CAPÍTULO 20
A
medida que transcurrían los días, Eliah Al-Saud observaba la evolución de Matilde después del ataque en la Capilla de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. Así como el hematoma en su pómulo adquiría diversos colores, su ánimo también pasaba por distintas etapas. Al principio, el pánico la había derrotado; se sobresaltaba con facilidad, se despertaba durante la noche, temía salir y no protestó cuando Eliah le dijo que no regresaría al instituto hasta que Markov, el guardaespaldas expulsado por el presidente Taylor, llegase a París para reemplazar a Sándor.
La pericia de Markov estaba garantizada. Como ex miembro de la Spetsnaz GRU, el grupo de élite del servicio de inteligencia militar de Rusia, temido por la ferocidad de su proceso selectivo —se rumoreaba que no pocos perecían durante los meses de adiestramiento—, poseía un conocimiento y una habilidad superiores. Alamán y Peter le mostraron fotografías de Udo Jürkens y lo pusieron al tanto de lo que sabían de él: su preferencia por las armas de guerra, su gusto por disparar balas DumDum y su afición por las armas químicas, por lo que el ruso estaba prevenido del tipo de enemigo al que se enfrentaba.
La Diana, que desde su encuentro con Udo Jürkens no se perdonaba haber fracasado en la lucha cuerpo a cuerpo, se marchó a la hacienda de Ruán donde pasó varios días entrenando con Takumi sensei , hasta que Al-Saud le ordenó regresar a París porque Markov, su nuevo compañero, estaba listo para hacerse cargo del trabajo. La Diana, que había albergado la esperanza de que Dingo custodiase a Matilde, se mostró tan distante, antipática y fría con el ex oficial del Spetsnaz GRU como le fue posible.
Una madrugada en que Matilde se despertó llorando después de una pesadilla, Al-Saud la abrazó hasta calmarla.
—Quiero que te quedes tranquila. La publicidad que los noticieros le han dado al identikit de ese tipo lo obligará a desaparecer. No habrá lugar en Francia en que no quede expuesto a que lo reconozcan.
—Podrían enviar a otro a matarme —sugirió ella, y Al-Saud desestimó la posibilidad, aunque admitió para sí que era plausible.
Más allá del pesimismo de su contestación, a partir de esa noche, Matilde recobró en parte la calma. Al-Saud experimentó un gran alivio, porque la idea de que Matilde tuviera que visitar al doctor Brieger, el psiquiatra de Leila, le revoloteaba en los últimos días y lo desalentaba; no quería que la medicaran para dormir ni para levantarle el ánimo. Retomar las clases en el instituto la ayudó, como si la rutina le ordenara la vida y las emociones. Poco a poco, comenzó a salir de la casa, a sonreír, a hablar con voz firme y no en murmullos, a cocinar con Leila, a comer con ganas; su palidez desaparecía con el hematoma, y los círculos violeta en torno a sus ojos se diluían bajo un fulgor traslúcido. Como se habían atrasado por faltar una semana al instituto, Matilde y Juana debieron redoblar el estudio para alcanzar a sus compañeros, lo que también colaboró para que se distrajesen.
Cuatro días después del ataque, el martes 3 de marzo por la mañana, Sándor fue dado de alta y se instaló en la casa de la Avenida Elisée Reclus para que Leila lo cuidase. A Matilde no le sorprendió que Yasmín se convirtiera en una asidua visitante cuando nunca lo había sido en el tiempo que ella llevaba conviviendo con Eliah. Tampoco la sorprendió su cambio de actitud. Así como en el pasado se mostraba agresiva y soberbia, en el presente desplegaba una personalidad dulce y simpática. Matilde advertía que el cambio abarcaba aspectos más profundos de su personalidad; la notaba más apocada, menos levantisca, más reflexiva, quizás un poco triste y abatida.
El impacto causado en los medios de comunicación por la nota de Ruud Kok adquirió dimensiones insospechadas. La comunidad internacional se sacudió ante las revelaciones del artículo publicado el miércoles 25 de febrero. Los programas televisivos y radiales de análisis político, las revistas y los diarios solicitaban una entrevista al periodista holandés, a quien le llegaban a diario ofertas para ocupar el puesto de corresponsal de diversas publicaciones. Kok se sentía en la cumbre del éxito y de la fama, y, sin embargo, no lo disfrutaba. Lo urgía completar la investigación, para la cual precisaba el material que Al-Saud le había prometido. Demostrar la existencia de sustancias tóxicas en el desastre de Bijlmer se había convertido en una cuestión personal. Se preguntaba qué información le entregaría y cuándo. Aunque había intentado comunicarse con Al-Saud, éste se mostraba esquivo, por lo general no atendía sus llamadas ni contestaba sus correos electrónicos y se hacía negar con sus secretarias.
De hecho, Al-Saud no pensaba entregar nada a Ruud Kok. Si el plan se desarrollaba de acuerdo con sus propósitos, no se volvería a mencionar el nombre de Israel en relación con las armas químicas en ningún medio gráfico ni televiso ni radial del mundo. Para eso necesitaba reunirse con el jefe de la base del Mossad en Europa. El lunes 2 de marzo por la mañana, después de recibir la llamada de Vladimir Chevrikov, Al-Saud fue a verlo a su departamento.
—¿Qué noticia me tienes?
—Vincent Pellon acaba de llamarme. Dice que Ariel Bergman, el jefe del Mossad en Europa, ha accedido a encontrarse contigo.
—Bien. Dile a Pellon que el próximo jueves…
—¿Jueves 5 de marzo?
—Así es —ratificó Al-Saud—. Ese día, un automóvil recogerá a Bergman a las diez de la noche en el extremo del Puente Alejandro III que se corresponde con la explanada de Los Inválidos, frente a la columna que representa a la Francia de Carlomagno. Deberá ir desarmado, sin micrófonos ni grabadoras.
Ariel Bergman se apretó la bufanda contra el cuello. El viento arreciaba en la orilla del Sena, y el frío se colaba por pequeños orificios. Aunque estaba abrigado, se sentía desnudo sin su Beretta, el arma reglamentaria de los agentes del Mossad. No llevaba nada encima excepto ropa y una identificación. Habían meditado acerca de la posibilidad de colocar un transmisor bajo su piel, y lo habían desestimado enseguida, seguros de que Al-Saud contaba con la tecnología para detectarlo. Se avinieron a sus exigencias porque no tenían alternativa. Las fotografías de Bouchiki daban la vuelta al mundo y provocaban un descalabro en Tel Aviv. Después del primer artículo, el del 25 de febrero, el NRC Handelsblad había publicado uno más, con nuevas fotografías y más datos. Nadie conocía a ciencia cierta la cantidad de ases que escondían bajo la manga.
En Israel, el primer ministro vociferaba exigencias a los cuatro vientos y ponía nerviosos a los miembros del gabinete y al director del Mossad. La entrada en vigor el año anterior de la Convención sobre Armas Químicas impulsada por la ONU, perdía respetabilidad ante el flagrante incumplimiento de uno de sus estados firmantes, Israel, por lo que el Secretario General del organismo presionaba al gobierno de ese país para que diera explicaciones. El primer ministro alegaba que, si bien habían adherido a la Convención sobre Armas Químicas, todavía no la habían ratificado, lo cual los eximía de justificar su accionar. Los asesores le sugirieron que no mencionara ese argumento en público.
Bergman suspiró. Estaba cansado. Las consecuencias de ese maldito accidente aéreo del 96 lo perseguían como una maldición y, sobre todo, lo distraían de las cuestiones relevantes, como por ejemplo, la aparición en la escena europea del traficante de armas Mohamed Abú Yihad, socio del Príncipe de Marbella, ambos del entorno de Saddam Hussein, interesado en abastecerse de armas, combustible nuclear y mercurio rojo; o la inquietante resurrección de un demonio del pasado, el terrorista alemán Ulrich Wendorff; o los movimientos sospechosos de algunos miembros del brazo armado de Hamás, las Brigadas Ezzedin al-Qassam, lo cual lo llevaba a sospechar que su jefe, Anuar Al-Muzara, preparaba un nuevo y mortal golpe. “Anuar Al-Muzara”, dijo para sí, con admiración y rabia. Se trataba del terrorista más escurridizo e inteligente con el que les había tocado lidiar. ¿Dónde se escondería? No tenían una pista.
Con esas cuestiones en danza, Bergman se veía atrapado en un juego de fuerzas políticas que acabaría el día en que se pusiera precio al silencio de Al-Saud. Se preguntó cómo reaccionaría el Secretario General de la ONU en caso de hallar laboratorios productores de armas químicas en Irak. Quizá, pensó con ironía, deberían contratar a Al-Saud para que los descubriera en el corazón de Bagdad o de Tikrit.
Un Peugeot 405, con todos los vidrios polarizados, incluido el parabrisas, se detuvo sin apagar el motor frente a la columna que representa a la Francia de Carlomagno en un extremo del Puente Alejandro III. Bergman consultó su TAG Heuer: las diez de la noche. La puerta trasera se abrió como una señal de invitación que el agente del Mossad no estaba en posición de declinar.
Desde una camioneta Range Rover estacionada a unos metros sobre la Quai d’Orsay, los katsas Diuna Kimcha y Mila Cibin observaron a su jefe ingresar en un Peugeot 405, que cruzó el Puente Alejandro III en dirección opuesta al Hotel de Los Inválidos, hacia la Avenida Winston Churchill. Arrancaron la Range Rover y lo siguieron. No podían ver que, en la parte trasera del Peugeot, un hombre registraba a Bergman e, ipso facto , le vendaba los ojos. Lo que sí pudieron comprobar es que el vehículo estaba equipado con contramedidas electrónicas, porque al aproximarse al Peugeot sus celulares interceptores perdieron la señal. Además, desde la base en el sótano de la embajada israelí, los expertos en teleprocesamiento advirtieron que una señal electromagnética perturbadora surgía del Peugeot e impedía que el satélite lo rastreara. En ese momento, la misión dependía de la habilidad de Kimcha, al volante de la camioneta, para no perder de vista al automóvil que se alejaba con Bergman.
El Peugeot 405 se metió bajo el viaducto de la Avenida du Général Lemonnier, en el cual se hallaba la entrada al estacionamiento subterráneo del Museo del Louvre.
—Han entrado en el aparcamiento —dedujo Cibin al no verlos al final del viaducto—. ¡Será difícil encontrarlos allí! ¡Malditos hijos de puta!
Pese a la hora tardía, el sitio estaba repleto de automóviles. Para cuando los katsas dieron con el Peugeot 405, estaba vacío.
Bergman, con los ojos vendados, fue acomodado en la parte posterior de un Audi A8, que lo llevó hasta la casa en la Avenida Elisée Reclus, aunque lo ingresaron por el portón de la calle Maréchal Harispe. El katsa apretaba los párpados bajo la venda negra para agudizar el sentido de la audición. Identificó el rumor de un montacoches que descendía uno, dos, tres pisos a juzgar por un chasquido que se repitió tres veces; el sonido de un escáner que barría la palma de la mano o el ojo, no podía saber; el zumbido de un ascensor; los cinco pitidos cortos al presionar una clave en un teclado y el largo y agudo al franquear el paso. Lo sorprendía el silencio en el que trabajaban quienes lo conducían; no habían cruzado palabra con él ni entre ellos. Apenas puso pie en la habitación, lo recibió un aroma agradable, como a naranja o a bergamota, e inspiró un aire limpio y fresco. Contó cincuenta metros entre el ingreso y su destino final. Una puerta se cerró detrás de él y unas manos suaves le presionaron los hombros para que tomara asiento. Otras o las mismas, no habría podido asegurar, le quitaron la venda. Le llevó unos segundos amoldarse a la luz suave que le daba en la cara.
—Gracias por haber aceptado nuestra invitación —dijo una voz masculina y de acento culto en inglés.
—No tenía mucha opción —admitió Bergman, sin enfado, más bien con humor.
Tres figuras se colocaron dentro del círculo iluminado. Bergman los reconoció de inmediato: Eliah Al-Saud, Michael Thorton y Anthony Hill, los socios mayoritarios de Mercure S.A. Faltaba Peter Ramsay, pero éste contaba con un reducido paquete accionario. No obstante, Bergman sospechaba que no se hallaba lejos; el ex miembro de El Destacamento debía de haber monitoreado su traslado hasta ese sitio.
—Usted ya nos conoce —siguió hablando Michael Thorton—. No será necesario que nos presentemos. Creemos que sus agentes intentaron seguirnos tiempo atrás, lo que significa que el Mossad nos tiene identificados.
Bergman ejecutó una sonrisa condescendiente.
—Sí —admitió—, los conozco. Últimamente sus acciones me han dado varios dolores de cabeza.
Hill y Thorton rieron brevemente; Al-Saud se mantuvo imperturbable. Era bastante más joven que sus socios y, en persona, se confirmaba el atractivo de las fotografías. Permanecía algo alejado, de pie, con el trasero apoyado en el borde de una mesa, las piernas ligeramente separadas y los brazos cruzados a la altura del pecho. Comunicaba un aire desconfiado y poco amigable, que se acentuaba en el entrecejo fruncido. De su cuerpo manaba una energía fría y letal. Bergman se fijó en los músculos de los antebrazos desnudos —se había remangado la camisa blanca— y recordó lo que se decía de él, que lo habían entrenado para matar a un hombre con una mano. No pudo evitar admirarlo, pese a los problemas que le había ocasionado en las últimas semanas.
—Nuestras acciones —habló Hill— no tienen nada de personal, ni con usted, señor Bergman, ni con la agencia a la que pertenece. Son la consecuencia de un negocio.
—¿Para qué han pedido que viniera a verlos?
—Porque necesitamos un vocero en el gobierno de Israel —explicó Mike— y creímos que usted era la persona indicada.
—¿Un vocero? ¿Para qué?
—Señor Bergman —habló Al-Saud por primera vez, y se incorporó para colocarse a la misma altura de sus socios—, no sólo tenemos pruebas para demostrar que en el Instituto de Investigaciones Biológicas se producen armas químicas a gran escala sino que la carga del vuelo 2681 de El Al que se estrelló en el Bijlmer estaba conformada por al menos tres de los cuatro componentes del agente nervioso conocido como sarín. —Sus miradas se trabaron en el espacio iluminado—. Nuestros clientes nos contrataron el año pasado para investigar si era cierto lo que se rumoreaba, que la carga del vuelo de El Al no estaba compuesta por productos de cosmética como se decía.
—¿Quiénes son sus clientes? —quiso saber Bergman.
—The Metropolitan —dijo Anthony— y World Assurance, dos compañías aseguradoras holandesas que han sufrido graves pérdidas económicas debido al accidente del 96.
Al-Saud le extendió una carpeta, y Bergman la estudió durante largos minutos, en los que nadie pronunció sonido. Intentó disimular la alteración que le provocó la documentación que estaba analizando. La traición de Bouchiki alcanzaba extensiones impensables. No sólo había fotografiado los laboratorios sino documentación en la cual se detallaban las existencias de los agentes nerviosos y de sus componentes y los nombres de los proveedores. A continuación aparecieron notas, memorandos, registros, documentos, órdenes de entrega, cartas de embarques y demás con el logotipo de Química Blahetter. Muchos de esos papeles estaban en castellano, idioma que él no comprendía, pero le bastaba con leer los detallados en inglés para apreciar la magnitud del peligro.
—¿Qué quieren?
—Nuestros clientes —habló Tony— querrían reunirse, discretamente, claro está, con el ministro de Transporte de su país y con las autoridades de El Al, y, a la luz de la interesante información que acabamos de suministrarle, negociar una indemnización que repare el daño económico sufrido después del accidente aéreo.
Bergman se puso de pie sin intención de ocultar su enfado.
—¿Han puesto en riesgo la estabilidad de un gobierno y las relaciones diplomáticas de un país simplemente por dinero?
—Señor Bergman —dijo Al-Saud—, si su gobierno y las autoridades de El Al no se hubiesen mostrado indiferentes cuando nuestros clientes se acercaron en buenos términos a negociar una retribución, hoy no estaríamos en esta situación. Pero claro, cuando nuestros clientes intentaron negociar, no contaban con las pruebas que nosotros les hemos proporcionado. La investigación arrojó datos que nos dan la posibilidad de exigir.
—Han puesto demasiado en juego con esta estrategia.
—El que no arriesga no gana —pronunció Tony en inglés, y Bergman recordó que se trataba del lema del SAS, el grupo de élite militar británico del cual Anthony Hill había formado parte.
—La situación parece irreversible con esas publicaciones en danza —prosiguió el israelí—. El NRC Handelsblad ha vendido la información a los principales diarios y medios televisivos del mundo. La comisión de la ONU encargada de hacer cumplir la Convención sobre Armas Químicas ya está solicitando entrar en Israel para auditar el Instituto de Investigaciones Biológicas.
Las risas de Thorton y Hill rebotaron en las gruesas paredes de concreto.
—¿Preocupado por la ONU, señor Bergman? —se burló Mike—. Su gran amigo y aliado, los Estados Unidos, es el propietario de la ONU. Usted sabe tan bien como nosotros que esa comisión jamás cruzará la frontera israelí como no sea para tomar unas vacaciones a orillas del Mar Muerto.
—Existen grupos en Estados Unidos que están muy incómodos en esta coyuntura —aclaró Bergman— y empiezan a presionar para que se inicie una investigación. Todavía no se ha visto la extensión del daño que nos han ocasionado.
—Señor Bergman —intervino Al-Saud, con aire impaciente—, ¿está en posición de asegurarnos que nuestros clientes se sentarán a negociar una indemnización con las autoridades de su país y de El Al?
—¿Qué obtendremos nosotros a cambio?
—Revertir la situación en ciento ochenta grados, recuperar la buena imagen ante la comunidad internacional y detener la lluvia de amenazas de la ONU y de los organismos humanitarios internacionales que no miran a Israel con buenos ojos desde hace muchos años.
—Eso es imposible. Sería como intentar detener un camión con la mano. Ustedes echaron a rodar la noticia y ahora será difícil reparar la imagen dañada.
—No lo será si nosotros le decimos cómo hacerlo —manifestó Mike.
Bergman paseó la mirada por esos tres hombres, incrédulo de que hubiesen puesto en jaque a un Estado tan poderoso como el de Israel. La detuvo en Al-Saud. El olfato le indicaba que el cerebro de la estrategia había sido ese hijo de príncipe saudí. ¿Odiaría a los judíos debido a su ascendencia árabe de la más pura estirpe? Se dijo que no. Sospechaba que su orgullo y altanería no se relacionaban con el desprecio sino con un espíritu evolucionado que había superado los prejuicios raciales y religiosos y se consideraba más allá de esas minucias. En verdad no desplegaba un gesto despreciativo sino de hartazgo, como si la cuestión entre judíos y árabes lo aburriera. Además, pensó Bergman, no debía soslayar su amistad con Shiloah Moses.
—¿Cómo podrían detener el escándalo que echaron a rodar?
—Después de la reunión entre nuestros clientes y las autoridades de su país, se lo diríamos —expresó Mike.
—Y si es que se ponen de acuerdo en el monto de la indemnización —aclaró Tony.
—¿No pretenderán que comparezca ante mi gobierno con una promesa tan magra?
—Es una promesa magra —aceptó Al-Saud—. No obstante, la promesa de que el resto de la información con que contamos y que usted acaba de ver —señaló la carpeta en manos de Bergman— terminará en las redacciones de varios periódicos es muy fuerte.
—¡Esto es un chantaje! —simuló escandalizarse el israelí, sin conseguir inmutar a sus interlocutores.
—Su gobierno tendrá que confiar en nuestra palabra —retomó Mike—. Tenemos el tiempo en contra. Los medios seguirán especulando y sacando conclusiones. Si actuamos con rapidez, el impacto del daño se minimizará. La reunión debería llevarse a cabo en los próximos días.
Bergman bajó la cabeza y contempló la carpeta entre sus manos.
—Puede llevársela —dijo Al-Saud—. Son sólo copias. Los originales están bajo custodia. Si algo llegase a sucedernos a mí o a mis socios, la documentación y el resto de las fotos terminarían donde usted ya imagina. Y le aseguro que, a ese punto, resultaría imposible detener la catástrofe que les caería encima.
Ariel Bergman admitió la derrota. En realidad, desde que su jefe le ordenó que se apostara en el Puente Alejandro III sabía que se presentaba a firmar un acuerdo de paz en el rol del ejército vencido. Como responsable del Mossad en Europa, le había fallado a Israel.
—Mañana me comunicaré con ustedes para informarles cuándo se llevará a cabo la reunión.
—El lugar lo fijaremos nosotros —informó Al-Saud—. Será en las oficinas de la Mercure, en el Hotel George V.
—Le garantizamos que se trata de un sitio limpio de micrófonos y cámaras —acotó Tony.
—¿A qué teléfono deberé llamarlos?
Michael Thorton le extendió una tarjeta personal.
—A cualquiera de éstos. Son líneas seguras.
—Antes de que se vaya, señor Bergman —habló Al-Saud—, quisiera mostrarle algo. —Levantó la tapa de una carpeta que descansaba sobre la mesa y extrajo una fotografía. Se la pasó al israelí—. ¿Lo reconoce?
—Sí. Es Ulrich Wendorff. ¿Cómo consiguió esta fotografía? ¿Es actual?
—¿Quién es Ulrich Wendorff? —lo interrogó Al-Saud.
—Un ex miembro de la Fracción del Ejército Rojo. Operaba en Europa en la década de los setenta y principios de los ochenta. ¿Es una fotografía actual?
—Sí, de hace pocas semanas.
—¿Cómo la consiguió?
—Eso no importa. Pero le diré que fue tomada en París.
—De acuerdo con nuestras investigaciones —manifestó Bergman—, ahora se hace llamar Udo Jürkens. ¿Puedo quedármela? —preguntó, y levantó la fotografía. Al-Saud bajó los párpados en señal de asentimiento—. ¿Qué más saben de él?
—Estuvo presente el día en que atentaron contra la vida de Shiloah Moses y del Silencioso.
—Permítame advertirle que es un tipo peligroso. Una máquina de matar.
—Lo sé —aseguró Al-Saud—. Una última pregunta —dijo, y miró a Bergman con una fijeza que lo inquietó—. ¿Quién es su sayan dentro de la Mercure?
El aire pareció volverse gélido.
—No intente negarlo —lo respaldó Tony—. Sabemos con certeza que tienen a alguien metido en nuestra compañía.
El israelí guardó silencio por unos segundos, tras lo cual tomó una inspiración profunda y habló.
—Señores, ustedes saben cómo funciona esto, por lo tanto no esperen que entregue a mi colaborador.
—¿A Claude Masséna? —sugirió Tony.
Bergman le dirigió una mirada que no reveló nada. Pasado un silencio, expresó:
—Si me permitiesen ocuparme de mi sayan , yo quedaría en deuda con ustedes. Y eso podría serles de utilidad en el futuro.
Eliah, Tony y Mike cruzaron una mirada. Sabían por Derek Byrne, el guardaespaldas asignado a Zoya durante sus vacaciones en el Caribe, que ella y Masséna habían regresado a París esa mañana.
—Está bien, señor Bergman —dijo Mike—. Ocúpese de Masséna como lo juzgue mejor. Sólo le pedimos que le deje en claro que no podrá acercarse a nuestra compañía por ningún medio, en especial el informático. Si lo hace, lo descubriremos, y el acuerdo que acabamos de sellar se romperá.
—Ahora colóquese la venda —dijo Al-Saud, y se la entregó—. Nuestros hombres lo llevarán al Puente Alejandro III.
En cuanto Bergman abandonó la base, Al-Saud llamó por teléfono a Zoya.
—Zoya.
—Hola, cariño.
—¿Y Masséna?
—En su casa, supongo. Llegamos esta mañana.
—Lo sé. Es tarde, pero necesito verte ahora.
—Te espero.
Media hora después, Al-Saud entró en el departamento de la calle del Faubourg Saint-Honoré. Se abrazaron.
—Estoy feliz de haber vuelto. Creo que tuve una sobredosis de Claude. ¡Imagínate que me propuso matrimonio!
—¿Qué le dijiste?
—Que lo pensaría. Quería consultarlo contigo.
—Tus asuntos con Masséna han terminado. Aprovecha la propuesta matrimonial para negarte y romper con él. ¿Tienes el arma que te di?
—¿Tan peligroso es? Me estremezco de pensar que, durante los días en el Caribe, no la tuve conmigo. Habría sido imposible subirla al avión.
—Por eso te asignamos un guardaespaldas, que se alojaba en la habitación contigua a la de ustedes. Estabas protegida. —Zoya se arrojó a su cuello y lo besó en los labios—. Zoya, estoy apurado. Trae el arma, quiero revisarla.
Al-Saud controló el cargador de la pistola Beretta 950 BS y le explicó a Zoya por enésima vez cómo usarla.
—Quiero que lo cites aquí para terminar con él. Derek Byrne, el que estuvo custodiándote en el Caribe, se ocultará en tu dormitorio mientras hablas con Masséna. Llámame apenas acuerdes el día y la hora para que yo le avise a Byrne.
Zoya lo acompañó a la puerta. Allí se acordó de preguntarle por Natasha.
—¿Le enviaste el dinero?
—Sí —dijo Al-Saud—. Transferí cinco mil dólares a la cuenta que ella te dio.
—¿No puedes averiguar dónde está?
—Podría, pero no quiero. Respetaré su decisión. Si Natasha eligió alejarse, tendrá razones para haberlo hecho.
—¿Salvador Dalí? Habla Picasso.
La alegría con la que había regresado de sus vacaciones se esfumó al escuchar ese nombre. Claude Masséna quería terminar con esos tipos, le daban miedo, lo ponían nervioso, aunque más nervioso se ponía al pensar en que Al-Saud descubriese su traición.
—Sí, soy yo. Salvador Dalí.
—No puedes volver a la Mercure. Te han descubierto.
Masséna arrastró los pies hasta una silla y se dejó caer. Temblaba. El auricular del teléfono se sacudía contra su oreja. Experimentaba una creciente necesidad de hablar, de preguntar, de gritar, y no lograba articular sonido.
—¿He… He perdido mi trabajo?
—No te preocupes —dijo Bergman—. Trabajarás con nosotros si pasas una serie de pruebas y exámenes. Tus conocimientos de hacker serán muy apreciados en nuestra organización. Te recomiendo que no intentes acercarte a la Mercure ni física ni informáticamente.
—Al-Saud me matará —balbuceó, al borde de las lágrimas.
—Llegamos a un acuerdo. Si tú te mantienes alejado, ellos no tomarán represalias en contra de ti. Volveré a llamarte en los próximos días.
Minutos después de cortar con Picasso, el timbre del teléfono lo hizo saltar en la silla. No se atrevía a contestar.
— Allô?
—Claude, soy Zoya.
—Mi amor… —El alivio se propagó por su cuerpo, los músculos se distendieron y quedó hundido en un sopor como cuando fumaba marihuana. Amaba a Zoya más que antes. Durante esas dos semanas en aquel sitio paradisíaco del Caribe se había convencido de que ella no había formado parte del complot que lo puso en las garras de la Mercure. Zoya lo amaba; no lo habría entregado ni traicionado. El hecho de que viese salir a Al-Saud del edificio de la calle del Faubourg Saint-Honoré no significaba que tuviese relación con Zoya; cientos de personas vivían allí.
—Necesito que hablemos. ¿Podrás venir a casa el lunes por la noche?
—Hoy es jueves. ¿No nos veremos antes?
—El fin de semana tendré mucho trabajo. ¿Te va bien a las nueve de la noche?
—Allí estaré.
La depresión tomó el lugar del pánico. Durante quince días había olvidado que Zoya era una prostituta.
El viernes por la mañana, mientras tomaban el desayuno solos en la flor, Matilde y Al-Saud programaban las actividades del día. A Eliah no le gustó enterarse de que Ezequiel había llamado la noche anterior y de que Juana y Matilde lo visitarían en lo de Jean-Paul Trégart antes de ir al instituto.
—Acaba de volver de Córdoba. Está muy deprimido por la muerte de Roy y por otras cosas. ¿Por qué no querés que vaya a verlo?
—Porque Ezequiel y yo no estamos en buenos términos y sé que te hablará mal de mí para separarnos. Y él es tu mejor amigo y tengo miedo de que lo escuches.
—Es lógico que Ezequiel no te tenga simpatía después de lo que hiciste en la casa de Jean-Paul.
—Lo volvería a hacer —replicó él, a la defensiva—. Volvería a encañonarlo para advertirle que no se acercase a vos. ¡Estaba loco de rabia! Quería matarlo.
Matilde extendió el brazo a través de la mesa y le apretó la mano.
—Está bien, te entiendo. Pero eso quedó atrás. Quiero olvidar.
“No podemos olvidar con ese monstruo tras de ti”, habría expresado, consumido por el resentimiento y los celos, si el amor que ella le inspiraba no lo hubiese hecho callar. Esas palabras la habrían alterado y destruido la serenidad que recobraba día a día.
—Sí, sí —dijo en cambio—, yo también quiero olvidar. No me hagas caso. Vayan a lo de Ezequiel. Eso sí, Matilde: La Diana y Markov tienen que entrar con ustedes en casa de Trégart. ¿Está claro?
—Sí, muy claro.
Al escuchar el timbre, la ansiedad obligó a Ezequiel a precipitarse escaleras abajo, cruzar el amplio vestíbulo a la carrera y abrir la puerta antes que la empleada doméstica. Juana y Matilde le sonrieron en el umbral, y él sintió una punzada en la garganta. Los tres se fundieron en un abrazo silencioso. Al separarse, Ezequiel vio a los guardaespaldas.
—Dejalos entrar, Eze —pidió Juana—. El viernes pasado un loco atacó a Mat.
Matilde notó que la expresión de angustia de Ezequiel le acentuaba las líneas de cansancio, los pómulos enflaquecidos y los ojos hundidos. Estaba demacrado y había perdido peso.
—¿Otra vez?
—Sí, otra vez —dijo Juana—. Y parece ser que tiene que ver con lo de tu hermano.
—Dios mío —susurró Ezequiel—. Pasen. Tenemos tanto de que hablar.
No comieron mucho durante el almuerzo. El relato del velorio y del entierro de Roy los hizo sollozar varias veces y les quitó el hambre. La comida se enfrió en el plato.
—Eze —dijo Juana—, ¿en qué andaba Roy?
—No sé. Cuando llegó acá, me pidió que le diéramos un espacio para terminar un proyecto. Instaló un tablero que le prestó un amigo nuestro y se lo pasaba el día entero dibujando y haciendo cálculos, escribiendo a máquina y pensando. Un buen día terminó, desarmó el tablero, ordenó el lío que había hecho y todo quedó como si nada. Cuando le preguntaba, me decía que trabajaba en un proyecto que lo sacaría de pobre. Más allá de eso, no daba explicaciones. Vos sabés cómo era, Mat. En extremo reservado.
—Sí, lo sé.
—Últimamente se había vuelto casi paranoico con ese tema, como si alguien estuviese persiguiéndolo.
—Parece ser que era así nomás —intervino Juana—, que alguien lo perseguía. Y el que lo perseguía, lo envenenó.
Un silencio cayó sobre los tres.
—Al-Saud y Roy andaban en algo —expresó Ezequiel, y miró a Matilde, que detuvo la copa a medio camino y levantó la vista.
—¿Qué querés decir con que “andaban en algo”? —preguntó Juana.
—Al-Saud fue a verlo al hospital al menos dos veces. No sé de qué hablaron, Roy nunca quiso decírmelo, pero sospecho que se relacionaba con Química Blahetter. El día en que Roy se puso tan mal, Al-Saud entró en la habitación. Me ayudó a controlarlo, porque tenía convulsiones y vómitos. Yo llevaba un sobre de Federal Express que había llegado aquí para Roy; venía de Córdoba. Cuando vi a Roy en ese estado, debo de haber tirado el sobre. Después lo busqué y no lo encontré por ningún lado.
—¿Qué estás insinuando? —quiso saber Juana. Matilde se limitaba a escuchar.
—Que Al-Saud se lo llevó. De todos modos, creo que era para él.
Guardaron silencio mientras la empleada doméstica recogía los platos. Juana aprovechó para ir al baño, y Matilde, para pedir perdón a Ezequiel.
—Te fallé, Eze. Debí estar ahí, con vos, apoyándote en un momento tan difícil. Pero me acobardé. Me imaginé a toda esa gente, a tu familia, las largas horas de espera, el velorio, el entierro, y me dije que no tendría fuerza para resistirlo.
—Hiciste bien en no ir. Mi abuelo no estaba triste sino rabioso y se la agarraba con cualquiera. Vos habrías sido su blanco favorito.
—Sin embargo, ahora me arrepiento de no haber ido. No por tu familia ni siquiera por Roy, que ya estaba descansando en paz, sino por vos. Encima, mi papá se enojó mucho porque no viajé con él a Córdoba.
—Él tampoco fue, ni al velorio ni al entierro. De tu familia, estaban tu tía Enriqueta y tu hermana Dolores con su esposo. Nadie más.
—¿Mi papá no fue?
—No.
—¿Dónde estará?
Yasmín salió del laboratorio al mediodía. Por lo general, almorzaba en su despacho o en el comedor junto con sus empleados. Desde el miércoles, lo hacía en casa de Eliah; incluso iba a cenar. Él no mencionaba su conducta poco usual ni tampoco conjeturaba acerca de la razón que la motivaba, aunque debía de sospechar que lo visitaba para enterarse de cómo iba la salud de Sándor. De hecho, varias personas habían reparado en su interés por el bosnio, entre ellas su madre. Esa mañana, antes de viajar a la hacienda de Jeddah, Francesca se había presentado en el dormitorio de su hija.
—¿Qué pasa entre vos y Sándor?
—Nada —se apresuró a contestar—. ¿Por qué preguntás eso?
—Porque te observo. Sos mi hija y te conozco como nadie. No sería una buena madre si no te conociera profundamente. Sé que estás inquieta y nerviosa. Sé que no sos feliz con André.
—¡Soy muy feliz con André! —se enfadó Yasmín.
—No estoy tomándote examen, Yasmín. Tampoco estoy interrogándote para saber si estás haciendo lo correcto. Sólo quiero saber si sos feliz y si estás haciendo lo que tu corazón te dicta. Eso es todo.
Yasmín abrazó a su madre y reposó la cabeza en su hombro.
—Mamá, no sé qué está pasándome con ese chico. Porque es un chico, mamá. Yo soy casi cinco años mayor que él.
—¿Y?
—No sé, me incomoda, me saca de mis casillas con su forma tan parsimoniosa, su mirada de hombre sabio, como si pudiera leerme la mente. Papá no lo aprobaría —apuntó deprisa.
—¿Por qué decís eso? Estás prejuzgando a tu padre.
—Porque él tiene expectativas muy altas para mí. Y Sándor no es nadie. Un simple bosnio, sin título, sin carrera, sin dinero, sin nada.
Francesca apartó a su hija y la miró a los ojos.
—No conocés a tu padre si pensás eso de él. Se casó conmigo, todo un príncipe, futuro rey de Arabia Saudí. Conmigo , que no era nada. ¿Y pensás que se opondría a tu relación con Sándor porque es un don Nadie? No lo querría para vos si Sándor fuera un mal hombre, pero no por las razones que vos decís.
—Tal vez vos no conozcas a papá como yo. Una cosa es ser su mujer y otra, su única hija mujer. La única hija mujer de un musulmán.
—Creo que estás usando la excusa de la oposición de tu padre para tapar los miedos que te da perder la seguridad que representa André, un hombre de familia prestigiosa, con dinero y una carrera brillante. Siempre fuiste un poco frívola, hija. Y caprichosa también. Te gusta el lujo y vivir bien.
—¡Gracias, mamá! No sabía que pensaras tan bien de mí.
—Sabés que me gusta la sinceridad. —Francesca extendió la mano y acarició la frente de su hija—. Yasmín, tesoro de mi vida, quiero que seas feliz, eso es todo.
—Lo sé, mamá. —Buscó de nuevo el cobijo del regazo materno—. ¡Estoy tan confundida! No me siento segura como antes. Me parece que mi vida está patas arriba.
—¿Amás a André?
—¿Cómo sabe una si está realmente enamorada de un hombre?
—Eso es fácil. Sólo querés estar con él, sentir su presencia, mirarlo, olerlo. Querés que te toque y tocarlo. Cuando lo ves aparecer, te emocionás tanto que te duele la boca del estómago. Pensás en ese hombre día y noche. Te dormís pensando en él y te levantás pensando en él. ¿Con quién te pasan estas cosas, mi amor? ¿Con Sándor o con André?
Yasmín no contestó. Se guardó la respuesta no porque la desconociera sino porque no se atrevía a pronunciarla. Desde entonces y a lo largo de la mañana, había repetido de continuo: “¡Esas cosas me pasan con Sándor, mamá! ¡Con Sándor! Con André jamás me sucedieron”.
Cerca de la una de la tarde de ese viernes, estacionó su BMW Z3 sobre la Avenida Elisée Reclus. Sus guardaespaldas lo hicieron detrás de ella y la escoltaron hasta el ingreso de la casa de Al-Saud. Sándor jamás le habría permitido conducir sola; se habría sentado en la butaca del acompañante y soportado la mala cara de Yasmín y sus odiosos comentarios.
La recibió Leila en la cocina. Si bien no respondió al saludo, le destinó una sonrisa serena y madura, y le explicó con señas que Matilde y Juana no estaban, lo cual decepcionó a Yasmín. Se sentó en una banqueta de la isla y observó a Leila atiborrar una bandeja con comida.
—¿Es para Sándor?
Leila asintió.
—¿Le gustaría llevársela? —preguntó en el momento en que colocaba la bandeja sobre una mesa con rueditas.
Yasmín no contestó de inmediato; era la primera vez que Leila le dirigía la palabra.
—Sí, me gustaría llevársela.
La emocionaba la posibilidad de encontrarse con Sándor; a pesar de sus frecuentes visitas, no lo había visto ni una vez. Leila la acompañó al ascensor de servicio y la guió hasta el dormitorio donde se hospedaba su hermano, incluso llamó a la puerta.
—Pasa, Leila —dijo Sándor en su lengua madre, y la muchacha la instó a entrar antes de volver a la planta baja.
Sándor se incorporó en la cama y apagó el televisor con el control remoto al ver a Yasmín arrastrar la mesa con rueditas.
—Hola, Sándor. —Éste no contestó—. Leila me pidió que la ayudase trayéndote el almuerzo. —El bosnio se limitaba a observarla sin hostilidad, tampoco con asombro; simplemente la miraba con curiosidad.
A Sándor le gustaba el cuerpo de Yasmín, de caderas bien definidas y cintura pequeña que él soñaba con encerrar entre sus manos. Le parecían hermosas las pantorrillas de músculo bien definido, que se marcaba porque ella caminaba con tacos altos. Lo aturdían sus pechos; mientras se desempeñaba como su guardaespaldas, se imponía no fijar la vista en ellos porque se distraía, y una distracción podía acabar en una fatalidad. Quería sujetarle el cabello largo y renegrido para enrollárselo en torno al cuello y apreciar el contraste con la blancura de su piel. Yasmín olía tan bien y vestía como esas mujeres en la revista Paris Match . ¿Cuántos francos costaría el traje de Valentino que llevaba ese día? ¿Y los zapatos de Manolo Blahnik? Conocía sus marcas favoritas porque la escoltaba mientras ella iba de compras a las mejores tiendas parisinas. Gastaba en una tarde lo que él habría ganado en meses. No podía olvidar que en el hospital le había quitado la mano cuando Eliah entró en la habitación. Se avergonzaba de él, a pesar de sentirse atraída. “Soy uno más de sus caprichos”, pensó.
—¿Vas a almorzar en la cama o prefieres comer en aquella mesa? —Esperó en vano una contestación—. Creo que no ha sido buena idea traerte la comida. Mejor me voy. —Giró en dirección a la puerta con los ojos llenos de lágrimas.
—Yasmín.
La conmovía que pronunciara su nombre sin la formalidad del “señorita”. Se detuvo, aunque permaneció de espaldas. Lo oyó moverse y se dio vuelta.
—¿Qué haces? —le preguntó, enojada, mientras se aproximaba a la cabecera de la cama—. ¿Por qué te levantas? ¡Oh! —exclamó, y miró hacia otra parte con la imagen grabada en su retina de las piernas peludas de Sándor y de su diminuto calzoncillo slip blanco, que contenía un bulto que le resultó inverosímil.
Sándor había echado las sábanas hacia un costado y se erguía con cuidado para no inclinar el torso vendado. Bajó las piernas y se calzó las pantuflas.
—Alcánzame la bata, por favor. —Yasmín se la pasó con el rostro vuelto—. Ya estoy decente. Puedes mirarme sin escandalizarte.
Yasmín se dio vuelta y sonrió de manera timorata. Sentía las mejillas calientes. ¿Era posible que estuviera sonrojándose? Hacía años que no le sucedía. Levantó la vista y, al encontrar los ojos celestes de Sándor, experimentó todo a la vez: las palpitaciones, el escozor entre las piernas, el sudor en las manos, la sequedad en la garganta, las ansias por que sus brazos la apretaran, por que sus labios la devoraran. Él, en cambio, lucía dueño de sí. A pesar de que le llevaba casi cinco años, Yasmín tenía la impresión de que era una adolescente frente a un hombre maduro y curtido. Eliah decía la verdad cuando expresaba: “Su espíritu es mucho más viejo y sabio que el tuyo” .
—¿Cómo te sientes? —preguntó con voz extraña, que la avergonzó y la hizo carraspear.
—¿Por qué no viniste antes a verme?
—Oh… Yo… Yo vine. Vine el miércoles, cuando me enteré de que te habían dado de alta, y vine ayer jueves. Y hoy… Vine para preguntar por tu salud y…
—¿Por qué no subiste a verme entonces?
—Porque… Ya sabes, no me parecía correcto. Además, no quería molestarte.
Sándor soltó una risa sardónica que Yasmín no le conocía y que, a pesar de tratarse de un gesto cargado de desprecio, lo embellecía. El bosnio se alejó en dirección a la ventana y allí se quedó, de espaldas, contemplando el jardín andaluz. El taconeo de los Blahnik le advirtió que Yasmín se aproximaba. Cuando el repiqueteo cesó, Sándor sabía que ella estaba a escasos centímetros de él.
—¿Por qué te decidiste a subir hoy? ¿Por qué hoy sí es correcto? ¿Por qué te parece que hoy no me molestarías?
—Bueno… Ya te dije, Leila me pidió que la ayudara… ¡Ah! —gritó cuando Sándor giró sobre sí y la sujetó por los brazos—. ¡Sándor, me lastimas!
—¿Alguna vez en tu vida podrías ser sincera contigo y con los demás? ¡Por qué viniste a verme hoy! ¿Porque Matilde y Juana no están y sabes que no volverán hasta la tarde? ¿Porque tu hermano está en la Mercure y no volverá hasta la noche? ¿Porque nadie, excepto Leila, que te importa un rábano, se dará cuenta de que la princesa le tiene ganas al plebeyo?
—¡Te odio! ¡Te desprecio!
—Si me odias y me desprecias, ¿por qué viniste a verme? ¡Por qué! —La sacudió y le clavó con saña los dedos en los delgados brazos—. ¡Por qué! ¡Habla!
—¡Porque sólo pensaba en verte! ¡Porque deseaba verte con todo mi corazón! ¡Porque creí que me moría cuando ese hombre te disparó en el pecho! ¡Porque quise morirme cuando creí que habías muerto! ¡Porque te extraño tanto! ¡Tanto! ¡Ya no soporto que no estés conmigo todo el día, detrás de mí, cuidándome!
Echó la cabeza hacia delante y se puso a llorar como no recordaba haberlo hecho jamás. Le dolía la garganta y los brazos donde Sándor le clavaba los dedos. No tenía ánimo para pedirle que la soltara.
La felicidad de Sándor tardó en colar en su entendimiento. Primero lo sobresaltó el ímpetu de Yasmín; después le sorprendió lo que le decía, más bien cómo se lo decía, con talante acusador, como si él fuera culpable de todo. Sólo al último se permitió saborear el significado de la confesión. La encerró entre sus brazos y la atrajo hacia él sin reparar en las puntadas que destellaban en su carne. Sonrió al percibir las manos de ella que buscaban asirse a su espalda.
—Sándor —la oyó murmurar, y aflojó el abrazo para permitirle emerger de su pecho—. No soporto que tú creas que soy una caprichosa y una frívola.
—Es que lo eres, Yasmín. —Se inclinó y apoyó los labios sobre la boca entreabierta de ella—. Pero a mí me gustas de todos modos —aseguró, la voz claramente afectada después de ese ligero contacto. No se trató de un beso suave ni romántico; por el contrario, Sándor tomó con salvajismo lo que había anhelado durante largos meses; se cobró los desprecios de Yasmín, los maltratos y que lo hubiera apartado de su lado. Quería hacerle entender que le pertenecía, que era de él y de nadie más. Abandonó el beso para arrastrar los labios por el cuello blanco y delgado que siempre miraba como un tonto.
—Dímelo de nuevo —le suplicó—. Dime de nuevo lo que me gritaste recién.
Yasmín no conseguía hilvanar una frase coherente. La cabeza le giraba, el cuerpo le latía como si fuese un corazón gigante. La habían besado varios hombres a lo largo de sus veintinueve años. Ninguno como Sándor.
—¿Para qué quieres que te lo repita? Lo sabes bien. Estoy loca por ti. Pienso en ti de la mañana a la noche. No consigo sacarte de mi cabeza. Quiero concentrarme en mi trabajo y no puedo. Siempre ahí, siempre en mi cabeza. Y cuando te vi tan pálido en el piso de la capilla, deseé que ese hombre regresara y me disparara para morir contigo.
—¡Nunca vuelvas a decir algo semejante!
—¡Es la verdad! ¡Deseé eso! Es una locura, lo sé. Pero todo lo que se refiere a ti es una locura.
Sándor se apartó con suavidad. Ella tuvo miedo, no de él sino de lo que iba a decirle, porque la miraba con abatimiento.
—Tienes razón. Lo nuestro es una locura, un imposible. —Se alejó dos pasos hacia atrás, y Yasmín sintió frío—. ¿Qué puedo darte? Nada. Soy un hombre sin patria, sin bienes, sin educación, sin dinero. Nadie comparado contigo, que naciste en cuna de oro. Eres la hija de un príncipe saudí y una bioquímica con estudios en las mejores universidades. Eres refinada y culta. Conoces el mundo y estás acostumbrada a vivir con lo mejor. ¿Sabías que no terminé el secundario? Éramos muy pobres y tenía que ayudar en la fonda a mis padres. Sé hablar francés, no muy bien, como habrás notado, pero escribiéndolo soy peor.
—¡Yo puedo enseñarte! ¡Yo quiero enseñarte!
—¿Sí? ¿Qué más querrás enseñarme? ¿A comer con los modales de un noble, a vestir con buen gusto, a moverme en la sociedad parisina con clase, como lo hace tu prometido, André Saint-Claire?
—¡Eres injusto!
—No lo creo. Dime una cosa, Yasmín. ¿Por qué me tratabas con desprecio cuando estaba a tu servicio? ¿Por qué me hacías difícil la tarea de cuidarte? ¿Por qué eras antipática y caprichosa conmigo?
—¡Porque eres un engreído insoportable! —Sándor se abalanzó sobre ella y volvió a sujetarla por los brazos con crueldad—. ¡Suéltame! ¡Me haces daño!
—Yo te diré por qué me tratabas tan mal cuando era tu guardaespaldas. Porque te calentaba…
—¡Maldito seas, Sándor! ¡Maldito seas!
—Porque te calentaba —prosiguió él, aunque dudaba de que Yasmín lo escuchara a causa del llanto—. Tu chofer y guardaespaldas te calentaba, a ti, a una mujer de clase, cuyo prometido es un alto directivo de Air France. La dama se sentía atraída por el vagabundo. Y eso, al tiempo que te seducía, te daba asco.
—Sándor, no, por favor —sollozaba.
Yasmín se ahogó y comenzó a toser. Sándor se apartó y la miró con angustia hasta que se repuso. Le pasó un vaso con agua y la servilleta. Ella bebió y se secó dándole la espalda. Humillada, ofendida y lastimada, Yasmín depositó el vaso y la servilleta sobre la bandeja y abandonó la habitación sin pronunciar palabra ni echarle un vistazo. Sándor se sentó en el borde de la cama, se cubrió el rostro y se echó a llorar.