imágenes por la televisión que parecían inverosímiles. Me causaron una profunda impresión.
Al-Saud eligió no referirle que las imágenes televisivas apenas habían esbozado la atrocidad padecida por los tutsis y los hutus “moderados” a manos de las milicias hutus extremistas, llamadas interahamwe , que significa “golpeemos juntos”. En aquella época, él, como cabecilla de un pequeño grupo comando de L’Agence , entre los que contaban sus actuales socios Peter Ramsay y Tony Hill, habían llevado a cabo una misión de rescate de tres consejeros belgas atrincherados en un hotel de Kigali, al tiempo que la masacre se cobraba cientos, miles de vidas por hora. Curtidos en la lucha, acostumbrados al derramamiento de sangre y a la brutalidad, después de tres años, no conseguían desembarazarse de los macabros recuerdos. Niños descuartizados a machetazos, mujeres violadas y mutiladas, ancianos destrozados, torsos y miembros por doquier. Una escena de Hieronymus Bosch no habría igualado el horror de lo que él y sus hombres habían atestiguado. Y Matilde, con liviandad, le comunicaba que planeaba aventurarse en el Congo. Su buen humor estaba yéndose al carajo.
—El panorama en la región no ha cambiado mucho desde el 94, y el conflicto entre tutsis y hutus traspuso las fronteras de Ruanda e invadió el Congo. La violencia es moneda corriente. Y cuando hablo de violencia aludo a un tipo de violencia que vos no serías capaz de imaginar. —Lo expresó con un acento displicente, y ella se dio cuenta—. ¿Para qué irás al Congo? —remató, incapaz de sojuzgar su agresividad.
El camarero regresó con el servicio: dos tazas, una de chocolate y otra de café, y varias muestras de la pastelería parisina, éclairs , o bombas de crema, tres porciones de torta, brioches tibias rellenas con crema pastelera y galletas de manteca con avellanas. La visión del festín suavizó los ánimos, la ira de Al-Saud y el desconcierto de Matilde.
—Todo se ve delicioso —susurró ella, intimidada por el cambio brusco e inexplicable en el talante de su compañero.
—Éstos parecen muy buenos —dijo él, y señaló las bombas de crema—. Quiero verte comer —añadió, en un intento por atemperar la aspereza anterior.
—Lo haré.
Por un rato y mientras saboreaban los manjares y sorbían las bebidas calientes, comentaron acerca de trivialidades. Eliah la observaba comer y hablar con franqueza, y se detenía en sus mejillas coloradas, en las dos trenzas que se perdían bajo la mesa, en la pequeña nariz, en los ojos grandes, algo alejados del tabique, lo cual le daba un aire exótico. Se fijó también en sus hombros pequeños y huesudos contra la lana ligera del suéter, y se cuestionó qué demonios pretendía con esa muchacha. En un interludio, volvió a preguntar:
—Matilde, ¿por qué querés ir al Congo?
—Porque para eso estudié medicina, Eliah.
Rara vez lo llamaba por su nombre. El efecto era devastador. Si hubiese tenido que definirlo habría empleado el verbo ablandar. Sí, ella lo ablandaba.
—Estudié medicina para curar a los pobres, a los desvalidos, a los que nadie ve ni quiere ver. En especial me interesan los niños, porque constituyen el grupo más vulnerable. Por eso elegí la especialidad de pediatría. Mientras estudiaba, tenía la impresión de que perdía el tiempo. La urgencia por curar me volvía impaciente. Con Juana, rendimos algunas materias libres, quiero decir, no asistíamos a clase, no las cursábamos, sino que las estudiábamos por nuestra cuenta para ganar tiempo. Nos recibimos muy jóvenes y enseguida partimos hacia Buenos Aires porque mi mayor anhelo era hacer la especialidad en el Hospital Garrahan, uno de los mejores hospitales pediátricos de Sudamérica. Todavía me acuerdo de cómo nos preparamos para el examen de admisión. Ésos fueron buenos tiempos.
—¿Cómo te decidiste por el Congo?
—En realidad, no lo decidí yo sino la organización humanitaria Manos Que Curan. Una compañera del Garrahan, que trabajó con ellos en Somalia, me entusiasmó al contarme acerca de la excelente experiencia que vivió en Marka, cerca de Mogadiscio. Juana y yo enviamos nuestros currículums y unas cartas a la sede de MQC en Buenos Aires explicando nuestro deseo de ir a algún país del África subsahariana. Nos convocaron al cabo de dos semanas y, luego de varias entrevistas y tests de todo tipo, nos comunicaron que estábamos admitidas y nos invitaron a París a realizar lo que ellos llaman la preparación al primer destino. Días después, nos informaron que en cuatro meses se producirían vacantes en un proyecto pediátrico en la República Democrática del Congo, en la zona de las Kivus. —Ante ese nombre, el corazón de Al-Saud dio un salto; las provincias de Kivu Norte y Kivu Sur, al este del Congo, conforman una de las regiones más violentas del mundo—. Aceptamos de inmediato. A su vez, MQC nos propuso realizar un curso de francés durante este período de espera.
—Tuvieron suerte de que las destinaran juntas, a vos y a Juana.
—Sí, es verdad. Podrían habernos destinado a terrenos distintos, aunque en la sede de Buenos Aires comprendieron que nos complementaríamos muy bien, yo como cirujana pediátrica y ella como clínica pediátrica. Además, habíamos expresado nuestro deseo de ir juntas a África, y nos dieron el gusto.
—¿Quién las financiará durante estos meses en París?
—MQC costeará el curso de francés. Lo demás (casa, comida, transporte), nosotras.
—Los alquileres en París son muy elevados. ¿Acaso sos una niña rica?
—¿Rica? No, en absoluto. Dilapidaré mis magros ahorros.
—Imagino que tenés un amigo o una amiga en París y vivirás con él o con ella.
—No. Viviremos en el departamento de mi tía. Ella lo ocupa durante el verano. El resto del año vive en Córdoba, mi ciudad natal.
—¿Tenés amigos en París?
—Mi hermana vive aquí, pero no congeniamos, así que, supongo, la veré con poca frecuencia. Además, ella está muy ocupada con su trabajo.
—¿Y amigos?
—Sí, Ezequiel, nuestro amigo de la infancia. Juana, él y yo fuimos juntos al colegio.
¿Por qué diablos no le hablaba de René Sampler? ¿Y quién era el tal Ezequiel, amigo de la infancia? Recordó que Juana y ella lo habían mencionado en el avión.
—Comiste muy poco —señaló.
—Esto está exquisito, pero ya no puedo más. —Ante el gesto entre sorprendido y desilusionado de él, Matilde explicó—: A veces creo que mi estómago es tan chiquito como mi puño. —Cerró la mano y la extendió.
Como si recogiera una mariposa, Al-Saud cubrió el puño de Matilde con sus manos y le besó el índice, varias veces, la vista clavada en ella. Matilde se permitió gozar de ese instante inesperado en el que los ojos de él la ataban y la carnosidad de sus labios, su humedad y su suavidad le provocaban una corriente fría que a su paso le erizaba la piel, le cosquilleaba en el estómago y terminaba en un pinchazo de lo más doloroso entre las piernas. En verdad, nunca había experimentado algo similar.
—Ah, Matilde, Matilde —murmuró él sobre su piel, y cerró los ojos, como si de pronto lo acometiese un cansancio.
Matilde retiró la mano suavemente. Al-Saud no movió las suyas, las dejó sobre el filo de su boca, como si la de ella permaneciese allí. Levantó los párpados y la miró. Ella adivinó el cambio en su expresión; había sinceridad en ese gesto cansado.
—Estoy contento por haberte encontrado en el métro . ¿Y vos, Matilde? —Ella se limitó a asentir. Con algo de la ligereza anterior, Al-Saud le preguntó—: ¿Me aceptás como tu nuevo amigo en París? Seré el mejor guía. Nadie conoce esta ciudad como yo.
Al final, Al-Saud obtuvo lo que quería, que ella le permitiese acompañarla hasta el departamento que ocupaba en la calle Toullier, para lo cual primero la escoltó a un supermercado a dos cuadras, sobre la calle Malebranche, y la ayudó con las bolsas. Ella no admitió que él pagase la cuenta.
—¡Hola, Juani! Traigo una visita —saludó Matilde, desde la puerta.
—¿Eze? —aventuró la otra, y salió de la cocina—. ¡Ah, el papurri del avión!
Al-Saud soltó una risotada, y ese sonido afectó a Matilde, como si hubiese vibrado en su pecho. Él y Juana charlaban con la naturalidad de los viejos amigos. Con la gorra y el abrigo aún puestos, Matilde lo estudiaba de perfil: la nariz recta, de grandes fosas nasales; la bolsa bajo el ojo, esa tonalidad amarronada de los párpados; habría deseado pasarle un dedo bajo el párpado inferior para comprobar que no se tratase de delineador; finalmente decidió que eran las pestañas renegridas las que propiciaban el efecto. Le observó los pómulos apenas marcados, puesto que su cara era más bien cuadrada, de líneas rectas; y también la protuberancia que formaba la nuez de Adán, que subía y bajaba por su cuello fibroso y barbudo. También le miró la nuca, y los músculos que se tensaban cuando él reía, y el cabello renegrido cortado a ras, como un militar, y se imaginó pasando la mano a contrapelo. ¿Por qué pensó en el libro que llevaba en la bolsa? ¿Por qué imaginaba escenas escandalosas? ¿Por qué se emocionaba con detalles que antes habría juzgado frívolos? Se puso nerviosa. Todo era nuevo para ella, y ese desconocido, el tal Eliah, en quien no confiaba, estaba provocándole sensaciones chocantes, en absoluto bienvenidas.
Antes de irse, Al-Saud le pidió a Matilde el número de su celular.
—¡No, qué va, Eliah! —intervino Juana—. Nuestra Mat no usa celular. Primero decía que las radiaciones del aparato eran perjudiciales para la salud. Ahora, desde que se enteró de que la batería funciona a coltán, un mineral que se roban del Congo, no lo usa por una cuestión ética.
Al-Saud giró la cabeza y la contempló con la misma expresión empleada en el Café La Frégate , esa con un viso de cansancio que ella interpretaba como sincera. Al-Saud, en tanto, se preguntaba: “¿Qué clase de mujer eres, Matilde?”.
Después de que Al-Saud se marchase, Juana apareció en la puerta del dormitorio de su amiga, se apoyó en el marco y le chistó. Matilde, que leía en la cama Cita en París , bajó el libro.
—Ya te conté lo que tenía que contarte. Ahora, dejame dormir.
—Es que lo pienso y lo pienso, Mat, y no puedo creer que te lo hayas encontrado en el subte. ¡Esto no es casualidad! Tu destino y el de él están unidos.
—No te pongas esotérica.
—Haceme un lugar. —Juana se metió bajo las colchas—. Ay, amiga —suspiró—, qué potrazo más lindo te conseguiste.
Matilde apoyó el libro sobre la mesa de luz y se puso de costado para enfrentar a Juana. Extrajo el pañuelo de Eliah y el guante que guardaba bajo la almohada.
—Juani, ¿hice mal en traerlo al departamento? ¿No fui imprudente? Él me insistió tanto. Y vos me conocés, yo no sé decir que no.
—¡Hiciste perfecto! ¡Perfecto! Es un hombre decente, lo intuyo.
—Me sentí tan torpe todo el tiempo. Ya sabés, no tengo tu destreza con los hombres.
—Pues tu torpeza, querida amiga, lo ha cautivado. Está loquito por vos.
—¿Será casado?
—No tiene anillo.
Matilde sonrió y escondió la cara tras el pañuelo. Sin descubrirla, confesó:
—Juani, no me canso de mirarlo. Es lo más lindo que he visto en mi vida.
—¡Iupi! —Juana pateó la colcha—. ¡La Mat está enamorada! ¡Por primera vez en su vida! —Juana se llevó la mano a la frente—. ¡Me olvidaba! Llamó tu tía Sofía.
—¿Mi tía Sofía? ¿Qué dijo? —Matilde se incorporó en la cama.
—Quiere invitarnos a su casa, quiere conocerte. Mañana llama de nuevo. —Besó a Matilde en la frente—. Buenas noches, amiga. Me levantaste el ánimo trayéndome al papurri.
De nuevo sola, Matilde abrió el cajón de la mesa de luz donde escondía El jardín perfumado . Lo abrió al azar. La postura del herrero. La mujer yace sobre la espalda, con un cojín bajo las nalgas, y dobla las rodillas sobre su pecho de modo que su vulva sobresalga como un tamiz. Entonces ayuda a introducir el pene. El hombre realiza los movimientos convencionales durante un rato y, acto seguido, retira el pene y lo desliza entre los muslos de la mujer, a imitación del herrero que retira el hierro candente del fuego y lo sumerge en agua fría.