CAPÍTULO 13
R
oyBlahetter ocupaba un de las mesas del Soufflot Café apostadas en la vereda, que se hallaba casi en la esquina con la calle Toullier. Allí, medio oculto tras el atril donde se exponían los precios, Roy obtenía una visión perfecta de la entrada del edificio de Matilde. Consultó la hora. Las nueve menos cuarto de la mañana. Era temprano. Permanecería el día entero en esa silla hasta verla salir. No había querido atender sus llamadas telefónicas, y para él se había convertido en una misión imposible abordarla al mediodía, cuando se dirigía al instituto; el chofer que la buscaba se mostraba celoso como un rottweiler. En algún momento, Matilde saldría sola, y él la interceptaría.
Su atención se desvió al magnífico Aston Martin azul que avanzaba por la calle Soufflot y que dobló en la de Toullier. Lo vio detenerse frente al edificio de Matilde. Un mal presentimiento lo impulsó a ponerse de pie. Los vidrios polarizados le impedían distinguir quién iba dentro. La puerta del conductor se abrió y apareció el hijo de puta que lo había humillado en casa de Jean-Paul Trégart el día después de la fiesta. Volvió a su silla y se ocultó tras el atril cuando Al-Saud —así le había dicho Ezequiel que era su apellido— se quitó los anteojos para sol y, mientras los colgaba en el escote en V de su remera blanca, estudiaba el entorno, aun los techos, con la actitud de un vigilante. Sin abandonar el aire alerta, oprimió el timbre del portero eléctrico, cruzó unas palabras y esperó junto a la entrada. Matilde no tardó en presentarse, hermosa, con el cabello suelto, más largo, rubio y esplendente que nunca, enfundada en una campera color manteca que él no le conocía y que le sentaba muy bien. No se dio cuenta de que doblaba la cucharita mientras atestiguaba el beso que su esposa y Al-Saud intercambiaban. Él la desembarazó de la mochila y la obligó a ponerse en puntas de pie al pasarle el brazo por la cintura para acercarla a su boca. Matilde, sujeta a la nuca de Al-Saud, le devolvió el beso con una pasión de la que jamás la habría creído capaz, ahí, en medio de la calle, a la vista de todos. No la reconocía. Al-Saud siguió besándola —comiéndola más bien porque ya no se avistaban los labios de Matilde— hasta que se apartó, agitado, turbado quizá. Después de presenciar ese beso, Blahetter debía admitir que las palabras de Al-Saud, que Matilde le daba libremente lo que a él le había negado, cobraban un matiz de veracidad. “Si no supiera que va armado”, se convenció Roy, “iría y lo molería a golpes”. Matilde y Al-Saud se subieron al Aston Martin y se alejaron en dirección a la calle Cujas.
No contó con tiempo para desmoralizarse. Sintió una ligera presión en la zona del riñón derecho. Giró sobre la silla y se topó con la cara del chofer del profesor Orville Wright a escasos centímetros de la de él.
—Buenos días, doctor Blahetter. Estoy apuntándolo con una pistola calibre cuarenta y cinco. No me obligue a usarla. Póngase de pie y camine conmigo hacia aquella camioneta. —Señaló con el mentón un vehículo estacionado sobre la calle Soufflot—. Imagino que sabe conducir. —Blahetter asintió apenas—. Aquí tiene las llaves.
A medida que se alejaban de París hacia el noroeste por la Autoroute A13 , el cielo se tornaba gris. Matilde casi no prestaba atención al paisaje, mayormente rural, absorta como estaba en lo que Eliah le contaba acerca de Jacques Méchin, a quien había querido como a un abuelo y de quien había heredado la casa de la Avenida Elisée Reclus y la hacienda de Ruán. A pesar de que Al-Saud se mostraba locuaz, ella lo notaba tenso; su mirada se ubicaba con frecuencia en el espejo retrovisor, en especial si un automóvil se aproximaba por la parte trasera, lo que ocasionaba que Al-Saud apretara el acelerador para distanciarse. Matilde alcanzó a ver cuando la aguja trepó hasta los doscientos kilómetros por hora. Le pareció una contradicción no experimentar miedo; se sentía segura con él.
La conversación acerca de Méchin derivó en el verdadero abuelo de Eliah, amigo de Méchin y fundador del reino de Arabia Saudí, Abdul Aziz Al-Saud, y en su vida de novela. Eliah también le habló acerca de la realidad del Islam en el país de Kamal.
—La familia de mi padre pertenece a una secta sunita llamada wahabita . La fundó Mohamed ibn Abd-al-Wahab; de ahí que se llame así. Es la más estricta del Islam, hasta la danza y el canto están prohibidos.
—Es extraño que te hayan puesto el nombre de un profeta judío siendo hijo de un príncipe wahabita —comentó Matilde.
—A mi madre le gustaba mucho, ella lo quería para mí, y mi padre, que siempre le da gusto en todo, la dejó salirse con la suya. Mi abuela Fadila nunca se lo perdonó. De hecho, ella siempre me llamó por mi segundo nombre, Aymán. Significa afortunado.
—Aymán —repitió Matilde—. Qué lindo nombre. Y qué lindo significado.
—Y a vos, ¿por qué te llamaron Matilde?
—Porque nací un 14 de marzo, día de Santa Matilde. Mi nombre es de origen alemán y significa fuerza o ejército. Nada menos apropiado para mí, ¿no te parece?, que siempre fui tan baja y menuda.
Al-Saud giró la cabeza para mirarla de un modo enigmático.
—Tal vez se refiere al temperamento —razonó—. Estoy convencido de que vos te levantás con la fuerza de un ejército cuando algo te molesta.
Un silencio incómodo invadió el habitáculo y la canción Alfa de Vangelis cobró preeminencia. Matilde era consciente de que Al-Saud se refería a la noche en que lo había echado de la calle Toullier. No tocaban ese tema, y su viaje al Congo pendía como la espada de Damocles. Pasados unos minutos, Matilde se atrevió a hablar.
—Tu papá está muy enamorado de tu mamá, ¿verdad?
—Mi viejo renunció al reino de Arabia Saudí para tener a mi madre.
—¿Tu papá iba a ser rey de Arabia Saudí? —Eliah asintió—. Es increíble.
—No habría podido casarse con mi madre si aceptaba el trono. Ella, para los saudíes, es una infiel. ¿Por qué me preguntás?
—Tuve la impresión de que tus padres se quieren de un modo especial la noche en que lo conocí a él, en casa de Sofía. Se miraban de una manera que… me emocionaba.
Al-Saud salió de la ruta y tomó por una más angosta y solitaria, flanqueada por un espeso bosque. Al cabo de unos minutos, dobló a la derecha y se adentró por un camino de tierra oscurecido por la fronda de los árboles, que terminó frente a un antiguo portón de hierro forjado coronado por un letrero metálico que rezaba: Haras Al-Saud. Élevage de Chevaux Frisons . Apuntó con un pequeño dispositivo al portón, que se abrió para franquearles el paso.
—Leeme el cartel, Eliah. —Al-Saud la complació—. ¿Qué quiere decir?
—Caballerizas Al-Saud. Cría de caballos frisones.
—¿Cuáles son los caballos frisones?
— Les plus beaux chevaux au monde, mon amour .
La casa principal se erigía en un predio de cuidados jardines y circundada por casas menores de sólida construcción y de cuidado aspecto, si bien más antiguo que el de la principal. Al-Saud le informó que en una vivía el administrador, Takumi Kaito, y en las demás se distribuían los dos veterinarios y el resto de los empleados. La zona bullía de actividad, que se detuvo por un momento cuando apareció el Aston Martin. Al-Saud estacionó sobre un camino de ripio que conducía hasta la escalinata de ingreso a la casa grande. Junto a la puerta de dos hojas, se hallaban el administrador —Matilde no tuvo dificultad en identificarlo dadas sus marcadas facciones japonesas— y una señora regordeta, ataviada con un pañuelo en la cabeza y un delantal floreado, cuya sonrisa ayudó a Matilde a relajarse.
Takumi Kaito observaba a Eliah mientras éste bajaba el equipaje y cruzaba unas palabras con la muchacha que lo acompañaba. Su gesto imperturbable disfrazaba el estallido de emociones que significaba para el japonés la visita de quien él consideraba su hijo. Nunca olvidaría los comienzos de su relación, cuando Eliah contaba con trece años, una mente brillante y un espíritu ávido, inquieto e incomprendido. El príncipe Kamal lo había contratado como guardaespaldas personal de su tercer hijo, tarea que compartía con otro profesional, un rumano, ex miembro de la Legión Extranjera. Luego de estudiarlo sin arrogancia, pero abierta y concienzudamente, Eliah pidió a su padre unas palabras en privado, y, aunque cerraron la puerta de la habitación contigua, Takumi captó el intercambio. “Yo podría derribar a ese japonés con un dedo, papá.” “Tú no alcanzarías a poner tu dedo sobre ese hombre que ya estarías rogando por aire”, fue la respuesta del príncipe saudí. “Lamento que tengas tan poco juicio para dejarte llevar por las apariencias. Es cierto que el señor Kaito es de baja estatura y contextura pequeña, pero ese hombre, nieto de uno de los últimos samurais , es experto en varias artes marciales y lo he visto derribar a hombres de mi contextura con dos o tres movimientos.” Durante meses, su protegido le dispensó un trato distante; en realidad, se mostraba reservado y poco afectuoso con la mayoría de las personas, excepto con su madre, la señora Francesca, y con su hermana Yasmín; sin embargo, Kaito percibía que a él no sólo lo trataba con circunspección sino que no le tenía confianza; por otra parte, sabía que a su protegido, un Caballo de Fuego, la falta de libertad de movimiento lo fastidiaba como pocas cosas, y la presencia de un guardaespaldas lo limitaba.
Un sábado por la mañana de mayo del 81, la señora Francesca le pidió que aprestase uno de los automóviles; ella y sus dos hijos menores, Eliah y Yasmín, saldrían de compras. Apenas entraron en el calle Saint-Honoré, dos vehículos los encerraron, uno por detrás y otro por delante, y Takumi Kaito se vio obligado a frenar. Cuatro hombres, armados con fusiles MP5 y con rostros grotescos debido a las medias que cubrían sus cabezas, rodearon el automóvil de los Al-Saud y les vociferaron en un francés de pésima pronunciación que descendieran; acompañaban sus gritos con golpes en el techo del vehículo. La niña Yasmín, abrazada a la cintura de la señora Francesca, escondía la cara en su regazo y le impedía cumplir con la orden de los secuestradores. El joven Eliah permanecía estático en el asiento, sólo sus ojos verdes se movían para acompañar a la figura de quien parecía llevar la voz cantante de la banda. Los secuestradores comenzaban a perder la paciencia. La operación, a plena luz del día y en una calle transitada, no debía tomar más de unos segundos, ni siquiera alcanzar el minuto. Uno arrancó a Kaito del lugar del conductor y lo arrojó sobre el asfalto, en tanto el jefe intentaba desasir a la niña de la cintura de la madre. Todo era alaridos y llanto. Yasmín, en un ataque de histeria, se volvió contra el hombre e, intentando arañarle la cara, le rompió la media, que se abrió para dejar al descubierto el rostro del delincuente. Eliah, que desde muy chico estudiaba alemán, comprendió los insultos del atacante. Lo seguía con la mirada en una especie de estado de fascinación y estupor, mientras le estudiaba las peculiares facciones. Takumi Kaito aprovechó ese momento de confusión para deshacerse de quienes lo apuntaban. Los quejidos de los secuestradores desviaron la atención de Eliah hacia el japonés. Sus brazos se agitaban como aspas a una velocidad que los tornaba casi invisibles, apenas destellos de color en el aire. Kaito se ocupó del tercero, y el crujido del húmero al quebrarse le provocó a Eliah una náusea. El jefe de la banda, sin media y alterado, intentó vaciar el cargador de su MP5 en el cuerpo del japonés. Resultó difícil comprender de qué modo el hombre terminó con la culata del fusil enterrada en el vientre. Sin aire, se arrastró hacia uno de los vehículos y, con las puertas abiertas, hizo chirriar las gomas al huir por el bulevar.
Eliah se vio abrazado por su madre y por su hermana, que lloraban, temblaban y gimoteaban, una en castellano, la otra en francés. Kaito puso en marcha el automóvil y regresó a la mansión de la Avenida Foch. Los días siguientes transcurrieron de modo confuso para Eliah. No iba al colegio, no le permitían salir a la calle ni ver a sus amigos. El desfile de policías, inspectores, políticos, embajadores y demás funcionarios nunca acababa. En medio de la revolución causada por el ataque, nadie reparaba en la actitud de Eliah, que se retraía y se ensimismaba cada día más. Takumi Kaito lo observaba.
Lo encontró un día en el altillo, llorando. Respetó el afán del adolescente por disimular ese momento de debilidad. Su inacción ante el peligro corrido por las mujeres de su familia lo había humillado; seguía humillándolo cada vez que la policía o los agentes de la Direction de la Surveillance du Territoire lo interrogaban, y él debía admitir que había permanecido impávido.
—Este sitio —habló Kaito— sería un magnífico dojo.
—¿Qué es un dojo? —preguntó el joven Al-Saud, y se puso colorado porque la voz se le afinó.
—Es una especie de gimnasio donde se aprenden artes marciales. —Kaito estudió el altillo y evaluó las condiciones—. Sí, definitivamente sería un buen dojo. ¿Te gustaría aprender a luchar como me viste hacerlo cuando intentaron secuestrarlos? —Mencionó aquel día a propósito, usó las fatídicas palabras sin pudor—. Creo que tienes condiciones para la lucha.
—¿Cómo sabe? —desconfió Eliah.
—Porque te he visto practicar deportes en tu colegio. Te mueves con soltura, estás en armonía con tu cuerpo. Te sientes cómodo con él.
Las palabras se revelaron como incomprensibles. Eliah no sabía de qué le hablaba el japonés, como si su cuerpo y él fueran dos entidades separadas.
—No le entregaría a cualquiera mi conocimiento, Eliah.
El joven Al-Saud levantó la vista y la clavó en su guardaespaldas. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre.
—Se puede matar fácilmente con lo que yo sé. Y no se trata de eso. Pero tú posees el equilibrio y el control que se requieren para discernir cuándo convertirte en un arma para matar. Si yo te enseño, Eliah, nadie, nunca, podrá hacerte daño.
—No supe qué hacer cuando esos hombres querían llevarse a mi madre y a mi hermana. Me comporté como un cobarde.
—¿Un Caballo de Fuego, un cobarde? El Caballo de Fuego no conoce el miedo. No es un mérito. Sencillamente nace sin ese sentimiento. ¿Acaso tuviste miedo el día del secuestro? Lo dudo. Simplemente te limitaste a observar. Nadie como el Caballo de Fuego para conservar la calma frente a las catástrofes. A veces resultan inhumanos.
—¿De qué está hablando? —articuló Eliah.
—Hablo de ti. Tú, por haber nacido el 7 de febrero de 1967, eres un Caballo de Fuego en el Zodíaco Chino. —La sonrisa socarrona de Al-Saud no ofendió a Kaito—. Tampoco creíste en mí cuando tu padre me contrató. Dijiste que podrías derribarme con un dedo, ¿no es así? —Las mejillas imberbes de Eliah volvieron a teñirse de rojo—. Así que no dudes cuando te digo que tu espíritu es el de un Caballo de Fuego.
—Está bien —claudicó, luego de un silencio—, quiero que me enseñe a pelear como lo hizo aquel día.
—Lo haré, Eliah, pero a mi lado no sólo aprenderás a pelear sino a respetar todo cuanto te rodea, desde la criatura más pequeña a la más grande. Porque cada elemento forma parte de un todo, nada está puesto al azar. No sólo seré tu entrenador sino que me convertiré en tu maestro. Por eso me llamarás maestro Takumi. Me llamarás Takumi sensei . Dilo.
—Takumi sensei .
—Takumi sensei —dijo Al-Saud, y ejecutó una reverencia. Después se fundieron en un abrazo—. Bonjour, Laurette —saludó a continuación.
Matilde creyó que la mujer se echaría a llorar. Emocionada, envolvió a Al-Saud con sus brazos rechonchos y le soltó una retahíla de palabras indescifrables para ella; el acento de la Haute-Normandie sonaba más confuso que el parisino. Si bien Al-Saud le permitió que lo abrazase, Matilde intuyó que las muestras de afecto lo incomodaban.
— Sensei , Laurette, ella es Matilde, mi mujer.
Laurette profirió una exclamación, abrazó a Matilde y de nuevo habló rápido y mucho. Matilde, sonrojada y turbada por el modo en que Al-Saud la había presentado, se inclinó de manera autómata ante el japonés y después se sintió ridícula. Entraron en la casa. Laurette parloteaba a Matilde. Al-Saud traducía, y no importaba cuántas veces le explicara que el francés de Matilde era limitado; la mujer seguía soltando parrafadas incomprensibles. Hasta que Kaito le habló de manera enérgica y por lo bajo en japonés, y Laurette se calló, sin perder la sonrisa.
La casa estaba construida en piedra blanca y madera. Atravesaron el vestíbulo y descendieron tres escalones para acceder a la sala de grandes dimensiones. Matilde enseguida cayó presa del encanto de ese sitio, con un hogar donde crepitaban dos leños, un sillón de varios cuerpos y otros individuales forrados en gamuza marrón, almohadones por doquier y una alfombra enorme que cubría el parquet. Cerca de las contraventanas que daban al jardín trasero, se encontraba la larga mesa de roble con una frutera colmada de manzanas, naranjas y bananas.
La escalera se hallaba en un extremo de la estancia y conducía a un balcón interno, que colgaba sobre la sala. Matilde se preguntó cómo vería desde arriba y se dispuso a subir. El celular de Al-Saud sonó, y éste consultó la pantalla antes de contestar.
—Tengo que atender esta llamada —le dijo, y Matilde asintió.
Lo vio cruzar la sala, entrar en una habitación y cerrar la puerta tras él. Kaito le sonrió y, con una seña, le indicó que subiese. Laurette y el japonés cargaban el equipaje.
—Habrá nieve esta noche —informó Takumi, y Matilde comprendió su francés pausado—. La casa tiene un excelente sistema de calefacción, señorita.
— Monsieur Kaito, por favor, llámeme Matilde y tutéeme. Para mí será un placer.
—Lo mismo tú, Matilde.
Avanzaron por el balcón. Matilde se detuvo y contempló la sala a sus pies; desde esa posición descubrió, a metros del hogar, un mueble que albergaba el equipo de música y cientos de discos compactos. Sonrió. La afición de Eliah por la música comenzaba a cambiar su propia relación con ese arte. Reanudó la marcha. En la parte superior, según le explicó Kaito, se hallaban las cuatro habitaciones y el gimnasio.
—Ésta es la habitación de Eliah.
—Es muy acogedora. ¡Qué hermosas flores! —exclamó, y se acercó a la cómoda para olerlas; las había en varios colores (violeta, blancas, fucsias, azules) y crecían en racimo—. ¡Ah, qué exquisito perfume! ¿Qué flor es? No la conozco.
— Jacinthe —se apresuró a contestar Laurette, y le explicó que se trataba de una rareza para esa época del año; ella las cultivaba en el invernadero.
—Laurette, dejemos a Matilde para que se refresque y se ponga cómoda. En media hora serviremos el almuerzo. Aquí está el baño.
—Gracias, Takumi. Gracias, Laurette. —Matilde les sonrió. Se sentía muy bien.
Al-Saud cerró la puerta del estudio para responder la llamada.
—Dime, Tony.
—Estoy en lo de Lefortovo —apodó a Vladimir Chevrikov con su nom de guerre —. Tenemos listo el material.
—¿Qué puedes adelantarme?
—Es mucho mejor de lo que esperábamos. Está todo. Ha fotografiado el laboratorio, las sustancias, a los empleados manipulándolas, informes, documentación con las cantidades, el origen, los embarques. En fin, una bomba. ¿Quieres que contacte al periodista para empezar con la ejecución del plan?
—No. Aguardaremos. Prefiero contar con la otra prueba antes de contactar al holandés.
—¿Quieres que yo me ocupe? ¿O Mike?
Al-Saud meditó la sensatez de enfrentarse con Roy Blahetter. Se preguntó si se dominaría o sucumbiría al deseo de molerlo a golpes.
—Descuida, Tony. Yo me haré cargo. Manténganme al tanto, a cualquier hora.
Al-Saud regresó a la sala. La voz de Laurette provenía de la cocina; hablaba de Matilde —qué menudita, pero qué bonita; ¿cuántos años tendría? Ella le daba veinte; ¿no era un poco joven para Eliah? Debía de ser una buena persona; alguien que reconocía la belleza de sus jacintos, no podía ser mala—. Al-Saud agitó la cabeza y sonrió. Corrió escaleras arriba. Entró en su habitación y la ubicó en la terraza. Ella se había puesto la campera y salido a admirar el paisaje. El viento le agitaba el pelo. ¡Qué hermosa imagen componía! La sintió sobresaltarse cuando la envolvió con sus brazos por detrás, y la apretó contra su pecho para reconfortarla. Guardaron silencio. Desde allí se distinguían las caballerizas, dos construcciones paralelas, más largas que anchas, con paredes blanqueadas y techos a dos aguas con tejas españolas.
—¿Te gusta montar?
—Me encanta. Pero hace años que no subo a un caballo.
—¿Sabés montar?
—De chica tenía un instructor. Y cuando íbamos al campo de mis abuelos, costaba bajarme del caballo. Sólo quería montar y montar. Pero después perdimos el campo y los caballos, y ya no volví a hacerlo.
Al-Saud quería saber todo acerca de ella, no sólo porque anhelaba conocerla en profundidad sino por aquello que Juana había mencionado, que Matilde le contaría sus pesares si él se ganaba su confianza.
—¿Qué pasó con el campo? ¿Por qué lo perdieron?
Pensó que no le contestaría hasta que la oyó suspirar.
—Lo perdimos todo. El campo, los caballos, la mansión de la familia, las joyas, los cuadros, los autos, todo, todo. —Se giró en su abrazo y apoyó la mejilla sobre la campera de gamuza de él—. Mi papá estafó a mucha gente. Era dueño de un banco y, cuando quebró, dejó a muchos sin nada. Nos llamaban por teléfono para insultarnos, nos agredían en la puerta de casa. Los abogados se lo pasaban encerrados con mi papá y mis abuelos en el estudio. Estaban tan preocupados. Mi papá tomaba desde muy temprano. Mi mamá lloraba en su cuarto. Mi abuela Celia acusaba a mi papá de todas las desgracias del mundo. Una vez vinieron a embargar la casa y lo que había dentro. ¡Fue tan desagradable! —La voz le falló.
—Shhh. Basta. No me cuentes más —le dijo, y ajustó sus brazos en torno a ella para insuflarle su energía, su fuerza.
Matilde elevó la cara, y Al-Saud, impresionado por esos ojos enormes colmados de lágrimas, sintió un tironeo en la garganta.
—Matilde —imploró, y ocultó el rostro en su cuello—. Matilde. Amor mío. Matilde.
—Una mañana —prosiguió ella—, mi papá vino a mi habitación y me dijo que saldría por unas horas pero que volvería para llevarme a la fiesta de cumpleaños de Juana. Yo me puse muy contenta porque, por una vez, estaba sobrio, bien vestido, hasta perfumado. Me abrazó y me besó y me dijo que me quería con todo su corazón. Yo no le dije nada porque no podía hablar. ¡Cómo me arrepentí! Tendría que haberle dicho: “¡Yo te quiero mucho, papi!”. En cambio, no le dije nada. Y ya no volvió más. Esa mañana se presentó en el juzgado a declarar y lo metieron preso.
Al-Saud no esperaba una confesión de ese tenor. No sabía que el hermano de su tía Sofía había terminado en la cárcel por estafador.
Matilde elevó el mentón y lo enfrentó con una mirada decidida.
—Estuvo preso cinco años. Como no había dinero para nada, no se pudo pagar para que él se alojara en el sector VIP, así que debía pasar el tiempo con los delincuentes comunes, con gente de lo peor. ¡No quiero pensar lo que habrá padecido!
—¡No pienses en eso! Seguramente tu padre habrá sabido darse su lugar. —“¡Qué comentario tan estúpido!”, se lamentó, superado por la impotencia.
Matilde sacudió la cabeza.
—No sé, Eliah, no sé. Yo siempre lo veía muy abatido.
—¿Ibas a visitarlo?
—Era la única de mi familia que iba a visitarlo, además de mi abuelo Esteban. Pero mi abuelo murió (de pena, creo) al poco tiempo. Así que sólo lo visitaba yo. Juana y Ezequiel me acompañaban. Nos llevaba el papá de Juana. Ellos eran mi familia. Ellos siempre fueron mi familia. —De pronto, Matilde ganó compostura—. Eliah, no juzgues con dureza a mi papá. Él no es una mala persona. Se equivocó, estaba confundido, perdido, pero yo sé que no lo hizo con mala intención ni a propósito. ¡Te lo juro!
—Lo sé, lo sé.
—¡Yo lo quiero tanto! No sé por qué. En realidad, no fue un buen padre. Era alcohólico, se llevaba pésimamente con mi mamá, tenía amantes, nunca estaba en casa. Pero lo quiero, Eliah. Quizá porque sé que él me ama con todo su corazón, como me dijo aquel día en que… —Matilde rompió en un llanto abierto, y Al-Saud lamentó haber removido tanto dolor. La sostuvo, absorbió sus espasmos, la meció en sus brazos y le besó la cabeza. Entre beso y beso, le susurraba: “Matilde, mon amour, ne pleures pas, je t’en prie. Je suis désolé. Ne pleures pas, s’il te plaît” . Minutos más tarde percibió que el cuerpo de ella se aquietaba. Le acunó el rostro con las manos y le pidió que lo mirara.
—Sólo por haber dado vida a una criatura tan magnífica como vos, tu padre se merece todo mi respeto.
—Gracias —dijo, con voz trémula y la visión nublada.
El almuerzo con el matrimonio Kaito —Matilde se sorprendió al enterarse de que Takumi y Laurette eran esposos— ayudó a disipar los vestigios de tristeza en que los sumió la revelación en la terraza. Matilde llevaba un traje de amazona, propiedad de Yasmín, que le iba un poco grande, lo mismo que las botas, las cuales Eliah rellenó con algodón.
—¿Cuánto calzás? —se sorprendió de rodillas frente a ella, con el pie de Matilde en la mano.
—Treinta y cinco.
—Es el pie adulto más pequeño que he visto en mi vida. —Lo besó en el empeine, en cada dedo, y empezaba el ascenso por la pantorrilla desnuda cuando Laurette les anunció, desde la planta baja, que el almuerzo estaba servido.
—Es sólo por esta comida —se excusó Al-Saud—. Los demás días estaremos completamente solos, te lo prometo.
Se miraron. Matilde aún tenía los párpados y la nariz enrojecidos por el llanto. Los ojos de Al-Saud vagaron hasta su boca en forma de corazón, con la tonalidad de una cereza al marrasquino. No guardaba en su memoria la imagen de otros labios tan preciosos. Le pasó la mano por la mejilla, y ella descansó el rostro en su concavidad.
—Perdoname por haber hecho que te pusieses triste. Sólo quiero que seas feliz.
—Eliah, nadie me ha hecho más feliz que vos.
Él le habría preguntado: “¿Por qué, Matilde? ¿Por qué te hago feliz? ¿Porque soy tu sanador? ¿Porque te enseñé a hacer el amor? ¿Me amás, Matilde?”. Como de costumbre, calló.
Durante el almuerzo, Laurette habló por todos. Poco a poco, Matilde se acostumbraba a su acento. Advirtió que Takumi Kaito la observaba y deseó que Al-Saud quitase la mano de su entrepierna porque estaba segura de que el japonés se daba cuenta de la metamorfosis de su gesto.
—¿Cuántos años tienes, Matilde? —se interesó Laurette.
Al-Saud sonrió con presunción. Había estado preguntándose cuánto soportaría la mujer sin averiguar el dato.
—El próximo 14 de marzo cumplo veintisiete.
—¡Veintisiete! —se pasmó Laurette—. No te daba veinte.
—Cuando se hace dos trenzas —citó Eliah a Juana—, parece de quince. Y no sólo te sorprenderás por su edad, Laurette, sino cuando te diga que Matilde es une chirurgienne pédiatrique .
Matilde percibió el orgullo de él, y esa emoción se mezcló con la de escucharlo pronunciar el nombre de su profesión en francés. Deseaba pedirle: “Una vez más, Eliah. Decí ‘cirujana pediátrica’ en francés una vez más”. La fonética de la palabra cirujana le resultaba inarticulable.
—Naciste en 1971 —expresó Takumi Kaito, y Matilde asintió—. Sos Chancho de Metal.
Como Matilde creyó haber entendido mal, giró para solicitar la asistencia de Al-Saud.
—Chancho de Metal —dijo éste en castellano, y prosiguió en francés—: Takumi sensei es experto en el Zodíaco Chino. Tú, por haber nacido en 1971, eres Chancho y tu elemento es el metal.
Matilde rió. Pese a no darle importancia al zodíaco, sabía que en el solar era Piscis. Alguien le había dicho que los piscianos eran compasivos.
—En mi país, en Japón, dirían que eres un Jabalí, pero es lo mismo.
—No sabía que era un Chancho. No es muy lindo ser un Chancho, ¿no?
—Sin duda los Chanchos son las personas más bellas y buenas del planeta —manifestó Takumi, y Matilde abandonó el talante risueño al advertir la circunspección con la que el japonés abordaba el tema—. Son de ese tipo de gente con la cual todos los otros animales del zodíaco se llevan bien, aunque el Chancho tiene sus preferencias. Es afortunado quien se gana su confianza y su amistad, porque tendrá un amigo fiel para toda la vida. El Chancho se caracteriza por su paciencia. Siempre te hará sentir cómodo. Su presencia es luminosa, tanto que, cuando falta, se nota su ausencia, y en ese momento adviertes cuán dependiente eres de él.
“¡Dios mío!”, exclamó Al-Saud para sí. Takumi describía a Matilde y lo que a él le inspiraba con exactitud.
—De tan buenos que son —continuó Kaito—, son fácilmente engañados. Su credulidad es casi tan grande como su corazón.
A ese punto, Eliah tomó a Matilde por la muñeca y la obligó a abandonar la silla para sentarla sobre sus piernas.
—Siempre tendré que protegerte de los que quieran engañarte, mi amor.
—Tendrás que hacerlo, hijo —acordó Kaito—. Los Chanchos simplemente no saben decir que no.
—¡Eres un peligro! —simuló espantarse Al-Saud, y la besó en la mejilla, raspándola con su barba incipiente.
—Pero no creas, Eliah, que estás lidiando con una criatura fácil. Los Chanchos tienen una personalidad muy definida. Son tenaces por naturaleza. Cuando se proponen un objetivo, no se detendrán hasta lograrlo. Son muy buenos estudiantes. En realidad, son buenos en todo lo que emprenden porque nada los desvía del camino que los conduce a la meta. Aunque detestan la violencia y las discusiones, no se debe provocar jamás a un Chancho porque reaccionan de manera intempestiva. Como es infrecuente verlos enojados, su estallido siempre toma por sorpresa y asusta. En cuanto al Chancho de Metal, es el más intenso y apasionado de todos. —Takumi, que hasta ese momento había mirado a Matilde a los ojos, desvió la vista hacia Al-Saud—. No podrías haber elegido mejor persona, Eliah.
—Lo sé, sensei . No me siento digno de ella —admitió en japonés.
—¿Qué dijiste? —se interesó Matilde.
—Que sos tan hermosa como testaruda.
Matilde ensayó una mueca de incredulidad y se volvió hacia Takumi.
—Takumi, ¿qué es Eliah en el Zodíaco Chino? —Ante la expresión del japonés, que inspiró profundamente, levantó las cejas y apoyó las manos sobre la mesa, Matilde dijo—: No me asustes, Takumi. ¿Qué es?
—Es un Caballo de Fuego. En China, evitan su nacimiento.
—¡Gracias por tu ayuda, sensei ! Es invaluable para mí, pero mejor ya no digas nada.
—Déjalo hablar —interpuso Matilde—. Cuéntame, Takumi. Me interesa saber por qué evitan su nacimiento.
—El último año del Caballo de Fuego fue 1966. Ese año, la tasa de natalidad de China experimentó una estrepitosa caída y, como nunca, se practicaron abortos.
—¿De veras?
—Así es. Los chinos consideran que el Caballo de Fuego es portador de desgracias.
Matilde miró a Eliah y, al descubrir sus ojos cargados de congoja, lo tomó por las mejillas y lo besó en los labios. Le aseguró en castellano:
—Vos sos una bendición en mi vida, no una desgracia. Nunca olvides eso.
La sonrisa de Al-Saud afectó a Takumi Kaito. Lo que fuese que la muchacha le hubiese dicho había traspasado las capas endurecidas de su pupilo para acariciar su sustrato más íntimo, ese blando, generoso, sentimental y sensible que él sabía que existía, pero que rara vez se manifestaba. Matilde accedía a esa esencia con una facilidad de la cual ella no era consciente quizá porque desconocía con qué tipo de hombre lidiaba. Kaito comenzaba a avizorar el inmenso amor que su pupilo le profesaba. Los había sorprendido al presentarla como ma femme (mi mujer); sin embargo, era en ese momento en que Kaito asimilaba la contundencia de ese “ ma femme ”, de esa sonrisa, del modo en que la observaba y de esa necesidad por tenerla cerca, de esa urgencia en el contacto de su piel con la de ella. En ocasiones se había preguntado si Eliah sería capaz de amar plena y profundamente a una mujer. Si bien había querido, y mucho, a Samara, se había tratado de un amor inmaduro que murió antes de florecer. Y Takumi dudaba de que hubiese llegado a florecer. Samara, insegura y temerosa, se habría convertido en un ancla para Eliah.
—Debes saber, Matilde, que si pretendes conservar a un Caballo a tu lado, y sobre todo al de Fuego, jamás , nunca debes atacar su libertad. Bríndale tanto espacio como él necesite, porque no hay nada que el Caballo aprecie más que ser libre. En general, los Caballos son populares y atractivos. Donde sea que entren, captan la atención.
—Ya lo creo —acordó Matilde.
—Son egocéntricos y usan su magnetismo para conseguir de los demás lo que desean.
—Estás pintando un cuadro estupendo, sensei —se quejó Al-Saud.
—Su generosidad no conoce límite y son descuidados con el dinero.
—Tú tendrás que ocuparte de las cuentas, mi amor —le susurró Eliah, y Matilde fingió no prestar atención y continuó con la vista fija en el japonés. ¿Qué significaba ese comentario? ¿Que ella existía en el futuro de él? No se atrevía a preguntar porque, de hecho, no había futuro. Además, como manifestaba Kaito, un Caballo de Fuego amaba su libertad.
—El Caballo es un viajero incansable. Ningún sitio es su sitio. Todos lo son.
“Desde que tú estás en París, Matilde, ése es mi sitio.”
—Como en general es un animal brillante y de aguda inteligencia, se vuelve impaciente con aquellos que no lo son y se muestra poco compasivo, aun cruel. No admite los consejos ni las órdenes. Rara vez puede trabajar con un jefe. No conoce el miedo ni los límites. Carece de redes de contención y se lanza a la conquista de lo que desea con un empeño similar al de un Chancho. Es capaz de encarar diez proyectos al mismo tiempo. Es trabajador e industrioso; detesta la vagancia. Ahora bien, una vez logrado su objetivo, enseguida se aburre. La rutina lo agobia, lo espanta. Cada día del Caballo debe ser distinto del anterior. Sin embargo —se produjo una inflexión en su voz—, cuando encuentran su alma gemela, el corazón errabundo del Caballo se muestra más que deseoso por asentarse y hallar un poco de paz.
—¡Guau! —Matilde había escuchado a Kaito en un estado de perplejidad y arrobamiento; salvo algunas palabras, había captado la idea—. ¿Así eres tú, Eliah?
—Hasta hace unas semanas, sí —admitió, mientras quitaba a Matilde de sus piernas para ponerse de pie—. Ha llegado a su fin la sesión de Zodíaco Chino. Tengo necesidad de descargar un poco de energía. Vamos por los caballos. Ansío montar. Gracias, Laurette, por este magnífico almuerzo. Y gracias, querido sensei , por espantar a mi mujer.
Todos rieron, aun el propio Al-Saud al percibir la alegría de Matilde. “Lo más importante”, pensó, “es que ha olvidado lo que me contó acerca de su padre”. En el trayecto hacia las caballerizas, comentó:
—Hoy Takumi sensei ha estado particularmente conversador. Eso es porque le caíste bien. En general, es un hombre retraído, no abstraído, pero sí silencioso, que escucha y observa. Es de poco hablar.
—A mí también me cayó muy bien Takumi. Laurette también, aunque le entiendo poco cuando habla. Querés mucho a Takumi, ¿no?
—Sí. Lo conozco desde los trece años. En cierta forma, él es mi mentor y mi maestro. Él es quien me enseñó a conocerme y a aceptarme.
—Me doy cuenta, después de lo que Takumi dijo acerca de los Chanchos, que nunca me preocupé por conocerme. Tal vez porque siempre intenté agradar a los demás y me dediqué a aparentar una personalidad que se amoldase a los deseos de mis padres, de mis abuelos, de mis hermanas… Pero con la libertad que vos me regalaste, empecé a tener conciencia de quién y de cómo soy.
—Sos una inmensidad de mujer y de persona, Matilde. Me parece que no sos consciente de eso. Bonjour, Jean-Louis!
A pasos del portón de las caballerizas, les salió al encuentro un hombre joven cubierto por un guardapolvo blanco. Al-Saud lo presentó como Jean-Louis Manais, jefe de los veterinarios. Matilde enseguida apreció la pulcritud y el aroma a desinfectante de las caballerizas. JeanLouis le explicó que las condiciones de higiene se respetaban a rajatabla; trataban con caballos de una pureza extrema, ejemplares de gran valor, a los que cuidaban como a niños pequeños. Recorrían la caballeriza de los padrillos. El otro edificio se destinaba para la maternidad. El predio, un campo de ricos pastos, según aclaró, se dividía en zonas, una para las madres y los potrillos, otra para el destete y otra para los sementales. Por fin, Jean-Louis abrió la parte superior de la puerta de uno de los compartimientos, y un caballo negro asomó la cabeza.
—¡Qué belleza! —exclamó Matilde, y se aproximó.
Era la primera vez que veía un caballo frisón. Sus crines, pobladas de bucles y peinadas hacia el costado izquierdo, colgaban hasta el piso; un flequillo enrulado le ocultaba en parte los ojos y le confería un aire seductor y coqueto. El cuidador lo sacó del recinto, y el animal lució su pelaje brillante y su cola tan larga como las crines; las cuartillas estaban cubiertas por un pelaje abundante, similar a los percherones, sólo que, a diferencia de ese caballo de tiro, el frisón presentaba una gran alzada; su cuerpo era robusto, algo que, explicó Jean-Louis, se había apreciado en la antigüedad en los campos de batalla. El veterinario destacó otras características como la cabeza convexa, el cuello erguido que le daba el aspecto de altanero, los ojos grandes y oscuros, y las orejas medianas cuyas puntas giraban levemente hacia el interior.
—Todos nuestros ejemplares son negros —comentó—. Algunos tienen una estrella blanca en la frente, muy pequeña.
—¿Puedo tocarlo?
—Por supuesto —dijo Al-Saud, y Matilde pasó la mano abierta por el hocico.
—Sos hermoso, el caballo más hermoso que vi en mi vida. ¿Cómo se llama?
—Éste es Rex. Lleva el nombre de un caballo que perteneció a mi madre. Mi padre se lo compró antes de que se casaran. Y ella lo amaba. Sufrió mucho con su muerte.
—¿Por qué se los llama frisones?
—Porque provienen de Friesland, una región en los Países Bajos —contestó el veterinario—. La raza estuvo a punto de extinguirse. Por fortuna, haras como éste la salvaron de desaparecer.
A Eliah le ensillaron su padrillo, Diavolo, y a Matilde, una yegua llamada Lattuga. Les habían envuelto los cuartillos con bandas de género rojo para evitar que se ensuciaran el pelo que cubría los cascos, y el contraste entre el rojo y el negro del pelaje embellecía la estampa de los animales. Aunque lo urgía galopar, Al-Saud aguardó a que Matilde se amoldara a su montura después de tantos años. Se alejaron de las caballerizas en dirección a los pastizales. Matilde propuso adentrarse en un bosque que se apreciaba en la lejanía. Confiado en la mansedumbre de Lattuga, Al-Saud preguntó:
—¿Te animás a ir a un galope ligero?
Ella asintió, y se lanzaron en dirección al objetivo. Matilde iba a la zaga y conservaba esa posición a propósito para admirar a Eliah sobre Diavolo. La excitaron sus piernas largas y delgadas cuyos músculos se marcaban bajo la tela elástica del pantalón de montar en tanto acompañaban los movimientos del caballo. El cielo gris y la baja temperatura no la desanimaban, por el contrario, se sentía exultante en ese entorno feraz poblado de pastos verdes. Las yeguas y sus potrillos, que ramoneaban a cientos de metros, elevaban sus cabezas para verlos pasar; entonces, el viento les volaba las crines larguísimas, y Matilde se emocionaba con tanta belleza.
Se adentraron en el bosque, una mezcla de arces y de una especie de roble llamado rebollo, cuyas hojas se habían tornado de color amarillento. El aroma a humedad y a hojas podridas se disipaba en el aire frío. Andaban a paso tranquilo entre los árboles. Los alientos de los caballos y de los jinetes se convertían en vapor, y dotaban de misterio a ese espacio silencioso y lúgubre. Las palpitaciones de Matilde se elevaban ante la belleza y la paz del bosque.
—Eliah —lo llamó en un susurro, y él se aproximó en su montura—. Gracias por traerme a tu hacienda. Siempre lográs que todo sea maravilloso para mí.
—Será porque me siento feliz cuando estoy con vos.
Lo que pretendió ser un fugaz contacto de bocas se transformó en un beso que inquietó a los frisones. Los caballos resoplaron, agitaron las cabezas y piafaron hasta separarlos. Se contemplaron a través del espacio.
—Volvamos a casa. Quiero hacerte el amor.
Emergieron del bosque urgidos por el deseo y galoparon a campo traviesa como si los persiguiera un ejército de cosacos. Cerca de las caballerizas, Matilde se admiró del modo en que Al-Saud abandonó la montura antes de que Diavolo se detuviera por completo. En segundos, las manos de él estuvieron sobre su cintura y la ayudaron a bajar. Los cuidadores que se acercaron para ocuparse de los caballos los miraron correr en dirección a la casa grande.
—Es la primera vez que escucho reír al patrón —comentó uno, y el otro asintió.
Cruzaron la sala con el impulso de un torbellino y treparon las escaleras a la corrida. Entraron en la habitación unidos en un beso salvaje. Al-Saud empujó la puerta con el pie para cerrarla mientras aprisionaba a Matilde contra la pared. Ya eran presas del delirio. El beso no bastaba, las manos no calmaban la desesperación. Matilde clavaba las uñas en el cuero cabelludo de él; lo quería dentro de ella, como la lengua de él ocupaba su boca. Deslizó los dedos bajo la campera de cuero y le apretó los pectorales, y le acarició los músculos tensos de los hombros, y descendió hasta que sus manos notaron las depresiones que se formaban a los costados de su trasero. Enterró los dedos en sus glúteos. Lo sintió tensarse y también sintió la humedad de su aliento en el cuello cuando Al-Saud respiró por la boca bruscamente. Abandonó el trasero de él y se movió hacia delante, hasta hallar el bulto que levantaba el género del pantalón de montar. Al-Saud apoyó los antebrazos sobre la pared, por encima de la cabeza de Matilde, descansó la frente en ellos y separó las piernas para permitir que la mano de ella vagase con libertad.
—Por favor… —masculló él.
—Sí, ya sé —susurró ella, y le desajustó el cinto y le bajó los pantalones y los boxers para liberar su miembro. Se quedó mirándolo sin entender por qué la atraía cuando se trataba de un apéndice poco agraciado. Le pasó la punta del dedo por la línea de pelo renegrido que nacía bajo el ombligo hasta la mata que circundaba el pene, a sabiendas de que esa caricia tímida lo exasperaba. Al-Saud se mordió la carne del antebrazo cuando Matilde le sostuvo los testículos y profirió un clamor al percibir el apretón de ella en torno a su miembro. Ella retiró el prepucio hasta descubrir el glande húmedo y brillante. Al-Saud no esperaba lo que siguió. Una convulsión le arqueó la espalda y se le escapó un grito desgarrador. Incrédulo, bajó el rostro para comprobar lo que estaba sucediendo: Matilde, de rodillas frente a él, lo había tomado en su boca.
— Oh, mon Dieu, Matilde! Mon Dieu …
Matilde se concentraba para no cometer errores mientras evocaba los consejos de Juana y la clase práctica con bananas. Al-Saud le causó daño al clavarle los dedos en el brazo izquierdo para ponerla de pie.
—¡Bájate los pantalones! —le ordenó en francés, en tanto rasgaba el envoltorio de un condón.
Estaban tan incómodos, con las botas de montar y los pantalones a la altura de las rodillas, pero no había tiempo para minucias. Actuaban como si una fiebre los privara de las facultades. La pasión los volvía impacientes y poco exigentes de las condiciones. Se besaron con hambre hasta que Al-Saud la obligó a darse vuelta contra la pared. De manera instintiva, Matilde se puso en puntas de pies y se separó las nalgas. Él guió la cabeza de su pene y se introdujo dentro de ella. Los dos liberaron suspiros de alivio que enseguida se convirtieron en lamentos y gemidos de padecimiento en tanto los impulsos de él adquirían velocidad. Matilde tuvo un orgasmo casi de inmediato. Él se inclinó y le besó la mano que trepaba la pared con desesperación. Ahí descansó la frente para seguir con los embistes. Matilde percibía que Al-Saud se refrenaba; a veces se movía con lentitud; en ocasiones se detenía y, al largar el aire, soltaba un quejido como si le doliera.
—Quiero que nos corramos juntos —dijo él, y tanteó la vulva de Matilde hasta dar con su clítoris. Lo masajeó en un movimiento coordinado con sus impulsos para calzarse dentro de ella. La sorprendió que volviera a crecer la sensación inefable, esa que, en su mente, tenía forma de chispa y que, al explotar, se transformaba en una bola de luz. Explotó por segunda vez en pocos minutos y él la siguió con unos bramidos que taparon sus sonidos. Al día siguiente advertiría los moretones que los dedos de Al-Saud le habían impreso en la pelvis al sujetarla durante la eyaculación. La firmeza para sostenerla, que le dio una idea del vigor de él, le impidió convulsionarse durante el orgasmo. Al-Saud embestía dentro de ella con golpes secos y violentos y descargaba su simiente en el condón. La quietud a la que la había confinado de algún modo propició que el éxtasis de Matilde se multiplicase. Experimentó un ahogo, y un vacío oscuro la circundó.
Le había destrozado la rótula de un mazazo. Roy Blahetter lo supo apenas recobró la conciencia, y un espasmo de dolor lo surcó hasta alcanzar su garganta e inundarle la boca de un sabor amargo. Aulló y se agitó. La cabeza le colgó, y un hilo de saliva sanguinolenta se balanceó entre sus labios y terminó absorbido por la tela de sus jeans. Le faltaba poco para claudicar. En segundos su invento revolucionario carecería de valor y lo entregaría a cambio de que Jürkens, el matón del profesor Orville Wright, pusiera fin al martirio.
Jürkens aferró el pelo de Blahetter y le echó la cabeza hacia atrás.
—Blahetter, abra los ojos —le exigió en inglés, y esperó hasta que los párpados hinchados se entreabrieran—. Le destrozaré las piernas si no me dice dónde tiene los diseños y las fórmulas de la centrifugadora de uranio. Ya ve que no bromeo —dijo, y elevó la maza dispuesto a descargarla sobre el fémur.
Roy sollozó en la silla a la cual lo había maniatado el gigante berlinés.
—Por favor —imploró en castellano—. Por favor, no…
—¡En inglés! No le entiendo un carajo.
—Yo no tengo los diseños —expresó—. ¡No, por amor de Dios, no! —lloró al ver la maza que caía sobre su muslo.
—¿Sigo?
—¡No, basta! Le diré… Le diré todo. Un sorbo de agua, por favor. No puedo… —Jürkens le acercó el filo de un vaso y apenas le permitió mojar los labios—. Más, por favor.
—Dígame primero dónde están los diseños.
—En un locker en la estación de Gard du Nord .
—¿Cree que está lidiando con un imbécil?
—¡Es la verdad!
—Deme la llave e iré ahora mismo a comprobar lo que me dice.
—No la tengo yo sino mi esposa.
—¿Su esposa? —Jürkens lo vio asentir y habría jurado que los ojos celestes se le llenaron de lágrimas, pero Blahetter, al volcar la cabeza hacia delante, le impidió confirmar su impresión—. ¿Dónde está ella?
—Vive en un departamento en la rue Toullier.
Con esa información le bastaba; sabía a quién se refería: la muchacha de las trenzas rubias, la nueva amante de Al-Saud. Moses le había ordenado posponer ese asunto porque urgía hacerse con los planos de la centrifugadora; no obstante, las cuestiones se intrincaban de una manera insospechada. Se le ocurrió presentarse en Gare du Nord , una de las estaciones principales de París, y abrir la casilla con explosivo silencioso. Desistió un segundo después; desde el atentado en el George V, la policía se hallaba alerta, sobre todo en las estaciones de trenes, donde la vigilancia se intensificaba, y si bien el explosivo era prácticamente insonoro, sí producía un fogonazo que llamaría la atención. Lamentó no contar con la destreza para franquear cerrojos con una ganzúa. Tendría que conseguir la llave.
—¿Dónde está la llave? ¿En el departamento de la rue Toullier?
—No. La llave…
—¡Hable!
—La tiene con ella, en una cadena, en su cuello.
Minutos más tarde, Blahetter comprendió que Jürkens se había marchado y lo había dejado solo. Nunca creyó que agradecería que Matilde estuviera con Al-Saud. No le cabía duda de que la defendería del matón alemán. Por su parte, él tenía que escapar. Resultaba improbable que lo lograse, porque si conseguía desasirse las manos, dudaba de contar con la fuerza para arrastrarse hasta la calle. ¿Dónde se hallaría? Desconocía cuánto tiempo había permanecido sin sentido en la parte trasera de la camioneta. No sólo le dolía con ferocidad la pierna sino que unos puntazos en el vientre, donde Jürkens se había ensañado, le indicaban que el daño era serio.
Al cabo de agitar las muñecas y sobar el nudo con los dedos, consiguió aflojar la soga. Terminó en carne viva, pero liberó las manos.
Las llamas del hogar eran la única fuente de luz de la sala. Afuera nevaba, y el parque poco a poco se cubría de un manto blanco. Saciada, Matilde observaba los copos que, como plumas blancas, se mecían en el aire antes de posarse en tierra. No sabía qué hora era; calculó que tarde, alrededor de las diez de la noche. Después de horas encerrados en la habitación, bajaron desnudos, envueltos en frazadas, para buscar comida. Tentados por la visión de los leños crepitando, de la alfombra y de los almohadones, decidieron echarse frente al hogar para recuperar fuerzas. Los discos compactos elegidos por Matilde se ejecutaban uno tras otro. No sabía si Eliah dormía, no podía verlo porque la envolvía desde atrás. Sentía su cuerpo desnudo, tibio y relajado amoldado al de ella. Sonrió al percibir que él le dibujaba el contorno del trasero con la concavidad de la mano.
—Ahora entiendo de dónde sale este culito. No es el de una araña pollito sino el de un Chancho de Metal. Tan mullido y respingado.
Matilde, riendo, echó el brazo hacia atrás y lo golpeó con un almohadón en las piernas.
—¡Amo esta canción! —exclamó ella cuando sonaron las primeras notas de Can’t take my eyes off of you , interpretada por Gloria Gaynor.
Al-Saud se removió, y Matilde se giró sobre la alfombra, intrigada. Él estaba de pie, completamente desnudo, y le extendía la mano.
—¿Te gustaría bailar conmigo?
Después de lo que habían compartido en la habitación, no imaginó que el contacto de sus cuerpos desnudos y tibios la emocionaría y la haría sonrojar. Al-Saud le cantó al oído con una voz de contrabajo como surgida de un pozo profundo y oscuro.
— You’re just too good to be true. Can’t take my eyes off of you. You’d be like heaven to touch. I want to hold you so much. —Matilde se estremeció cuando Eliah apretó su abrazo—. At long last love has arrived. And I thank God I’m alive. You’re just too good to be true. Can’t take my eyes off of you . —A ese punto, él la obligó a mirarlo. Siguió cantándole, aunque Matilde fantaseó que le hablaba, que los versos expresaban lo que él pretendía decirle—: I love you, baby. And if it’s quite all right, I need you, baby, to warm the lonely nights. I love you, baby. Trust in me when I say I love you, baby. Don’t let me down, I pray. I love you, baby. Now that I’ve found, you stay. And let me love you, baby. Let me love you . —Ante la repetición de las estrofas, él dejó de cantar y volvió a pegarla a su pecho.
Matilde se mordió el puño para evitar que el llanto brotase. ¡Cuánto lo amaba! La inmensidad del sentimiento le oprimía el diafragma y le quitaba el aliento. Lo supo desde el instante en que posó los ojos sobre él en el avión. “¡Evitalo!”, se había urgido. “Alejate de este hombre magnético porque vas a salir herida.” Su recia voluntad la había abandonado, y terminó por sucumbir. Sufriría como nunca había sufrido en su vida, y eso era mucho sufrimiento. Pero como lo amaba de ese modo demencial, su relación debía terminar. Ella partiría al Congo y él seguiría con su vida. La idea le produjo pánico. Tembló y se aferró a la cintura de él.
—Matilde, ¿qué pasa, mi amor?
—Nada. Tengo frío. —Al-Saud recogió una frazada y la envolvió—. ¿Qué hora es?
—Las doce y cinco —dijo él.
—¡Ya vengo!
Al-Saud la vio recoger la frazada y correr escaleras arriba. Agregó un nuevo leño, atizó los rescoldos y se acomodó sobre los almohadones. Hasta prestar atención a la letra de Can’t take my eyes off of you no había reparado en la exactitud con la cual detallaba sus sentimientos. Apuntó el equipo de música con el control remoto y la canción comenzó a ejecutarse de nuevo. Tarareó las partes al tiempo que las pensaba en francés. “Eres demasiado buena para ser real. No puedo apartar mis ojos de ti. Tocarte debe de ser algo celestial. Quiero abrazarte tanto. Al fin el amor ha llegado. Y le agradezco a Dios estar vivo… Perdona el modo en que te miro fijamente… Sólo pensar en ti me debilita… Pero si tú sientes como yo siento, entonces permíteme saber si es real. Eres demasiado buena para ser real… Te amo, mi amor… Confía en mí cuando te digo que te amo, mi amor. No me decepciones, te lo ruego. Ahora que te encontré, te quedas. Permíteme amarte, mi amor.”
Matilde regresó y se arrodilló a su lado.
—Feliz cumpleaños, Eliah —dijo, y le extendió un paquete.
Al-Saud se incorporó, y su mueca desconcertada arrancó una risa a Matilde.
—¿Cómo lo supiste?
—Alamán me lo dijo. ¡Estoy tan contenta de que lo haya hecho! Te preparé un regalo. No es mucho, pero lo hice yo.
Al-Saud rompió el papel. Se trataba de un marco de madera con el retrato de Matilde. Lo aproximó al hogar para verlo al favor de la luz rojiza del fuego. Se demoró en la fotografía porque aún no estaba listo para enfrentarla.
—¿Te gusta? —la oyó decir—. Yo lo pinté.
—¿De verdad? —Con obstinación, mantuvo la vista baja.
—Sí. Llamé por teléfono a mi tía Enriqueta y le pregunté cómo hacerlo. ¿Te das cuenta de lo que pinté? —La ansiedad le impidió aguardar la contestación—: Es nuestra historia de amor. ¿Ves? Aquí pinté un avión, donde todo empezó. Después pinté el subte, aunque parece un tren —se lamentó—. Pero vos y yo sabemos que nos encontramos en el subte. Éste es el saloncito de mi tía Sofía. Las tazas de té están ahí, muy chiquitas. Era difícil pintar con el plumín y la tinta china. —Sin advertir que él no levantaba el rostro, ella proseguía con las explicaciones—. Ésta es la fachada de la sede de Manos Que Curan, en la rue Breguet, donde volvimos a vernos después de tu viaje. Y ésta es la salita en forma de flor de tu dormitorio, donde me hiciste mujer y me curaste. —A ese punto, la vista de Al-Saud se tornó nublosa—. Y ésta es la mesa de la sala de reuniones de la Mercure y éste, el Aston Martin, los lugares más exóticos donde nos amamos. La foto no es muy buena. Me la sacó Juana con una de esas máquinas que son desechables. Estoy en los Jardines de Luxemburgo. Bueno, no es un gran regalo, pero lo hice con todo mi amor.
Sin permitir que lo viese aturdido, Al-Saud la envolvió en sus brazos y hundió la cara en el cabello de ella. La recostó sobre los almohadones y la besó empleando la ternura ausente cuando la poseyó de pie, contra la pared del dormitorio.
—Matilde… Matilde.
—¿Qué?
—Siempre lográs sorprenderme. Como cuando me regalaste el dulce de leche.
—¿No vas a decirme si te gusta mi regalo?
—Todo lo que vos me das es lo mejor. Este retrato para mí vale más que cualquier otra cosa. Lo juro por mi vida.
—Lo hice para que nunca olvides nuestra historia.
—Jamás podría olvidarla. Imposible. Además, siempre voy a tenerte a mi lado para recordarla.
Matilde no contestó, y él experimentó un instante de miedo profundo; la sensación se alojó en su nuca; le dolió el cuello, le ardió la boca del estómago. Entre los almohadones, con el cabello rubio que adquiría una tonalidad rojiza a causa del resplandor del fuego, las mejillas sonrosadas y los ojos de plata increíblemente oscuros, la calidad etérea de Matilde surgía más vívida que nunca. A veces temía despertar y descubrir que ella había regresado a su mundo de hadas y ángeles.
—Eliah, quiero que sepas que yo atesoro cada momento que pasamos juntos. Cada momento. Son un tesoro para mí.
Él asintió, incapaz de articular.
A la mañana siguiente, pasadas las ocho, Al-Saud la sorprendió presentándose con la bandeja del desayuno en el dormitorio. Le había preparado mate.
—¡Mate! ¡No puedo creerlo! ¡Gracias, Eliah! Hace semanas que se nos acabó la yerba. Estamos con abstinencia. ¿Dónde conseguiste todo?
—La yerba la compré en una tienda de delikatessen de la rue Saint-Honoré, donde compra mi vieja. Y el mate se lo robé a ella.
—¡La dejaste sin mate!
—Traje el que tiene en su casa de París, pero ella está ahora en Jeddah, en Arabia Saudí. Allá tiene otro.
Laurette había horneado panecillos, brioches y medialunas. Además, la bandeja presentaba un festín de mermeladas y quesos. Después del desayuno, Al-Saud se puso ropa cómoda y holgada y la invitó al gimnasio. A Matilde le gustó probar los aparatos. Se cansaba rápido, así que decidió finalmente ejercitar con la bicicleta fija, mientras Al-Saud, colgado de una barra por las piernas, llevaba la cabeza a las rodillas para trabajar los abdominales. Debido a la calefacción, se había desembarazado del buzo y de la remera, y Matilde observaba cómo los músculos de su espalda se inflaban y distendían. Se bajó de la bicicleta y se plantó frente a él para admirar su torso en tensión. Eliah detuvo el ejercicio y se quedó mirándola cabeza abajo. Al notar el gesto de Matilde, demudado por el deseo, un cosquilleo de anticipación le provocó una erección. Bastó que ella le pasara los labios por los abdominales y que entretejiera los dedos en el vello de su pecho para ocasionarle un desbarajuste. Se incorporó en la barra y saltó sobre el tatami. Ahí la tomó, sobre el tatami, y, cuando acabaron, se quedó tumbado sobre ella, inspirando grandes porciones de aire, gozando cuando sus pechos entrechocaban.
—Eliah —la oyó susurrar—, quiero preguntarte algo. Ayer, cuando te tuve en mi boca, ¿lo hice bien? Era mi primera vez —se justificó— y no sé cómo lo hice.
—Lo hiciste perfecto, mi amor. Simplemente perfecto.
—Quiero que me digas cuando no haga bien las cosas. Quiero que me enseñes. Quiero hacerlo bien para vos, Eliah.
—Matilde, quiero que sepas algo. Nunca una mujer me ha hecho sentir como vos me hacés sentir. Me ponés duro con sólo mirarme como lo hiciste hace un momento.
Se ducharon juntos. Cerca de las once de la mañana, cuando se disponían a visitar Ruán, cinco automóviles se detuvieron en el sector de ripio frente a la casa, cubierto de nieve. Al-Saud los observó por la ventana de la sala. “Merde!” , insultó. Se trataba de sus hermanos y de sus socios; incluso estaban La Diana y Leila. Ésta descendió del Smart de La Diana con una torta protegida por una cúpula de cristal. La casa se llenó de voces, risas, saludos y ruidos que estropeaban la paz que él anhelaba compartir con Matilde. La vio descender por la escalera a paso tímido, con una sonrisa trémula y los pómulos rosados. En ese vestido blanco, con alforzas y puntilla, parecía en verdad un hada. Resultaba evidente que a ella la invasión no la fastidiaba. Juana, que había llegado con Alamán, se acercó para felicitarlo por su cumpleaños y le pidió al oído:
—Cambiá la cara, papurri. Estoy aquí con la condición de que a las seis de la tarde nos vayamos y los dejemos en paz. Por otra parte, no habría venido si no supiera que a Mat esta reunión la hará feliz. Confiá en lo que te digo.
Yasmín lo besó en ambas mejillas.
—¿Pensabas librarte de nosotros en el día de tu cumpleaños, verdad? Te traje un regalo que te gustará muchísimo. —La mueca de Al-Saud comunicó incredulidad y hastío—. Ah, bueno, si no quieres saber cómo salió el análisis que te hice el lunes pasado —dijo, y aventó el sobre cerca de la nariz de su hermano—, le diré a Sándor que me lleve de regreso a París.
—Dámelo, Yasmín.
—Antes quiero un abrazo y un beso de mi hermano favorito.
—Siempre me dices a mí que soy tu favorito —se quejó Alamán, que cargaba a su sobrino Guillaume sobre los hombros—. Feliz cumpleaños, hermano —dijo, y entrechocó la mano con Eliah.
—Fue idea de Yasmín —la acusó Shariar—. No nos mires a nosotros con esa cara de bulldog.
—Ya que están acá, tratemos de llevar la fiesta en paz —dijo Al-Saud, y abrazó a su hermano mayor.
Sólo por atestiguar la alegría de Matilde, Al-Saud soportaba la invasión con buen talante. Juana había dicho la verdad: Matilde lucía feliz y se desenvolvía con soltura, sobre todo con sus cuatro sobrinos, los hijos de Shariar. De algún modo que él no acababa de precisar, ella se había convertido en el objeto de deseo de los cuatro, aun del pequeño Dominique, que en ese momento se ubicaba en el hueco que formaban las piernas de Matilde mientras jugaban a “Piedra, papel y tijera”. Alamán, Juana, Jacqueline, la mujer de Shariar, y Leila también ocupaban sitios sobre la alfombra cerca del hogar; en realidad, Leila se ubicaba tras Matilde y le trenzaba y destrenzaba los bucles. Al-Saud guardaba distancia y los contemplaba desde el sillón de varios cuerpos que compartía con La Diana, Yasmín y Takumi Kaito. La mala pronunciación del castellano de sus sobrinos —de Francesca, de ocho, y de Gaëtan, de seis— le arrancaba sonrisas. Los intentos del pequeño Guillaume, de tres, por articular las palabras piedra, papel y tijera lo hicieron reír por lo bajo.
—Ojalá mamá estuviera aquí para ver esto —se lamentó Yasmín—. Nunca logra sacarles una palabra en castellano a los muy condenados. Y Matilde, sin ningún esfuerzo, los tiene balbuceando como nada. ¡Qué extraño que papá y mamá no hayan viajado para tu cumpleaños!
—Ésa era su intención —manifestó Al-Saud—, pero yo les dije que tenía otros planes. Planes que tú desbarataste.
—Tu Matilde lo está pasando muy bien, ¿no? Así que mi idea fue estupenda. —Tras una pausa, añadió—: Debo admitir que es muy hermosa.
Después jugaron a “Viene un barquito cargado de…”, y Juana y Alamán formaron equipo con Francesca y Gaëtan, en tanto Matilde colaboraba con Guillaume. Dominique ya no se interesaba en la cadena con la medalla y una llave —Eliah no recordaba haber visto la llave la tarde en Berthillon— y, cómodamente ubicado en el regazo de Matilde, observaba a los demás con el chupete en la boca. Leila se había cansado de las trenzas y jugaba con la mano derecha de Matilde; cada tanto la besaba y, aunque reía cuando todos reían, Al-Saud sabía que no entendía el motivo de las risas porque los demás hablaban en castellano.
Matilde constituía el polo luminoso en torno al cual se congregaban; incluso sus socios y su hermano Shariar abandonaron la conversación acerca de política internacional atraídos por las risas provenientes del sector del hogar.
—¿Puedo poner música? —le preguntó La Diana, y Eliah asintió.
La música le trajo recuerdos de la noche anterior. Él y Matilde, desnudos bajo las mantas, habían compartido un momento sublime y, después de hacer el amor, subieron al dormitorio y se metieron en la cama, donde la tuvo toda la noche para despertar con ella a su lado. La quería para siempre con él, y, aunque la idea de traer hijos al mundo nunca lo había seducido, le daría cuantos ella quisiera, porque no cabía duda de que, para Matilde, los niños eran importantes.
Yasmín entrelazó su brazo con el de Eliah y le habló en susurros:
—Siempre imaginé que sería Alamán el que se enamoraría como un tonto. Tú siempre te muestras tan frío y reservado que ahora resulta extraño verte observarla. No has apartado tus ojos de ella ni un momento.
En pocos segundos le tocaría el turno a Can’t take my eyes off of you , y Al-Saud aguardó con expectación. Matilde lucía tan abstraída en el juego con sus sobrinos, tan feliz y risueña. Los ecos de sus latidos desenfrenados le invadieron la garganta al verla elevar la vista con los primeros acordes y buscarlo con la mirada. Se trató de un instante íntimo y mágico en el cual los demás se esfumaron. Él le guiñó un ojo y sonrió cuando descubrió que sus cachetes se teñían de rojo. “¡Dios mío, Matilde, cuánto te amo!” Si le hubiesen pedido que definiera en qué consistía amar a una persona, él, un hombre racional y analítico, no habría sabido qué decir. No hallaba explicación para el sentimiento posesivo y poderoso que Matilde le inspiraba. La única certeza con la que contaba era que habría matado por defenderla, habría muerto por protegerla.
Alrededor de las siete de la tarde, la casa había recuperado la paz. Se oía Pulstar de Vangelis a bajo volumen y las voces lejanas de Laurette, de Takumi y de Matilde, que preparaban la cena. Al-Saud hablaba por teléfono con Gérard Moses en su estudio. Después de la discusión en el George V, la conversación se desarrollaba con cierta incomodidad. De hecho, Eliah había asumido que Gérard no lo llamaría para su cumpleaños.
—¿Desde dónde me hablas?
—Desde Bélgica —mintió Moses; en realidad, estaba en La Valeta, capital de Malta—. Eliah, hermano, quiero pedirte disculpas por mi pelea…
—Está bien, Gérard. Olvídalo. Mejor no recordemos ese episodio.
—Como tú digas. Lamento haberte involucrado en la rencilla con mi hermano.
—Y yo lamento que las cosas sean así entre ustedes.
—¿Estás en París? —cambió de tema.
—No. Estoy en mi hacienda de Rouen .
—¿Solo o en buena compañía?
—Solo —mintió, y del otro lado de la línea Gérard Moses bajó los párpados. Lo lastimaba la mentira; eso significaba que la muchacha le importaba más de lo que había sospechado. Lo conocía en profundidad, conocía su naturaleza celosa. Si Al-Saud la codiciaba, la ocultaría para no compartirla con el mundo porque era avaro con lo que atesoraba.
A Eliah lo entristecía caer en la cuenta de que entre su mejor amigo y él comenzaba a abrirse un abismo. A diferencia del pasado, en ese momento no tenía nada para decirle. Quería cortar. No entendía por qué. Se despidieron con palabras formales. Colocó los pies sobre el escritorio y se repantigó en la butaca. Se incorporó brevemente para tomar el portarretrato de Matilde y regresó a su posición relajada. Se trataba de un primer plano de su rostro ovalado, de ojos enormes, alejados del tabique algo más de lo usual; se había maquillado las pestañas, que le rascaban los párpados superiores, y tenía los labios pintados con el brillo rosa que solía usar. Permaneció con la vista fija en el retrato y simuló no haberse percatado de que Matilde se había deslizado en el estudio y que intentaba sorprenderlo. Le tapó los ojos.
—¿Quién soy?
—La que quiero que sea —contestó, y devolvió el marco al escritorio de memoria.
—¿Quién es ésa?
—Una chica con pecas en la nariz, cabello rubio y culo de pato, o mejor dicho, de Chancho —Matilde rió—, que, a pesar de que hoy es mi cumpleaños, se olvidó de mí para dedicarse a los demás.
—¡No me digas eso! —Al-Saud la aferró por el antebrazo y la ubicó sobre sus piernas—. No hubo un instante en que no te pensara y en que no le pidiera a la Virgen que seas feliz hoy y siempre.
—Matilde… Hoy te quería sólo para mí y tuve que compartirte. Por eso estoy de mal humor. Pero ahora que sos toda mía de nuevo, quiero que nos amemos.
—Sí —jadeó ella, y se sujetó del apoyabrazos de la butaca cuando las manos de Al-Saud comenzaron a excitarla—. Sacame el vestido, Eliah. —Al-Saud le bajó el cierre de la espalda y la ayudó a quitárselo.
—Levantate así me desnudo —indicó él.
Al-Saud abandonó la butaca y cerró la puerta del estudio con llave. La música que provenía de la sala se amortiguó, lo mismo que las risas de Laurette y la voz de Takumi, que seguían en la cocina preparando la cena. Se detuvo frente a Matilde y le quitó el corpiño. Se puso de rodillas y frotó la cara lentamente en uno de sus pechos hasta que sus labios acertaron con el pezón y lo succionaron.
—Matilde, quiero que lo hagamos sin condón. Mi hermana trajo el resultado del análisis que me hice el lunes pasado y dio negativo. Mirá, aquí lo tengo.
Matilde lo aferró por la muñeca y dibujó con la boca la frase “te creo”. Se sujetó un pecho y delineó el contorno de los labios de Al-Saud con el pezón. Él se puso de pie, y sus ojos ennegrecidos la contemplaron con hambre, mientras se quitaba las botas, los pantalones y los boxers. Se dejó la camisa puesta; de entre las pecheras asomaba el miembro erecto, oscuro y brillante de humedad.
Le bajó la bombacha, y ella levantó uno a uno los pies para ayudarlo. Le frotó con delicadeza el monte de Venus imberbe y la vulva hasta que pensó que Matilde se desmoronaría en medio de gemidos y temblores. Amaba atestiguar cómo se entregaba, cómo se le iluminaba el rostro en el placer, cómo dejaba caer los párpados y entreabría los labios. Amaba sentir cómo su vagina caliente y húmeda se contraía en torno a él. Le atrapó los labios en un beso voraz y absorbió sus suspiros y su aliento, mientras le apretaba el trasero y la refregaba contra su bulto.
—Sacate la camisa, Eliah. Quiero que estemos piel con piel.
Cumplió el pedido con una rapidez que provocó risas a Matilde. Al-Saud volvió a la butaca y la arrastró de nuevo sobre él.
—Pasá las piernas por aquí, por debajo de los apoyabrazos.
Matilde se ubicó a horcajadas, de frente a él, y enseguida percibió la dureza de su pene contra la vulva. Al-Saud se introdujo dentro de ella. La sensación de su carne desnuda en contacto con la vagina de Matilde resultó más de lo que había imaginado, y explotó y eyaculó con la premura de un inexperto. “Ojalá te haga un hijo”, deseó.
Cerca de las siete y media de la tarde, Gérard Moses abandonó el British Hotel, un discreto alojamiento en la calle Battery de la ciudad de La Valeta, en Malta, que presentaba la ventaja de hallarse a sólo tres cuadras de la Concatedral de San Juan donde se reuniría con Anuar Al-Muzara. A pesar de la hora tardía, la iglesia estaba abierta debido a un concierto de música sacra; Moses dedujo que se trataría del festejo por el natalicio de un santo o de un caballero templario. Entró en la nave y admiró los frescos y el altar dorado que cobraba imponencia con los acordes del órgano.
Alguien lo aferró por el brazo, justo arriba del codo, y permitió que lo guiasen. Entraron en una de las capillas laterales. Estaba vacía salvo por la presencia de un hombre alto y delgado, vestido con camisa de manga corta y pantalones de paño de mala calidad, que daba la espalda al acceso. Se dio vuelta al oír los pasos. Anuar Al-Muzara nunca sonreía, por lo que Gérard no esperó muestras de afecto. Se dieron la mano. A pesar del riesgo de hallarse en un sitio público, Al-Muzara lucía tranquilo. Moses se preguntó de dónde habría venido y cómo habría accedido a la isla. A veces pensaba en colocar un microtransmisor a alguna de sus palomas para que lo guiase al escondite del terrorista. Ese dato le redituaría mucho dinero.
La gran obsesión de Gérard Moses, además de Eliah Al-Saud, era el dinero. Le quitaba el sueño imaginar que el sistema financiero mundial colapsaba y que él lo perdía todo. Necesitaba su fortuna para sentirse seguro porque la soledad a la que su enfermedad lo confinaba se superaba pagando: pagar para que lo cuidaran, para que lo asistieran, para que lo acompañaran, para que lo amaran. También lo necesitaba para no cortar el flujo de donaciones que realizaba a un laboratorio español comprometido en la investigación de la porfiria.
—Algún día —se quejó Moses en francés— no lograré descifrar tus columbogramas y te daré un plantón.
—Sabes que los descifrarás. De todos nosotros, siempre has sido el más inteligente y, por lejos, el más culto.
“Y el más enfermo”, añadió Gérard para sí.
—Dame la llave de tu habitación en el British Hotel —lo urgió Al-Muzara.
Gérard sonrió con un asentimiento. Su amigo ya sabía dónde se alojaba.
—¿Para qué la quieres?
—Para que Barak —señaló a uno de sus guardaespaldas— te devuelva mis palomas y retire la jaula con las tuyas, las que necesito para seguir enviándote columbogramas. Las trajiste, ¿verdad?
—Por supuesto. Apremiaba que me las devolvieras. Estaba quedándome sin ellas. Las tengo en una jaula, dentro de la bañera.
Al-Muzara le entregó la llave a Barak al tiempo que le hablaba en árabe.
—¿Tuviste dificultad para entrar en Malta con las palomas? —se interesó el terrorista.
—No. Declaré que venía a participar en una competición y presenté mis papeles. Las autoridades de sanidad no son demasiado estrictas. Unos billetes deslizados en la mano del jefe aceleraron los trámites.
—Bien —dijo, y enseguida disparó—: ¿Qué sucedió en el George V?
—Sucedió que enviaste un inepto a concretar la tarea.
—Tu hombre, Jürkens, ¿no te dijo qué ocurrió?
—No lo sabe. Él no tenía acceso al salón de convenciones. Se coló después, cuando todo era un desquicio, pero no pudo averiguar por qué el atentado salió mal. Tuvo que ocuparse del muchacho, como bien sabes. —Al-Muzara masculló su consentimiento—. Perdimos una oportunidad de oro para matar dos pájaros de un tiro. No sé si se presentará otra como ésa.
—Nos desharemos de esos traidores, no tengas duda.
—¿Para qué me citaste hoy aquí, Anuar? El intercambio de palomas podría haberse realizado de la manera habitual.
—Te cité para pedirte que me diseñes un misil de mayor alcance que los Qassams con los que atacamos a los asentamientos israelíes, uno que mis hombres puedan fabricar en sus talleres, como hacen ahora con los Qassams. Y no sólo necesito mayor alcance, Gérard, sino precisión.
—¡Pides el arma perfecta, Anuar! ¿Crees que puedo destinar tanto tiempo en diseñar un misil de esa naturaleza y desatender a mis otros clientes y pedidos?
—Pienso pagarte.
—No tienes un centavo. Lo que te dio Qaddafi lo has usado para comprar armas y explosivos al Príncipe de Marbella. —Moses hablaba de Rauf Al-Abiyia, el socio de Aldo Martínez Olazábal—. ¿Dónde pretendes conseguir el dinero?
— Pretendo que me ayudes a conseguirlo. Estoy planeando un golpe como en los viejos tiempos, como los que daba Carlos, el Chacal, para hacerse de dinero.
Gérard se quedó mirándolo con expresión azorada.
—¿Y me necesitas para conseguirlo? Pues busca a Carlos, el Chacal —expresó, con aire sardónico y una sonrisa que, en opinión de Al-Muzara, acentuaba la sordidez de sus facciones.
—Carlos está viejo y acabado. Ya no puede moverse con la facilidad de antes; casi ningún país le brinda refugio. Necesito que me prestes a Udo Jürkens. —Se contemplaron en silencio—. Sé quién es él, Gérard. Es el famoso Ulrich Wendorff, de la banda Baader-Meinhof. No está tan cambiado, a pesar de los años. Existen varias fotos de él. Deberías someterlo a una cirugía plástica. Así como lo reconocí yo, algún viejo agente de los tantos servicios de inteligencia que lo buscan también podría hacerlo.
—Udo ha sufrido una fuerte metamorfosis desde que Abú Nidal mandó matarlo. No creo que sea el hombre que necesitas.
—Jürkens es el adecuado. Una parte de lo obtenido sería para ti.
—¿Qué golpe estás planeando?
—La OPEP —dijo, y aludía a la Organización de Países Exportadores de Petróleo—. Allí tendré reunidas a todas las víboras árabes para secuestrarlas y pedir rescate. En especial me interesa Kamal Al-Saud. En unos meses habrá un acto conmemorativo a la memoria de su hermano, el rey Faisal, en la sede de Viena, y está previsto que él dé un discurso. Pienso atacar ese día.
—Kamal Al-Saud te recogió en su casa y te trató como a un hijo cuando tus padres murieron.
—No vengas a darme lecciones de moral. No tú, Gérard. Necesito a Jürkens. Mis hombres son hábiles con las armas, pero no saben cómo diseñar la estrategia para un ataque de esa índole. Necesito que Jürkens los conduzca al corazón de la sede de la OPEP y que se hagan de las víboras árabes para sacarles dinero. Un diez por ciento será para ti.
—Un cincuenta.
—Ni en sueños, Gérard. Un quince. Además, te pagaré por el diseño del misil, y no creo que me hagas precio en nombre de nuestra vieja amistad, ¿verdad?
—Un veinticinco.
—Un dieciocho.
—De acuerdo —dijo, pasado un momento de reflexión.
—Necesito que empieces a trabajar en el diseño del misil.
—Pides demasiado, Anuar. Estás construyendo castillos en el aire. Todavía no te has hecho del botín y ya estás gastándolo a cuenta.
—Con Jürkens a la cabeza del grupo, el asalto a la OPEP será un éxito.
Discutieron los pormenores de la participación del berlinés en la organización del golpe. Conseguir los planos de la sede de la organización se presentaba como el escollo más importante. Las armas y los hombres no serían problema, aunque estos últimos requerían entrenamiento y disciplina para actuar como un aceitado grupo comando.
Parecía que la entrevista había llegado a su fin cuando Al-Muzara cambió el semblante para preguntar:
—¿Qué sabes de mi cuñado?
—Estuve con Eliah el día del atentado. Lo vi bien. Y acabo de llamarlo por su cumpleaños. Creo que está conviviendo con una mujer.
—Una de sus putas —escupió Al-Muzara—. Se cansó de serle infiel a Samara.
—Creo que se trata de otra cosa. Creo que esta vez está enamorado.
—El cuerpo de mi hermana no se enfría en la tumba y él se enamora de otra.
—Anuar, tu hermana murió hace casi tres años.
—¡A mi hermana la mataron! A ella y al hijo que llevaba en su vientre. Y de seguro fue a causa de Eliah. Alguna venganza por sus oscuros asuntos.
—O para vengarse de ti, que tampoco conduces una vida cristalina. —El comentario turbó al terrorista palestino—. Además, no está probado que haya sido un atentado.
—¡Por favor, Gérard! El accidente fue provocado, en el mismo sitio y de manera similar al que le costó la vida a la princesa de Gales. El perito sostiene que el cinturón de seguridad fue desgastado a propósito y que el tubo del líquido de frenos estaba perforado.
En la mañana del domingo, Al-Saud despertó con el timbre del teléfono. Manoteó el inalámbrico de la mesa de luz. Se irguió con violencia al escuchar la voz de un hombre que pedía por Matilde. Abandonó la cama y salió de la habitación.
—¿Quién habla?
—Al-Saud, soy Ezequiel Blahetter.
—¿Quién te dio este teléfono?
—Juana. Es una emergencia. Tengo que hablar con Matilde.
—Está durmiendo. ¿Qué ocurre?
—Mi hermano Roy, el esposo de Matilde, está internado. Lo encontraron inconsciente en la calle. Una patota lo molió a golpes. Tiene la pierna quebrada e infinidad de heridas y contusiones. Pide por Matilde.
—¿Adónde está internado?
—En el Hospital Européen Georges Pompidou, en la rue Leblanc número 20.
—¿Cómo está?
—No está muerto, como supongo que usted desearía.
—No seas ridículo, Blahetter.
—Usted amenazó con matarlo si volvía a molestar a Matilde. Y ahora una patota lo ataca. Muy oportuno, ¿verdad?
—Yo no envío emisarios a cumplir mis advertencias. Me ocupo yo mismo. Y si la mierda de tu hermano vuelve lastimar a mi mujer, no tengas duda de que lo mataré con mis propias manos.
Matilde se rebulló en la cama y entreabrió los párpados. Estaba sola. Oyó unas exclamaciones cortas y secas, como de quien ejercita el cuerpo y suelta el aire ruidosamente. Fue al baño y, después de orinar, lavarse el rostro y los dientes y de peinarse, se envolvió en la bata de seda de Al-Saud, calzó sus pantuflas de gamuza y caminó hasta el gimnasio.
Hacía tiempo que Eliah y Takumi no se medían en el dojo. Habían elegido la técnica del Ninjutsu , el arte de lucha de los ninjas, y, como instrumento, las catanas, los típicos sables de los samuráis. Eliah sufrió un instante de distracción cuando vio aparecer a Matilde, y Takumi aprovechó para ganar ventaja. Le golpeó el costado con el filo de la catana. Matilde ahogó un grito.
—Estarías muerto si la lucha fuera de verdad —le reprochó Kaito en japonés—. ¿Una cara bonita basta para hacerte perder la concentración?
—No es sólo una cara bonita, sensei —contestó Al-Saud en la misma lengua—. ¿No me dejarás ganar para impresionar a mi mujer?
—¿Quieres impresionarla?
Eliah asintió, con una media sonrisa.
—¿Cuánto quieres impresionarla?
—Mucho.
Matilde se sentó, alejada, sobre uno de los aparatos de gimnasia. Observaba con fascinación cómo se batían esos hombres tan dispares ataviados en trajes negros como pijamas. A pesar de que Al-Saud era más alto y fornido, Takumi era habilísimo y rápido, y la lucha se presentaba equilibrada. A Matilde le dio la impresión de estar viendo una película de Bruce Lee o de Chuck Norris, las que tanto gustaban a Ezequiel. Jamás imaginó que esos hombres supieran dar saltos semejantes o realizar giros en el aire como si sus cuerpos pesaran lo que una pluma. Blandían los sables con ambas manos y los hacían girar a tal velocidad que a veces las hojas de acero se convertían en ráfagas plateadas en el aire. Al-Saud, para esquivar un mandoble destinado a sus pantorrillas, dio una vuelta carnero en el aire que lo posicionó junto a Takumi y le permitió atacarlo desde el costado. Takumi se quedó estático al percibir el filo de la catana en las costillas.
—Me ganaste en buena lid, hijo. —Se inclinó frente a su contrincante—. Bonjour, Matilde .
— Bonjour, Takumi . Estoy sorprendida de tu habilidad. Eres fantástico.
El japonés le sonrió y ejecutó una reverencia. Al-Saud envainó el sable y lo depositó en el soporte; se secó la cara y se aproximó a Matilde.
—No me abraces. Estoy transpirado.
—No me importa —dijo ella—. Después nos bañamos juntos.
Se besaron como si Takumi Kaito no siguiera por ahí, acomodando el sable, recogiendo su ropa y las toallas sucias y poniendo orden en el gimnasio.
—Cuando me hablaste aquel día en el restaurante japonés de tu maestro de artes marciales, jamás imaginé que serías tan bueno. Me parecía estar viendo una de esas películas que le gustaban a Ezequiel cuando éramos chicos. —Ese nombre disparó el mal humor de Al-Saud—. ¿Qué pasa? —se preocupó Matilde, y le apartó el jopo que le ocultaba el ojo izquierdo.
—Vamos al sauna. Ahí te cuento. —Cuando la sostuvo desnuda entre sus brazos, con el vapor en torno a ellos, le transmitió el mensaje de Ezequiel—. Dice que Blahetter pide por vos.
—No quiero verlo —expresó Matilde—. Él y yo ya no somos nada. Siento mucho lo que le ha pasado, no le deseo ningún mal, pero verlo me hace daño, y no quiero sufrir.
Al-Saud ajustó su abrazo y le besó el hombro.
—Gracias. Me habría muerto de celos si hubieses querido verlo.
Esa noche, todavía dentro del Aston Martin, frente al edificio de la calle Toullier, Al-Saud experimentaba la angustia habitual en relación con Matilde: no reunía la fuerza para dejarla ir.
—Éste ha sido el mejor fin de semana de mi vida —susurró ella, aprisionada en el pecho de Eliah—. Nunca había sido tan feliz.
—Tengo un regalo para vos. Aquí. —Abrió la gaveta frente a Matilde, de donde extrajo un estuche largo y acolchado, como los que se usan para las pulseras.
Matilde levantó la tapa y se quedó mirando el reloj Christian Dior que, supo enseguida, era de oro. Lo encontró de un gusto exquisito. Se trataba de un modelo clásico al tiempo que original, de brazalete en cuero negro y la caja en forma ovalada, con bisel en oro, lo mismo que las agujas, que contrastaban con la esfera negra.
—Eliah —dijo, y levantó la vista—. Es tan hermoso. ¡Cuánto te habrá costado!
—No lo suficiente. Yo quería un Rolex para vos, pero Juana me aconsejó que no. Dice que no apreciás las cosas ostentosas.
—¡Este reloj también es demasiado! ¿Por qué?
—Porque no quiero que uses ese de goma que te hace llegar tarde a todas partes y que nunca te da la hora correcta. ¿Vas a despreciarme? ¿No vas a aceptarlo?
—No, por supuesto que no voy a despreciarte. —Lo sacó de la caja. Al-Saud la ayudó a colocárselo—. Es hermoso. Pero no quiero que gastes dinero en mí.
—¿En quién lo gastaría si no es en vos?
Matilde se echó a su cuello y lo besó en la boca hasta lograr que él abandonara la actitud defensiva y sucumbiera al deseo por ella. Había advertido la sensibilidad de su humor, que se volvía tormentoso con la misma facilidad que mejoraba. Detestaba que lo contrariaran, como un niño malcriado.
—Gracias, mi amor. La verdad es que estaba necesitando un reloj nuevo. Gracias por ser tan detallista y por pensar en mí.
—Lo único que hago desde que te conocí es pensar en vos.