CAPÍTULO 14
L
a recepcionista del Hospital Européen Georges Pompidou le informó que el paciente Roy Blahetter se hallaba en la habitación 304 del tercer piso. El horario de visitas había finalizado a las siete de la tarde. Eran las diez de la noche. Al-Saud avanzó por el pasillo silencioso y vacío. Se deslizó, sin llamar, en la 304. Roy Blahetter estaba solo. Dormía con la pierna rota elevada, sujeta por un sistema de cuerdas y roldanas y una férula de Thomas. Tenía costillas quebradas o con fisuras, a juzgar por el vendaje que le ceñía el torso desnudo. Su semblante revelaba que la golpiza había sido feroz. La visión de Blahetter en tan mal estado atemperó el odio que le inspiraba.
Roy aleteó los párpados hinchados.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Dónde está Matilde? Me urge verla. Ella y yo tenemos que hablar. Esta noche. Ahora mismo.
—No quiere verlo. En cambio yo tengo algo para mostrarle. —Al-Saud sacó de un estuche negro una pequeña filmadora Sony y desplegó la pantallita. La colocó delante de la cara de Blahetter—. ¿Se reconoce?
Roy contempló su propia imagen y la de la mujer que había conocido en el bistrot Au Bascou , enzarzados en un acto sexual sórdido y violento. Giró el rostro sobre la almohada para apartar la vista. Al-Saud percibió su abatimiento. Eso no le convenía. Lo necesitaba acorralado y furioso.
—Buenas imágenes para una porno —dijo, con los gemidos de Zoya y los gritos y las palabrotas de Blahetter a modo de telón de fondo—. ¿Qué diría Matilde si viese esto?
—¿Qué quiere? —preguntó, sin mirarlo.
—Información. Documentos. Pruebas. El laboratorio de su familia comercia de manera ilegal con sustancias prohibidas. Dimetil metilfosfato y cloruro de tionilo, entre otras. Necesito que consiga la documentación que respalda las salidas de dichas sustancias, los clientes a quienes se las han vendido, las cantidades, los destinos. Todo.
—¿Para qué la necesita? ¿Para destruir a mi abuelo?
—A mí, su abuelo no me importa.
—Entonces, ¿para qué necesita esa información? —Evidentemente, Al-Saud no tenía intenciones de contestarle—. ¿Si me negase?
—No creo que a usted le gustaría que esta filmación terminara en poder de su esposa.
—Usted jamás se la mostraría.
—Yo no me atrevería a apostar.
Blahetter sonrió con dificultad y enseguida ensayó un gesto de dolor cuando las heridas de sus labios se abrieron.
—Conozco a Matilde. Conozco lo que provoca, esa necesidad incontrolable de protegerla, de amarla. Sé que usted está enamorado de ella. No se habría presentado en casa de mi hermano y montado ese número si no lo estuviese. Lo entiendo. Ella es como una fiebre que se apodera de uno.
Al-Saud sufrió un instante de desconcierto.
—Sin embargo, usted le causó un daño imperdonable.
—Créame que lo que le hice me desagració la vida. Y siempre pagaré por ese error de borracho. —Después de un silencio, continuó—: Hágalo, Al-Saud. Muéstrele la filmación. Ya la perdí. ¿Cree que no lo sé? Nada me importa.
Eliah apagó la filmadora y la guardó en el estuche. La golpiza había desmoralizado a Blahetter. Quizá debería insistir en unos días, pero él no contaba con ese tiempo. Las aseguradoras presionaban, y a la Mercure le urgía recibir el pago por el trabajo.
—Le conseguiría lo que me pide por dinero —pronunció Blahetter, y lo sorprendió—. Por quinientos mil dólares lo haría. —Pidió bastante más de lo que precisaba para construir el prototipo de la centrifugadora de uranio.
Al-Saud lo miró fijamente. Quinientos mil dólares. Contaba con ese dinero, el pago a Bouchiki que no se había concretado.
—Los quiero en efectivo.
Al-Saud asintió con una bajada de párpados.
—Necesito la información en setenta y dos horas. En caso contrario, ya no me resultará útil.
—De acuerdo.
—Blahetter, no pagaré quinientos mil dólares por fotocopias. Necesito documentos, registros de inventario, registros contables, pruebas de embarque, todo lo que sirva para probar fehacientemente el comercio de Química Blahetter con dimetil metilfosfato y cloruro de tionilo.
Ezequiel entró en la habitación. Llevaba una botella de agua mineral en una mano y un sorbete en la otra.
—¿Qué hace usted aquí? —vociferó.
—Ezequiel —intervino Roy—, quedate tranquilo. Al-Saud sólo ha venido a hablar. Además, ya se va.
—Me pondré en contacto con usted dentro de cuarenta y ocho horas —dijo Eliah, y dio media vuelta para abandonar la habitación.
—Al-Saud —lo llamó Roy—. Cuide a Matilde. Protéjala. Ahora ella es su responsabilidad.
Al-Saud asintió y se marchó.
—¿Qué mierda hacía ese tipo acá y qué mierda te pasa que le hablás así? La golpiza te dejó medio boludo.
—Callate, Ezequiel, y dame un trago de agua. —Roy bebió del sorbete que sostenía su hermano—. Necesito comunicarme con Pedro Testa. Ahora.
—¿Ahora? ¿Te volviste loco?
—No discutas. Por favor, hacé lo que te pido.
Su primo Guillermo Lutzer, en su carrera desenfrenada por quedarse con la presidencia del Grupo Blahetter, había cosechado varios enemigos, entre ellos Pedro Testa, un asesor del abuelo Guillermo que lo acompañaba desde los tiempos en que el apellido Blahetter no significaba nada en la Argentina. La pugna por el poder entre Guillermo y Pedro se había convertido en una pulseada feroz, con golpes bajos y ardides sucios, la que Lutzer terminó por ganar. El viejo alemán, cansado y deprimido desde el distanciamiento con su nieto Roy, apartó a Testa de la vicepresidencia, que enseguida pasó a manos de Guillermo. Lo arrumbaron en el laboratorio de Pilar con el mismo sueldo de seis cifras que recibía cuando ocupaba el encumbrado puesto. La esposa de Testa aseguraba que había salido ganando: no lo agobiaban las responsabilidades y continuaba percibiendo la misma cifra. Pedro no veía la situación con la misma lente; él la consideraba una traición y una afrenta; lo habían humillado y desacreditado dentro del mundo empresarial en el cual su nombre se pronunciaba con respeto.
—Hola, Pedro. Habla Roy Blahetter.
Después de una larga conversación con el ex vicepresidente del Grupo Blahetter, Ezequiel interrogó a su hermano:
—¿En qué carajo estás metiéndote?
—No preguntes. Quiero destruir a Guillermo tanto como Testa. Y sé cómo hacerlo.
—Guillermo no tiene la culpa de que violases a Matilde.
—¡Sí, él es el culpable! Me llenó la cabeza, me emborrachó y lo hizo para destruirme. Siempre me tuvo celos porque yo era el preferido del abuelo. —Apoyó la nuca sobre la almohada y suspiró, dolorido, cansado, devastado—. Ezequiel, hermano, necesito que me ayudes, por favor.
—Sabés que haría lo que me pidieses.
—Necesito que convenzas a Matilde de que venga a verme. Es imperativo. Si no quiere venir, decile que te dé la llave que le entregué la noche de la fiesta. ¿Cuándo vas a ir a verla?
—Mañana a la noche, antes no puedo.
—¡Tiene que ser antes! ¡Ahora!
—¡No iré ahora, Roy! Es tardísimo. Para tu información, yo tengo un trabajo y compromisos asumidos que no puedo cambiar. Mañana comienzo muy temprano con una sesión fotográfica que va a durar todo el día. Iré a verla por la noche.
Entró una enfermera e inyectó una dosis de somnífero en el suero de Roy. Ezequiel esperó hasta que su hermano se quedó dormido para marcharse.
Ariel Bergman se dijo que los viajes a París estaban volviéndose una costumbre fastidiosa, aunque necesaria. El giro dado por el asunto de Eliah Al-Saud inquietaba a la plana mayor del “Instituto”. Lo que al principio había nacido como una leve sospecha y los había puesto en un estado de alerta leve tomaba un cariz trágico.
—¿Pudo saberse si llegó a tener lugar el intercambio entre Bouchiki y esa mujer en El Cairo? —preguntó Diuna Kimcha.
—No lo sabemos con certeza —admitió Bergman—. Los kidonim que los observaban desde el río no atestiguaron intercambio alguno. Salvador Dalí desconocía el soporte en el que Bouchiki pasaría las fotos.
—Levantamos el seguimiento a Al-Saud. Lo mismo a Hill y a Thorton. Los tres advirtieron que nuestros katsas los seguían. Nos enfrentamos a profesionales.
—Más que profesionales. Yo diría —opinó Bergman— que son maestros del espionaje, del asesinato, del reconocimiento y de la guerra. Son armas letales, en especial Al-Saud. Son los mejores mercenarios del mercado. Pudimos averiguar que pertenecieron a un grupo élite y secreto de la OTAN llamado L’Agence . Fueron elegidos por sus condiciones en sus lugares de origen. Por ejemplo, Al-Saud era uno de los mejores pilotos de guerra de la Fuerza Aérea francesa, además de dominar varias lenguas a la perfección. Michael Thorton fue de los espías más hábiles con que contó el SIS durante la Guerra Fría. Se dice que entraba y salía de Alemania Oriental casi con la temeridad de un chiflado. Les causó grandes dolores de cabeza a los rusos. En tanto que Anthony Hill se destacó en otro grupo de élite, el SAS. En su nómina cuentan con varios activos valiosos, como Peter Ramsay, también ex empleado del SIS. Trabajó por años en la unidad de rastreo. Es un genio en su métier .
Mila Cibin soltó un silbido.
—¿Dónde conseguiste esta información? Al-Saud y sus socios no existen en los sistemas. Los chequeamos a todos.
—Al-Saud tiene un enemigo. Nigel Taylor, dueño de Spider International, la competencia de Mercure S.A. Él nos proporcionó la información.
—¿Cuáles son los pasos a seguir? —preguntó Cibin.
—No tenemos otra alternativa que aguardar el próximo movimiento de Al-Saud. Salvador Dalí nos alertará y entonces actuaremos. La orden es apresarlo y sacarle lo que sabe. Y después, eliminarlo.
El lunes por la tarde, Eliah avanzaba por la Avenida de la République en medio de un tráfico intenso. Se detuvo en un semáforo y consultó su Rolex Submariner. Eran pasadas las seis y media de la tarde. Masculló un insulto y golpeó el volante. Esperaba con ansiedad el cambio de la luz roja a la verde. Aceleró cuando el semáforo le franqueó el paso, y los chirridos de los neumáticos del Aston Martin quedaron absorbidos por los primeros acordes de la canción The friends of Mr. Cairo . El corazón le latía al ritmo de la música y de la rabia. Llegaría tarde al instituto, y Matilde estaría aguardándolo sola, en la calle Vitruve, oscura y poco concurrida; rogaba que Juana la acompañara; últimamente solía irse con sus compañeros. En momentos como ése lo encolerizaba que Matilde no tuviera celular.
Si bien la reunión con Shaul Zeevi, el empresario israelí de la computación, se había extendido más de lo previsto, él habría llegado a tiempo al Lycée des langues vivantes si Céline no le hubiese hecho una escena de llanto por teléfono.
—¡Ven a sacarme de esta clínica! —le exigió, histérica—. No aguanto estar aquí. C’est terrible!
—Es lo mejor para ti, Céline —trató de razonar Eliah.
—Si estoy aquí es por tu culpa. Me puse histérica cuando me di cuenta de que te habías ido de la fiesta sin mí, y Jean-Paul me internó. Me dejaste, te fuiste —sollozó.
—Yo te había dicho que sólo pasaríamos por la fiesta un momento y que luego hablaríamos. Estabas demasiado pasada de drogas y de alcohol para hablar. No tenía sentido que me quedara.
—¡Mentira! Te fuiste con Matilde. ¡Oh, casualidad! Ella también desapareció de la fiesta en el mismo momento en que tú te fuiste.
—Céline, tengo que dejarte. Cuando te calmes, hablaremos. Y para que te calmes, lo mejor es que permanezcas en esa clínica. Tienes que desintoxicarte.
Aunque en el pasado la sexualidad descarada de Céline y su alma libre y desenfrenada, opuesta a la tímida y asustadiza de Samara, lo habían seducido, más bien dominado como un hechizo, en ese momento experimentaba un fuerte rechazo hacia ella. ¿Qué diferenciaba a Matilde de las mujeres que había poseído? Era consciente de que Matilde, como ninguna otra, lo tenía en un puño; extrañamente, esa certeza no le provocaba inquietud. ¿Por qué? Quizá porque conocía su índole. No pretendía atraparlo, sólo quería que él fuera feliz; así lo había expresado. No hubo un instante en que no te pensara y en que no le pidiera a la Virgen que seas feliz hoy y siempre . Ella desconocía el impacto de esas palabras. ¿Por qué era distinta?, volvió a cuestionarse. Como una súbita revelación entendió que había luchado por Matilde cuando a las demás, aun a Samara, las había tenido al alcance de la mano. Con sutileza, ella había incitado su alma de cazador y de conquistador, y seguía haciéndolo en el presente porque Matilde aún no se rendía por completo. Sin dobleces ni intenciones ocultas, lo había enredado en un juego de deseo que a veces lo enloquecía. La atesoraba; pocas cosas le habían costado como ganar la confianza de Matilde.
El Aston Martin tomó por la calle des Orteaux, y Al-Saud apretó la tecla de su teléfono que lo comunicaba con el celular de Juana.
—¿Hola?
—Juana, soy yo.
—¡Hola, papurri!
—¿Matilde está con vos?
—Sí. Estamos esperándote en la puerta del instituto. ¿Vas a venir a buscarnos?
—Estoy a unos minutos de ahí. No me esperen en la vereda. Entren en el instituto.
—El portero ya cerró la puerta. Somos el último turno.
“Merde!”
—Llegaré en cinco minutos.
Pisó el acelerador, y el deportivo inglés devoró los metros de la calle des Orteaux hasta el cruce con la de Vitruve. Dobló a la izquierda en una maniobra indebida, y, gracias al charco de luz que iluminaba la entrada del Lycée des langues vivantes , enseguida advirtió que tres hombres rodeaban a Juana y a Matilde. Los filos de sus navajas rielaron en contacto con la luz de los faros. Años de entrenamiento lo previnieron de caer presa del pánico. Detuvo el automóvil en la esquina y descendió. Cruzó la calle para alcanzar la vereda del instituto. Se movía aprovechando las sombras que la mala iluminación proyectaba sobre la cuadra. Debido a la prisa con la que abandonó las oficinas en el George V, había olvidado quitarse la Colt M1911, calzada en su pistolera axilar. Siempre tomaba la precaución de deshacerse del arma antes de buscar a Matilde. De igual modo, razonó, de poco le serviría. Desenfundar la Colt podía desembocar en un fuego cruzado, del cual las víctimas serían Matilde y Juana.
En tanto se aproximaba con el cuerpo pegado a la pared, analizaba la situación. Los atacantes eran tres hombres jóvenes, no más de veinticinco años. Les gritaban a las muchachas en un francés con marcado acento árabe que ni Matilde ni Juana comprenderían. Probablemente un cuarto hombre los aguardaba al volante del Renault Laguna en marcha y con las puertas abiertas, detenido frente al instituto.
Matilde profirió un alarido y soltó sus cuadernos cuando uno de los muchachos la aferró por detrás y le colocó el filo de la navaja sobre el cuello. Le exigía con nerviosismo y en su mal francés que le entregara la llave. El alarido de Matilde impactó en Al-Saud con la certeza de un filo, y tuvo la impresión de que su corazón se detenía. Juana empezó a insultarlos en castellano y recibió una bofetada a cambio.
Deshacerse del primero, aprovechando el efecto sorpresa, resultó un juego de niños. Lo tomó por el hombro, y, al darse vuelta, el muchacho recibió un golpe seco en la garganta. Los nudillos de Al-Saud se hundieron en un punto estratégico bajo la nuez de Adán que lo dejó fuera de combate en un instante. El muchacho se desplomó, inconsciente. Al-Saud aprovechó el azoro de los otros dos para tomar a Juana por la muñeca y arrojarla sobre la vereda, detrás de él. Oyó el taconeo de la muchacha que se alejaba hacia la esquina de la calle des Orteaux.
El que retenía a Matilde vociferó órdenes en árabe a su compañero, que avanzó con la navaja extendida apuntando al rostro del repentino héroe. Al-Saud notaba que el joven sabía lo que hacía. Sujetaba con firmeza el arma blanca, colocaba el cuerpo de modo equilibrado y movía la hoja de acerco con habilidad. Lo habían entrenado en la lucha cuerpo a cuerpo, dedujo.
Eliah advirtió por el rabillo del ojo que un cuarto atacante, el que conducía el Renault Laguna, se unía a sus compañeros. También blandía un cuchillo y se colocó tras Al-Saud. Éste les habló en árabe, lo cual los desorientó.
—Les doy la oportunidad de salir de ésta con todos los huesos sanos. Entréguenme a la chica sin un raspón y se marcharán pudiendo llevarse a su compañero inconsciente.
—¡Ven a quitármela! —lo desafió el que sujetaba a Matilde, en tanto le metía la mano por el cuello y la hurgaba.
Matilde no apartaba los ojos de Eliah y clavaba los dedos en los antebrazos del delincuente. Pese a sus intentos por no llorar ni desmoronarse, unos sollozos incontenibles se deslizaban entre sus labios.
Ver las manos de ese tipo en contacto con la piel de su mujer, la de su escote, tan suave, casi traslúcida, donde él amaba besarla y olerla, desquició a Al-Saud. Fue casi instantáneo percibir el ataque del que lo asediaba por la espalda y lanzar una patada hacia atrás sin girarse, como si contara con ojos en la nuca. El taco de la bota de Eliah se enterró en el esternón del atacante. Éste soltó un resoplido y cayó de rodillas. Al mismo tiempo, recibió la ofensiva del que lo enfrentaba; la cuchillada estaba destinada a su vientre. Al-Saud rotó la cintura para alejar el torso del filo y aferró el brazo armado por la muñeca; lo torció hasta una posición antinatural en la espalda del muchacho, que terminó en el suelo, con la cara sobre la vereda. Al-Saud le apretó los tendones, y el atacante soltó el cuchillo junto con un grito de dolor. Un golpe del codo de Eliah en la parte posterior de su cabeza lo hizo callar; quedó tendido junto al otro, el que había recibido la trompada en la nuez de Adán.
El que sostenía a Matilde no esperaba que el repentino héroe se agazapara, tomara envión y girara en el aire con la habilidad de un bailarín para demoler a su único compañero en pie, el que se recuperaba del golpe en el pecho, con una patada voladora que lo alcanzó en el cuello y que acabó con él desmayado a pocos metros de los otros dos.
Al-Saud fijó una mirada implacable en el que mantenía rehén a Matilde. El muchacho la arrastraba en dirección al Renault Laguna.
—Ni un paso más —le ordenó Eliah en árabe, y desenfundó la Colt M1911. El delincuente abrió los ojos de manera desmesurada al reconocer la pistola de calibre letal—. Deja ir a la chica.
—La degollaré si no baja el arma. Lo haré, ¡aquí, frente a usted!
Matilde reparó en que Al-Saud sostenía el arma con firmeza. Si bien un poco despeinado —los mechones duros de gel le caían como clavos sobre la cara— y con el saco del traje arrugado, se lo veía compuesto y tranquilo; incluso le pareció advertir que desplegaba una sonrisa tenebrosa.
—¿Nunca te dijeron que eres un poco orejón? —El proyectil de calibre cuarenta y cinco destrozó la pantalla de la oreja del muchacho, que, en un ademán instintivo, soltó a Matilde para sujetarse el costado de la cabeza. Se miró las manos empapadas de sangre y luego a Al-Saud con un gesto entre suplicante y espantado.
—La próxima, acá —dijo Eliah, y se señaló el entrecejo.
Al tomar conciencia de que había perdido la oreja, el joven árabe rompió en alaridos que perforaron la quietud de la calle Vitruve.
Al-Saud se adelantó para sostener a Matilde, que tambaleaba en su dirección. Matilde apoyó las manos sobre el pecho de Eliah, elevó la vista y lo miró con ojos desmesurados antes de que se pusieran en blanco y ella se desplomara.
—¡Matilde!
El delincuente ganó algo de dominio y, apretándose los restos de oreja y marcando un reguero de sangre, huyó en dirección del Renault Laguna. Se metió en el automóvil en cuatro patas por la puerta del acompañante y arrancó con las puertas abiertas. Los neumáticos rechinaron cuando dobló hacia la derecha en la calle des Pyrénées. Al-Saud, ocupado con Matilde, no se dio cuenta de que un automóvil, estacionado cerca de la esquina, se ponía en marcha y seguía al Renault.
El disparo había atraído a los vecinos, que encendían luces y se asomaban en los balcones. El portero del instituto abrió la puerta y se quedó observando el cuadro de tres tipos tirados en la vereda, muertos o inconscientes, y un cuarto cargando en andas a una señorita, desvanecida también a juzgar por el modo en que le colgaba la cabeza y su cabello casi acariciaba las baldosas.
Juana detuvo el Aston Martin frente al instituto y se bajó para abrir la puerta del acompañante y ayudar a Al-Saud a acomodar a Matilde.
—Entra por aquí —le indicó Eliah, y bajó el asiento del conductor para que Juana se introdujera en la parte trasera.
—Papurri… —sollozó, pero Al-Saud no le prestó atención, concentrado como estaba en deshacer a Matilde de su bolsa rústica y de la campera, estropeada por la sangre del árabe, para buscarle posibles heridas.
—¿La golpearon? —le preguntó a Juana, sin detener la revisión.
—No, creo que no. Permitime que le tome el pulso. Las pulsaciones están un poco bajas, pero estables. Debió de desmayarse del susto.
Convencido de que Matilde no tenía heridas, se ocupó de hacer una llamada a Chevrikov.
—Lefortovo, soy Caballo de Fuego. Se trata de una emergencia —expresó en ruso—. Necesito los servicios de tu amigo, el inspector Olivier Dussollier, de la 36 Quai des Orfèvres —hablaba de la Direction Régionale de la Police Judiciaire —, el que trabaja en la Brigada Criminal.
—¿Qué quieres con él?
—Tengo a tres árabes inconscientes en el 18 de la rue Vitruve. Quiero que se los lleve para interrogarlos. Me atacaron.
—Espero que esté en servicio —dijo.
—Diles que alerten a los hospitales. Uno huyó y está herido. Le destrocé la oreja de un tiro.
—Nunca te privas de nada, ¿eh, Caballo de Fuego?
Si no hubiese habido testigos del hecho, Al-Saud habría dispuesto que sus hombres se hicieran cargo de los tres árabes y los llevaran a la base para interrogarlos. Descendió del Aston Martin y se dirigió hacia la puerta del instituto, donde recogió los cuadernos de Matilde. Volvió al automóvil. Juana estaba sobre su amiga. Alternaba ligeras palmadas en las mejillas con masajes en las manos, que estaban frías.
—¿Vos estás bien, Juana?
—Sí, papurri. Me dieron una piña como nunca nadie se atrevió a darme. Voy a tener el moretón por días. ¡Malditos hijos de puta! Pobrecita… —se lamentó—. Mat se llevó la peor parte. Nos gritaban en francés, pero no entendíamos. No sé qué querían.
Al-Saud repartía vistazos ansiosos entre Matilde y los tres cuerpos despatarrados en la vereda. Un grupo de vecinos los circundaba.
Matilde agitó la cabeza sobre el asiento reclinado y lloriqueó sin levantar los párpados. Al-Saud la tomó entre sus brazos y la atrajo hacia su pecho. Le siseó y le besó la sien.
—Ya pasó todo, mi amor. Ya estás bien.
—Tengo náuseas.
—Inspirá hondo, Mat, para que bajes el diafragma. Papurri, levantá un poco el asiento de Mat.
Al-Saud hizo como Juana le indicaba. Acto seguido, encendió el motor y puso la calefacción porque Matilde temblaba. Le costaba mantenerse apartado de ella, pero Juana tenía razón: necesitaba aire. La abanicó con un cuaderno. Al oír las sirenas de la Brigada Criminal, le entregó el cuaderno a Juana y arrancó en dirección de la calle de Pyrénées. Los hombres de Dussollier se harían cargo de la situación. Él los alcanzaría después en las dependencias de la Quai des Orfèvres .
* * *
Al llegar a la casa de la Avenida Elisée Reclus, la tomó en brazos para bajarla del Aston Martin. Las manos frías de Matilde se cerraron en torno a su cuello.
—Eliah —susurró, sin fuerza.
—¿Qué, mi amor?
—Quiero darme un baño. Me siento sucia.
Entraron por el sector de la cocina. Leila empezó a agitarse como gallina clueca y no se calmó hasta que Matilde le sonrió. Las muchachas, Marie y Agneska, se pusieron a disposición del patrón.
—Marie, prepara el jacuzzi de mi baño. Agneska, atiende a Juana. Dale una habitación.
—Papurri, Mat me mostró el otro día tu pileta alucinante. ¿Puedo ir a nadar un rato? Creo que será lo mejor para tranquilizarme.
—Por supuesto —dijo, y ordenó a Agneska que la acompañara y la asistiera.
En el dormitorio de Al-Saud, Matilde se echó a llorar como una niña al descubrir su campera color manteca arruinada por los manchones de sangre. La compuerta se levantó y dio paso a la angustia y al pánico atrapados en su pecho, que brotaron en forma de llanto histérico. Leila, acobardada en la salita de la flor, la miraba y lloraba. Poco a poco, el llanto se mezclaba con las recriminaciones.
—¡Le disparaste cuando me tenía con él! —Al-Saud pugnaba por sujetarla, pero ella no se dejaba—. ¡Pudiste haberme matado! ¡Pudiste haberme matado!
¿Cómo explicarle que su puntería era perfecta? ¿Cómo explicarle que para él destrozar la oreja del atacante no había significado un desafío? ¿Cómo explicarle que era un gran francotirador, capaz de colocar una bala entre ceja y ceja a más de quinientos metros? Sus brazos se cerraron en torno a la pequeña espalda de Matilde con implacable firmeza. Ella se agitó hasta que, vencida, apoyó la frente sobre el corazón de él y lloró quedamente; el ímpetu la abandonaba. Al-Saud eligió ese momento para hablarle al oído.
—Sos lo más valioso que tengo en la vida. ¿Cómo creíste que te exponía a algún peligro cuando disparé?
—Sí —sollozó ella apenas.
—¡No! Nunca estuviste en riesgo. Jamás. Ese tipo quería llevarte. ¿Pensaste que iba a permitir que lo hiciera? ¿Que te alejara de mí? —Matilde sacudió la cabeza con la cara enterrada en el pecho de él. Al-Saud le besó la coronilla con pasión y siguió hablando en francés—: Matilde, no sabes lo que significó para mí verte en peligro. No sabes lo que significó para mí verlo tocarte.
—Me arrancó la cadena con la Medalla Milagrosa. Mi medalla…
Sin embargo, la Medalla Milagrosa permanecía aún con ella. Había saltado de la cadena con el tirón y quedado atrapada dentro del corpiño. La encontró cuando se lo quitó en el baño, y se echó a llorar de nuevo. Al-Saud terminó de desnudarse y la guió dentro del jacuzzi , donde se dedicó a lavarle la espalda con la esponja hasta que el llanto mermó y ella quedó laxa.
—No sabía que tenías un arma —musitó, y Al-Saud a duras penas la oyó debido al borboteo del agua—. ¿Por qué la tenés?
La besó en el hombro antes de contestarle.
—Para defenderme y para proteger lo que es mío.
—No me gustan las armas.
—Lo sé.
—Creo que se llevó la llave que tenía en la cadena.
Al-Saud recordó habérsela visto en la hacienda en Ruán.
—¿De dónde es esa llave?
—Me la dio Roy en la fiesta de Jean-Paul.
Le contó lo que Blahetter le había pedido, y a Eliah no le gustó lo que escuchó. El asunto tomaba otro cariz a la luz de esa revelación. ¿En qué negocios turbios andaba Blahetter? Sostendría una nueva conversación con él y, si había expuesto a Matilde, lo ahorcaría en la cama del hospital, ya no se apiadaría de su estado de indefensión. Cerró los ojos e inspiró para calmarse. Ella no debía percibir su inquietud.
Un rato después aprovechó el entusiasmo de Juana, que acababa de descubrir la sala de cine, y dejó a Matilde con su amiga viendo una película cómica de Gérard Depardieu. Bajó envuelto en su salto de cama hasta el escritorio, donde se encerró para llamar por teléfono a Chevrikov.
—Estoy en Quai des Orfèvres —le informó el ruso—. Tus atacantes están siendo atendidos en el Hospital Hôtel-Dieu. —Chevrikov aludía al hospital más antiguo de París, a pocas cuadras de la Police Judiciaire —. Les diste una paliza que casi los mata. Aquí se preguntan quién atacó a quién. Los traerán más tarde. Te llamo cuando estén por interrogarlos.
—¿Pudieron saber algo del que huyó?
—Nada. Los hospitales están alertados.
Cortó. Se daba golpecitos en la boca con el teléfono en tanto sometía el asunto a su reflexión. Volvió a marcar.
—Thérèse, soy Al-Saud.
—Buenas noches, señor.
—Discúlpeme que la moleste a esta hora.
—Ningún problema, señor.
—Quiero que mañana a primera hora vuelva al Emporio Armani y compre otra campera como la que compró para Matilde tiempo atrás. Del mismo color. ¿La recuerda?
—Perfectamente, señor.
—Ofrezca el triple para que le consigan una igual.
La última llamada la destinó a su amigo, Edmé de Florian, al que le refirió los hechos y le pidió que se le uniera en la sede de la Policía Judicial, en la Île de la Cité. Salió del escritorio y se dirigió a la cocina. Le indicó a Leila que subiera una cena liviana a su dormitorio. A Medes, que soltó el periódico y se puso de pie al verlo entrar, le indicó que se preparara, saldrían en una hora. El acento de los árabes le había recordado el de su chofer, un kurdo de Irak.
—¿Que le recriminaste al papurri por meterle un tiro a ese hijo de puta? —se enojó Juana—. ¿Estás loca, Matilde? ¿Qué parte no entendiste de lo que acabamos de vivir? Si el papurri no hubiese aparecido, esos degenerados nos habrían violado y degollado.
—Nunca me dijo que tuviera un arma —interpuso, con aire contrito, mientras contemplaba su propio retrato, el que le había regalado a Eliah; lo había encontrado sobre su mesa de luz.
—¡Ah, ésta sí que me gusta! Hay cosas muy importantes de vos que no le has contado al papurri, ¡mucho más importantes que la posesión de un arma! No te hagas la ofendida, entonces.
—¿Qué pasa? —preguntó Al-Saud al entrar en su dormitorio.
—Nada, papurri. Disculpá que haya invadido tus aposentos. Mat quería mostrarme la salita en forma de flor. ¡Tu casa es lo más, papurri! No te lo dije el otro día, pero nunca vi una casa tan rara y hermosa. Lo mejor de todo, la piscina. Gracias por prestarme esta bata.
— De rien —dijo, y echó un vistazo a Matilde, sentada como los indios en el medio de la cama, envuelta en una bata del George V que le iba enorme y con su retrato en la mano—. Se me ocurrió que les gustaría cenar acá. ¿Qué te parece, mi amor? Ponemos la mesa en la flor y, mientras comemos, vemos el patio andaluz. —Ordenó a Marie por el intercomunicador que encendiera las luces del patio.
—¡Guau! —exclamó Juana, cuando las palmeras y la fuente cubierta de mayólicas quedaron iluminadas en la planta baja—. Dios mío, papurri, esta casa es divina. ¿Hace mucho que vivís acá?
—Casi dos años. Estaba en un estado calamitoso cuando la recibí, lo mismo la casa de Rouen . A ésa prácticamente tuve que levantarla desde los cimientos. Lo que había quedado de la casa principal no servía para nada. Por eso tardé en comenzar el reciclaje de ésta. Y recién pude mudarme menos de dos años atrás.
Durante la cena, que compartían con una Leila entristecida, sonó el celular de Juana.
—Hola, Negra. Soy Ezequiel.
—¡Eze, mi vida!
—¿Dónde están? Hace rato que estoy llamando al departamento de Enriqueta.
—Estamos en lo del papurri.
—¿De quién?
—De Eliah, el novio de Mat —dijo, e hizo un guiño cómplice a Al-Saud, que seguía el intercambio con actitud pétrea—. ¡No sabés lo que nos pasó, Eze! Cuatro tipos nos atacaron a la salida del instituto.
—¡Qué!
—Tranquilo, mi vida. Las dos estamos bien. El papurri llegó justo para salvarnos, como en las películas. A Mat le tocó la peor parte. Te doy con ella.
—Hola, Eze.
—Hola, Mat. ¿Cómo estás?
—Ahora bien, pero fue horrible, Eze.
—Me gustaría estar ahí para abrazarte.
—Sí, lo sé. Gracias.
—Mat, mi hermano pide por vos.
—No quiero verlo, Eze. Por favor, no insistas.
—Está bien, está bien, no insisto. Pero él me pide que te diga que necesita que le devuelvas la llave. No sé de qué me habla. Pero dame a mí la condenada llave y yo se la llevo al hospital.
—No la tengo, Eze. Me la robaron esos tipos que nos atacaron.
—¡Mierda! Roy se va a poner como loco.
Apenas cortó, Matilde se topó con la mirada de Al-Saud, y por un instante le tuvo miedo.
—¿Qué te dijo?
—Dice que Roy quiere que le devuelva la llave.
— Fils de pute —masculló Eliah, y siguió comiendo.
Al término de la cena, mayormente silenciosa e incómoda después de la llamada de Ezequiel, Juana se retiró a dormir. Matilde salió del baño y se encontró con que Al-Saud estaba vistiéndose.
—¿Vas a salir?
—Tengo que ir a la comisaría para levantar cargos contra esos tipos. No pongas esa cara, nada malo sucederá. —Caminó hasta ella y la abrazó—. Algo bueno resultó de todo esto: estás en mi casa y vas a pasar la noche conmigo.
—Sí —musitó ella—, pero no quiero que te vayas. —Se puso en puntas de pie y le olió la base del cuello—. Mmmm… Qué rico perfume. ¿Cuál es?
—Givenchy Gentleman.
—Me encanta —aseguró, y levantó la vista.
Las bolsas que naturalmente se formaban bajo los ojos de Eliah presentaban un color violáceo, por lo que dedujo que estaba cansado. Le pasó la punta del índice por la frente, bajó por la sien, la hundió con delicadeza en la bolsa bajo su ojo derecho, le dibujó el ángulo recto de la mandíbula y apreció la dureza de la barba; continuó hasta alcanzar la morbidez del labio inferior, donde se demoró, yendo y viniendo de una comisura a otra; se trataba de una boca con un matiz casi femenino, pequeña, llena, con límites bien definidos. Era consciente de cómo los dedos de Al-Saud se clavaban en la base de su espalda.
—¿Estás tratando de excitarme para que me quede con vos?
—Sí.
Rieron y se estrecharon en un abrazo que intentaba diluir la tensión entre ellos. Se miraron con una seriedad que hablaba del deseo que iba apoderándose de sus ánimos. Los ojos de ambos se habían ennegrecido.
—Matilde, tengo que irme. —La separó de su cuerpo—. ¿Te acordás cuál era el número de la llave que te dio Blahetter?
—Setenta y uno. Me acuerdo porque es el año de mi nacimiento. ¿Por qué querés saber?
Al-Saud sacudió los hombros.
—Por si la policía me pregunta.
Antes de dirigirse a la sede de la policía en Quai des Orfèvres, Al-Saud le indicó a Medes que lo condujese a la estación de trenes Gare du Nord . Consultó a uno de los tantos policías que rondaban la estación dónde se encontraban las casillas. No le sorprendió hallarla abierta y vacía. La intriga que se tejía en torno a la llave y a Blahetter enredaba a Matilde, y la posibilidad de que ella estuviera en la mira de una banda lo ponía de cara a un recelo al cual se había entregado poco a lo largo de su vida: el miedo. Le indicó a Medes que lo llevase al Hospital Européen Georges Pompidou. No resultó fácil acceder a la habitación de Blahetter a esa hora. Necesitó esquivar a dos enfermeras antes de deslizarse dentro. Debían de haberle dado un somnífero muy potente porque no conseguía despertarlo. Los párpados de Blahetter aletearon y volvieron a cerrarse.
—¿Qué hace usted aquí? El horario de las visitas terminó hace horas.
—Disculpe, enfermera. Acabo de llegar de viaje y me dijeron que mi amigo Roy Blahetter estaba internado. No pude esperar hasta mañana para verlo. ¿Cómo está él?
—Mejor, aunque muy dolorido —informó la mujer, todavía enojada—. Le hemos dado un hipnótico para dormirlo. Ahora tendrá que marcharse.
—Por supuesto.
De camino a la Île de la Cité, Chevrikov lo llamó al celular para informarle que en breve interrogarían a los atacantes. En la sede de la Policía Judicial, lo recibieron en el sector de la Brigada Criminal. Edmé de Florian y Chevrikov lo aguardaban para presentarle al inspector Dussollier, que le estrechó la mano y lo miró con apreciación. A Eliah le dio asco la palma húmeda y el apretón flojo como también la manera en que Dussollier se pasó la lengua por el labio inferior al tiempo que fijaba la vista en los de él. Chevrikov no le había prevenido de que el inspector era homosexual. Quizá la condición sexual del policía constituiría una ventaja.
—Reláteme los hechos, Eliah —dijo, y se lanzó a usar el nombre de pila con descaro. Al-Saud narró lo acontecido—. Necesitaremos los testimonios de las muchachas —manifestó Dussollier.
—¿Es necesario, Olivier? —pronunció Al-Saud—. Ellas están muy trastornadas a causa de lo vivido.
—De verdad, Olivier —terció de Florian—, ¿para qué molestar a las muchachas si Eliah te ha dado un reporte más que detallado?
—¿Les robaron algo? —preguntó, sin mayor interés; parecía estar frente a otro caso de violencia callejera.
—Nada —mintió—. Llegué justo a tiempo.
—Olivier —intervino Chevrikov—, ¿le permites a Eliah hablar con los detenidos?
—¿Para qué? —se extrañó el inspector—. Eso sería muy irregular, Vladimir.
—Son árabes —interfirió Al-Saud—. Sé hablar muy bien su idioma. Podría facilitar las cosas.
La excusa no se sostenía. Sin embargo, Dussollier autorizó a Al-Saud para que hablase con los detenidos porque le debía unos cuantos favores a Chevrikov y porque ¿quién podía negarse a esa mirada del color de una esmeralda? Se ubicaron detrás del vidrio de visión unilateral que los separaba de la cámara de Gessell, aun el chofer de Al-Saud. Dussollier sabía de antemano que no entendería un pepino. Advirtió el modo en que los tres muchachos se encogían en sus sillas ante la aparición de quien los había reducido en la calle de Vitruve. No los culpaba; ese Adonis de figura alta y atlética, que se movía con la cadencia de una pantera asesina, les había dado una paliza del infierno.
—Si me dicen quién los envió a robar esa llave, los sacaré de aquí mañana. De lo contrario, los dejaré a merced de la policía judicial. Me pregunto cómo están sus permisos de estancia.
Habló el que cayó inconsciente en primer lugar, y lo hizo con dificultad y voz rasposa. Juró no saber cómo se llamaba el que les pagó para robar la llave. Les había ofrecido dinero para llevar a cabo el trabajo y les había mostrado la foto de Matilde. Ante esa declaración, Al-Saud sintió un frío en el estómago. De modo mecánico, apretó los dientes, y Dussollier notó que se le tensaban los músculos de la mandíbula.
—¿Cómo llegó a ustedes? No me harán creer que los detuvo en la calle y les ofreció el trabajo. Empiecen a soltar lo que saben, o convertiré sus vidas en una pesadilla. Saben que puedo hacerlo, ¿verdad?
—Un amigo en común nos puso en contacto.
—Quién es y dónde puedo encontrar a este amigo en común.
Los muchachos se miraron entre sí.
—Su nombre es Fauzi Dahlan.
—¿Dónde puedo dar con él?
—¡Eso sí que no lo sabemos! Él se contacta desde afuera. Nosotros no sabemos dónde está. Nunca lo sabemos.
—¿Desde afuera?
—Desde Irak. Al menos, eso creemos.
—¿Ustedes son iraquíes?
Los tres asintieron a la vez.
—Describan al hombre que los contrató para lo de la llave.
—Tenía pinta de alemán o de sueco —opinó el que había estado a cargo del volante del Renault Laguna—. Llevaba el pelo cortado a ras. Era rubio, con canas. Ojos celestes.
—Sus mandíbulas eran muy marcadas, muy cuadradas —aportó otro.
—Y era un oso. Alto como usted, pero mucho más robusto.
—Hablaba con voz rara.
—¿A qué te refieres con voz rara?
—Con un sonido metálico, como si fuera una voz artificial, electrónica. Jamás había escuchado una voz tan extraña.
—¿Le vieron algún aparato en la garganta? —Los tres agitaron las cabezas para negar—. ¿Una cicatriz? —Volvieron a negar—. ¿Tenía la garganta descubierta? ¿Pudieron vérsela?
—Sí, llevaba puesta una camisa y, aunque hacía frío, no llevaba chaqueta. Lo vimos bien y no tenía nada raro en la garganta. Simplemente, hablaba así.
Al inspector Dussollier, Al-Saud le manifestó:
—Son tres pobres tipos que roban para llevar dinero a sus familias pobres. No presentaré cargos en contra de ellos.
A Medes, le preguntó al salir de la sede la Policía Judicial:
—¿Son iraquíes?
—Sin duda.
—¿De qué zona?
—Por el acento, diría que del norte del país, posiblemente de Tikrit. —El kurdo aludía a la ciudad natal de Saddam Hussein.
Se desnudaba en la oscuridad y trataba de no hacer ruido. La iluminación del patio andaluz se filtraba por la vidriera cenital de la flor y regaba en parte su cama. Se veía el pequeño montículo que formaba Matilde bajo el acolchado. Ese día había atestiguado el enojo infrecuente aunque proverbial de un Chancho de Metal, tal como Takumi sensei le había prevenido. Si la visión de un arma le provocaba esa cólera, ¿qué sucedería si le confesase cuál era su oficio? No quería pensar. La oyó rebullirse y agitarse. Del silencio absoluto pasó a quejarse y a pronunciar palabras ininteligibles. Al-Saud se quitó los boxers y fue a la cama. Matilde lloraba, dormida. Se metió bajo la colcha y la abrazó para aquietarla. Le siseó sobre la frente y le besó las lágrimas hasta percibir el gusto salobre en su boca.
—¡Eliah! —pronunció con tinte desesperado.
—Aquí estoy.
—Tuve un sueño horrible —lloriqueó en el cobijo de su pecho. Al-Saud pasó las manos por el cuerpo desnudo de ella.
—¿Soñabas con lo que viviste hoy en el instituto?
—No, estaba soñando con mi hermana Celia. Fue espantoso. Ella me llamaba, me pedía que la salvara, y yo no la encontraba. Me chocaba con un montón de personas que no me permitían avanzar, no podía saber de dónde venía su pedido de ayuda. Pienso que está sola en esa clínica y que me necesita. Tengo que conseguir un permiso para verla.
—Ezequiel te dijo que la política de la clínica es muy estricta. Nada de visitas.
—¡No puedo seguir sin verla! Ella y yo siempre nos hemos llevado muy mal, pero yo la quiero, Eliah. ¡Es mi hermana!
—Sí, mi amor, sí, es tu hermana, pero está enferma, y sólo gente muy preparada puede ayudarla. Vos sos médica, Matilde. No es necesario que te lo explique.
—Sí, lo sé, pero en este momento no soy médica sino una hermana que sufre.
—Por favor, Matilde, ya no hablemos de nada malo. Necesitamos un respiro. Hoy ha sido un día nefasto.
—Eliah —sollozó, y se apretó a él—. Perdoname, mi amor, perdoname.
—¿Por qué?
—Vos sabés por qué. Me siento una estúpida por haberte gritado del modo en que lo hice, por reprocharte que hubieses disparado contra ese hombre. Lo hiciste para salvarnos y te lo agradezco de corazón. Es que me asusté tanto. No recuerdo haber tenido tanto miedo en mi vida. Y perdí el control. Estoy avergonzada.
—Ya pasó todo. Y te juro que no volverá a repetirse. Te voy a proteger, Matilde, siempre lo voy a hacer. Con mi vida, mi amor, con mi vida.
—No —musitó ella—, con tu vida no quiero.
La besó con ternura para tranquilizarla y para transmitirle lo que sus palabras no lograban comunicar. El beso fue volviéndose tórrido bajo las sábanas. La fricción de sus cuerpos, el contacto húmedo de sus labios y los suspiros contenidos que soltaban por la nariz constituían los únicos sonidos que, extrañamente, ahondaban el silencio de la habitación, hasta que Matilde apartó la cara; necesitaba gemir porque la mano de él entre sus piernas estaba volviéndola loca, y así lo hizo, profirió un gemido como un lamento largo y sonoro que rebotó en las paredes del dormitorio, quebró la quietud y volvió de piedra el pene de Al-Saud. La boca de él, que dibujaba una sonrisa de satisfacción, cayó sobre su pezón y lo chupó con succiones enardecidas para que Matilde no cesara de gemir. Ella lo sorprendió colocándose a horcajadas sobre su vientre. La visión de Matilde bañada por la tenue luz del patio le robó el aliento. Se quedó quieto, admirándola desde la penumbra. Su cabello había adquirido una tonalidad blancuzca; sus labios brillaban con la saliva que su boca le había impreso.
— Regarde-moi, Matilde .
Ella irguió la cabeza e hizo lo que él le pedía: lo miró. Al-Saud contuvo el aliento ante el fulgor de sus ojos plateados; se trataba de una visión sobrenatural. La vio colocarse de rodillas sobre el colchón. Se contorsionó y respiró de manera irregular cuando ella le aferró el pene para guiarlo dentro de su vagina. Observó con fascinación cómo su carne apretada y caliente lo devoraba hasta el final. Ella lo montaba con una cadencia lenta. Las manos de él no la guiaban sino que se sujetaban a sus pechos, y con la aspereza de los pulgares le arrancaba exclamaciones ahogadas cada vez que le masajeaba la piel sensible de los pezones. Los ojos de Al-Saud vagaban del rostro de Matilde, alterado por el deseo, al punto en que sus cuerpos se unían. La vulva blanca y pelada, que se mecía sobre su pelvis negra e hirsuta, conformaba la visión más erótica que Al-Saud había visto. Quería decirle tantas cosas —que la amaba como a nadie; que se trataba de la criatura más acabada que conocía; que no lo abandonara—, pero, sin aliento, hablar se dificultaba.
A la mañana siguiente, Al-Saud se presentó en la cocina para desayunar y se topó con Juana.
—¡Buen día, papurri! ¿Y Mat?
—Duerme. Quiero que siga descansando. —A Marie y a Agneska, les ordenó en francés—: No hagan ruido en el primer piso. Matilde duerme.
—Papurri, desayuno y me voy al depto para no seguir invadiéndote. Pero antes quiero agradecerte por lo de ayer. Nos salvaste de una buena.
—No quiero que vayas sola a la rue Toullier. Yo te voy a llevar. Juana, quiero que se muden aquí, conmigo. El departamento de la rue Toullier ya no es seguro.
— Pour moi, enchantée, papurri! Pero no creo que Mat quiera.
—Por eso estoy diciéndotelo a vos primero, para que me ayudes a convencerla.
—¿Por qué decís que el departamento ya no es seguro?
—Porque esos tipos que las atacaron ayer no eran delincuentes casuales. Buscaban a Matilde. Algo relacionado con una llave que el imbécil de Blahetter le dio la noche de la fiesta en lo de Trégart. Si esos tipos sabían que ustedes concurrían al instituto, es muy probable que sepan dónde viven.
En la calle Toullier, Al-Saud le indicó a Juana que se colocara detrás de él mientras subían por la escalera. Echó el brazo hacia atrás y detuvo el avance al descubrir la cerradura destrozada y la puerta entornada del departamento de Enriqueta. Juana profirió una exclamación, y Al-Saud se llevó el índice a la boca reclamándole silencio. Desenfundó su SIG Sauer 9 milímetros antes de empujar la puerta con la punta de la bota. Se deslizó dentro y fue registrando estancia por estancia. No había nadie.
—Juana, el lugar está limpio. Podés entrar.
—¡Dios mío, papurri! Me parece estar viviendo en una película de suspenso. ¿Cómo carajo destrozaron así la cerradura? ¿Acaso ningún vecino escuchó nada?
Al-Saud estudió la jamba de la puerta.
—Usaron un explosivo silencioso. —Para sí, dijo: “¡Dios mío! Son profesionales y están detrás de Matilde”.
Según Juana, que revisó las habitaciones, el único elemento fuera de lugar era el cuadro con el retrato de Matilde a los cinco años, tirado en el suelo, con el marco de pan de oro quebrado y el contrachapado rebanado en sus cuatro lados. No se habían robado la pintura, simplemente habían quitado la parte posterior. Recordó que Blahetter lo había recuperado y devuelto a Matilde. ¿Qué había escondido entre el lienzo y el panel del reverso?
—Juana, meté un poco de ropa para vos y para Matilde en un bolso y dejemos este lugar. Después vendré por el resto. —Al-Saud salió al rellano de la escalera para hablar con Peter Ramsay—. Peter, soy yo. Necesito que tú y Alamán vengan al número nueve de la rue Toullier. Sí, al departamento de Matilde. Alguien reventó la cerradura y entró. Necesito que la cambien y que pongan medidas de seguridad, las mejores. Además quiero ver la cinta de filmación. Estimo que quien haya entrado lo hizo a partir de las siete de la tarde y hasta las seis de la mañana. —Apenas cortó con Ramsay, le entró otra llamada. Era Edmé de Florian—: Dime, Edmé.
—Eliah, acaban de encontrar un Renault Laguna en el Bois de Boulogne . Había un cadáver dentro, con la oreja izquierda destrozada. Es evidente para mí que se trata del mismo tipo que te atacó ayer. ¿Sabes dónde le calzaron el balazo? En el ojo derecho.
—Como al botones del George V —pensó Al-Saud en voz alta.
—El impacto le hizo un hueco del tamaño de un puño. Creo que usaron el mismo tipo de proyectil que mató al botones.
—¿Una bala con punta hueca? ¿Una Dum-Dum?
—Podría ser.
—¿Encontraron el casquillo?
—No aún. Los forenses están cepillando el Renault y la zona. Te avisaré apenas tenga el informe de balística.
De nuevo una bala Dum-Dum y un balazo en el ojo derecho. Aunque podía juzgarse como una casualidad, el asunto adoptaba un aspecto endemoniado.
—Listo, papurri —dijo Juana.
—Vamos, entonces.
Antes de abandonar el departamento, Al-Saud recogió el cuadro.
* * *
—Matilde.
El susurro formaba parte del sueño. Entreabrió los párpados con dificultad y le llevó unos segundos reconocer a Leila en la figura arrodillada junto a la cabecera de la cama.
— Bonjour, Matilde .
Se trató de una sensación rara, la de estar medio dormida y que el corazón se le desbocase. Permaneció quieta sobre la almohada en la actitud de quien teme espantar a un pajarito. Atinó a contestar con voz ronca de sueño.
— Bonjour, Leila .
La muchacha le sonrió y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos hasta que se puso de pie, bajó del plinto y se alejó en dirección a la flor, donde aprestó las tazas para el desayuno sobre la mesa donde habían cenado. El aroma de café recién preparado se mezclaba con el de las medialunas tibias, pero Matilde no lo percibía. Continuaba inmóvil en la cama. Leila acababa de hablarle. Ganó algo de compostura y, simulando normalidad, se envolvió en la bata y fue al baño. Al regresar, Leila estaba sentada a la mesa y le sonreía. Matilde le habló en francés sin obtener respuesta. Desayunaron intercambiando palabras de Matilde y silencios sonrientes de Leila.
Al-Saud las encontró en la flor. Leila abandonó su silla para correr hacia él. Había vuelto a ser la niña. Al-Saud la abrazó y guiñó un ojo a Matilde, que le sonrió desde la mesa. Leila se apartó de Al-Saud y, a través de señas, le preguntó si irían a la feria. Resultaba increíble que supiera que se trataba de un martes, día de la feria en la Place Maubert.
—Hoy no podré acompañarte, cariño. Tengo mucho trabajo. Le pediré a Medes que te lleve. Ahora baja a la cocina, que Marie y Agneska quieren saber qué prepararás para el almuerzo.
Matilde se aproximó a él en silencio. Pasó las manos bajo el saco de su traje y le apretó la cintura. Aún conservaba el frío del exterior pegado al cuerpo; no entendía por qué salía tan desabrigado en una mañana gélida como ésa. Hundió la nariz en la parte desnuda de su pecho, la que no cubría la camisa, por donde asomaba la mata de vello espeso y negro. Inspiró el Givenchy Gentleman.
Al-Saud le puso el pulgar bajo el mentón y le levantó la cara.
—¿Qué pasa? ¿Por qué esas lágrimas?
—Eliah —pronunció Matilde, y se detuvo, conmovida—. Eliah, Leila me ha hablado.
—¿Qué?
—Sí. Me dijo “Matilde” y después “ Bonjour, Matilde” .
Al-Saud cerró su abrazo y apoyó la cara sobre su coronilla.
—Tenías que ser tú —dijo en francés—. Tenías que ser tú la que la rescatase. Matilde, amor mío.
—Sólo eso dijo. Y por un momento se comportó como una mujer de su edad. Después volvió a recluirse en su Leila niña. ¿Cómo podemos ayudarla?
Sin soltarla, Al-Saud la condujo al sillón y la sentó sobre sus piernas.
—Matilde, tengo que darte una mala noticia. No te asustes. No ha habido consecuencias, pero tiemblo de pensar que podrías haber estado ahí.
—Eliah, por amor de Dios, decime qué pasa.
—Esta mañana llevé a Juana al departamento de la rue Toullier. Encontramos que la cerradura estaba destrozada y la puerta abierta. —Matilde se llevó las manos a la garganta y ahogó un grito—. Juana asegura que no robaron nada. No cometieron destrozos, excepto con tu cuadro, el de tu retrato. No estropearon el lienzo, por suerte, pero sí el marco y la parte de atrás. La cortaron como si buscaran algo oculto, algo que, evidentemente, el hijo de puta de Blahetter escondió ahí.
—¡Dios mío, Eliah! Tengo miedo. ¿Qué está pasando?
—Matilde, quiero que vos y Juana vivan aquí, conmigo. En ningún lugar estarán más seguras. —Ante la expresión desconcertada de ella, insistió—: Mi amor, es obvio que el imbécil de Blahetter te metió en un lío. ¡Dejame que te proteja! ¡Por favor! No seas terca en esto.
—Está bien, sí, sí. No volveremos a la rue Toullier hasta que este embrollo se aclare. Pero tendré que ocuparme de reparar la cerradura y de arreglar…
—Olvidate. Ya estoy ocupándome de todo. Matilde —dijo, y le sujetó la cara con ambas manos—, por ninguna razón quiero que vuelvas a ese lugar. Jurámelo.
—Te lo juro.
—Además, ni vos ni Juana podrán salir sin custodia. A ninguna parte.
—¡Eliah, por favor!
—Matilde, ¿no fue muestra suficiente lo que sucedió anoche? Estos tipos no juegan y son profesionales. No me hagas las cosas difíciles. Sólo te pido colaboración. Ya hablé con Juana y está de acuerdo en todo.
—Obvio —musitó ella, con ironía—. Si lo dice el papurri , es palabra santa. —Al-Saud rió por lo bajo y la besó en los labios—. Gracias por ocuparte de nosotras, Eliah. No sé qué habríamos hecho sin vos.
—Hasta que organice lo de los guardaespaldas, no podrán ir al instituto. No me mires así, sólo será por hoy, tal vez por mañana. Ahora tengo que dejarte. Me esperan varias reuniones y compromisos en la Mercure.
—Sí, sí, no pierdas más tiempo.
—Matilde, ésta es tu casa. Vos sos la dueña de ahora en adelante. Podés hacer lo que quieras. Así se lo he comunicado a Marie y a Agneska.
Ella no supo qué contestar.