CAPÍTULO 9
E
sa semana, una rutina, se apoderó de su tiempo de un modo natural, silencioso y delicado como Matilde de él, y, a pesar de que su índole detestaba la repetición, los hábitos y las reglas, y aunque en su vida un día no era igual que el anterior, Al-Saud nunca se había sentido tan feliz. Se despertaba a la mañana y pensaba en ella. Sabía que a Matilde le gustaba levantarse temprano, alrededor de las siete, y la imaginaba en bata, preparando el desayuno, alternando con miradas destinadas a la gente que pasaba por la calle Toullier, mientras meditaba cómo hacer del mundo un lugar mejor. “Matilde, que vos estés en este mundo ya lo convierte en un lugar mejor.”
Desayunaba con Leila —a veces los acompañaban sus hermanos, La Diana y Sándor— y hojeaba los periódicos, pero al cabo se daba cuenta de que, después de haber leído medio artículo, no habría podido decir de qué trataba. “Matilde. Matilde.” Cerca de las ocho, mientras hacía sus ejercicios en el gimnasio o nadaba en la pileta, planeaba su jornada con ella. Sólo cuando practicaba técnicas de lucha cuerpo a cuerpo con La Diana o con Sándor lograba olvidarla, y se concentraba para no terminar humillado en el tatami con una rodilla en el pecho o para no recibir un golpe de tonfa en las costillas.
El mediodía se aproximaba, y él consultaba la hora cada cinco minutos. Esa inquietud, tan infrecuente como su apego a la rutina, lo ponía de mal humor, porque su esencia fría y rigurosa se rebelaba contra el fuego que lo consumía por Matilde; en especial, su espíritu se sublevaba ante la red que iba tejiéndose en torno a él. Se trataba de una paradoja porque si bien su impulso posesivo lo llevaba a apropiarse de ella, Matilde en ocasiones lucía inalcanzable, indiferente, lejana, etérea, mientras que él iba enredándose en una maraña de sentimientos y frustraciones. A veces tenía la impresión de que la quebraría con su ímpetu. ¿Acaso Juana no le había advertido que Matilde era de cristal? ¿Y su Matilde, esa criatura frágil, delgada, menuda y suave, planeaba meterse en ese infierno llamado Congo? Se mordía la lengua para no vociferar: “¡No irás, Matilde! ¡No permitiré que te arriesgues!”. Callaba porque entreveía una veta de acero bajo ese aspecto angelical.
Sus temores y recelos se esfumaban cuando la oía llegar al mediodía.
— Bonjour, Thérèse! Bonjour, Victoire! Ça va?
— Ça va bien, Matilde.
Se había ganado la simpatía de sus secretarias y de sus socios, que salían a recibirla apenas la oían en la recepción. Porque ¿quién no la amaría, quién no caería bajo su embrujo sólo con mirarla? ¿No le había sucedido a él, aquel día en el aeropuerto de Buenos Aires, cuando el cabello de Matilde, que barría el piso, le llamó la atención? Parecía un día tan lejano y, sin embargo, sólo habían pasado unas semanas.
Él emergía de su oficina y, al verla con su campera color marfil y su bolsa rústica en bandolera, a veces con trenzas, todo volvía a estar en orden. La abrazaba y la besaba, consciente de que lo guiaba una conducta primitiva, la del macho que marca el territorio y señala a su hembra, y siempre esgrimía excusas para no almorzar en el George V; la quería sólo para él. Alrededor de las dos la llevaba al instituto —a excepción del jueves, que la llevó Medes porque él tenía un compromiso— e iba a buscarla a las seis y media. Juana siempre volvía con ellos y contagiaba el ambiente con sus chistes y ocurrencias. Compraban víveres, que Al-Saud nunca les permitía pagar, antes de ir al departamento de la calle Toullier, donde Matilde preparaba la cena mientras los tres conversaban.
Para la tarde del viernes, Al-Saud le pidió a su secretaria que reservara una mesa en la Maison Berthillon, la heladería y casa de té de la Île Saint-Louis donde, en opinión de los parisinos, se preparan los mejores glaces et sorbets . Allí las llevó a merendar después de salir del instituto. Estaban disfrutándolo, saboreando los manjares que Al-Saud no se cansaba de pedir. Matilde se reía con una anécdota de la infancia de Eliah cuando recordó que debía tomar la medicación. Se disculpó y fue al baño. Juana observó que los ojos de Al-Saud seguían a Matilde y que fulminaban a los que la admiraban. Se estiró en la silla y aguzó la vista en dirección de él, como si lo aquilatara.
—Mat nunca ha sido tan feliz como ahora. Y es por tu causa, papurri, así que gracias, de corazón. —Él permaneció serio y callado—. La vida de Mat no ha sido fácil y, en veintidós años, es la primera vez que la veo distendida, sonriente, más abierta.
—Sos la segunda persona que me dice que la vida de Matilde fue difícil. ¿Qué le sucedió?
—Le sucedieron cosas de todo tipo y color, y así como la ves, tan chiquita y suavecita, nuestra Mat las afrontó solita, porque con la familia que le tocó en suerte, no podía esperar ayuda de nadie. Supongo que si te ganás su confianza, lo cual no es fácil, ella te las contará. Por lo pronto, deberías de estar contento de que te haya dado pelota. Yo misma no salgo de mi asombro. Es cierto que estás mejor que el dulce de leche, pero a Mat eso no le importa, como tampoco la impresionan tu Rolex ni tu Aston Martin ni tu ropa de marca. Deberías haber visto cuántos médicos del Garrahan, el hospital donde trabajábamos, la seguían con la lengua afuera. Ella, como si nada. Había uno… —Apenas rió, con aire melancólico—. Pobre Osvaldo… Es bastante buen mozo y las enfermeras están loquitas por él. Pero él sólo tenía ojos para Mat. Si hubiera podido servirle de alfombra para que ella caminase sobre él, lo habría hecho. —Juana entrecerró los ojos, de nuevo en la actitud de quien examina al otro—. Sos celoso, ¿no? Muy celoso.
—No sabía que lo era hasta ahora —admitió Al-Saud—. La verdad es que estaba más acostumbrado a ser celado y perseguido que lo contrario. Siempre era yo el objeto de desconfianza, y no al revés.
—Pues en Mat podés confiar como en Cristo. No existe alguien más noble y fiel que ella, te lo digo yo que la conozco desde que tenía cinco años. —Juana apoyó los codos en la mesa y el mentón entre las manos—. Decime una cosa, papurri. Las que te celaban, ¿estaban en lo cierto al desconfiar de vos?
Matilde regresó a la mesa y salvó a Eliah del apuro. Él le notó un dije sobre la polera de lana negra que no le había visto antes. Lo tomó entre sus dedos.
— C’est la Médaille Miraculeuse —dijo, sin pensar—. La Medalla Milagrosa —tradujo.
Matilde sonreía porque la subyugaba escucharlo hablar en francés. Esa tarde lo encontraba especialmente atractivo. Dedujo que Al-Saud habría ido a su casa a cambiarse, porque no usaba el traje del mediodía sino una camisa celeste claro que decía Roberto Cavalli y unos jeans azul oscuro, algo ajustados, que le marcaban las piernas de jinete, largas y delgadas. Calzaba zapatillas verde seco y se abrigaba con una chaqueta de cuero marrón más bien corta. La barba le oscurecía el bozo, y el peinado, con gel y hacia atrás, le despejaba la frente y le confería un aspecto distinto a sus facciones. Su hermosura la afectaba y no se daba cuenta de que, en absorta contemplación, cesaba de respirar y de pestañear. Desde el regreso de Eliah, no se arrepentía de haber aceptado la ropa que le había comprado Ezequiel en las Galerías Lafayette. Eliah Al-Saud había trastornado su mundo de una manera tan radical que cosas a las que antes no destinaba un pensamiento, comenzaban a adquirir preponderancia. Quería estar linda para él.
—¿La conocés a la Medalla Milagrosa? Ésta me la regaló la mujer de mi abuelo.
—La conozco —ratificó Al-Saud—. Mi madre y mi abuela Antonina la usan. —No aclaró que las de su madre y su abuela eran de oro; la de Matilde ni siquiera era de plata sino de una aleación que había perdido el brillo y que se descascaraba en los extremos del oval. Soltó el dije y le aferró la mano.
—Yo amo mi Medalla Milagrosa. Nunca salgo sin ella. Me hace sentir protegida.
—¿Sos muy católica?
—No, en absoluto. Mi Medalla Milagrosa no tiene que ver con la religión sino con mi cariño por María, la madre de Jesús.
—Nuestra relación con la Iglesia Católica —intervino Juana— terminó un miércoles por la noche del año 88. ¿Te acordás, Mat querida? —Matilde sonrió y asintió—. Te cuento, papurri, que tu Mat y yo íbamos a un grupo parroquial cuando éramos adolescentes. El grupito —dijo, con acento despectivo— pertenecía a una parroquia donde iba la high society de Córdoba. Mat sí pertenecía a esa high society ; yo no.
—A mí me obligaba a ir mi abuela Celia. De lo contrario, no habría asistido.
—Cuestión que el grupo organizaba para las vacaciones de invierno un campamento en Catamarca, una provincia de Argentina. Allá fuimos con Mat. Nos cagamos de hambre, de frío y de aburrimiento. Lo único bueno fue que conocí a Mateo, un chico divino, tan desubicado como nosotras en ese puto campamento. Nos enamoramos. Pero hete aquí que estaba prohibido regresar a Córdoba y ponerse de novio con alguien que hubiese compartido con vos esos días en Catamarca.
—¿Cómo prohibido?
—Sí, papurri, prohibido. No fuera cosa que se pensara que los campamentos religiosos de los Capuchinos eran, en realidad, una orgía. Tenías que dejar pasar unos meses para anunciar que estabas de novio con alguien que había ido con vos al campamento. A Mateo y a mí nos importó un carajo la prohibición y nos pusimos de novios apenas volvimos a Córdoba. En la primera reunión del grupo después del campamento, un miércoles por la noche, antes de que el cura leyese la liturgia y diera el sermón, el presidente anunció, ante cuatrocientas personas y con micrófono, que Mateo y yo estábamos expulsados por haber violado esa regla. Nos pidió que nos retirásemos del salón y que no volviéramos. Nos levantamos y salimos de la mano. Tu querida Mat, en medio de un silencio sepulcral y con todas las miradas sobre ella, se levantó y nos siguió. —Juana la tomó por las mejillas—. ¡Qué huevos, amiga!
Al-Saud se llevó la mano de Matilde a la boca y la besó. Sin duda, esa veta de acero de la que él sospechaba, en verdad existía. Intuyó que, así como se mostraba suave, de ella surgía un espíritu feroz para defender lo que amaba y en lo que creía.
—La abuela de Mat se puso como loca cuando una amiga le fue con el chisme. La tuvo meses en penitencia. Trató de obligarla a volver al grupo parroquial, pero Mat, cuando quiere, es bien terca. Y no volvió.
—¿Vos practicas alguna religión, Eliah?
—No, ninguna, aunque me educaron en el Islam. Mi padre es árabe saudí y quiso que aprendiésemos todo sobre su religión. Un imam venía a casa dos veces por semana y nos enseñaba las suras del Corán y los preceptos de la religión. —Se abstuvo de contarles que, a diferencia de otros niños musulmanes, a él y a sus hermanos no los habían circuncidado debido a la oposición de Francesca—. Lo único bueno de esas clases con el imam fue que mis hermanos y yo aprendimos a escribir en árabe.
—¿Hablás en árabe, papurri?
—Fue mi lengua madre junto con el castellano.
—No conozco nada acerca del Islam —dijo Matilde—. Me encantaría saber.
Al-Saud no podía apartar los ojos de los de Matilde, que, en la luz tenue de Berthillon, habían adquirido una tonalidad opaca, como la del mercurio. Un movimiento de la figura ubicada varias mesas más allá, cerca de la puerta principal, lo puso en alerta. Ahí seguía el periodista holandés, Ruud Kok, que lo había seguido en taxi desde el George V y que en ese momento simulaba leer Le Figaro . Sin duda, el muchacho no carecía del don de la perseverancia.
Un poco más tarde, se pusieron de pie para marcharse. Al-Saud guiaba a Matilde entre las mesas con la mano apoyada en la parte baja de su cintura. Antes de alcanzar la salida, se detuvo junto a la mesa del periodista holandés; Juana y Matilde lo imitaron.
—¿Ruud Kok, verdad? —dijo Al-Saud.
—Sí, Ruud Kok. —El periodista se puso de pie, con la mirada desorbitada—. Buenas noches, señor Al-Saud. ¡Qué casua…!
—El lunes llame a mi oficina y fije una cita con mi secretaria. No aquí sino en su ciudad.
—Sí, sí, por supuesto. El lunes…
—Buenas noches.
Salieron a la calle oscura. Al-Saud tomó de la mano a Matilde. Caminaron en silencio. Al comienzo del Puente de la Tournelle, donde el frío arreciaba, le pasó el brazo por el hombro y la atrajo hacia él para darle calor. Juana señaló los bateaux Mouche, las embarcaciones chatas que recorren el Sena con turistas, y, apoyados en el pretil, admiraron el ábside de la Catedral de Notre Dame, cuyas luces la silueteaban en el cielo negro.
—¡Qué hermosa es tu ciudad, Eliah! —dijo Matilde—. Estoy enamorada de París —añadió, y Al-Saud se volvió hacia ella, y la intensidad de su mirada perforó la oscuridad. La pregunta de él quedó flotando entre ellos.
Al final del puente, Juana se dio cuenta de que se hallaban frente a La Tour d’Argent, el afamado restaurante parisino.
—Papurri, ¿alguna vez comiste en La Tour d’Argent?
—Sí, alguna vez —dijo, y omitió aclarar que su familia era habitué de la casa.
—Mi abuelo Esteban me contó que cenó en este restaurante en una oportunidad y que comió un pato exquisito.
—El pato es la especialidad de La Tour d’Argent, pero yo prefiero la langosta.
—¡Ah, sí, langosta! —Juana elevó los ojos al cielo y se pasó la lengua por el labio.
Llegaron al estacionamiento del Boulevard Saint-Germain, donde habían dejado el Aston Martin. Las muchachas no lo advirtieron, pero Al-Saud accionó un pequeño dispositivo que ocultaba en el bolsillo de la campera y que funcionaba a modo de detonador para controlar que nadie hubiese colocado una bomba que explotase al encender el motor. Todos sus vehículos contaban con vidrios a prueba de balas, carrocería blindada y bajos antiminas, como también con contramedidas electrónicas —en especial, un inhibidor de GPS, un artilugio para evitar ser rastreados a través de aparatos colocados de manera encubierta—, una exageración en opinión de Alamán, fruto del trauma sufrido como consecuencia de la muerte de su esposa Samara, o quizá por haber padecido el ataque de un cuarteto de terroristas de extrema izquierda, que, en la década de los setenta, veían en los magnates árabes a un blanco codiciable. Al-Saud no lo juzgaba consecuencia de un trauma ni una exageración sino la secuela lógica después de haber servido como miembro de L’Agence y perdido la capacidad de sorprenderse de la perversión de la naturaleza humana. Uno como él no se permitía volverse descuidado o demasiado seguro de sí.
—Poné música, por favor.
Al-Saud miró a Matilde con una sonrisa. Resultaba infrecuente que pidiese algo.
—¿Qué te gustaría escuchar?
—Me encantó la que escuchábamos al venir.
—¿De verdad? Es mi compositor favorito. Se llama Jean-Michel Jarre. Y lo que escuchabas es su disco Revolutions . Para mí, uno de sus mejores trabajos.
—Me conmueve.
El corto trayecto hasta la calle Toullier lo hicieron callados, con la obertura de Revolutions pulsando dentro del Aston Martin, golpeando el pecho de Matilde, insuflándola de vida y de energía. Odiaba sentirse tan viva cuando estaba con él, porque ¿qué sería de ella cuando todo acabase? Ladeó el rostro para que Eliah no descubriera su desazón. Por un momento, tuvo la mano de él sobre la rodilla izquierda hasta que la quitó para poner el cambio, y después la sintió en su cuello, y giró el rostro y le sonrió para que supiera que estaba feliz, que él la hacía feliz. La música, con sus explosiones de agudos y sus graves portentosos, la alteraba, la cambiaba, la volvía osada. En un semáforo, le pasó la mano por la nuca, lo atrajo a sus labios y lo besó como él le había enseñado, con pasión, sin esconderse ni temer. Nada importaba, ni la presencia de Juana, ni la sorpresa de él, que pronto adoptó un tinte desmesurado cuando abrió la boca y devoró sus labios, y Matilde interpretó en el desenfreno de su lengua cuánto anhelaba lo que ella no se atrevía a concederle. Se retrajo al oír una bocina que los urgía a arrancar.
Al entrar en el departamento de la calle Toullier, Al-Saud utilizó el pequeño interceptor que Alamán le había provisto para obstruir las frecuencias de modo que las cámaras y los micrófonos ocultos cesaran de transmitir en tanto durara su visita.
Juana, aduciendo cansancio, se fue a dormir, y Al-Saud percibió de inmediato la misma tensión que se había apoderado de Matilde cada noche, cuando se quedaban solos, y que lo había mantenido a raya. En ese momento, su determinación flaqueaba, en especial con el recuerdo del beso que ella le había regalado en el Aston Martin. Al salir del baño, la vio en la cocina, de espaldas, preparando café, y caminó ciego hasta ella, y la tomó por la cintura y le despejó el cuello para olérselo y mordérselo y besárselo y lamérselo. La oyó gemir cuando la apretó contra la mesada. Matilde levantó los brazos y se aferró a su nuca, buscando sostén, y esa acción destacó sus pechos bajo la ajustada polera negra. Al-Saud no pudo refrenarse y los cubrió con las manos por primera vez. El contacto les sacudió los cimientos a los dos. Matilde experimentó un desfallecimiento, y Al-Saud quedó paralizado, con un latido furioso en la ingle y la presión de su pene contra la gabardina del pantalón; una fricción del trasero de Matilde y se desgraciaría como un adolescente.
—Mi amor —le susurró en un jadeo pesado—, no aguanto más. Por favor, vamos a mi casa.
Matilde se imaginó extendiendo la mano hacia atrás y acariciándole el bulto que se clavaba en su espalda. “¡Ojalá pudiera hacerlo!”, sollozó. Caminar por ese derrotero la aterraba porque terminaría conduciéndola a un lugar para el cual no estaba preparada. No obstante, juzgó como un milagro el hecho de desear tocarlo. Era un buen síntoma. También lo eran la pulsación entre las piernas y la humedad que le pringaba la bombacha. Exultante, se dio vuelta en el abrazo de él y le abrió la camisa y le olió los pectorales, negros de vello, y lo besó donde le palpitaba el corazón. Lo oyó soltar el aire con violencia, y levantó la vista. Los ojos de él habían perdido el verde natural, y el conjunto de las cejas, los párpados, las pestañas y el iris se habían transformado en un antifaz oscuro que lo tornaba misterioso, bello, siniestro, atemorizador. Matilde nunca lo había visto así, tan expuesto en su anhelo por ella. Le rodeó la cara con las manos.
—Te deseo tanto, Eliah. Tanto. Vos no podés entender lo que esto significa para mí, sólo vos has sido capaz de lograrlo. Pero necesito tiempo. Tiempo para mí y tiempo para compartir con vos algo importante. Ni por un instante pienses que estoy jugando con vos. Por mi vida, te juro que jamás lo haría.
Agotado, Al-Saud apoyó la frente en la cabeza de Matilde y siguió respirando a ritmo desacompasado.
—Eliah, te entendería si esta noche te fueras enojado y no quisieras volver a verme. Yo…
Al-Saud la acalló con una mano sobre la boca.
— Quiero volver a verte, Matilde. —La sujetó por el mentón y la obligó a enfrentarlo—. Cómo te deseo. —Se quedó observándola, tenso, emocionado, con el control pendiendo de un hilo—. ¿Qué está pasándonos, Matilde? ¿Qué es esto? ¿Por Dios, qué es esto?
—Algo tan fuerte —musitó ella—, tan fuerte que puso mi vida patas arriba. Y lo más irónico es que no me importa nada. Nada, Eliah. Desde que te conocí lo único que hago es pensar en vos. Todos mis pensamientos son para vos.
—¡Mi amor! —exclamó él, y la apretujó contra su pecho.
Permanecieron abrazados en la cocina hasta que sus pulsaciones se serenaron, lo mismo que sus almas atormentadas por el deseo. Al-Saud habló primero.
—Matilde, no sé si podré verte este fin de semana. El lunes comienza la convención de Shiloah en el George V y es preciso que me ocupe de detalles de último momento.
—Lo entiendo. No te hagas ningún problema. Nos veremos cuando vos puedas.
—¿Qué harán el fin de semana?
—Estudiar para el examen del lunes, limpiar el departamento, lavar ropa, planchar. No nos aburriremos. Por favor, no quiero que te preocupes por mí. Si Ezequiel está en París, seguro que nos sacará a pasear.
—No quiero que salgas con él. No quiero que salgas con nadie. Solamente sos para mí.
—No me imagino de nadie más. Sólo de mi Eliah.
—Decilo de nuevo —le pidió él, mientras la obligaba a exponer la columna de su cuello para acariciarlo con los labios—. Decí de nuevo “mi Eliah”.
—Mi Eliah. Mi amor.
—¡Matilde!
El beso que siguió los dejó extenuados y blandos. Él levantó la cabeza y disfrutó de la visión que componían los labios gruesos de ella, húmedos e hinchados.
—Mejor me voy —dijo, y Matilde elevó los párpados en actitud lánguida—. Mañana tengo que levantarme temprano.
Caminaron abrazados hacia la puerta. Separarse resultaba más duro de lo que habían imaginado. Les costaba dejar de tocarse.
—Pensar que una vez me dijiste que eras fría.
—Lo era, Eliah. Sólo soy esta Matilde con vos. Es la primera vez en mi vida que soy así.
—El lunes a las nueve de la mañana, Medes vendrá a buscarte para llevarte al George V. Tengo una sorpresa para vos. ¿Vendrás? —Matilde asintió—. Estaré llamándote por teléfono o al celular de Juana cada hora. —Matilde rió, asombrada de que la persecución de él no la fastidiase—. Matilde, cualquier cosa que necesites, prometeme que me vas a llamar. Prometelo, Matilde.
—Lo prometo.
* * *
El lunes por la mañana, Matilde se despertó a las siete, ansiosa por volver a ver a Eliah. Él las había visitado fugazmente el sábado por la noche, de camino a una cena con los miembros de Al-Fatah, el partido político de Yasser Arafat, que finalmente se había decidido a enviar tres representantes a la convención por el Estado binacional.
La noche del sábado, Matilde lo encontró tan soberbio en su traje negro de dos botones que se quedó mirándolo con la mano en el picaporte. La camisa de seda también era negra, y no llevaba corbata. Se contuvo de lanzarse a sus brazos por temor a arruinarle la estampa. Él no pareció preocuparse cuando la rodeó por la cintura, la levantó en el aire y entró con ella en brazos; cerró la puerta de un puntapié. Matilde reía, en tanto él le buscaba el cuello para olerlo; su colonia para bebé lo calmaba.
—Te extrañé todo el día. Contame, ¿qué hiciste hoy?
—Me llamaste cada hora. Sabés mejor que yo qué hice durante el día.
El domingo no se vieron, y Al-Saud la llamó por la noche. Matilde notó su voz cansada, más bien preocupada, y deseó estar con él. El tiempo había tomado otra dimensión, y un día sin Eliah se convertía en una eternidad. “¿A eso se referiría Einstein cuando hablaba de la relatividad del tiempo?”, se preguntó.
—Juani, quiero que me digas qué ponerme —le pidió el lunes muy temprano.
—Buenos días. Mi nombre es Juana Folicuré. ¿Y el suyo?
—No seas tonta —se quejó Matilde, y, sin remedio, se le ruborizaron los cachetes.
—¿Tonta? ¿Acaso te has visto? ¡Sos otra, Mat! ¡Estoy feliz, amiga mía! Este árabe parisino que te has conseguido es lo mejor que pudo pasarte. ¡Iupi! —Juana saltó de la cama y abrazó a Matilde.
—Tengo miedo, Juani —le confesó, y la apretó fuerte—. Ya sabés de qué.
Juana la arrastró con ella y se sentaron en el borde la cama.
—Mat, la noche antes de casarte con Roy, viniste a mi cuarto y me dijiste lo mismo, pero sospecho que, en aquella oportunidad, las circunstancias eran muy distintas. —Matilde asintió—. A Roy no lo amabas, ni siquiera te calentaba. En cambio, con Eliah es diferente. Lo veo y lo siento. No creas que, porque me hacía la boluda y miraba por la ventanilla, no me di cuenta del chupón que le metiste el viernes cuando nos traía a casa. —Matilde soltó una risa ahogada, a medias mezclada con llanto—. Amiga mía, hermana de mi corazón, sé feliz. Permitite ser feliz. —La visión de Matilde se enturbió—. El miedo que sentís es natural. ¿Te pensás que yo fui muy suelta mi primera vez? El pobre Mateo no sabía de qué disfrazarse para que yo lo dejara penetrarme. Te lo conté mil veces. Para vos es peor por la educación que recibiste, tan rígida y llena de mensajes terribles, y también por lo que te pasó. Permitite sentir el miedo, entregáselo a él, que él se ocupe. Matilde, te has pasado la vida haciéndote cargo de los problemas de tu familia y no entendés que alguien pueda hacerse cargo de los tuyos. ¡Entregate, amiga! Con él es distinto, y vos lo sabés, ¿no?
—Muy distinto.
—¡Perfecto! —exclamó Juana, y se puso de pie—. Vamos a ver cómo hacemos para ponerte linda para el papurri. Por suerte, Eze te compró unas cosas hermosas, porque con tus trajes amish no te habría dejado ir ni a la esquina.
El resultado final le agradó, aunque le costaba reconocerse en el espejo. Como ese lunes no hacía tanto frío, consintió en usar la pollera tubo de tartán amarillo y negro, cruzada por delgadas líneas rojas, con cancanes gruesos y oscuros, y las ballerinas de charol negro. Una polera de angora, con cuello alto y mangas cortas, también en negro, completaba el atuendo.
—¿La pollera no me ajusta mucho en la cola?
—Ése es el chiste. Que luzcas el culo de araña pollito que Dios te dio. El señor Al-Saud, agradecido. Apenas entres en el hotel, sacate la campera para lucir tu conjunto. ¿No querés maquillarte un poco? Si te pintases esas pestañas transparentes que tenés, serías otra. Son larguísimas. —Matilde negó con la cabeza—. Al menos ponete un poco de brillo en los labios. Tomá, usá este que te va a dar una tonalidad rosada. ¡Así te levanta un poco! Sos más blanca que teta de monja. Usá mi cartera negra. ¡Ni se te ocurra ir con tu shika ! —Al ver el resultado final, con brillo rosa y todo, Juana expresó—: ¡Estás divina, Mat! Eliah se va a morir de amor.
Medes pasó a buscarla a las nueve. Apenas cruzaron un saludo en francés; Medes no hablaba inglés. Al-Saud le había explicado que el hombre pertenecía a un pueblo asiático, el kurdo, y que hablaba el árabe por haber vivido la mayor parte de su vida en Irak.
La sorprendieron las medidas de seguridad en el George V. Medes la guió a través del vallado que mantenía despejada la vereda de transeúntes y curiosos. Vio una camioneta blanca, con una antena parabólica en el techo, y supuso que pertenecía a un canal de televisión. Había varios hombres corpulentos, bien trajeados, con lentes oscuros, de cuyos oídos salían cables en espiral que se metían tras los cuellos de sus camisas. Vigilaban el ingreso, chequeaban una lista y mantenían una actitud alerta. Uno de ellos, con el traje desabotonado, levantó el brazo para indicarle a Medes el camino, y Matilde alcanzó a ver la sombra de una pistola sujeta en un arnés de pecho. Hasta ese momento, ella no había sido consciente del despliegue de seguridad que precisaría un evento de esa índole.
Medes la condujo hasta la zona de los ascensores y se despidió con una inclinación de cabeza. Se abrieron las puertas, y Matilde subió. El único pasajero, el botones que siempre saludaba con amabilidad a Eliah, debía de venir de las cocheras subterráneas. Enseguida le notó el sudor en la frente y la tonalidad cenicienta de su cara morena. Se miraron a los ojos. El muchacho se tambaleó y se apoyó contra el espejo del ascensor. Matilde se movió para sujetarlo y lo obligó a sentarse en el piso de mármol. No tenía reloj, Juana le había prohibido que lo usara. Le tomaría las pulsaciones a ojo. Incluso sin la certeza del reloj, eran bajas. Sacó el frasquito de Efortil, la medicina que siempre la acompañaba dada su predisposición a sufrir lipotimias.
— Je suis un médecin —le informó con sus rudimentos de francés—. Ouvrez la bouche, s’il vous plaît .
El muchacho separó los labios lentamente, con difidencia, y Matilde le colocó la pastilla de Efortil bajo la lengua. Le abrió la chaqueta del uniforme y le aflojó la corbata. En la operación, se dio cuenta de que iba armado; llevaba una pistola calzada en el cinto del pantalón. Simuló no haberla visto y lo abanicó con el cuaderno de francés. El ascensor había llegado al octavo piso y permanecía con las puertas abiertas. Matilde ayudó al botones a incorporarse y le sonrió. No atinaba a preguntarle cómo se sentía.
— Ça va? —pronunció por fin, y el muchacho asintió.
— Merci beaucoup, mademoiselle .
Matilde bajó, y las puertas se cerraron, con el muchacho dentro.
Udo Jürkens atravesó el detector de metales sin inconvenientes. Hacía dos días que se alojaba en el cuarto piso del George V, y la recepcionista lo saludó de lejos. En su habitación, se enfundó en un overol azul y salió al pasillo con un maletín de herramientas. Caminó hacia los ascensores de servicio y, de acuerdo con las indicaciones de Rani Dar Salem, encontró la zona de los vestuarios en el primer subsuelo. Pese al incremento de seguridad, a nadie llamaría la atención si uno de mantenimiento merodeaba por esa zona. Ubicó la casilla de Rani, se colocó unos guantes de látex y la abrió con una ganzúa. Al final, entre camisas sucias y periódicos, halló lo que buscaba, una pistola semiautomática Beretta 92, que el muchacho había ingresado en el hotel junto con una Glock 17 antes de que el despliegue de medidas de seguridad comenzara. Por supuesto, la Glock ya no estaba allí; el muchacho debía de llevarla encima. Udo bajó el cierre del overol y calzó la Beretta en la parte trasera de su pantalón. Cerró la casilla y volvió a su habitación del cuarto piso.
En la suite de la Mercure, Thérèse le informó a Matilde que el señor Al-Saud regresaría en un momento. Se quitó la campera y se sentó en un sofá, alejado de la entrada. Eliah se presentó minutos después y no la vio; se lo notaba apurado y enérgico.
—¿No ha llegado Matilde? Ya pasaron de las nueve y media.
Thérèse la señaló, y Matilde se puso de pie. Al-Saud dio media vuelta, y su semblante reflejó el paso del asombro a la apreciación. Su cara se iluminó con una sonrisa, y caminó hacia ella a zancadas. La abrazó y la besó en los labios.
—Hola, mi amor. Estás tan hermosa.
A Matilde la admiraba la soltura con que pasaba de una lengua a otra, sin caer en errores gramaticales, sin mezclar las palabras ni las expresiones; a veces lo escuchaba hablar en alemán por teléfono, al tiempo que dirigía órdenes en francés a sus secretarias y en árabe a Medes. En pocas ocasiones había echado mano de una palabra en francés por desconocer su significado en castellano; rara vez se había equivocado en las conjugaciones verbales.
—Hola. Vos también estás hermoso. Más que hermoso, imponente. —Le limpió los restos de brillo rosa de los labios con el pulgar—. Tu boca se quedó con mi brillo.
—Mejor así. Estás demasiado hermosa para que tus labios vayan pidiendo ser besados. —Cambió el talante, de pronto se puso serio—. No quiero que nadie te desee, Matilde. Te quiero sólo para mis ojos.
—Yo también te quiero sólo para mis ojos. —Lo manifestó con seguridad, la voz nítida, el semblante sereno y serio. No bromeaba, y Al-Saud experimentó regocijo. Se trataba de la primera vez en que Matilde lo reclamaba como de su propiedad, que lo prevenía: “No estoy dispuesta a compartirte”.
Un carraspeo de Thérèse los devolvió a la realidad de la convención.
—El señor Hill y el señor Ramsay lo esperan en la sala de convenciones, señor. En quince minutos se dará ingreso a la gente.
El salón de convenciones, una habitación de unos cien metros cuadrados, guardaba el estilo clásico y algo recargado del George V. Se habían dispuesto las mesas en el centro formando un círculo, con un atril en el extremo más alejado a la puerta principal detrás del cual se desplegaba una pantalla de power point con un mapa de Oriente Próximo, velado por el sol que ingresaba por las contraventanas. La luz natural dotaba a la sala de una energía que Matilde sintió como si estuviese a punto de estallar. Algo intenso se percibía en el ambiente. Ella no sabía qué hacía allí. Apenas entraron en el recinto, Al-Saud se alejó para hablar con sus socios, en tanto Victoire, su otra secretaria, lo ayudaba a desembarazarse del saco y a calzarse el auricular en el oído y el micrófono a la altura de la boca. Victoire era joven y atractiva, y a Matilde le molestó que lo tocase, que lo ayudase con ese aparato y que le sacudiese el polvo imaginario de las hombreras del saco una vez que volvió a ponérselo.
Primero se dio paso a los participantes de la convención. Los empleados del hotel les indicaban sus sitios, abrían las botellas de agua Perrier, llenaban los vasos, acomodaban los programas, respondían preguntas, cerraban las cortinas. Ingresaron al final los asesores y los periodistas, que no eran muchos pese a los esfuerzos de Shiloah. Ese grupo se acomodó a los costados para despejar la zona de la salida. Un maestro de ceremonias abrió el acto con una presentación en inglés, el idioma elegido para la convención. Enseguida apareció Shiloah Moses, sonriente y pletórico de energía, y habló desde el atril. Su discurso en inglés atrajo la atención de Matilde desde el inicio.
—Como decía Jean-Paul Sartre, desconfío de la incomunicabilidad; es la fuente de toda violencia. Para eso hoy estamos reunidos aquí: para dialogar. Y cuando nos cansemos de dialogar, volveremos a hacerlo: a dialogar. A dialogar, siempre. Y lo haremos con humildad, porque como decía San Agustín, la primera virtud es la humildad; la segunda, todavía la humildad, y la tercera, siempre la humildad. —Hizo una pausa y aprovechó para repasar a los presentes con una mirada amistosa—. Existen dos pueblos. Uno llama a esta tierra —y señaló la pantalla proyectada sobre la pared— Israel; el otro, Palestina. Cada uno de estos dos pueblos tiene la firme convicción de que este país es su país. Ésta es la situación y nada puede cambiarla. Otro hecho de la realidad es que el poder dominante está en manos de Israel y que, para sojuzgar los arrestos de los palestinos, utilizará la violencia. Y los palestinos, para recuperar la tierra, seguirán utilizando la violencia. Los Acuerdos de Oslo son un engaño que el tiempo se encargará de desnudar. Pero cuando eso ocurra, el mundo deberá encontrarnos listos para enfrentar el nuevo desafío. Porque las alternativas son sólo dos: la violencia perpetua o la creación de un Estado único.
Matilde no conocía la realidad israelí ni la palestina; no obstante, se daba cuenta de que se trataba de un discurso desafiante, sin pudor. En el círculo que conformaban las mesas del centro había árabes con el típico keffiyeh en la cabeza, popularizado por Yasser Arafat, y judíos con el solideo que llaman kipá y que les sirve para recordar la existencia de alguien superior; había jóvenes y ancianos; algunas mujeres, aunque mayormente hombres.
La inflexión en el discurso de Shiloah Moses sirvió para anunciar la presencia del escritor Sabir Al-Muzara. La doble puerta se abrió y franqueó el paso al premio Nobel de Literatura, que entró con la mirada al suelo, vestido con sencillez —saco azul, camisa celeste y pantalones de paño gris—. Los flashes se dispararon y se repitieron, los chasquidos de las cámaras fotográficas se mezclaron con el murmullo de los presentes. Los que ocupaban la mesa redonda se pusieron de pie y lo aplaudieron; toda la concurrencia los imitó. Si bien Sabir Al-Muzara carecía de influencia política, se percibía el respeto y la admiración que motivaba entre los presentes. La emoción de Matilde se concentró en su pecho; el corazón le latía, enloquecido. No percibió a Al-Saud detrás de ella hasta que sus brazos le rodearon la cintura. Él susurró:
—Ésta era mi sorpresa. No me olvido de que en el avión me contaste que Sabir era tu escritor favorito. —Tras un silencio, añadió—: Matilde, no me olvido de nada de lo que vivimos en ese viaje.
Matilde giró la cabeza hasta alcanzar sus labios y decirle:
—Yo tampoco. —Paradójicamente, le habría gustado confesarle que Cita en París dormía en la mesa de luz desde que ocupaba sus noches en releer El jardín perfumado y en soñar con él y con ella, desnudos, enredados entre almohadones.
En ese instante, al volver el rostro hacia Sabir y Shiloah, que se abrazaban y suscitaban más aplausos, Matilde divisó al botones entre el gentío. Aún lucía pálido.
—¿Eliah? —Al-Saud se inclinó para escucharla—. ¿Por qué ese botones va armado?
—¿Qué botones? —se inquietó.
—Aquél. —Matilde lo señaló.
—¿De qué estás hablando? ¿Cómo que ese botones está armado?
—Lo vi con mis propios ojos. Íbamos juntos en el ascensor, y ese chico llevaba una pistola bajo la chaqueta.
Al-Saud se despegó de ella, y Matilde no comprendió lo que farfulló al micrófono. Con un rápido vistazo, Eliah había evaluado la situación. El botones se hallaba algo separado de la pequeña multitud; su uniforme lo diferenciaba. Avistó la cabellera oscura de Michael Thorton, que ocupaba la posición más ventajosa para neutralizar la supuesta amenaza.
—Mike, a tus nueve, alerta roja. El botones. Parece que va armado.
Al-Saud vio cómo su socio ubicaba el objetivo y se movía hacia la izquierda, abriéndose paso entre periodistas y asesores, y vio también el instante en que el muchacho introducía la mano bajo la chaqueta desabotonada y sacaba una pistola.
—¡Mike! —vociferó y, en un acto instintivo, desenfundó su Colt M1911 y arrojó a Matilde al suelo, contra la pared.
Su grito acalló los aplausos y provocó extrañeza. Consciente de que Michael no cubriría a tiempo la distancia que lo separaba del atacante, se arriesgó a disparar en medio del gentío. Le dio en la mano y vio cómo se desmoronaba sobre el alfombrado. Un nuevo disparo, que no había salido de la pistola de Al-Saud, retumbó en la sala. Los alaridos se tornaron ensordecedores. La multitud se desbandó, y el salón se convirtió en un pandemónium.
Al-Saud, con la Colt M1911 en alto, corría hacia Moses y Al-Muzara, que contemplaban el desquicio sin atinar a nada, al tiempo que repartía órdenes a los guardias por el micrófono. Sándor y Dingo llegaron primeros al atril y protegieron a Shiloah y a Sabir con sus cuerpos mientras los sacaban de la habitación. La Diana recogió a Matilde del rincón al que la había arrojado Eliah y la acompañó a la suite de la Mercure, en cumplimiento de la orden transmitida por su jefe.
Cerca de la una y media de la tarde, Al-Saud halló un momento para volver a la suite de la Mercure. Abrió la puerta y ahí estaba su Matilde, pálida, pequeña, sentada en el sofá, la cabeza inclinada sobre un cuaderno, con las rodillas pegadas, las pantorrillas juntas, echadas hacia un costado; los diminutos pies, enfundados en las ballerinas negras, descansaban de costado sobre la alfombra. Ahora que lo pensaba, nunca la había visto cruzada de piernas.
Matilde percibió su presencia y giró la cabeza en dirección a la puerta. Apartó el cuaderno y corrió a él, que la recibió en sus brazos. Permanecieron en silencio. Victoire y Thérèse eligieron marchar a la cocina en ese momento. Eliah y Matilde no se veían desde que Al-Saud la arrojó al piso; sólo habían cruzado unas palabras por teléfono. Matilde elevó el rostro y Al-Saud descubrió senderos de lágrimas en sus mejillas; los rastros también se descubrían en las pestañas aglutinadas.
—¿Cómo estás? ¿Cómo están todos?
—Gracias a vos —pronunció Al-Saud—, todos están bien. El tiro que se escapó del arma del atacante hirió a un miembro de Al-Fatah en la pantorrilla. Nada grave. Le extrajeron la bala y se recupera en el hospital.
—¿Qué pasó? ¿Por qué ese botones actuó así?
Al-Saud levantó los hombros y ensayó una mueca de ignorancia. No entraría en detalles con Matilde; la veía demasiado afectada. No quería referirle que el asunto era un maldito embrollo. En medio de la anarquía, el botones había escapado, regando las alfombras con sangre, la que le brotaba de la mano; el sendero se cortó a pocos metros. Aunque enseguida se ordenó sellar el hotel —nadie entraría ni saldría hasta nueva orden—, sus hombres y la policía lo encontraron muerto, no del balazo de la Colt M1911 de Eliah, sino de uno que le había impactado en el ojo derecho; el proyectil le había abierto un boquete en la cabeza, y los sesos se hallaban desparramados en el compartimiento del baño de los empleados varones. Se concluyó que, pese a su mano derecha destrozada, intentaba escapar por el ventanuco, subido al inodoro, cuando le dispararon. Su amigo Edmé de Florian, de la Direction de la Surveillance du Territoire , el servicio de inteligencia doméstico francés, acordaba con él en que, por el daño infligido, debía de tratarse de una bala expansiva, es decir, con la ojiva hueca. La punta se deforma con el disparo y ocasiona un daño severísimo en la víctima.
—Una bala Dum-Dum —opinó Al-Saud— o una THV.
—Lo sabremos cuando balística nos entregue el informe —dijo Edmé de Florian—. Habría perdido la mano —dedujo mientras estudiaba el cadáver.
Los especialistas trabajaban en la escena del crimen. Un agente se acercó con el arma del botones dentro de una bolsa cerrada, y se la entregó a Florian.
—Es una Glock 17 —declaró Al-Saud.
Por radio se le pidió a de Florian que compareciera en el vestuario del personal. Al-Saud lo guió a través de la cocina del hotel, hasta el primer subsuelo. Un policía con guantes de látex se aproximó con un arma.
—Señor, la encontramos en la casilla del botones.
Se trataba de una Beretta 92, una de las pistolas favoritas de Al-Saud.
—Podría ser el arma homicida —manifestó de Florian—. Si es así —especuló—, si de verdad es el arma con la que mataron al botones, el asesino debió dejarla porque no podría salir con ella sin que saltaran las alarmas de los detectores de metales. Lo que me lleva a pensar que el asesino entró en el hotel como Pancho por su casa, y por la puerta principal.
Los expertos trabajaron durante horas antes de clausurar el baño de los empleados varones, lo mismo que el casillero del botones.
—Eliah —dijo Edmé de Florian—, tienes suerte de que hayan caratulado esto como un caso de atentado terrorista. De ese modo, la Direction de la Surveillance du Territoire se hará cargo, y yo podré facilitarte las cosas.
—Gracias, Edmé.
—Dime, ¿qué fue lo que te alertó? ¿Qué te llevó decirle a Mike que el botones podía ir armado?
Al-Saud no mencionaría a Matilde; no la involucraría, menos aún sin saber cómo había llegado a hacerse de una pieza de información tan relevante.
—Se suponía que el botones no debía encontrarse allí. Eso fue lo primero que llamó mi atención. Después noté que llevaba la chaqueta desabrochada. Y su gesto, Edmé, había algo en su mirada que me puso inquieto. Llámalo instinto, no sé.
—¿A quién crees que quería asesinar, al israelita o al palestino?
—Shiloah y Sabir estaban juntos en el atril en ese momento. Imposible saber. Ambos tienen enemigos muy poderosos.
—¿Por qué no a los dos? —sugirió de Florian.
Al-Saud negó con la cabeza y aclaró:
—Los enemigos de Shiloah no son los mismos que los de Sabir. No creo que el Mossad se haya puesto de acuerdo con Hamás para llevar a cabo este doble asesinato.
—¿Qué me dices de enemigos personales, que nada tengan que ver con la política?
Al-Saud pensó en Gérard Moses y en la declaración de Shiloah. “Me odia. Lo sabes, ¿verdad? Me odia . ” No obstante, creía incapaz a Gérard de cruzar ese límite. También pensó en Anuar Al-Muzara.
—Tanto Shiloah como Sabir son personalidades públicas en sus países, amados por algunos, odiados por otros. Es difícil saber.
—Hablaré con ellos.
—Te acompañaré. Están en la suite de Shiloah, custodiados por mis hombres.
De Florian se quedó con sus amigos, y Al-Saud aprovechó para correr a las oficinas de la Mercure. Ansiaba ver a Matilde. Aún le costaba desembarazarse de la sensación de angustia vivida en la sala de convenciones, cuando corría hacia sus amigos, y ella quedaba sola, en el suelo, expuesta a cualquier peligro. En sus años de piloto y de soldado nunca había experimentado esa incertidumbre ni esa agonía.
Al encontrarla serena en el sofá, leyendo su cuaderno de francés, en esa posición tan elegante, con la curva de la cintura y de las piernas marcada por la falda de tartán y con los bucles rubios descansando sobre el tapizado del almohadón, lo invadió un sentimiento de ternura. Él no miraba con ternura a las mujeres que lo excitaban; ni Samara ni Céline ni Natasha, ninguna había despertado esa sensación contradictoria en él. Matilde sí. Con Matilde todo era distinto.
Se sentaron para hablar.
—No sabemos por qué el botones actuó así —admitió Al-Saud—. La policía está investigando. —Le masajeó los hombros—. Matilde, quiero que me cuentes cómo supiste que ese hombre estaba armado. —Ella le relató lo sucedido en el ascensor, y Al-Saud apartó la cara y se mordió el labio—. Dios mío, Matilde, pudo haberte matado.
—Gracias a que vi la pistola pude advertirte para que impidieras que hiriese a quien fuera que quería herir.
—Sí, sí, es verdad, pero no puedo quitarme de la cabeza que estuviste encerrada con ese tipo en el ascensor, que lo tocaste, que viste su arma. —Notó que temblaba y la atrajo hacia él—. Mi amor, no menciones esto a nadie. Yo declaré a la policía que el botones me despertó sospechas y que por eso le pedí a Mike que lo interceptara. No quiero exponerte a un interrogatorio. No quiero que tengas problemas lejos de tu país. —Matilde asintió—. ¿Comiste?
—Sí, con Victoire y Thérèse. Fueron muy amables conmigo.
—Le pediré a Medes que te lleve al instituto.
—¡No! ¡No quiero dejarte solo! Hoy no —añadió con menos ímpetu, intimidada por el gesto de él—. Aunque, ¿qué podría hacer yo, verdad? Ser un estorbo, nada más.
— Jamais! —La emoción lo impulsó a hablar en su lengua—. Jamás —repitió en castellano—. Matilde, Matilde —dijo, y la aplastó contra su pecho, y él, hombre de pocas palabras, más bien parco y receloso, no sabía de qué modo comunicarle que lo emocionaba que se preocupara por su bienestar, que quisiera permanecer sólo por él. Le habló con un beso largo, lento, húmedo, profundo, y se regocijó en la entrega de ella, que se abrió para recibir las caricias de su lengua. Se separaron, y él le pasó las manos oscuras por los antebrazos desnudos y pálidos; ya había notado que no tenía vello, ni siquiera una pelusa rubia; nada. ¿Se depilaría aun los antebrazos?
—Prefiero saber que estás en el instituto, lejos de este lío. Medes te irá a buscar. No creo que yo pueda hacerlo. —No le confesó que, en los próximos días, su vida se convertiría en un caos. La falla en la seguridad resultaba imperdonable, y el error impactaría en las cuentas de la Mercure. Desde la base en la Avenida Elisée Reclus, sus empleados seguían de cerca los informativos del mundo; la mayoría de los medios de comunicación se ocupaba de cubrir el atentado en el George V, sin olvidarse de mencionar que la seguridad estaba a cargo de Mercure S.A. La Avenida George V se había vuelto intransitable a causa de las camionetas de los canales y de las radios que atestaban la entrada del hotel. Además de lidiar con sus clientes y sus socios, Eliah tendría que soportar la ira de su hermano mayor, Shariar.
—Estuviste llorando —afirmó, y con el índice siguió el rastro de la lágrima por la mejilla de Matilde.
—De tristeza. No puedo concebir tanto odio, Eliah. Me rompe el corazón. No pienses que no sé lo que es la rabia, la bronca, la impotencia que provoca la injusticia. Lo sé, lo he experimentado. Pero matar a alguien… Me abruma tanto odio.
—Llorabas y yo no estuve para consolarte.
—Estás ahora —dijo, y le pasó la mano por la mejilla hirsuta, y le apartó el jopo de la frente—. Te miro y, al ver tu nobleza, me siento mejor.
“Yo soy capaz de matar, Matilde. Estas manos que te desean y que te tocan, han matado a mucha gente, no sólo en fuego de combate, sin conocer la cara de mis adversarios, sino que he matado en silencio, mirando a mi víctima a los ojos.”
Ni siquiera durante su entrenamiento para L’Agence , cuando los conducían a las montañas de Brecon, en el invierno galés, y los obligaban a cargar los macutos con piedras y escalar por días en un clima gélido y ventoso, Al-Saud había experimentado el agotamiento después de ese primer día de la convención. En aquella oportunidad, en los Brecon Beacons, sí había caído extenuado, con el cuerpo agarrotado, con hambre y con sed; lo de ese lunes 26 de enero de 1998 era distinto, porque al cansancio se sumaba el desánimo. Ni él ni sus socios se perdonaban haber permitido que un empleado nuevo ingresase en la nómina del George V a días de la reunión por el Estado binacional. Los del Departamento de Recursos Humanos se echaban culpas unos a otros y ninguno admitía quién había dado por buenos los antecedentes de Rani Dar Salem, tal era el supuesto nombre del botones, de nacionalidad egipcia, con permiso para trabajar en Francia. La pelea con Shariar adquirió un matiz desagradable, y Tony y Michael intervinieron para evitar que los hermanos Al-Saud perdieran los papeles. La conferencia de prensa había resultado ríspida, larga y agotadora. Eliah debía admitir que Shiloah había demostrado un gran dominio frente a la catarata de preguntas de los periodistas, y, cuando se puso en tela de juicio la continuidad de la convención, manifestó:
—La convención se reanudará el próximo miércoles. No hemos organizado este evento por la paz en Oriente Próximo para sucumbir al primer escollo. No tenemos miedo. Y seguiremos adelante.
Entre Sabir Al-Muzara y Shiloah Moses habían convencido a los participantes de permanecer en París y continuar con las discusiones por la creación de un único Estado en el territorio del viejo Mandato Británico de Palestina. Antes de que los periodistas se dispersasen, Peter Ramsay tomó el micrófono y expuso las exigencias que deberían cumplir para participar de la convención. La única derivación positiva del atentado era el interés de la prensa; esperaban que el miércoles se triplicase el número de medios presentes, lo mismo que el trabajo de la Mercure; acreditar a tantas personas, en tan corto lapso, implicaría un caos administrativo.
Finalizada la ronda de prensa en una de las salas del hotel, Al-Saud y sus socios se encerraron en las oficinas del octavo piso para organizar y reforzar las medidas de seguridad. Sus hombres de confianza, entre ellos Dingo, La Diana, Sándor y Axel Bermher, fueron convocados para colaborar con el diseño de los nuevos planes. Alrededor de las nueve de la noche decidieron acabar y proseguir a la mañana siguiente.
Le gustaba quedarse en la suite del George V cuando todos habían partido. Apagaba las luces, abría las cortinas y admiraba el jardín interno con la fuente iluminada. En ese primer momento de paz y silencio, su mente repasó los sucesos de la mañana, desde la expresión de Matilde al descubrir a Sabir Al-Muzara hasta el hallazgo del cadáver del botones. Aguzó la vista, procurando asir una imagen que se escabullía en el enjambre de rostros, gritos y confusión vividos durante el ataque en la sala de convenciones. En medio de la agitación, había tenido la impresión de volver a ver un rostro del pasado, uno que no olvidaría; se trató de un instante, un pestañeo, y la cara había desaparecido. Lo había imaginado; tal vez la escena del atentado había revivido otra del año 81, cuando un grupo de cuatro terroristas de la banda alemana Baader-Meinhof intentaron secuestrarlo junto con su madre y su hermana Yasmín. Apoyó las manos en los marcos de la ventana, dejó colgar la cabeza y apretó los párpados para borrar esa vivencia. Respiró hondo y buscó en su mente la sonrisa de Matilde. La llamó por teléfono. Lo atendió Juana y le habló en susurros.
—Mat está durmiendo, papurri. Llegó agotada del instituto. Se dio un baño y se metió en la cama.
—¿No cenó?
—No cenó. No te preocupes. Mañana la obligo a desayunar por partida doble.
La llamada frustrada ahondó su pésimo estado anímico. Deseaba escucharla. Matilde poseía una cualidad intangible que, al igual que la música, calmaba el potro de fuego que ardía en él.
Telefoneó a la base y pidió que le pasaran con Claude Masséna.
—Dime, Masséna, ¿te llegó el listado con los pasajeros del George V?
—Sí, señor. Hace dos horas. Dingo lo trajo.
—Quiero que analices la identidad de cada uno. Lo lamento, pero no podrás ir a tu casa esta noche.
—Ya lo habíamos previsto, señor. Las chicas y yo nos quedaremos. Mañana por la mañana tendremos el reporte.
—¿Cómo siguen los informativos? ¿Qué más han dicho del atentado?
—Nada nuevo, señor. La verdad es que hay mucha confusión porque, a diferencia de otros atentados, aquí no se sabe quién era el blanco, si el señor Moses o el escritor. Se menciona a Hamás y a Hezbolá. También se sugiere que podría ser un ataque perpetrado por sionistas de extrema derecha. Se mencionan nombres como el del rabino Moshé Levinger y los partidos de ultraderecha Kach y Kahane Chai. ¿Sabe qué pasa, señor? Todavía están frescas en la memoria la matanza que perpetró Baruch Goldstein en Hebrón y el asesinato de Yitzhak Rabin.
—Gracias, Masséna. Llámame a la línea segura si llegas a toparte con un dato importante. A cualquier hora. Buenas noches.
Se echó encima el saco, conectó la alarma y caminó hacia la salida. Abrió la puerta y se detuvo de golpe. Frente a él se hallaba Gérard Moses. Se miraron en abierta confusión. Hacía meses que no se comunicaban.
—¡Hermano! —exclamó Eliah.
—Shariar me encontró en la puerta del George V y me facilitó el ingreso —explicó Moses, sin necesidad—. ¿Cómo estás, amigo mío?
Se dieron un abrazo con ruidosas palmadas.
—Pasa, pasa. ¡Qué bueno verte!
Al-Saud cerró con llave y desconectó la alarma. Al volverse, descubrió la mirada de Gérard clavada en él.
—Este lunes tenía que terminar así —expresó Al-Saud—, con una sorpresa más. Aunque ésta es la primera buena sorpresa que recibo en el día. Ven, siéntate.
—Shariar estuvo contándome lo ocurrido esta mañana. Lo siento. Sé que tu empresa estaba a cargo de la seguridad.
Al-Saud le refirió los hechos, y Gérard, quien, por su relación con tantos gobiernos y empresas, conocía la realidad política al dedillo, le expuso sus hipótesis. Como siempre, la conversación con su amigo de la infancia se desenvolvía con naturalidad y fácilmente, y no importaba que pasase el tiempo y que perdieran contacto, cuando se reencontraban, todo volvía a ser como antes.
—Sigues siendo el hombre más brillante que he conocido —confesó Al-Saud, y Gérard ocultó tras una breve sonrisa el júbilo que esas palabras despertaron en él. Sólo vivía para obtener el beneplácito de Eliah Al-Saud, para recibir su abrazo, su sonrisa, sus confesiones.
Cenaron en la sala de reuniones de la Mercure, y Gérard se emocionó cuando Eliah sugirió comer ostras, su plato favorito. “No te olvidas de mí, Caballo de Fuego, ni de mis gustos.” Para celebrar el reencuentro, Al-Saud pidió un Dom Pérignon, del cual bebió un sorbo después de brindar a la salud de su mejor amigo, según manifestó. Gérard bebió el resto, y Al-Saud se preguntó si su condición de porfírico y la medicación lo habilitarían para el exceso. Lo notaba exultante, risueño, distendido. Lo observó mientras le narraba acerca de sus periplos. Aun sin conocerlo, no resultaba difícil adivinar que se trataba de una persona peculiar. La porfiria había dejado sus huellas, por mucho que Berta lo hubiese cuidado. Las cicatrices en las mejillas, en la nariz y en los dedos evidenciaban una imprudente exposición al sol. Las cejas pobladas en exceso, las pestañas tupidas y el hirsutismo en las manos y en los antebrazos —se había arremangado la camisa para comer las ostras— revelaban los esfuerzos del cuerpo para protegerse de la fotofobia; incluso le crecía vello en el puente de la nariz y en los pabellones de las orejas, que Gérard depilaba con cera caliente. Mostraba otras características, como el tinte amarronado de los dientes y la extraña pigmentación de su piel; su orina debía de ser muy oscura. Al-Saud se había informado sobre el tipo de porfiria de Gérard y lo atormentaba que el proceso irreversible de la enfermedad conllevara al deterioro del sistema nervioso autónomo. Su amigo estaba condenado a la insania. Ese pensamiento le causó una profunda tristeza, que se transformó en un escozor en los ojos. Carraspeó y abordó el tema favorito de ambos: los aviones.
Gérard Moses lo escuchaba y lo veneraba en silencio. La mezcla de sangres que corría por las venas de Eliah Al-Saud, la italiana de su madre y la árabe de su padre, había dado como resultado una criatura soberbia, no sólo por su belleza sino por la calidad de su espíritu, indómito, noble, valiente. Ese hombre extraordinario lo consideraba a él su mejor amigo.
Los temas iban hilándose y desembocaban en derroteros impensados. A Gérard le interesaba la vida amorosa de Eliah.
—¿Estás saliendo con alguien? —El investigador privado aseguraba que mantenía un amorío secreto con la famosa modelo publicitaria Céline.
Al-Saud levantó la vista y miró a su amigo a los ojos. No le hablaría de Matilde ni de la felicidad que compartían. Quería a Gérard como a un hermano y con pocos se sentía tan a gusto; no obstante, siempre experimentaba culpa por ser sano y fuerte y libre, y su amigo, prisionero de la oscuridad y, en algunos años, de la locura. Razonó que sería una afrenta confesarle que nunca había sido feliz sino hasta conocer a Matilde. “Como contar dinero frente a los pobres”, habría sentenciado su abuela Antonina.
—Con nadie en especial —fue su respuesta—. Ya sabes, con una, con otra. Desde que murió Samara no he tenido ninguna relación demasiado seria.
—¿La policía averiguó algo más sobre el accidente de Samara? —Al-Saud negó con la cabeza y la mirada baja—. ¿Y la tal Natasha? ¿No volviste a saber de ella?
—Se esfumó en el aire. Nunca más volví a verla. Como a veces haces tú —le reprochó con una sonrisa, que luego se desvaneció—: ¿Por qué haces eso, Gérard? ¿Por qué desapareces por meses? No sabemos nada de ti. He estado llamándote al teléfono que me diste en Bélgica, pero siempre me atiende la contestadora.
Gérard se disponía a dar una contestación cuando un golpeteo en la puerta lo detuvo.
—Debe de ser el servicio, que viene a retirar los platos —conjeturó Al-Saud, y se puso de pie. Gérard lo siguió.
Se trataba de Shiloah Moses y de Sabir Al-Muzara, flanqueados por Dingo y Axel.
—¿No te habías ido a mi casa? —le preguntó Al-Saud a Sabir.
—Estuvimos planeando la reunión del miércoles —interpuso Shiloah.
—Pasen.
Shiloah se quedó congelado bajo el umbral al toparse con su hermano mayor, igualmente afectado por la coincidencia a juzgar por la manera en que abría los ojos.
—¡Gérard! —Shiloah avanzó para abrazarlo. El otro reculó.
—No me toques.
—Por favor, Gérard —medió Al-Saud, y, con un ademán, indicó a sus hombres que aguardasen fuera.
—¿Por favor, Gérard? ¿Por favor, qué? ¿Tengo que soportar a este tipo sólo porque es mi hermano de sangre? Por cierto, su sangre no heredó la peste que me pasó ese hijo de puta de padre que compartimos. Ese malparido y mi hermano siempre me despreciaron y humillaron. No tengo que soportarlo ahora.
—¡Qué dices! —se alteró Shiloah.
—Por favor —intervino Sabir, y levantó los brazos a la altura de los hombros en la actitud de quien intenta detener a dos contrincantes en un ring—. Vamos a hablar como personas civilizadas. De lo contrario, Shiloah y yo nos retiraremos.
Al-Saud se repantigó en el sofá con un suspiro de disgusto, estiró los brazos sobre el respaldo y echó la cabeza hacia atrás. “La cereza del postre”, pensó. El cierre perfecto para un día espantoso: una pelea. Fijó la vista en el cielo raso. Oía los reclamos que se endilgaban los hermanos Moses y las intervenciones de Al-Muzara sin prestar atención. “¡Nuestro padre sólo te ha querido a ti y tú te has aprovechado de eso!” “¡Berta te amaba sólo a ti y yo también era su hijo! Pero ella era para ti y sólo para ti. Y yo jamás me quejé ni me interpuse porque sabía que tú la necesitabas más que yo.” “¡Porque era un enfermo, un fenómeno repugnante de la naturaleza! ¿Verdad?” “¡Estoy harto de que te escondas detrás de tu enfermedad!” “¡Ojalá padecieras tú esta porfiria!”
—¡Basta! —Al-Saud se puso de pie de un salto—. ¡Basta! —Su voz ominosa y el ceño que le endurecía las facciones delataban su hartazgo y su cansancio. Los otros tres lo miraron con azoro. Jamás levantaba el tono ni perdía los estribos—. ¡Esta discusión tiene que acabar! He tenido el peor día en años y no me queda paciencia para soportar una escena patética.
—Dile a este individuo que se marche para proseguir con nuestra conversación.
—Gérard, no pienso decirle a uno de mis mejores amigos que se marche de mi oficina. ¡Es tu hermano, por amor de Dios!
—Mi hermano —repitió, y sonrió con aire sardónico.
—Sí, soy tu hermano menor. Siempre te quise y te admiré. Admiro tu inteligencia, tu mente brillante…
—¡Quieres impresionar a Eliah y a Sabir! Quieres hacerles creer que me quieres cuando siempre he sido objeto de tus burlas y desprecios.
—¡Mientes! ¡Por qué lo haces!
—¡Basta! —Al-Saud se llevó las manos a la cabeza y se aplastó el jopo contra el cráneo—. Gérard, por favor, ¿cómo puedes decir que tu hermano te desprecia? En veinticinco años, jamás he visto que te insultase ni se burlase de ti.
—Le crees a él —declaró Gérard.
—Le creo a lo que veo. Le creo a la realidad. Y la realidad me indica que Shiloah nunca te odió.
—¿Por qué, Eliah? ¿Por qué lo prefieres a él? ¡Tu mejor amigo soy yo!
Al-Saud elevó los ojos al cielo. De pronto, la discusión patética adquiría visos de discusión de niños encaprichados.
—Gracias a mí conociste y aprendiste a amar a los aviones. Yo te enseñé todo lo que sabes…
—Por supuesto, Gérard —lo detuvo Al-Saud—. Sabes que siempre te estaré agradecido por eso, pero ahora no puedo soslayar que tu acusación es injusta.
—¡Qué buen actor eres, Shiloah! —Gérard arrancó su abrigo del respaldo de una silla—. Harás bien en dedicarte a la política en ese paisucho de nazis, racistas y lameculos del Imperialismo. De seguro llegarás a ser primer ministro. —Se volvió para enfrentar a Eliah—. Jamás pensé que me traicionarías de este modo. Has roto mi corazón.
—Por favor, Gérard. ¿Qué dices? ¿Por qué reaccionas así?
—Tú eras mi único amigo, Eliah. Mi único hermano. —“Mi único amor”—. Hoy es un día muy triste para mí.
Dio media vuelta y abandonó la suite. Al levantar la vista, Al-Saud vio los ojos de Shiloah brillantes de lágrimas.
Claude Masséna repasó el listado de pasajeros del George V de los últimos quince días. Un nombre atrajo su atención: Udo Jürkens. “¡Hola, Udo! ¿Otra vez tú rondando a mi querido jefe?” Sus dedos se movieron deprisa sobre el teclado. Ingresó en el sistema de la compañía de alquiler de automóviles Rent-a-Car, y verificó que el coche de patente 454WJ06 continuase en poder de Jürkens. Si éste lo devolvía en alguna de las oficinas de París, Masséna contaría con la posibilidad de interceptarlo. El trámite de devolución solía ser burocrático y tomar un tiempo y, como el sistema procesaba los datos en tiempo real, él podría saber en qué momento estaba aconteciendo. Se trataba de una posibilidad remota que no desaprovecharía. Programaría una alarma para que el sistema le avisase cuando el 454WJ06 estuviese siendo devuelto.
Desde la tarde en que vio a Al-Saud salir del edificio de Zoya, muchas dudas e interrogantes obtuvieron respuesta. Claude sospechaba que Udo Jürkens podía resultar útil en su venganza.
* * *
La gravedad del atentado en la sala de convenciones del George V motivó un nuevo viaje de Ariel Bergman en el tren Thalys de alta velocidad desde la estación Centraal de Ámsterdam a la parisina Gare du Nord . Al igual que la última vez, los katsas Diuna Kimcha y Mila Cibin lo condujeron a las entrañas de la embajada israelí en la calle Rabelais donde se hallaba la oficina del Mossad. Allí se encontraban Greta y Jäel, los bat leveyha —oficiales del Mossad un grado por debajo de un katsa — que, haciéndose pasar por miembros del organismo Paz Ahora, habían presenciado el atentado. Pasaron horas repasando los hechos y conjeturando.
—¿Qué dice nuestro sayan en la Direction de la Surveillance du Territoire ?
—Nada aún —informó Diuna—. Esta mañana recogieron las pruebas y las están analizando. Apenas tenga un dato relevante, se pondrá en contacto con nosotros.
—¿Han revisado el listado de pasajeros del hotel?
—Por fortuna, el George V usa el sistema Primex —explicó Mila—. Pudieron hackearlo sin inconvenientes. Aquí tienes el listado.
Ariel Bergman extendió la hoja y siguió con el índice la lectura rápida de los nombres.
—¿Han estudiado este listado? —se detuvo de pronto.
—Sí —dijo Mila—. Acabo de echarle un vistazo.
—¿No tienes nada para decirme? —El agente lo contempló en abierta confusión—. Aquí figura Udo Jürkens. Según este registro, está alojado en ese hotel. ¿Casualidad?
—No existen las casualidades —replicó Diuna, de acuerdo con una de las máximas que les repetían durante la instrucción en “El Instituto”.
—Algo aquí huele muy mal. Tendremos que hacer una visita al hotel esta noche, aunque desde ahora les digo que Udo Jürkens ya no se encuentra allí. ¿Qué sabemos del automóvil que alquiló?
—No lo ha devuelto aún.
—Atentos, muchachos. Será nuestra única posibilidad de echarle el guante. Y roguemos que lo devuelva en París en lugar de hacerlo en cualquier otra ciudad de la Unión Europea.
—Alertaremos a las centrales de las principales ciudades —aportó Mila, contrito por haber pasado por alto un dato de tanta relevancia.
Elaboraron un informe acerca del atentado para el nuevo director general del Mossad. A continuación y sin mayor preámbulo, Bergman se sirvió de un control remoto para proyectar una filmación y pasar a otro tema.
—Éstos son los traficantes de armas Mohamed Abú Yihad y Rauf Al-Abiyia, el Príncipe de Marbella. Aquí los vemos en el Puerto Banús, al sur de España. El verdadero nombre de Abú Yihad es Aldo Martínez Olazábal, de nacionalidad argentina y con una historia muy interesante. —Les enumeró los hitos de la vida de Aldo—. Antes de ir a prisión en la Argentina, Al-Abiyia no representaba una amenaza. Pero desde hace un tiempo, él y su nuevo socio argentino han estrechado lazos con la gente de Tikrit —aludía a Saddam Hussein y a su entorno— y están recogiendo los dólares a punta de pala. Hace unos días, un informante de Johannesburgo nos dijo que Abú Yihad estaba cerrando un trato para comprar mercurio rojo. —Bergman hablaba de un componente químico empleado para la fabricación de bombas de alta toxicidad radioactiva—. La consigna es clara: Abú Yihad y Al-Abiyia tienen que desaparecer.