CAPÍTULO 3
C
umplidos los trámites y recuperado el equipaje, Matilde y Juana salieron a una recepción en donde avistaron a Ezequiel Blahetter. No había demasiado movimiento en el aeropuerto dado que se trataba de un 1° de enero a las ocho de la mañana.
—¡Negrita! —Ezequiel levantó a Juana y la hizo girar en el aire—. ¡Estás hermosa, Negra!
— Vos estás divino. Más divino que antes, si es posible. ¡Sos un desperdicio para nuestro género! Oveja Negra
—¡Juana! —se avergonzó Matilde y atrajo la atención de Ezequiel, que la abrazó en silencio, con los ojos cerrados y una sonrisa. Inclinó la cabeza y la besó en la coronilla. Siempre lo conmovía la pequeñez de Matilde; su delicadeza le infundía paz.
—Hola, Mat —la saludó, y le pasó el índice por la mejilla.
—Hola, Eze —respondió ella; se abrazó de nuevo a él y hundió la cara en su abrigo de cuero—. Gracias por venir a buscarnos tan temprano un 1° de enero.
—Un placer —aseguró—. Vos también estás monísima. ¡Qué largo tenés el pelo!
—¡Uf! —bufó Juana—. Ya sabés que no se lo corta desde los dieciséis. Apenas si me deja sacarle las puntas florecidas, no más de un centímetro.
—Lo tenés hermoso. Muchas modelos darían la vida por este pelo. ¿Vamos? Tengo el auto en el estacionamiento. Dame. —Le quitó la valija a Matilde.
Los gritos de Juana rebotaron en las paredes de la terminal al divisar, en dos oportunidades, las publicidades con fotografías agigantadas de Ezequiel, de un perfume de Davidoff y de cigarrillos Gauloises; en ambas se explotaba la visión que componían los músculos del pecho y de los brazos del modelo.
—Ah, esa perra —masculló Juana, y señaló un afiche del perfume Organza, de Givenchy, con la fotografía de una modelo en un vestido blanco.
—Esa perra —apuntó Ezequiel— es la hermana de tu mejor amiga.
—Matilde sabe que Celia es una perra.
—Aquí se hace llamar Céline. Y te aclaro que, en este momento, es una de las top five de París, Milán y Nueva York. Los modistos más prestigiosos la quieren en sus campañas y pasarelas.
—Justo tenía que hacer la publicidad de mi perfume favorito, la muy imbécil.
—Si la tratás bien —conjeturó Ezequiel—, tal vez consigas que te regale un frasco.
—¡Jamás! Prefiero usar la Upa la la de Mat. ¡Uy, qué frío! —se quejó apenas traspusieron los umbrales del aeropuerto.
—Espero que el departamento de tu tía Enriqueta tenga buena calefacción, Mat —dijo Ezequiel—. No entiendo por qué no quisiste aceptar vivir en casa durante estos meses. Creo que te habría gustado más el Septième Arrondissement que el Quartier Latin .
—¿El septième qué? —preguntó Juana.
—El Séptimo Distrito —intervino Matilde—. Es uno de los barrios más lujosos de París, donde está la Torre Eiffel.
—Parece que estuviste leyendo acerca de París —comentó Ezequiel, y Matilde se abstuvo de confesarle que su compañero de viaje se lo había explicado—. Mi depto tiene una vista estupenda de la torre. Si vemos que el de tu tía no es apto para pasar el invierno, se vienen a casa.
—No queremos incomodarte —adujo Matilde—, ni alterar tu vida con Jean-Paul.
—¡Tampoco nos vamos a cagar de frío, Mat!
—Esperemos a comprobar en qué condiciones está el departamento de mi tía. Ella me aseguró que lo pasaríamos muy bien.
La calefacción del BMW 850i les ablandó los músculos. Matilde, ubicada en la parte trasera, iba callada, observando el paisaje, en tanto Juana se dedicaba a admirar el tablero del automóvil y a interrogar a Ezequiel.
—¿No me dijiste que tenías un Porsche 911 Turbo?
—Y tengo un Porsche 911 Turbo. Pero es demasiado deportivo para esta misión. ¿Dónde iba a meterlas con el equipaje en mi Porsche? Un amigo me prestó su BMW.
Con la actitud de una niña que roba chocolates de la alacena, Matilde extrajo de su shika el pañuelo de Eliah. Había querido devolvérselo; él, en cambio, le había dicho: “Es un recuerdo mío que quiero que conserves”. Fijó la vista en la seda blanca, que se tornó incandescente y la cegó. No se dio cuenta de que sonreía mientras lo evocaba. Eliah ya formaba parte del pasado; el encuentro, aunque intenso, había sido fugaz y fortuito. ¿Por qué pensaba en él cuando nunca volvería a verlo? ¿Qué sabía acerca de Eliah? Sólo su nombre y que vivía en París. Se acordó de la tarjeta personal y la rescató del bolsillo del pantalón. Sólo decía Mercure S.A. Information and Security Services ; había dos teléfonos. En medio destacaba la figura del dios Mercurio, caracterizado por el pegaso alado, las sandalias talares y el caduceo. Guardó la tarjeta en su shika después de meditar si convenía deshacerse de ella.
—¿Pudieron dormir en el avión?
—Ni cinco minutos —contestó Juana—. Tu amiguita de la infancia —con el pulgar señaló hacia la parte trasera— se levantó al papérrimo potrazo que tenía al lado y conversaron toda la noche. No pude pegar ojo.
Ezequiel contempló a Matilde a través del espejo retrovisor. Levantó una ceja y la comisura del labio, un gesto que Matilde le conocía bien y que la hizo sonrojar.
—¿Un papérrimo potrazo, eh?
—¡Sí! Un morocho de ojos verdes que rajaba la tierra. Alto como vos, Eze, quizás un poquito más, bien delgado, aunque con los músculos firmes. Un culito para el infarto y un bulto que casi me deja bizca.
—¡Juana! ¡No tenés límite!
—¡Perdón, Santa Matilde de Asís! Además, Eze, usaba A Men, el nuevo perfume de Thierry Mugler. ¿Lo conocés?
—Por supuesto. Es alucinante.
—Entonces, imagine all the people… Semejante hombre con semejante perfume.
Matilde hundió la nariz en el pañuelo. “A Men, de Thierry Mugler”, memorizó. Sus ojos se detuvieron en el enlace bordado en hilo azul. E, A y S, las iniciales de Eliah. ¿A de Albert? ¿De André? ¿De Alexander? ¿Cuál sería su apellido? “¡Basta!”
Ezequiel les anunció que se acercaban a la rue Toullier, en el Barrio Latino o Quartier Latin .
—¿Cómo lo pronunciás? —quiso saber Matilde.
—Cartié latán.
—¿En qué distrito estamos?
—En el Sixième Arrondisement . En el Sexto —aclaró.
—Es pintoresco. Me encanta.
—El depto de tu tía Enriqueta está a pasos de La Sorbonne y a pocas cuadras de los Jardines y el Palacio de Luxemburgo.
Ezequiel, que conducía por la calle Soufflot, giró a la derecha y entró en la Toullier, angosta y de una cuadra, que no recibía la luz del sol a esa hora de la mañana. Juana señaló la cafetería de la esquina, Soufflot Café , aunque se desanimó al descubrir que estaba cerrada. Se detuvieron en el número 9. No había ascensor en el edificio, por lo que Juana y Ezequiel se ocuparon de subir las valijas al segundo piso, y Matilde, los trastos menores. Ezequiel regresó al BMW para buscar una caja con provisiones.
El departamento contaba con dos dormitorios ubicados en los extremos de un pasillo donde también se hallaba la puerta del baño y de una habitación que Enriqueta destinaba a su atelier . Desde la sala se accedía a la cocina y al lavadero. Ezequiel regresó con la caja de provisiones y se detuvo en el vestíbulo, donde soltó un silbido.
—A tu tía debe de irle muy bien con sus cuadros, Mat, porque este depto, te lo aseguro, cuesta una fortuna. —Apoyó la caja sobre la mesa de la cocina—. No tendrán problema con la calefacción. Veo radiadores por todas partes.
—Están calentitos —informó Juana—. Nos quedamos acá, Eze. ¡Gracias por el morfi que nos trajiste! —Se colgó de su cuello y lo besó en la mejilla.
—Agradecele a Jean-Paul. Fue idea de él.
Matilde se apoltronó en el sillón del living y descansó la cabeza en el respaldo, los ojos fijos en el cielo raso, blanco y con molduras de yeso. Oía a Juana tararear una canción de Marta Sánchez en la cocina. “ Desesperada… Porque nuestro amor es una esmeralda que un ladrón robó… Sí, sí, sí. Desesperada… ”
Ezequiel se acomodó junto a Matilde y la atrajo hacia su pecho.
—Nunca tuvo buen gusto para la música.
Matilde rió antes de admitir:
—Yo tampoco. Te extrañé muchísimo, Eze.
—No más que yo. —La besó en la sien—. Quiero tocarte porque así me infundís paz. Siempre me das serenidad, Mat.
Ezequiel Blahetter y Matilde tenían la misma edad, habían ido juntos al colegio y se querían como hermanos. Con Juana, habían formado un trío al que los demás apodaban “los tres mosqueteros”. En nadie confiaba Ezequiel como en Matilde, tanto que, a los diecisiete años, le reveló un gran secreto, que era homosexual, y lloró en sus brazos porque sabía que el abuelo Guillermo lo repudiaría.
—No soy la mejor para dar paz ni serenidad en estos días. Peleé con tu hermano en Ezeiza. Antes de que me olvide, te envió una carta. La tengo en mi shika .
—Tengo ganas de matar a mi hermano por varias razones. Las principales, por lo que te hizo y por haberle dicho a mi abuelo lo de mi homosexualidad. El viejo me llamó hace unas semanas y me dijo de todo menos lindo, empezando por pervertido.
—Según lo que Roy me contó, tu abuelo lo llamó por teléfono para confirmar lo que ya sabía. Le exigió que jurara por tu vida que no sos gay . Obviamente, Roy no pudo hacerlo y admitió la verdad.
—De seguro fue mi primo Guillermo. Hace lo posible para enemistarnos con mi abuelo. Planea quedarse con todo el imperio Blahetter.
—Que se quede con él. Vos sos feliz acá. Has hecho una carrera impresionante.
A los dieciocho años, apenas finalizado el secundario, Ezequiel, en contra del deseo de su abuelo, marchó a Buenos Aires para iniciarse como modelo publicitario. A los veintidós, conoció a Jean-Paul Trégart, el dueño de la agencia más importante de Europa, que le demostró que todavía le quedaba mucho por escalar. Se mudó a París y trabajó duro para ganarse el sitio que ocupaba. Al igual que Celia, o Céline, Ezequiel Blahetter también pertenecía a la élite de los top five .
—Sí, mi carrera está en la cima de la gloria, pero a veces necesito de vos y de Juana, cuando íbamos a tu campo, a Arroyo Seco , ¿te acordás?, y montábamos a caballo. Extraño los días en la Academia Argüello. Te extraño a vos, Mat. Mucho. Siempre.
—Te hartarás de mí en estos meses.
—Nunca me hartaría de vos. ¿Te hiciste los estudios antes de venir? —Matilde asintió, con una sonrisa, y le dio a entender que todo marchaba bien—. Gracias a Dios.
El viaje y la diferencia horaria comenzaban a mellar los ánimos de Matilde y de Juana. A ésta ya no se la oía cantar, y a Matilde le costaba levantar los párpados.
—Las dejo descansar. Estaré muy ocupado con desfiles y sesiones fotográficas en estos días, pero me haré tiempo para verlas. Aquí te dejo mis teléfonos y mi dirección.
Le extendió una tarjeta personal que decía: Ezequiel Blahetter. Mannequin. 29, Avenue Charles Floquet, troisième étage , y detallaba los teléfonos. Reconoció la caligrafía de su amigo que había aclarado al pie de la tarjeta: “Casi esquina con Avenue du Général Tripier” .
—Cualquier cosa, Mat, cualquier cosa , me llaman. Sin dudar, a cualquier hora.
La vehemencia de Ezequiel le trajo a la memoria la escena en el avión. Suspiró.
—¡Chau, Negra!
—¡Chau, Eze! —gritó desde el baño—. Nos estamos viendo.
—Te acompaño abajo —dijo Matilde, y se abrigó con el poncho.
Se abrazaron en la vereda, y Ezequiel la besó en la frente sin advertir que, desde un automóvil, les tomaban fotografías.
—Agradecele de mi parte a Jean-Paul por habernos mandado los víveres.
—Quiere conocerte. Me dijo que organizará una fiesta en tu honor.
Matilde se llevó las manos al pecho y aleteó las pestañas.
—¡Qué honor!
—¿Necesitás dinero? Puedo darte hasta que cambies.
—Trajimos algunos francos. Supongo que mañana, que es viernes, las casas de cambio y los bancos abrirán, ¿no?
—Sí, sí, mañana es un día de actividad normal.
Se despidieron. Ezequiel subió al BMW y leyó la carta de Roy. Hermano, ahí se va Matilde a París, lejos de mí. Te la encomiendo. Cuidala y mantené a los lobos feroces a raya. No hace falta que te diga lo que ella significa para mí. Me mandé una cagada grande como una casa, lo sé, y supongo que ella, como siempre, ya te lo contó. Igualmente voy a recuperarla. Es mi vida. Espero verte pronto porque (no le comentes esto a Matilde) es probable que viaje a París en unas semanas. Un abrazo. Roy .
Puso en marcha el automóvil y condujo hacia la rue Cujas, la que bordea La Sorbonne . Un destello en el espejo retrovisor lo encegueció por un instante, y dedujo que se trataba del flash de un turista que fotografiaba la fachada lateral de la universidad.
Vladimir Chevrikov, que había sobrevivido cinco años en la prisión de Lefortovo, en las afueras de Moscú, pensó que no sobreviviría a la resaca consecuencia de los excesos de la noche anterior. El timbre, que no cesaba de sonar, terminaría por confirmar su pronóstico.
—¿Quién es?
—Yo. Medes.
Abrió y le franqueó el paso al chofer de Al-Saud.
—¿Qué carajo quieres a esta maldita hora de la mañana de un 1° de enero?
—Necesito que reveles unas fotos. El jefe las quiere con urgencia.
Vladimir masculló insultos en ruso antes de añadir:
—Prepararé café.
Medes caminó hacia el interior del departamento y se adentró en el taller de Chevrikov. Como de costumbre, se tomó un momento para admirar los instrumentos, los líquidos, tintas y pegamentos, los sellos y demás elementos de los que Vladimir se servía para falsificar todo tipo de documentos. La habitación contigua, cerrada a cal y canto, carente de ventanas y con la temperatura y la humedad controladas, albergaba planchas de papel y los originales de la mayoría de los pasaportes existentes. Medes sospechaba que, entre las planchas de papel, habría algunas para fabricar billetes.
Durante los años de la Guerra Fría, nadie había superado la maestría de Chevrikov como falsificador dentro del KGB, el servicio secreto de la Unión Soviética. En la actualidad, se decía que era el mejor falsificador del mundo. Poseía un talento especial para copiar y, sobre todo, para olfatear las trampas que los organismos e instituciones plantaban en los documentos. Él mismo fabricaba el papel, para lo cual se hacía del documento original y estudiaba su composición bajo el microscopio. Los gobiernos le temían ya que una invasión de moneda falsa, obra de Chevrikov, habría resultado difícil de descubrir.
Vladimir terminó en la prisión de Lefortovo después de que una amante despechada denunció que vendía pasaportes falsos a desertores rusos. El KGB lo interrogó hasta que se persuadió de que trabajaba solo y no para la CIA ni el SIS ( Secret Intelligence Service ), el servicio de inteligencia británico. Medes sabía que Chevrikov rengueaba porque, como consecuencia de las torturas, le faltaban dos dedos del pie derecho. También sabía que Al-Saud le pagaba una fortuna para que trabajase sólo para él, además de haberlo convertido en socio de la Mercure S.A. al darle un bajo porcentaje de las acciones. Esa categoría, la de poseedor de acciones de la empresa de Al-Saud, lo convertía en parte de un grupo selecto en el cual “el jefe” depositaba su confianza.
—No toques nada —le advirtió Vladimir, y le pasó una taza de café.
—Tengo que llamar al jefe. Usaré tu teléfono.
—¿Adónde lo llamarás? ¿Al George V? —Medes asintió—. No lo hagas. Hoy, por ser feriado —remarcó—, Peter no se habrá presentado para limpiar las habitaciones.
Peter Ramsay, ex miembro de la unidad de rastreo del SIS, conocida como El Destacamento, también componía el grupo variopinto y selecto del jefe. Se ocupaba de mantener las oficinas de la Mercure S.A. como también las propiedades, aviones y automóviles de Al-Saud y de los demás socios y empleados libres de micrófonos y otra tecnología utilizada para el robo de información. Era sigiloso por naturaleza, y así como descubría micrófonos los plantaba, tomaba fotografías desde grandes distancias y realizaba tareas de escucha y de seguimiento por días sin levantar sospechas. Había cimentado una sólida amistad con Alamán Al-Saud, hermano de Eliah e ingeniero electrónico, quien les proveía de la tecnología de punta.
—El jefe me dijo que lo llamase al George V. Él mismo limpiará el lugar —supuso Medes—. ¿Cómo se llama tu amigo, el inspector de la 36 Quai des Orfèvres ? —Medes aludía a la Direction Régionale de la Police Judiciaire , más conocida por su domicilio.
—El inspector Olivier Dussollier, de la Brigada Criminal. ¿Qué quieres con él?
—Necesito que averigüe a quién pertenece un automóvil. Obtendremos la patente al revelar las fotografías.
Al-Saud cruzó la puerta principal del Hotel George V y se adentró en la recepción. Quizá si no se hubiese criado en un ámbito suntuoso y si no recorriese ese lugar casi a diario, la magnificencia de la estancia lo habría anonadado. Pasó de largo y no prestó atención a los jarrones de Sèvres con peonías recién llegadas de China, ni a las estatuas de mármol, ni al brillo de los pisos, ni a las molduras en los cielos rasos, ni a las inmensas lámparas con lágrimas de cristal de roca, ni a los frescos en las paredes, ni al imponente gobelino colgado tras el mostrador de la conserjería, desde donde la conserje lo admiró, atraída por su caminar reconcentrado, con la vista al piso, una mano en el bolsillo del pantalón, que mantenía el costado del saco levantado, y la otra en la manija de la pequeña maleta con ruedas; no usaba abrigo a pesar de tratarse de una mañana gélida. Hacía días que no lo veía, y la emoción la llevó a alzar la voz, algo imperdonable en un hotel de esa categoría.
— Bonjour, monsieur Al-Saud! —Acompañó el saludo con una agitación de mano.
Eliah sonrió y se acercó al mostrador.
— Bonjour, Évanie. Ça va?
— Ça va bien, monsieur. —Évanie siempre resaltaba el monsieur a la espera de que Al-Saud le sugiriera que lo tutease, algo que nunca ocurría. Educado y cortés, guardaba distancia. Su temperamento reservado se daba de bruces con el expansivo de su hermano Alamán. De igual modo, Eliah era más simpático que el mayor de los Al-Saud, Shariar, dueño del George V, a quien todos temían. En realidad, Shariar era dueño de la empresa constructora Kingdom Holding Company, que tres años atrás había comprado el famoso y antiguo hotel parisino venido a menos y, tras invertir trescientos millones de dólares, lo había devuelto al sitio que merecía.
Monsieur Eliah Al-Saud alquilaba dos suites del hotel en el último piso, el octavo, donde funcionaban las oficinas de su empresa, la Mercure S.A., aunque el centro neurálgico se hallaba en el sótano de su casa en la Avenida Elisée Reclus. El George V no se ocupaba de la limpieza ni de la conservación de dichas habitaciones, y los empleados procuraban mantenerse lejos de ellas. Una noche, el plomero del hotel se aventuró en uno de los baños de las suites de monsieur Eliah para arreglar un desperfecto que inundaba el séptimo piso, y había terminado con el cañón de una Browning High Power en la nuca. A Anthony Hill, conocido como Tony, el socio más importante de la Mercure S.A. después de Al-Saud, le había llevado un tiempo convencerse de que el hombre balbuciente y lloroso era el plomero del George V. Al otro día, se cambiaron las cerraduras, y ni la llave maestra del jefe de mantenimiento pudo franquear las puertas de las suites de Mercure S.A.
— Bonne année, monsieur .
— Bonne année à toi, Évanie . ¿Algún mensaje?
—Nada, señor. Su madre, madame Francesca, estuvo ayer aquí. Vino acompañando a su hermano, monsieur Shariar. Me dijo que acababa de llegar de Jeddah para pasar el Año Nuevo con ustedes.
—¿Ya se ha hospedado el señor Shiloah Moses?
—No aún. Lo esperamos de un momento a otro.
— Merci .
Halló un infrecuente silencio en las habitaciones del octavo piso. Por lo general, sonaban los teléfonos, sus secretarias se movían con presteza para enviar faxes, sacar fotocopias, preparar carpetas, sus hombres entraban y salían conforme se los convocaba y destinaba a diversas misiones, y se atendía a los clientes. Miró la hora. Nueve y media de la mañana. Su Rolex Submariner le trajo buenos recuerdos y rió con un tinte de nostalgia. Decidió tomar un baño. Shiloah Moses no llegaría sino hasta las diez y media.
Un rato más tarde, con una toalla en torno a la cintura, entró en la sala y se dirigió a una de las ventanas que daban al jardín interno del hotel. Allí se quedó, con la vista en la fuente, mientras se secaba el pelo con movimientos enérgicos para relajar el cuero cabelludo. ¿Qué estaría haciendo Matilde? El timbre del teléfono quebró el mutismo.
—Soy yo, jefe. Medes.
—¿Dónde estás?
—En casa de Vladimir, revelando unas fotos.
—¿Las tienes localizadas? —Medes contestó que sí—. Termina con lo que estás haciendo y ven al George V.
Giró para regresar al baño, y su mirada se detuvo en el óleo colgado sobre la estufa a leña: el retrato de Jacques Méchin, a quien él había querido como a un abuelo. Su abuelo paterno, el fundador del reino saudí, había muerto antes de que él naciera, y su abuelo materno, en realidad, no lo era. Alfredo Visconti, esposo de su abuela Antonina, quería a Francesca como a una hija y, por ende, a los hijos de ésta como a sus nietos. Eliah sentía un gran afecto por el viejo italiano y recordaba con cariño los veranos pasados en la Villa Visconti , en el Val d’Aosta, al norte de Italia; aún disfrutaba de su compañía y de su conversación cultivada. Sin embargo, a quien había adorado era a Jacques Méchin. Todavía le dolía su ausencia. Antes de morir, Jacques lo había señalado como el heredero de sus bienes, incluida la casa que por generaciones había pertenecido a los Méchin, en la exclusiva Avenue Elisée Reclus, en esquina con la rue Maréchal Harispe, y una hacienda en las cercanías de Ruán, donde Eliah se dedicaba a la cría de caballos frisones.
Shiloah Moses se presentó a las diez y media, fresco y sonriente como de costumbre. Se saludaron con un abrazo. Shiloah tomó distancia, observó a su amigo y comentó:
— Mon frère , siempre estás en forma como un violín. —Se lo dijo en inglés, el idioma que habían aprendido en el colegio bilingüe donde se habían conocido.
Al-Saud, que vestía una remera de algodón blanca Ralph Lauren, escote en V, unos jeans azul oscuro y zapatillas Hogan verde oliva, presentaba un aspecto juvenil y relajado.
—En cambio yo —dijo Shiloah—, cada día me parezco más a mi padre, y no sólo por la incipiente calvicie. —Se palmeó el vientre—. Aunque te noto cansado. ¿No has dormido bien?
—No he dormido nada —confirmó Eliah—. Dime, ¿te dieron la habitación seis cero cuatro? —Moses asintió—. Peter Ramsay ya se ocupó de instalar las contramedidas electrónicas para que puedas hablar libremente. No podemos garantizarlo en otro sector del hotel.
—¡Por Dios, Eliah! Estamos en el hotel de tu hermano.
—Mi hermano no puede dar fe de cada empleado que contrata ni de cada persona que ingresa. Si bien revisamos sus antecedentes en detalle, sabes que pueden falsearse. Tú, mi querido amigo, desde que decidiste dedicarte a la política en Israel y desde que se te metió en la cabeza la idea del Estado binacional, te has echado encima a unos cuantos peces gordos, empezando por el Mossad, haciéndonos la tarea de cuidarte las espaldas cada vez más difícil.
—Para eso les pago una fortuna —acotó Shiloah, y rió hasta que puso una mano sobre el hombro de Eliah—. Amigo, es bueno volver a verte.
Shiloah Moses y Eliah Al-Saud se conocían desde la época del jardín de infantes y, junto con Sabir Al-Muzara, habían estrechado lazos de amistad que se sostenían a través del tiempo y de varias tormentas. De niños, no se daban cuenta del insólito trío que componían: el hijo del presidente de la Federación Sionista de Francia, el de un príncipe saudí y el de un exiliado palestino. A veces el trío se ampliaba, y los hermanos de Eliah, Shariar y Alamán, y el hermano mayor de Sabir, Anuar, se unían para jugar y planear travesuras. Mayormente se reunían en casa de los Moses ya que Gérard, hermano de Shiloah, no podía abandonarla dada una enfermedad congénita que le impedía exponerse al sol.
Eliah y Shiloah se dirigieron a la pequeña cocina para preparar café.
—¿Por qué estás aquí y no en tu casa? Allí podríamos beber el excelente café de Colombia que prepara la buena de Leila.
—Tú te alojas aquí y pensé que sería más cómodo para ti. ¿Por qué la urgencia de vernos hoy, 1° de enero? —quiso saber Al-Saud.
—Sabes que en pocas semanas empieza la convención por lo del Estado binacional y ya no tendré paz para charlar contigo. Quería hacerlo hoy, sin que sonaran teléfonos ni que hubiera interrupciones.
Al-Saud lo puso al tanto de las medidas de seguridad que la Mercure desplegaría durante los días en que la convención tuviera lugar en el salón con que contaba el Hotel George V. En su opinión, nada podía juzgarse exagerado si el polvorín que era Oriente Próximo se trasladaría a la Avenida George V, de París.
Llamaron a la puerta.
—Menos mal que no habría interrupciones —se lamentó Shiloah.
—Es Medes —anticipó Eliah—. Permíteme unas palabras con él.
Medes saludó a Shiloah de lejos y siguió a su jefe al despacho. Hablaron a puertas cerradas.
—Muéstrame las fotos.
Medes las extendió sobre el escritorio y, en tanto su jefe las analizaba y las pasaba con lentitud, le describía el recorrido de los objetivos que le había encargado vigilar.
—Averiguaste a quién pertenece el BMW.
—Vladimir habló con su amigo de la 36 Quai des Orfèvres . —Extrajo un papel del bolsillo de su camisa y leyó—: Su nombre es René Raoul Sampler.
Al-Saud encendió la computadora y, mientras se cargaban los programas, volvió a las fotografías. ¿Quién era René Sampler que abrazaba, acariciaba y besaba a Matilde de ese modo? A su juicio, había más que cariño en las miradas que intercambiaban; había amor.
—Vuelve a la rue Toullier y haz guardia día y noche. Quiero que fijes tu atención en la muchacha rubia. Síguela adonde sea que vaya. Te turnarás con La Diana. Puedes irte. Hay café fresco en la cocina si te apetece.
Ingresó el nombre del propietario del automóvil. Se trataba de un modelo publicitario de la agencia de Jean-Paul Trégart. Veinticinco años, originario de Estrasburgo, sin antecedentes penales. La fotografía que le devolvía el sistema no era buena. Apretó los puños a los costados del teclado. ¿Serían amantes? ¿Por qué le resultaba intolerable? Se levantó con un ímpetu que envió la butaca con ruedas hasta dar con la pared. Volvió a la sala y se ubicó en el sillón, frente a Shiloah Moses.
—¡Qué cara traes! ¿Algún problema?
—Ninguno. Te decía que Tony se ocupará de coordinar una valla con nuestra gente que circundará el hotel. Nadie entrará ni saldrá sin ser registrado y sin pasar por los detectores de metales que Alamán colocará en las entradas. Necesitaré que me pases un listado de tus invitados que se alojarán en el George V.
—No todos pueden hacerlo. Los más pobres se ubicarán en hoteles baratos.
Sonó el celular de Eliah.
— Allô?
—Hijo, soy yo —dijo Francesca Al-Saud, en castellano.
—Hola, mamá. ¿Cuándo llegaron?
—Hace tres días. ¿Cómo estás, querido?
—Bien.
Francesca Al-Saud aseguraba que Dios había sido más que generoso con ella. Nada le pedía para sí, sólo salud y felicidad para sus hijos, en especial para Eliah, que, desde hacía algunos años, caminaba por la vida con el corazón destrozado.
—Alamán nos dijo que habías viajado a Argentina. ¿Por tus frisones?
—Sí. ¿Cómo está papá?
—Muy bien. Aquí, a mi lado. Te manda saludos.
—Estoy con Shiloah. Él también te manda saludos.
—¡Ah, Shiloah! Pasame con él.
Shiloah adoraba a madame Francesca, que siempre lo había recibido con cariño en su casa de la Avenue Foch, en París, donde se respiraba una armonía inexistente en su hogar. En varias oportunidades lo habían invitado a la Villa Visconti , al norte de Italia, e incluso, en una oportunidad, a la hacienda en Jeddah. Nadie podía imaginar que el amigo de los hijos del príncipe Kamal, que osaba pisar la tierra sagrada del Islam, era hijo de uno de los sionistas más poderosos del mundo, Gérard Moses.
Shiloah cortó la llamada y rió ante la mueca de Eliah. A éste le costaba comprender la fuente inextinguible de buen humor de su amigo cuando tres años atrás había visto volar por el aire a su esposa, víctima de un atentado suicida del grupo palestino Hamás, en una pizzería de Tel Aviv. Moses estaba vivo porque minutos antes de la explosión había ido al baño.
—¿Mi vieja no quería seguir hablando conmigo?
—No. Sólo me dijo que nos espera a ti y a mí en la casa de la Avenue Foch para el almuerzo. Todos tus hermanos confirmaron que van. Tu tía Fátima y su familia han llegado ayer de Riad y también estarán. Lo mismo que tu tía Sofía y tu tío Nando.
—A lo nuestro, Shiloah. Quiero terminar cuanto antes. A cada participante de la convención se le entregará una credencial con un chip que tendrá toda la información acerca de esa persona. No podrán acceder sin esa credencial. Todos los días, antes de dar comienzo a las charlas, se limpiará la sala de micrófonos y demás adminículos.
—¿Cuánto me costará todo esto?
—Nada barato, mon frère . Tú quisiste armar este circo, ahora tendrás que costearlo.
—Es el lanzamiento de mi carrera política, el nacimiento de mi partido político. ¿Sabes cómo lo he llamado? Tsabar.
—Ilumíname. Sabes que mi hebreo es limitado.
— Tsabar significa cactus opuntia. De hecho, el símbolo de mi partido es la silueta de esta planta. Es una alusión figurada a la tenacidad y el carácter espinoso del cactus, que sobrevive en el desierto y que esconde un interior tierno y un sabor dulce. ¡Sí! —exclamó—. Bien valdrá la pena los gastos en que incurra.
Al-Saud se quedó mirándolo.
—¿Por qué lo haces, Shiloah?
—Si Takumi sensei estuviese aquí te diría que lo hago porque no puedo refrenar el Caballo de Fuego que hay en mí. Amo los desafíos y los imposibles. Nada me motiva más. —De pronto, su gesto cobró sobriedad—. Lo hago por tantas razones, mon frère , pero sobre todo lo hago por ella, por mi Mariam. Morir así, a manos de su propia gente… Esto ya no puede seguir. Alguien tiene que hacer algo.
La esposa de Shiloah Moses, aunque de nacionalidad francesa, provenía de una familia palestina que, después de la guerra de 1948, se refugió en París bajo el ala protectora de unos parientes ricos. Shiloah la había conocido en casa de los Al-Saud ya que Mariam era de las mejores amigas de Yasmín. Pese a la oposición de ambas familias, Shiloah y Mariam defendieron su noviazgo. Se creyó que el idilio acabaría cuando Shiloah partió hacia Israel a los dieciocho años para enrolarse en el Tsahal , como se conoce al ejército israelí. Los años pasaban, y Shiloah Moses aún enviaba cartas y regalos a Mariam, que le juraba fidelidad.
—No te permitirán avanzar con tu proyecto político, Shiloah.
—Oh, hay muchos como yo. Paz Ahora, el Comité Israelí Contra la Demolición, la Lista Progresista por la Paz, la Asociación de Jóvenes Palestinos por la Paz, etcétera. A ellos los dejan ser. ¿Por qué a mí no?
—Tú tienes un gran poder económico y eres una personalidad pública en tu país. No eres como los otros, gentes de izquierda con buenas intenciones y nada de poder. Tu defensa por la ecología te ha granjeado el respeto y el cariño de muchos sectores.
—Y es lo que aprovecharé para llevar mis ideas de unidad al Knesset . —Así llaman los israelíes a su parlamento.
—Shiloah, si tanto quieres revertir la situación y luchar por la paz, ¿por qué no apoyas a la OLP —Eliah se refería al partido de Yasser Arafat, Organización para la Liberación de Palestina— y a su idea de crear un Estado palestino?
Moses abrió una carpeta que había apoyado sobre la mesa ubicada entre los sillones y sacó un mapa de Cisjordania.
—Mira esto, Eliah. Aquí tienes los asentamientos israelitas y estas son las ciudades palestinas. Aquí puedes comprobar cómo la población palestina ha quedado atrapada en islas. ¡En bantustanes! Mientras que los asentamientos israelíes cuentan, no sólo con la seguridad que les brinda el Tsahal , sino con un sistema de carreteras (carreteras que no pueden ser usadas por los palestinos) que los comunican con Israel. ¡Y ahora se habla de construir un muro en torno a los bantustanes palestinos! Entonces, ¿de veras crees que es posible la existencia de un Estado palestino? Hay que trabajar por la idea de un Estado único porque los asentamientos no desaparecerán y, por ende, la violencia no se detendrá.
—Shiloah, tú eres sionista. ¿De qué estás hablando?
—Sí, lo soy, pero opino que el sionismo ha conseguido su meta, un Estado judío. Ya es el momento de convivir con los árabes. Durante siglos vivimos en paz, ellos y nosotros. Ya no quiero más parias, como en la época del nazismo en Alemania.
—¿Por qué dices que los asentamientos de los colonos israelíes no abandonarán nunca Cisjordania?
—Por los recursos, mon frère , sobre todo por el agua. El agua es lo más importante en mi país. El ochenta por ciento del agua que se obtiene en Cisjordania va a parar a Israel. Y el agua es vida.
—Entonces los Acuerdos de Oslo son un engaño.
—Sabir te lo advirtió en el 93, cuando los dichosos acuerdos se firmaron.
Al-Saud apoyó los codos en las rodillas y se sostuvo la cabeza con las manos. Se trataba de un embrollo endiablado.
—Tu idea es una utopía —sentenció por fin.
—No, no lo es —refutó Shiloah—. Cualquier cosa es posible, y me duele que seas tú, de todos los mortales, el que me diga que algo es imposible. Tú, que haces lo que se te da la gana y lo logras. Siempre, en contra de cualquier voluntad.
—Este asunto tiene demasiadas aristas. Sólo estoy analizando los posibles enfrentamientos que tendrías con los partidos y los centros de poder israelíes, sin contar las opiniones de la OLP, Hamás y la Yihad Islámica, y ya siento que me desborda. Si agregamos a Estados Unidos en el análisis, entonces, esto adquiere un cariz negro.
—Paso a paso. Poco a poco.
—Además, en tu periódico —Eliah hablaba de Últimas Noticias —, siempre has criticado al Mossad por no aparecer en la Ley de Presupuesto Anual y por gozar de impunidad. Has metido la mano en el avispero al decir que debería ser objeto de control por parte de una comisión del Knesset . Ahora los tienes en contra. Y con ellos no se juega, te lo advierto.
—¡Ah, pero para eso te tengo a ti! Para que cuides mis espaldas.
—Ya te advertí que estás haciéndolo difícil, mon frère . Dime, Shiloah —la inflexión en la voz de Al-Saud silenció la risa de Moses—, ¿qué sabes del Instituto de Investigaciones Biológicas de Israel?
—No mucho. Puedo decirte que los residentes de Ness-Ziona, la ciudad donde se encuentra, han manifestado su temor por los productos que se fabrican allí. En los últimos años, seis empleados han muerto en condiciones no muy claras, probablemente como resultado de manipular sustancias altamente tóxicas.
El timbre del celular interrumpió el diálogo. Al-Saud verificó quién llamaba antes de contestar. Céline. Bajó la tapa y apagó el teléfono.
—Contesta —lo alentó Moses—. No te preocupes por mí.
—Nada importante. Dime, Shiloah, ¿te acuerdas del desastre aéreo de Bijlmer? —Lo pronunció correctamente, “beilmer”.
—¿El avión de carga que se estrelló contra un edificio en Ámsterdam? —Al-Saud asintió—. Resultó un escándalo mayúsculo para El Al.
—Estamos tratando de averiguar qué contenía el Jumbo de El Al.
—¿La Mercure está investigando? —se sorprendió Moses—. ¿Por qué la Mercure se dedicaría a eso?
—Con Tony y Mike —Eliah hablaba de otro de sus socios, Michael Thorton— estamos ampliando los horizontes del negocio. Con la resolución de la ONU en la que se condena el uso de fuerzas mercenarias, no nos dejarán en paz. Hemos decidido diversificar.
—¡Oh, los mercenarios jamás dejarán de existir!
—Lo sé, pero la demanda de nuestros servicios podría decaer, y nosotros tenemos una estructura de costos fijos muy alta. Necesitamos ingresos permanentes. Por eso nos hemos abierto a otros negocios, como las investigaciones de alto riesgo y los servicios de protección económica e industrial. Ya sabes que el espionaje industrial y económico es moneda corriente. En relación con lo de Bijlmer, lo que estamos descubriendo tal vez te sirva para tu campaña política.
—Me interesa. Te escucho.
—Hemos sido contratados por dos de las empresas aseguradoras, las más importantes de los Países Bajos, que deben hacer frente a los costos materiales y de vidas humanas que hubo a causa del accidente. Ellas quieren saber qué contenía el avión de El Al. Mike se entrevistó con varios de los vecinos de Bijlmer que aseguran haber visto a cuatro o cinco personas vestidas como astronautas que circulaban en medio del caos a poco del accidente. Los problemas de salud entre los habitantes del Bijlmer han crecido desde el accidente. Así lo revelan las estadísticas de los hospitales de la zona.
—Eso no es indicio de nada.
—Lo es si las personas caen enfermas a causa de las mismas afecciones, que van desde problemas en la piel hasta un tipo de cáncer inusual. Si bien se sabe qué fue lo que causó el accidente, hasta el día de hoy no se ha desentrañado qué contenía el avión de carga. Las autoridades holandesas y las israelíes no se muestran solícitas al momento de entregar los documentos de flete, lo cual ha levantado sospechas.
—Un gran amigo mío es gerente de El Al. A él tampoco le gustan muchas de las maniobras del gobierno. Le preguntaré, trataré de averiguar.
—Podría sernos de utilidad. Del viaje de Mike a Ámsterdam obtuvimos dos datos interesantes. Primero, un empleado del Departamento de Operaciones de Carga de Ámsterdam-Schiphol asegura que en el vuelo 2681 iba un cuarto hombre. Siempre se habló de que sólo viajaba la tripulación: el piloto, el copiloto y el ingeniero de vuelo. Sin embargo, este hombre asegura que él vio a un cuarto. ¿Quién es? ¿Por qué no se declaró su presencia? Segundo, este mismo empleado, que supervisó la carga, estaba acostumbrado a ver en ella etiquetas que decían “Danger” . Él sabía que era material bélico. Este hombre asegura que, mientras introducían las cajas en la cámara de presión para detonar cualquier bomba, notó una etiqueta que no había visto antes. Decía, junto a la de “Danger” : “Química Blahetter S.A. Procedencia: Córdoba — Argentina” —lo expresó en castellano y después lo tradujo al francés—. Le llamó la atención que estuviera en castellano, un idioma que él balbucea. Estamos siguiendo esta pista. Llegaremos al meollo y lo expondremos en la prensa. No sólo las aseguradoras ganarán con esta investigación. Sin duda, tendrás más posibilidades en las elecciones después de un escándalo de esta magnitud.
Shiloah escuchaba el discurso de Al-Saud con la vista fija en el suelo y una mano en la barbilla.
—Estoy pensando de qué modo prepararé el terreno para aprovechar el impacto de esta noticia. ¿Qué crees que haya contenido el avión de El Al?
—Mike sostiene que se trata de compuestos para elaborar armas químicas, los llamados agentes nerviosos, como el gas sarín, el tabún, el somán y otros, todos desarrollados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
—¿Qué lo lleva a sospechar eso?
—Debido a una conversación muy interesante con el controlador de tránsito aéreo que supervisó el despegue del vuelo 2681. Este tipo asegura que, luego de que el piloto informó que no podía estabilizar la nave para el aterrizaje de emergencia y el avión parecía condenado, se le pidió en reiteradas ocasiones desde la torre de Ámsterdam-Schiphol que intentase un aterrizaje en dirección del Lago IJssel. ¿Por qué un piloto, veterano de la Fuerza Aérea Israelí, con veinticinco mil horas de vuelo, no conseguiría dirigir la nave hacia el lago? —Al-Saud se contestó a sí mismo—: Porque quería evitar el agua a cualquier costo, aunque eso significase caer sobre una zona densamente poblada. Un experto en armas químicas le explicó a Mike que el dimetil metilfosfato y el cloruro de tionilo, ambos componentes del sarín, reaccionan furiosamente al contacto con el agua. Si el avión hubiese terminado en el IJssel, la catástrofe habría adquirido proporciones inimaginables. Creo que el piloto hizo lo que tenía que hacer y salvó a la población de Ámsterdam.
—¿Cómo sabía el piloto que el dimetil… lo que sea y el cloruro no sé cuánto reaccionan de manera letal con el agua? Ésa no es una información que cualquier mortal conoce.
—O bien el piloto estaba advertido de la carga que transportaba y de los peligros que involucraba, lo cual juzgo improbable, o el cuarto hombre jugó un papel importante en la decisión de aterrizar sobre el Bijlmer.
—¿Estos químicos podrían ser utilizados en otros procesos que no se relacionan con el desarrollo de armas químicas? ¿En insecticidas, fertilizantes, en fármacos?
—Según la Convención sobre las Armas Químicas de la ONU, el cloruro de tionilo se encuentra tipificado en la tabla tres, es decir, en la que enumera a los químicos usados para la fabricación de armas como también en otros productos de la industria legítima, por lo que su comercialización está controlada y restringida. El dimetil metilfosfato, en cambio, se encuentra en la tabla dos, donde se clasifican aquellos elementos esenciales para la producción de armas químicas y que no se usa en grandes cantidades para propósitos civiles. Por ende, su comercialización está prohibida.
—Hasta el momento mi país no ha ratificado el acuerdo de la Convención sobre Armas Químicas, ¿verdad?
—No, no lo ha hecho.
—Podrían alegar —dijo Moses— que necesitan esos productos para fabricar pequeñas muestras de gases letales de manera tal de conocer el comportamiento del mismo y desarrollar antídotos en caso de un ataque por parte de nuestros enemigos. Ya sabes que, durante la Guerra del Golfo, el gran fantasma era el posible uso de armas químicas por parte de Saddam. Todos nos movíamos con nuestras máscaras a cuestas y mandamos sellar una habitación donde pasaríamos el tiempo mientras durase el ataque.
Al-Saud pensó que nadie como él conocía los peligros corridos durante esa guerra. En cada misión que había llevado a cabo, la máscara antigás se sumó al complejo equipo de aviador NBC ( Nuclear, Biological and Chemical Defence , defensa nuclear, biológica y química).
—Es una justificación plausible —admitió—. Israel, desde su creación en el 48, ha estado rodeado de enemigos dispuestos a borrarlo de la faz de la Tierra. Tiene derecho a conocer con qué armas le toca lidiar. Sin embargo, hay puntos que no cuadran. Si la situación es la que describes, ¿por qué no admitirlo? Te diré por qué. Debido a las cantidades transportadas. Una cosa es transportar cantidades para muestras de estudio y análisis y otra para fabricar armas a gran escala.
—Tel Aviv sostiene que la construcción de bombas atómicas por parte de Israel es una decisión estratégica para disuadir a nuestros enemigos. No pensamos usarlas. Lo mismo esgrimirán con las armas químicas.
—Por supuesto que es más seguro que las armas nucleares y químicas estén en manos de Israel que de un psicópata como Saddam Hussein. Sin embargo, disuasoria o no, la construcción de esas armas viola una gran cantidad de acuerdos y convenciones internacionales, y tú puedes sacar ventaja de ello. —Pasado un silencio, Al-Saud manifestó—: Si llegamos a descubrir qué había en el avión de carga de El Al, no debería publicarse en Últimas Noticias ya que perdería credibilidad.
—Sí, sí, tienes razón. Buscaremos otro medio.
—Un periódico holandés sería lo mejor. ¿Cuándo podrás comunicarte con tu amigo, el gerente de El Al? Me urge descubrir la identidad del cuarto hombre.
—Lo haré mañana mismo. —Shiloah se puso de pie y se tocó la barriga—. Esta conversación me ha despertado el apetito. Lo que me recuerda que tenemos una invitación para almorzar en casa de tus padres, donde siempre la comida es espléndida. ¿Vamos en la limusina del hotel?
—No. Mandaré traer mi auto.
Al-Saud telefoneó a su hombre de confianza en el garaje del hotel y le ordenó que llevase el Aston Martin a la entrada principal en cinco minutos. Se colocó una chaqueta corta de cuero negro y acomodó el cuello de lana antes de abandonar la suite. De camino hacia la salida y mientras conversaba con Moses, Al-Saud analizaba los alrededores, detectaba cambios, escuchaba los sonidos, siempre en la búsqueda de un aspecto infrecuente que desatara su alarma interior. Después del severo entrenamiento impuesto para ingresar en L’Agence , ese comportamiento había pasado a formar parte de sus funciones fisiológicas, como respirar. Jamás entraba en una habitación sin memorizar la disposición de los muebles, la fisonomía de las personas, sus ropas y actitudes, si las ventanas y las puertas estaban abiertas o cerradas, si el reloj marcaba la hora correcta y si el señor sentado en el rincón simulaba leer el periódico. Se trataba de eliminar el efecto sorpresa. Su entrenador les había asegurado: “Si ustedes no lo ven venir, entonces son hombres muertos”.
Cruzaron la recepción. Shiloah comentaba acerca de la excelente remodelación que Shariar había llevado a cabo en el legendario hotel parisino. Traspusieron la entrada principal de vidrio y hierro forjado en el momento en que el deportivo inglés estacionaba sobre la Avenida George V. Al-Saud advirtió todo al mismo tiempo: el silbido de admiración de Moses ante la visión del Aston Martin DB7 Volante y la mirada que el botones cruzaba con un transeúnte y la seña subrepticia que ejecutaba para marcarlos a él y a Shiloah. El transeúnte se movió hacia la entrada del hotel con la mano bajo la parte alta del sobretodo. No tuvo oportunidad de volver a sacarla. Al-Saud echó por tierra a su amigo y se elevó con un impulso para aterrizar con los pies sobre el tórax del sospechoso, que terminó de espaldas en la vereda, sin aire en los pulmones. Un segundo después, Al-Saud lo colocó de bruces, le sujetó las manos a la altura de los omóplatos y le aprisionó la nuca con la rodilla. Antes de hablarle, estudió el entorno. A excepción de los gestos demudados del botones, del empleado del garaje y de un grupo de huéspedes del George V, no se advertía nada extraño.
—¿Quién eres?
— Personne! —farfulló el hombre, sin aliento y torciendo los labios para no barrer la vereda con ellos—. ¡Un periodista holandés! Mi nombre es Ruud Kok. Trabajo para el NRC Handelsblad . Sólo quería entregarle esto, señor Al-Saud. Se lo juro. —Abrió el puño en la espalda, y Eliah advirtió que el pedazo de papel arrugado era una tarjeta personal.
Lo puso de pie y lo cacheó desde los sobacos hasta los pies; sólo encontró una billetera, de donde extrajo la identificación del supuesto periodista.
—He tratado de contactarlo vía telefónica, pero su secretaria siempre me dice que usted no está disponible.
—Nadie conoce mi agenda como mi secretaria, señor… Kok —terminó, con ayuda del documento.
—Sí, Kok. Ruud Kok. Del NRC Handelsblad . También soy corresponsal de Paris Match y de Le Figaro en Ámsterdam. Puede verificarlo.
Al-Saud le enterró la billetera en el pecho y Ruud Kok se apresuró a atraparla. El jefe de la recepción apareció en la vereda.
—Didier, que ese individuo —Eliah apuntó al botones— recoja sus cosas y se marche en este instante. Está despedido.
—Sí, monsieur Al-Saud. ¿Está usted bien?
Al-Saud le dispensó una mirada que lo obligó a retroceder.
—¿Cómo estás tú, Shiloah?
—Algo magullado, pero bien, mon frère .
—Vamos.
—¡Señor Al-Saud! —El periodista holandés se detuvo ante el gesto feroz de Eliah, que apenas ladeó la cabeza para mirarlo—. Me gustaría hablar con usted. Sólo será un momento.
—¿Qué desea?
—Entrevistarlo. —Ante el ceño de Al-Saud, se explicó—: Estoy investigando para mi próximo libro sobre las nuevas empresas militares privadas, y la suya es la más importante del mercado. Sería un honor poder entrevistarlo —repitió, nervioso.
—No me interesa. Buenos días.
—¡Por favor, aunque sea, reciba mi tarjeta!
Al-Saud la tomó y, sin echarle un vistazo, la guardó en el bolsillo de la campera de cuero. Shiloah ya ocupaba el asiento del acompañante. Eliah se ubicó al volante, se calzó el cinturón de seguridad y arrancó con un chirrido de gomas.
Después de un silencio, durante el cual el rugido del motor ahogaba cualquier otro sonido, Shiloah Moses preguntó:
—¿Para eso te sirve el cinturón negro, seis dan?
—No. Ésa fue una técnica de Ninjutsu —lo corrigió, con ironía.
—¿Hacía falta todo ese despliegue, mon frère ?
Al-Saud giró la cabeza con lentitud intencionada y fijó la vista en Moses.
—Shiloah, déjame hacer mi trabajo. Para esto fui entrenado.
—Está bien, está bien.
—No subestimes el peligro en el que te has colocado desde que decidiste iniciar tu carrera política con ideas tan poco ortodoxas para tu país y otros grupos.
El mutismo volvió a apoderarse del habitáculo del Aston Martin mientras avanzaba por la Avenida de Champs Élysées hacia el Arco del Triunfo.
—Me quedé pensando en lo que me contaste del desastre de Bijlmer —dijo Moses—. Me pregunto cómo haría ese laboratorio argentino… ¿Cómo dijiste que se llama?
—Química Blahetter.
—¿Cómo haría Química Blahetter para sacar esas sustancias tan tóxicas de Argentina?
Una sonrisa esquiva, como un gesto burlesco, cruzó la cara de Al-Saud.
—Te sorprendería saber lo fácil que es entrar y salir de la Argentina sin levantar sospechas. Tiene un nivel de radarización pésimo en la frontera. De todos modos, Blahetter, que no es sólo un laboratorio sino un imperio, ha contado con un aliado inestimable en el envío de los componentes a Israel. Se trata de la empresa EDCA, con mayoría estatal, pero cuyo management está en manos de una empresa del grupo Blahetter. EDCA gestiona los servicios de almacenamiento y depósito de cargas aéreas internacionales que ingresan y egresan de varios aeropuertos argentinos.
Shiloah Moses soltó un silbido.
—Entonces, sería pan comido para Blahetter —admitió.
—No tenemos pruebas para demostrar que lo que iba en ese avión lo había suministrado Blahetter. Ni siquiera tenemos pruebas de que esas sustancias iban en el avión. Pero estamos trabajando para conseguirlas.
Circundaron la rotonda de la Plaza Charles de Gaulle, donde se erige el Arco del Triunfo, y tomaron por una de las arterias que allí nacen, la Avenida Foch. Al-Saud frenó en la esquina con la Avenida Malakoff, delante de un palacete rodeado de jardines y protegido por una verja de lanzas de hierro forjado negro. Abrió el portón con un dispositivo, y el Aston Martin se movió lentamente por el camino de ripio. Dos hombres de traje negro se hallaban ubicados en las escalinatas que conducían a la entrada principal de la mansión Al-Saud. Uno de ellos levantó el brazo para saludar a su jefe, y Shiloah advirtió la pistola calzada bajo la chaqueta.
—¿Qué armas usan tus hombres?
—Pistolas Browning High Power, más conocidas como HP 35.
—¿Son buenas?
—Yo diría letales. La HP 35 es la reina de las nueve milímetros. Carga trece cartuchos de Parabellum.
—¿Por qué elegiste la HP 35?
—No la elegí yo sino Tony. Es la preferida de los miembros del SAS.
Shiloah Moses sabía que Anthony Hill, el principal socio de Al-Saud, un tipo que rondaba los cuarenta, pero con el estado físico de un muchacho de veinticinco, había pertenecido a la fuerza de élite del ejército británico, Special Air Service , más conocida como SAS, y que además se había graduado con las mejores calificaciones en la Academia Militar Sandhurst. En opinión de Shiloah, el propio Hill era un arma letal, a pesar de que, con sus facciones de niño bonito y su cabello ondulado y rubio, nadie lo habría creído.
La familia Al-Saud se agolpó en el vestíbulo para saludar a Shiloah Moses; hacía tiempo que no lo veían. Francesca se apartó del grupo y salió al encuentro de su hijo, que se inclinó para besarla. Francesca le sujetó el rostro y, a pesar de que los conocía de memoria, admiró la belleza de los ojos de su tercer hijo, de un verde distinto del de Kamal, más intenso, más como el del césped en verano, y pensó que las pestañas negras y tupidas servían para intensificar el color. Eliah apartó la cara porque no le gustaba que su madre descubriera lo que había en él.
—¿Cómo estás, querido? —le preguntó, mientras le apartaba el jopo de la frente.
—Bien, mamá. ¿Y vos?
En tanto la escuchaba referirle los pormenores del viaje desde Jeddah, la estudiaba. Como de costumbre, su madre había elegido una vestimenta sobria y elegante. A pesar de haber parido cuatro hijos, conservaba una figura delgada, embellecida por el saco entallado en la cintura. Llevaba el pelo suelto, negro y reluciente como él lo recordaba de niño.
Kamal Al-Saud se aproximó a saludarlo. Padre e hijo se dieron un abrazo e intercambiaron algunas palabras relacionadas con el único tema que compartían, los caballos, ya que Kamal no había aceptado que su hijo fuese piloto de guerra ni que en el presente dirigiera la empresa militar privada más reconocida del mercado; habría preferido que estudiase Medicina, Ciencias Económicas o Relaciones Internacionales para convertirse en el embajador saudí en Francia. Por razones contractuales, Eliah nunca había mencionado sus años como miembro del cuerpo de élite de la OTAN, L’Agence ; su padre tampoco lo habría aprobado. En opinión de Francesca, ambos eran demasiado autoritarios, independientes y fuera de lo común para llevarse bien.
Durante el almuerzo, Shiloah entretuvo a los comensales con su locuacidad; hasta los hijos mayores de Shariar se reían. El tenor cambió cuando se habló del nacimiento del Tsabar, el partido político de Moses, y la conversación derivó en el conflicto entre Israel y Palestina.
—Lo cierto es que el mundo árabe no supo ayudar al pueblo palestino —admitió Kamal, y se explayó al evocar las distintas guerras que habían librado para expulsar a los sionistas de la tierra que los palestinos reclamaban como propia—. Me avergüenza pensar que un país recién nacido como Israel, con un ejército carente de experiencia, haya podido vencer a cinco países árabes viejos y consolidados.
Kamal Al-Saud hablaba de “su” país y del mundo árabe porque se sentía árabe; sin embargo, caviló Eliah, ahí estaba, festejando el Año Nuevo cristiano en un palacete parisino, con su esposa católica y sus hijos, que, si bien educados en la fe musulmana, conducían vidas acordes a los patrones occidentales. Para él, su padre, Kamal Al-Saud, siempre había encerrado una esencia enigmática.
Atento a la conversación, se dedicó a observar a los comensales para descifrar el significado de sus gestos y posturas, otra de las enseñanzas aprendidas durante el entrenamiento recibido en L’Agence . “Hay muecas, movimientos y actitudes que hablan más que las palabras”, les había asegurado un especialista en lenguaje corporal. Por ejemplo, su hermana Yasmín estaba enojada; lo sabía por el modo en que se masticaba la cara interna de la mejilla; quizás había discutido con André, sentado a su lado, aunque él lucía muy a gusto e interesado en la charla; o tal vez se trataba de una nueva disputa con su guardaespaldas, el bosnio Sándor “Sanny” Huseinovic, a quien Yasmín manifestaba no tolerar.
Al detenerse en Francesca, reparó en el modo en que miraba a Kamal, quien tenía la palabra en ese momento. “Devoción”, utilizó para definir lo que comunicaba el rostro de su madre en tanto admiraba a su esposo. Ella no sólo lo amaba; lo veneraba. Entre ellos se notaba la diferencia de edad. Él, con sus setenta y dos años, tenía el cabello blanco —las cejas, misteriosamente, conservaban su tonalidad negro azulada— y los rasgos de la cara avejentados por las arrugas y las líneas de cansancio, aunque le concedía al viejo que había sabido mantenerse erecto y en forma, con una mente ágil. Francesca, en cambio, no llegaba a los sesenta y aún desprendía la frescura de siempre. Entonces, absorto en la expresión de Francesca, Eliah comprendió por qué su padre había renegado del Islam y de Arabia, aun del trono —algo que la abuela Fadila jamás le había perdonado—, sólo para asegurarse de que contaría con la mirada de esa mujer cada día de su vida. Él jamás había experimentado un sentimiento de esa índole. Pese a haber amado a Samara, habían intentado cambiarse el uno al otro sin conseguir nada excepto discusiones y malas caras. De manera abrupta salió del trance cuando la carita de Matilde apareció frente a él.
Más tarde, Eliah avistó a su tío Nando en una salita apartada, leyendo Le Monde . En realidad, el hombre no era su tío sino el esposo de la mejor amiga de Francesca, Sofía, y se había desempeñado como la mano derecha de Kamal durante treinta años. Se sentó a su lado y le preguntó:
—Tío, ¿por qué a una mujer en la Argentina le pondrían el mote Pechochura?
Nando rió.
—Es un juego de dos palabras: preciosura y pechos. Así llamarían a una mujer bonita con grandes pechos. Pero me atrevo a decir, Eliah, que ese sobrenombre no se usaría para llamar a cualquier mujer argentina sino a una cordobesa. Esa expresión es típica del humor y la picardía de mi provincia.
Eliah anunció que no se quedaría a cenar y, antes de despedirse, subió al primer piso, donde se hallaban los dormitorios, para buscar la campera. Al pasar frente a la habitación de Shariar, entrevió a su sobrino Dominique, un bebé de seis meses, dormido en el centro de la cama, circundado por almohadas. A diferencia de Alamán y de Yasmín, que habían establecido lazos muy fuertes con los hijos del mayor de los Al-Saud, Eliah prefería mantener distancia. Lo incomodaban, lo desconcertaban, no sabía cómo actuar en presencia de esas criaturas pequeñas y ruidosas, se sentía torpe y ridículo en el intento por caerles en gracia. Desde su altura de un metro noventa y dos centímetros, permaneció estático, contemplando al bebé. Varias imágenes le pasaron por la mente, en todas estaba Samara, hasta que se inclinó para oler el cuellito de Dominique y pensó en Matilde.
Volvió al George V para concluir el informe que entregaría a las aseguradoras holandesas. Encontró a Céline en la recepción del hotel sentada en un sillón cerca del área de los ascensores. Se contemplaron a través del espacio. Ella vestía un sobretodo de cachemira rosa y zapatos clásicos de charol negro. Como había cruzado las piernas, los paños de la prenda se abrían y revelaban los tobillos delgados, las pantorrillas firmes y las rodillas puntiagudas. “Un buen polvo es lo que necesito para liberarme de esta energía tan pesada”, meditó. Subieron al ascensor. Con esos tacos, la joven superaba el metro ochenta y cinco de altura.
Céline se ubicó en un extremo, alejada de él, y, con ojos cargados de sensualidad, se abrió el sobretodo y le reveló su desnudez apenas recatada por una diminuta bombacha de encaje negro.