CAPÍTULO 8

 

 

-¿H

ola?

—Hola, Juana. Soy Eliah.

—¡Papurri! ¿Volviste?

—Sí, estoy en París.

—¡Qué bueno! Te extrañamos —le confesó, con acento mimoso.

—¿Sí?

—¡Uf, no sabés cuánto! Tu amiga ha estado insoportable desde que te fuiste. Me alegro de que hayas vuelto, así ya no me rompe los cocos.

Sin dejar de sonreír, Al-Saud preguntó:

—¿Está ahí?

—No. Fue a la sede de Manos Que Curan, en la rue Breguet número 6. Me dijo que estaría ahí hasta la una y media.

Eliah miró la hora y, al toparse con el Breitling Emergency en lugar del Rolex, se dio cuenta de que, en el apuro por ver a Matilde, no se lo había quitado; sólo lo usaba durante los entrenamientos militares y para pilotear aviones de guerra. Era la una y cinco. Tenía tiempo.

—Gracias, Juana.

—¡De nada, papurri! Nos vemos.

Estacionó frente a la entrada del edificio que ostentaba una placa de mármol con la inscripción Mains Qui Guérissent (Manos Que Curan en francés). Breguet era una calle angosta, poco transitada. Se dispuso a esperar.

Matilde sonreía a Auguste Vanderhoeven sin ganas y se esforzaba por mostrarse simpática, ya que el médico belga se portaba muy amablemente con ella. Desde la reunión de preparación al primer destino, en la que Auguste se presentó como el encargado de los cirujanos en el proyecto de Kivu, había aclarado sus dudas y respondido a sus preguntas con deferencia. Acababan de pasar la mañana en la biblioteca de la organización investigando sobre un tema que a ambos interesaba: la fístula vaginal, un mal que asolaba a las mujeres africanas y del que poco se sabía.

Auguste abrió la puerta y le cedió el paso. Salieron y, mientras cruzaban las últimas palabras, Matilde avistó a Eliah. Lo primero que experimentó fue una sequedad en la boca y en la garganta, y un dolor en el cuello, donde el pulso se había desatado de manera anormal. Él apoyaba los antebrazos en el techo de su deportivo, del lado de la calle, con la puerta abierta, y los observaba. Lo vio quitarse los lentes de sol, unos Ray Ban Clipper, y esperó el encuentro con su mirada sin respirar. Le sonrió; al principio se trató de una sonrisa trémula que fue ganando confianza hasta convertirse en una amplia, hasta mostrar los dientes; la impulsaba la alegría de volver a verlo después de tantos días. Lo saludó sacudiendo la mano.

Para Al-Saud, la sonrisa de Matilde se convirtió en el salvoconducto que precisaba para avanzar. La vio despedir deprisa al ganso que la admiraba con cara de idiota y se alegró de que Matilde lo señalase para justificar su abrupta partida. El ganso fijó la vista en él y apenas inclinó la cabeza en señal de saludo, que Eliah no se molestó en devolver; simplemente, lo miró a los ojos hasta que el ganso se alejó.

Matilde se aproximó, insegura. Se pasó la lengua por los dientes para evitar que los labios se le pegaran al hablar, y carraspeó para aclarar el nudo en su garganta. Ya no lo miraba, le temía con el mismo fervor que lo anhelaba. Había soñado con ese momento tantas veces durante su ausencia. “¿Es ésta la felicidad? ¿Estas ganas locas de vivir, de saltar, de cantar y de bailar aquí mismo, en la vereda, frente a MQC, como si me hubiese vuelto loca, sólo por tenerlo frente a mí?” ¡Cuánto había cambiado en pocos días!

—Hola.

—Hola —contestó ella, y debió arquear bastante el cuello para mirarlo a los ojos. Era más hermoso e imponente de lo que lo recordaba. La tonalidad cetrina de su piel se había acentuado, como si hubiese tomado sol, lo que realzaba los demás colores: el negro de las pestañas “como cepillo”, de acuerdo con la descripción de Juana; el verde esmeralda de sus ojos; el blanco de sus dientes, porque se los mostraba al sonreír. Se reía de ella, de su incompetencia, de su inexperiencia, de sus mejillas coloradas y de sus ojos chispeantes. “Mat, sos transparente como un cristal”, solía reprocharle Ezequiel.

Al verlo inclinarse, Matilde cerró los ojos porque se había dado cuenta de que si se privaba de la visión, los demás sentidos se agudizaban, y ella quería percibir las notas de su perfume y el tacto de sus labios. Eliah la besó como aquella mañana en el avión, muy cerca de la comisura izquierda. Permaneció inmóvil, deseando conjurar el valor para mover la cara y salir al encuentro de sus labios, sin éxito, porque, pese a haber cambiado durante esos días en París, sus miedos aún la ataban a los demonios del pasado.

—¿Cuándo volviste?

—Esta mañana —contestó él, sin apartar los labios, que vagaban por su mejilla, fría en algunas partes, caliente en otras.

A Matilde le resultó paradójico que, si bien él sólo la tocaba con la boca, ella se sintiese acogida en su pecho, sostenida por sus brazos. La fuerza de ese hombre se proyectaba fuera de su cuerpo y la contenía.

—Juana te dijo dónde encontrarme, ¿verdad? —Lo sintió afirmar con un movimiento de cabeza—. Le caés muy bien a Juana.

—¿Y a vos? —le preguntó, y se separó para enfrentarla.

Las mejillas pasaron a un color rojo carmesí, y Eliah no pudo evitar reírse.

—A mí también. Ya lo sabés.

—No, la verdad es que no lo sé. La última vez me diste el plantón de mi vida. —Lo llenó de ternura la risa de ella, que escondió tras los cuadernos—. Si querés que te perdone, tenés que aceptar almorzar conmigo. Ahora. Muero de hambre. —La expresión de Matilde transmitía verdadero desconsuelo—. ¿Qué pasa? ¿No podés?

—A las dos y media empieza la clase de francés. Y no puedo faltar porque tenemos el miniexamen de la semana. Mirá —dijo, y levantó una bolsita de plástico—, me traje el almuerzo porque sabía que no tendría tiempo de volver a casa.

Al-Saud le quitó la bolsa y fisgoneó dentro. Un yogur de frutilla Danone y un sándwich de brie del tamaño de un canapé grande.

—Vaya almuerzo —murmuró para sí, en francés.

—¿Tenés tiempo para acercarme al instituto?

—Por supuesto. Vamos. Subí —ordenó Al-Saud, y le abrió la puerta.

Le colocó el cinturón —resultaba evidente que en Argentina no era una costumbre usarlo— y encendió el Aston Martin. Nada lo había preparado para el desbarajuste de sentimientos que el reencuentro con Matilde había provocado en él. Júbilo, ternura, deseo, ansiedad, desazón, pasión. Amor. ¿Ése era el verdadero amor al cual los grandes poetas dedicaban odas que él había juzgado ridículas? ¿La amaba si apenas la conocía, si habían compartido tan poco? ¿La amaba o era ella un desafío, una obsesión acorde con su naturaleza de Caballo de Fuego? Matilde constituía un gran misterio, sobre todo porque parecía tan simple. Su Matilde. Sí, suya. No podía negarlo, así la sentía en tanto la miraba de reojo, y ella le contaba, con esa voz delicada, que nunca subía el tono, de sus cursos de preparación al primer destino y de los proyectos en el Congo, y de las clases de francés, y de cuánto le costaba pronunciar ese bendito idioma, y de que no le pidiera que hablara en francés porque no lo haría, le daba vergüenza. Detuvo el Aston Martin frente al Lycée des langues vivantes , en la calle Vitruve; la zona no le gustaba.

—Gracias por traerme.

—Me gustaría llevarte a cenar esta noche, pero tengo un compromiso de negocios.

Maldijo a Tony Hill y a su secretaria que lo habían comprometido en una cena con un empresario israelí de la computación. Por lo que su socio le había adelantado, podía tratarse de un contrato millonario que la Mercure necesitaba. Luego de la compra de dos helicópteros, un Dauphin 365 y un Mil Mi-25, y de gran cantidad de armamento, las cuentas de la empresa estaban en rojo.

—¿Almorzamos mañana? —Matilde asintió, sonriente—. Para que te perdone por el plantón de ahora y el de aquel domingo, te pondré una condición: que pases a buscarme por mi oficina mañana al mediodía.

—Está bien —aceptó Matilde—. Dame la dirección.

Al-Saud extrajo una Mont Blanc y una tarjeta de la Mercure del bolsillo interno de su saco y escribió sobre el volante.

—Qué linda letra —lo elogió, y guardó la tarjeta en su shika .

— Vos sos linda, Matilde. Muy linda.

Se movió hacia ella y le apoyó la boca sobre los labios entreabiertos. El contacto los aturdió a los dos. Ambos lo habían imaginado y anhelado durante esos quince días de separación; no obstante, lo real superaba las expectativas. Al-Saud se quitó el cinturón y le sujetó la nuca para apoderarse de ella con el imperio de quien se sabe dueño y señor. Ella lo esperaba, entregada, con los ojos cerrados. La besó como nunca había besado a una mujer, no porque variase la técnica sino porque él no era el mismo; algo sublime y poderoso lo hacía experimentar felicidad al tiempo que un devastador deseo; eso era nuevo para él, de hecho, nadie le había explicado que existiera esa mezcla tan desconcertante. Y al percibir los dedos de ella que se enredaban en su cabello, se le calentaron los ojos bajo los párpados.

Matilde estaba permitiéndole todo. La felicidad la volvía fuerte y mantenía el pánico a raya. Sin apartarse, a ciegas, Al-Saud accionó un mecanismo, y el asiento se reclinó casi ciento ochenta grados. Quedó atrapada bajo su peso. Él la sujetó por la cintura con un brazo y la pegó a su cuerpo, mientras su lengua, insaciable, la hurgaba hasta ahogarla, y la de ella, valiente, le salía al encuentro, enredándola, incitándola, haciéndolo gemir, amando hacerlo gemir. Que gimiera, por favor. Sus manos resbalaron dentro del saco y le acariciaron los costados del torso, y él se despegó de ella y soltó un bufido, como si Matilde le hubiese rozado una herida. Descansó la frente en el asiento de cuero, y ella le observó el perfil de ojo cerrado y palpitante, de fosa nasal dilatada y de labios húmedos, rojos y entreabiertos. Un segundo más tarde, volvía a caer sobre ella.

—¿Te gusta? —le preguntó al cabo, jadeando—. ¿Te gustan mis besos?

—Sí —susurró Matilde y, en un rapto de sinceridad y locura, le apretó la nuca con las manos y le pegó los labios al oído para añadir—: Mucho. Tanto, Eliah, tanto.

A él le trepó la alegría por la garganta, pero, antes de que se convirtiera en una risotada de dicha, volvió a besarla, con la voracidad que ella le despertaba por ser así, tan Matilde.

Matilde, consciente de que montaban un espectáculo a las puertas del instituto, se dio cuenta de que le importaba un pepino que medio París rodeara el automóvil de Eliah para fisgonearlos. Se desconocía. Imaginaba la mueca de horror de la abuela Celia y le daba por reír. “¿En verdad estoy sintiendo así?”

—Quiero que siempre que nos besemos, sintamos así —le habló Al-Saud sobre los labios—. Quiero tenerte, Matilde. Ahora.

—Hay tantas cosas de mí que no sabés.

—Quiero saberlo todo, todo .

—Y yo quiero contártelo, pero necesito tiempo. Teneme paciencia, Eliah, por favor.

La paciencia no cuenta entre las características de un Caballo de Fuego; una veta irritable los vuelve poco compasivos con las penas y las necesidades ajenas; algunos los tildan de despiadados, de insensibles. Si Matilde le pedía paciencia llamándolo Eliah con esa vocecita que le estremecía las entrañas, él acallaría el clamor de su naturaleza y se la tendría, aunque para eso requiriese de sus quince años de disciplina en la filosofía Shorinji Kempo .

—Toda la paciencia que necesites, mi amor.

Ese “mi amor” surgió de un modo tan espontáneo que los impresionó a los dos por igual. Matilde se abrazó a su cuello y, con un susurro ferviente, le dijo gracias.

Se separaron, y Al-Saud volvió el asiento a su posición. Le acomodó los mechones que le caían sobre la frente y le pasó los dedos por los labios hinchados, lamentando su desafuero. Ahora sus compañeros verían esa boca que parecía una cereza.

—¿A qué hora terminás tus clases?

—Alrededor de las seis y media.

—Como te dije, no puedo venir a buscarte, pero enviaré a mi chofer. No, Matilde, no discutas. Este distrito no es de los mejores. No quiero que de noche camines sola por aquí. Y para que no te enojes, tengo un regalo para vos.

—Yo también tengo un regalo para vos. En casa —aclaró.

—¿Para mí? —Al-Saud fue incapaz de disimular la alegría, el asombro, la ansiedad—. ¿Qué es?

—Un frasco de dulce de leche que yo misma hice para vos. Para que veas que mi dulce de leche sí es más rico que la Nutella. —Malinterpretó la mirada de él—. Te decepcionó mi regalo.

Como respuesta, él la desembarazó del cinturón y la apretó con rudeza y volvió a besarla.

—Gracias, mi amor —le susurró en el cuello, mientras concluía que Matilde había preparado el dulce de leche en su ausencia, lo que significaba que había pensado en él; Juana no mentía.

—Ahora quiero mi regalo —la oyó exigir.

Al-Saud le alcanzó una bolsa que ocultaba en la parte trasera y que decía Emporio Armani. Le había pedido a su secretaria que se ocupase y creía que la mujer había acertado en la elección.

—¡Ah! —Matilde extrajo una campera de seda lustrosa color manteca, rellena de pluma de ganso. Los puños y el cuello eran de piel de conejo blanco—. ¿Es para mí?

—Por supuesto, para vos. Para que no uses ese abrigo que no te protege del frío. Para que no vuelvas a enfermarte —mencionó adrede.

Matilde se inclinó y lo besó en los labios, la primera vez que lo hacía de iniciativa propia. Bastante conmovida, se dio cuenta de que se trataba de la primera vez que lo hacía en su vida.

—Es el regalo más hermoso que he recibido. No recuerdo haber tenido una prenda tan fina y preciosa. Qué suave y delicada es. Gracias, Eliah.

Al-Saud extendió la mano y le quitó la lágrima con el dedo. La emoción de ella ante algo tan nimio lo enmudeció.

Había pasado una mañana ajetreada y casi al mediodía aún seguía reunido con Mike Thorton, Peter Ramsay y Tony Hill, que lo notaban inquieto, inusualmente de buen humor, propenso a las sonrisas y a las bromas. Los socios de Al-Saud se lanzaban vistazos al verlo consultar la hora cada cinco minutos y levantar la cabeza hacia el monitor que transmitía el movimiento de la recepción de las oficinas en el George V, mientras intentaban armar el presupuesto que presentarían a Shaul Zeevi, el empresario israelí de la computación. Si lograban cerrar el acuerdo con Zeevi, la facturación de la Mercure se incrementaría en cincuenta millones de dólares anuales. El empresario se escandalizaría con la cifra, pero ellos sabrían exponer los riesgos de una misión de esa índole. Zeevi, asociado con una empresa china productora de baterías y chips, había obtenido una licencia del presidente de la República Democrática del Congo, Laurent-Désiré Kabila, para la explotación de uno de los minerales más codiciados, el coltán.

La noche anterior, mientras cenaban en el Maxim’s, Zeevi les había explicado que el coltán, u oro gris, como se lo apodaba, era un mineral que no se encontraba en la tabla periódica, un capricho de la Naturaleza por el cual, en ciertas regiones, dos elementos, la columbita y la tantalita —de allí el nombre col-tan —, se amalgamaban para constituir una nueva solución sólida completa con cualidades como la excelente conductividad de la corriente eléctrica, la capacidad para soportar elevadísimas temperaturas y, sobre todo, para almacenar carga eléctrica temporal y liberarla cuando se la requiriese; por esto último se lo codiciaba en la fabricación de baterías de celulares, de computadoras y toda clase de artilugio electrónico. El Pentágono acababa de clasificarlo como “materia prima estratégica”. Las grandes corporaciones de la electrónica pugnaban por mantener sus depósitos llenos con toneladas del excéntrico mineral, lo que propiciaba que el precio se disparase en el mercado.

—El ochenta por ciento de las reservas mundiales de coltán se encuentra en la República Democrática del Congo —les había asegurado Zeevi—, en la región conocida como de los Grandes Lagos, al este del país, en las provincias de Kivu Norte y Kivu Sur, hoy en poder de los rebeldes. Mis ingenieros y empleados no han podido acceder a la zona porque los rebeldes no se lo permiten. Es más, uno de los obreros recibió un balazo. A Dios gracias, no murió.

—Y el gobierno no puede proporcionarle la custodia del ejército —completó Michael Thorton.

—Kabila nada puede hacer, según me ha dicho. Fue su hijo, el general Joseph Kabila, quien mencionó a la Mercure como la posible solución a mi problema. El general asegura —se dirigió a Al-Saud— que usted y él son grandes amigos.

—Sí, lo somos.

Al-Saud consultó su reloj nuevamente —la una menos cuarto— y se preguntó cuándo llegaría Matilde. Sonrió. Ella debía de ser de las pocas personas que conocían la realidad del coltán y del mal que su extracción acarreaba a los congoleños. Nuestra Mat no usa celular. Primero decía que las radiaciones del aparato eran perjudiciales para la salud. Ahora, desde que se enteró de que la batería funciona a coltán, un mineral que se roban del Congo, no lo usa por una cuestión ética .

—¿De qué ríes? —se interesó Peter—. No le veo la gracia a lidiar con una manada de negros fanáticos y locos.

—El problema acá no son los rebeldes —manifestó Al-Saud— sino el poder económico que está detrás de ellos, la Sociedad Minera de los Grandes Lagos, o Somigl, una sociedad integrada por Africom de Bélgica, Promeco de Ruanda y Cogecom de Sudáfrica. Ellos son los que explotan y distribuyen el mineral y arman a los rebeldes al mando de Laurent Nkunda.

—Es decir —acotó Michael—, que detrás de todo esto está tu querida Madame Gulemale.

—Sin duda —ratificó Al-Saud, y se movió hacia la puerta de la sala de reuniones atraído por unas voces en el vestíbulo. La visión de Matilde en ese contexto le provocó una honda emoción. Se quedó quieto y callado tras la puerta, observándola avanzar junto a Juana. Vestida así, con la campera nueva color manteca y pantalones chupines blancos, el cabello rubio suelto, la piel blanquísima, sin maquillaje —sólo un poco de manteca de cacao en los labios— y bañada por el sol del mediodía, Matilde parecía refulgir, como si la envolviera un polvo de luz, blanco e iridiscente.

La secretaria les había ofrecido que se sentaran; ninguna le hizo caso. Juana se movía como un picaflor y exclamaba ante la decoración recargada, típica del George V, con sillones y escritorios en estilo Luis XV, alfombras Kazan, jarrones gigantes de porcelana china y espesos cortinados de tafetán de seda. Matilde, serena, ajena al lujo de la habitación, como si estuviese habituada a ese tipo de decoración costosa, admiró y acarició las peonías y después pasó al jarrón con nardos, sobre los que se demoró para olerlos con ojos cerrados. La atrajo la biblioteca, donde los libros mayormente le pertenecían.

—Parece un hada —oyó decir detrás de él a Michael Thorton—. ¿Quién es?

—Es mía —advirtió Al-Saud.

Matilde ladeó la cabeza para leer los lomos de los libros; había varios en otros idiomas —italiano, alemán, inglés, ruso—. No encontró novelas sino ensayos de historia, de economía, sobre la guerra y biografías de militares famosos. Había una colección completa de revistas en inglés, World Air Power Journal . Tomó una y la hojeó. Se trataba de una publicación especializada en aviones de guerra. ¿Eliah sería aficionado a ellos?

—¡Papurri!

Matilde se dio vuelta y vio a Eliah entrar en la recepción. Caminaba en silencio, la comisura izquierda apenas levantada. Se detuvo frente a ella, le pasó un brazo por la cintura y la obligó a ponerse en puntas de pie para apoderarse de su boca y besarla sin tapujos, allí, frente a sus socios, sus secretarias y el cadete.

—Hola —la saludó, y se volvió para recibir el abrazo de Juana.

Matilde quedó aturdida. Descubrir cómo la miraban esos tres hombres y los empleados no colaboró para disminuir el rubor de sus cachetes.

—Papurri —le oyó decir a Juana con talante ofendido—, te fuiste y nos abandonaste en París.

—No lo creo —objetó Al-Saud—. Por lo que me contaron, lo pasaron muy bien sin mí. Hasta fueron de compras a las Galerías Lafayette.

—Es verdad. Ezequiel quería comprarle ropa a Mat.

—¿Ezequiel? —repitió, y miró Matilde.

—Te hablé de él —se apresuró a aclarar—. Mi amigo de la infancia.

—¿Por qué tenía que comprarte ropa?

—Papurri —dijo Juana, y lo tomó de las manos—, no te pongas loquito. Ezequiel es lo más parecido a un hermano que Mat tiene en esta vida. Quería comprarle ropa porque Mat no tenía qué ponerse.

—Juana —se ofuscó Matilde—, sí tenía que ponerme. Pero Ezequiel y vos se encapricharon…

Juana, sin atender a las protestas de Matilde, habló al oído de Al-Saud.

—Tranquilo, papurri. Ezequiel es homosexual y vive con su pareja.

Eliah se preguntó cuándo se resolvería el galimatías de René Sampler y de Ezequiel. Se le ocurrió que tal vez el BMW pertenecía a Sampler, la pareja de Ezequiel. Esa idea lo tranquilizó. Se acordó de que sus socios los observaban desde la puerta de la sala de reuniones y los presentó.

—¡Qué chic esto de tener la oficina en un hotel cinco estrellas! —comentó Juana.

—La verdad es que el hotel es del hermano de Eliah —explicó Michael Thorton, mientras sus ojos pardos apreciaban la esbelta figura de la morena—. Nos cobra un alquiler bastante económico.

—¡Este hotel es de bocadito Cabsha!

—¿De qué? —se desorientó Al-Saud.

Matilde le explicó, y Eliah soltó una carcajada. El azoro de sus secretarias y de sus socios aumentaba minuto a minuto.

—No, no es de Alamán. Es de mi hermano mayor, Shariar. Y es casado —añadió, ante la expresión codiciosa de Juana—. ¿Te unís a nosotros en el almuerzo? —la invitó.

—No, pero gracias por invitarme. En realidad, vine porque tengo que encontrarme con Shiloah. Prometió llevarme a comer y contarme de qué se tratará la convención por el Estado binacional.

Al-Saud se sorprendió: su amigo debía de estar realmente interesado en Juana para invitarla a almorzar a menos de una semana del inicio de la convención y con tantos detalles y cuestiones que ultimar.

—¿Por eso de la convención —preguntó Juana— tuvimos que pasar por un detector de metales a la entrada del hotel?

—Así es —explicó Tony Hill—. Varios de los invitados ya se alojan en el hotel. Algunos son personalidades muy importantes en Israel y Palestina.

Al-Saud se evadió un momento a su oficina y regresó acomodándose las solapas del saco. Con actitud impaciente, aguardó a que Matilde se despidiera antes de aferrarla por la cintura y conducirla fuera. Apenas se cerraron las puertas del ascensor, la aprisionó contra la pared y la besó como si a continuación planease desnudarla y hacerle el amor. A través de la acolchada campera, percibía la fragilidad y la menudencia de su cuerpo. Su boca no encontraba saciedad en contacto con los labios de ella; nunca llegaba el momento en que deseara apartarse; se quedaba sin aliento.

El ascensor era silencioso, y Matilde sólo oía la respiración irregular de ambos y el sonido de sus bocas húmedas enredadas en un beso que le blanqueaba la mente; ni siquiera temía que alguien subiera al ascensor. Esos sonidos la excitaban tanto como la lengua de él dentro de su boca, en su garganta, en sus encías, sobre sus dientes, en contacto con la de ella. En puntas de pie y aferrada a la nuca de él, ya no era Matilde Martínez; era otra, una con la cual había soñado, una mujer libre, desprejuiciada, valiente. Al-Saud arrastró los labios por su mejilla y la besó detrás de su oreja, donde ella se había perfumado con su colonia para bebé Upa la la.

—¿Me echaste de menos? —lo oyó preguntar.

—Sí —dijo ella, y la voz le surgió áspera, excitada.

Matilde le habría contado que no había pegado ojo en toda la noche porque pensar en él la desvelaba. Incapaz de dormir, había terminado de leer El jardín perfumado . También habría querido compartir con él un párrafo del libro: El placer extremo que se origina en una eyaculación impetuosa y abundante depende de una circunstancia: es imperativo que la vagina sea capaz de succionar . Habría deseado confesarle: “Eliah, mi vagina no es capaz de succionar. Yo no soy una mujer completa. En realidad, no soy una mujer. Estoy dañada. Y soy frígida e incapaz de amar. Y no podré darte el placer extremo, así que ya no me busques, ya no me beses, ya no me mires. Alejate vos de mí porque yo no tengo voluntad para hacerlo, y no quiero sufrir, y no quiero que te decepciones de mí. Sobre todo eso, no quiero que te decepciones de mí”. Nada de eso se atrevió a decirle, tampoco que, cerca de las cinco de la mañana, apagó la luz y que, al cerrar los ojos, se imaginó como una de las mujeres de las ilustraciones en poses eróticas, enredada con él. La postura de la oveja, del herrero, de la rana, de las piernas levantadas, de la cabra, el lanzazo . “Eliah, si hay alguien con quien me gustaría probar estas posturas es con vos. Pero tengo miedo. Tanto miedo. Ayudame.” Se abrazó a él con ímpetu y ocultó la cara en su pecho para que las lágrimas no escaparan. Él la apretó a su vez y le besó la coronilla; su cabello también olía a bebé.

—Y vos, ¿me extrañaste? —se atrevió a preguntarle.

—Mucho. —Al-Saud le acunó el rostro con las manos y la observó, no directo a los ojos, sino que paseó la mirada por las facciones de ella—. Estás tan hermosa. No sabés lo bien que te queda la campera. ¿Es abrigada?

—Muy abrigada —aseguró ella, y lo besó en la mejilla rasposa y arrastró la nariz por la mandíbula de él y por la nuez de Adán hasta chocar con el nudo de la corbata—. Amo tu perfume.

Se abrieron las puertas del ascensor en la planta baja y se separaron. Al-Saud la tomó de la mano para cruzar la recepción. El botones nuevo, el que reemplazaba al indiscreto, lo saludó con una inclinación de cabeza y le preguntó si necesitaría que le trajesen su automóvil, a lo que Al-Saud respondió que no. Caminaron por la Avenida George V hasta Champs Élysées y se sentaron a almorzar en uno de los tantos cafés. Eliah valoró la facilidad con la que él y Matilde conversaban; enseguida los temas brotaban como de una fuente, nunca parecía suficiente el tiempo, tenían tanto que contarse. Después de que el camarero despejó la mesa, Matilde sacó de su shika el frasco con dulce de leche y lo colocó frente a Eliah.

—Aquí está tu regalo.

Al-Saud lo levantó para observarlo. Se trataba de un frasco común, de mermelada, al que Matilde le había quitado la etiqueta y forrado la tapa con un sombrerito de tela roja, en el que había bordado una frase en punto cruz: Para Eliah de Matilde ; la circunferencia del sombrerito estaba orlada por una cinta de raso blanca rematada con un moño.

—Te parece ridículo, ¿no? Juana me dijo que te parecería ridículo.

—Juana no me conoce. —La voz oscura y baja de él le provocó un escalofrío, que terminó erizándole la piel de las piernas y de los antebrazos—. Nadie me ha regalado jamás algo tan hermoso. Algo hecho con las propias manos. Algo pensando en mí.

—Menos mal que le pregunté a Sofía cómo se escribía tu nombre, porque no sabía que llevaba una hache al final. —No le mencionó las mentiras de las que se había valido para averiguar ese dato sin levantar sospechas.

Al-Saud apoyó el frasco sobre la mesa y extendió las manos a través del mantel. Matilde le entregó las suyas, y percibió en el apretón de él la pasión que se despertaba entre ellos. La observaba en lo profundo de los ojos, y ella lo observaba a él, incapaz de apartarse, como si un hechizo la mantuviera quieta. Eliah pensaba que esas pequeñas manos habían elaborado ese regalo sólo para él, pensando en él. La imagen de Matilde cocinando, bordando, confeccionando el frasco, agitaba una emoción en su interior de la que él no se sabía capaz. “Qui es-tu vraiment, Matilde?” (¿Quién eres realmente, Matilde?). “¿De qué reino de ninfas y hadas te has escapado? Porque no eres terrenal.” A Michael Thorton, un hombre rudo, de los mejores agentes del SIS durante la Guerra Fría y actual mercenario, un soltero empedernido y un mujeriego incurable, le había inspirado un instante de poesía. “Parece un hada”, había expresado.

—¿No vas a probarlo?

—Está tan lindo así que no quiero estropearlo.

—El sombrerito tiene un elástico. Lo sacás así y listo. Después, si querés, volvés a ponérselo.

Matilde abrió el frasco, cargó una cuchara con dulce y le dio de comer en la boca. Al-Saud bajó los párpados con lentitud en tanto el dulce se diluía en su boca. En verdad, sabía exquisito, distinto de los que su madre compraba en las tiendas de delikatessen , más suave, en textura y en sabor, de una tonalidad más clara, más lechoso y menos dulce; una delicia.

—Este dulce de leche es… superbe , mucho más que la Nutella.

La sonrisa de triunfo de Matilde lo contagió, y le sonrió a su vez, exultante, aturdido de sentimientos, con deseos de sacarla de allí para llevarla a su casa, al refugio que nunca había compartido con otra. Se cambió a la silla junto a la de ella, la tomó por la nuca y por la cintura y la besó.

—Qué beso más dulce y sabroso.

—Es una receta que me enseñó la mujer de mi abuelo Esteban, la amiga de tu abuela Antonina. Rosalía era muy generosa y me enseñó todo lo que sabía.

—¿A bordar también? —preguntó él, y señaló el sombrerito.

—Sí, y a coser y a tejer. Era muy hábil con las manos.

—Tus manos, Matilde, son más hábiles porque no sólo confeccionan este regalo sino que salvan vidas. —Inclinó la cabeza y le besó las palmas y le pasó la nariz por la zona de las venas—. Me siento orgulloso de vos.

—Hay cosas de mí que no sabés, cosas que no te harían pensar igual.

—Quiero saber todo, Matilde, ya te dije. Quiero que compartas todo conmigo.

Matilde retiró las manos, agachó la cabeza y se quedó en silencio. Al cabo, lo enfrentó con la decisión pintada en el semblante.

—Estoy casada, Eliah.

Después de un silencio, Al-Saud manifestó:

—Estás casada pero es evidente para mí que no estás enamorada de tu esposo.

—De hecho, estamos separados y vamos a divorciarnos. Y sí, tenés razón, no estoy enamorada de él. Nunca lo estuve.

—¿Por qué te casaste?

—Me avergonzaría confesártelo. Pensarías que soy vacía, sin voluntad ni juicio propio. Pensarías que soy una estúpida, y no quiero que pienses eso de mí.

—¿Sos estúpida, vacía y poco juiciosa?

—Espero que no. No quiero ser así.

—Confiá en mí. Yo tampoco soy estúpido. Además soy capaz de comprender.

—Me casé porque eso era lo que se esperaba, porque así lo marca la sociedad. Mi papá, que tiene un gran ascendente sobre mí, quería verme “asentada”, como decía. Y él quiere mucho a Roy, mi esposo, como a un hijo, lo mismo mi tía Enriqueta, que es muy amiga del padre de Roy. Y me presionaban. Y Roy me presionaba.

—Él todavía está enamorado de vos. —Lo afirmó con voz dura y entrecejo fruncido, sin levantar la vista, mientras se sujetaba la frente con la mano derecha y, con la izquierda, armaba un montoncito con las migas de pan.

—Y no entiendo por qué. Fui la peor esposa. —Al-Saud la contempló con dureza—. Así es, Eliah, fui una mala esposa.

—No lo amabas, por eso no fuiste una buena esposa. De lo contrario, habrías sido la mejor.

“¿Sí? ¿De verdad creés que sería una buena esposa si vos fueras mi esposo? No lo creo. Yo no soy normal. Nunca lo fui.” Los ojos se le arrasaron y los labios le temblaron. Al-Saud la sacó de la silla y la sentó sobre sus piernas. Matilde jamás había experimentado esa sensación de protección y regocijo como entre los brazos de ese hombre, poco menos que un desconocido. Su perfume, su fuerza, su energía, la aspereza de su cuello, el vigor de sus manos que vagaban por su espalda, todo la hacía pensar en un refugio magnífico, del que no deseaba salir.

—¿Te lastimó?

—Yo lo lastimé a él. Mucho.

—¿Te lastimó? —insistió—. Físicamente, quiero decir. —La escuchó susurrar un sí al borde del llanto, y apretó la servilleta y los dientes hasta que le dolieron las encías—. Nunca volverá a hacerlo, te lo juro por mi vida. Ahora soy yo el que te protege.

Ella le acarició las mejillas y le apartó el jopo lacio y pesado que le caía sobre la frente, y le pasó las manos a contrapelo por la nuca, donde el cabello estaba cortado a ras, y le besó la nariz y los labios, algo que jamás habría hecho con Roy ni con ningún otro, menos en público, y no obstante con él actuaba de manera espontánea, embargada de paz, de alegría, de deseo.

—Eliah —musitó sobre la boca de él—. Estoy tan asustada.

—¿Por qué?

—Porque nada de esto estaba en mis planes. Porque la vida está sorprendiéndome. Porque todo sucede tan rápido. Porque sos un huracán que está arrasando con mis estructuras. —Calló; no sabía cómo expresar lo que, en realidad, la aterraba—. Tengo miedo de decepcionarte a vos también. Y no lo soportaría. —Ocultó la cara en el hombro de él—. No sabés nada de mí.

—Decímelo todo, por favor, Matilde. Quiero ayudarte.

“¿Sí? ¿Me ayudarías? ¿O saldrías espantado?”

—No sabés cuánto me ayudás abrazándome de este modo. Me hacés sentir fuerte cuando me abrazás. Me hacés sentir que soy capaz de conquistar el mundo.

—Mi amor, nadie me había dicho algo tan hermoso, jamás . Si lo que necesitás es mi fuerza, te la doy toda.

La risa de Matilde, algo estrangulada por la emoción, se alojó en los oídos de Al-Saud y la evocó a lo largo de la tarde. Cada tanto, sus socios lo veían estirarse en la butaca, llevarse las manos a la nuca y sonreír a la nada.

Antes de pasar a buscar a Matilde por el instituto, Al-Saud visitó a uno de los activos más valiosos de la Mercure, la prostituta Zoya Pavlenko. La llamó antes de dirigirse a su departamento en el número 190 de la calle del Faubourg Saint-Honoré.

—¿Estás con un cliente?

—Estoy sola —le aseguró la mujer—. Ven.

Se abrazaron en el vestíbulo del lujoso departamento. Zoya se apartó y le quitó el jopo que le ocultaba los ojos. Lo contempló con seriedad.

—¿Qué te pasa, Caballo de Fuego? Te noto distinto. Hay un brillo en tu mirada que nunca había visto. Olfateo una energía intensa, poderosa. Estás contento. Feliz, me atrevería a decir. Es tan novedoso que estoy atónita.

Al-Saud agitó la cabeza y sonrió en una mueca de aprobación. Takumi sensei aseguraba que la sabiduría de Zoya formaba parte de su esencia de Serpiente de Madera, lo mismo que su atractivo y su calidad de pitonisa, que ella utilizaba con un erotismo que la volvía irresistible para la mayoría de los hombres.

Resultaba irónico que hubiese sido Samara quien trajo a Zoya a su vida. La había divisado en un callejón, a la salida de un restaurante en Ruán. Un hombre la molía a golpes, y resultaba siniestro el mutismo en el que la mujer lo soportaba. “¡Ayúdala, Eliah, por favor!” El hombre terminó inconsciente sobre una pila de basura. En un francés bien hablado pero mal pronunciado, Zoya les suplicó que no la condujeran al hospital porque la deportarían a Ucrania; sus papeles no estaban en regla. La llevaron a la hacienda, donde Takumi sensei se hizo cargo de las curaciones; le fajó el torso porque tenía algunas costillas rotas.

Dada su posición en L’Agence , Al-Saud consiguió que deportaran al atacante de Zoya —su proxeneta— y que la hermosa prostituta prestase servicios como espía, para lo cual le cambiaron la imagen y le dieron lecciones de todo tipo, desde cómo hablar apropiadamente el francés hasta qué cubierto usar, para convertirla en una acompañante de veinticinco mil francos por noche. Los hombres siempre soltaban la lengua con unas copas de más y en brazos de una mujer hábil. Tiempo después, nació la Mercure, y Zoya se sumó al equipo de Al-Saud, aunque siguió prestando servicios para L’Agence . Su primer trabajo consistió en engatusar al hacker Claude Masséna, enamorarlo y sonsacarle información que después Al-Saud y sus socios emplearon para extorsionarlo.

—Y —lo instó Zoya—, ¿no vas a decirme a qué se debe ese brillo en tus ojos?

—¿A qué podría deberse? —fingió extrañarse.

—No me atrevo a decirlo. Parece imposible. —Al-Saud levantó una ceja, simulando desconcierto—. ¿Acaso mi Caballo de Fuego está enamorado? —Al-Saud volvió a sacudir la cabeza y a sonreír—. Mon Dieu , es cierto. ¿No me hablarás de ella?

—Aún no. —Consultó el reloj; debía darse prisa, Matilde salía a las seis y media.

—Imagino que debe de ser muy especial.

—Lo es —aseguró—. Zoya, esta noche irás al George V. En la habitación 706 estará esperándote el señor Shaul Zeevi. Él es israelí, pero sus padres eran ucranianos. Háblale en tu lengua. Le gustará.

—¿Te interesa que le sonsaque algo en especial?

—No. Tan sólo quiero un video comprometedor, por si, en el futuro, las relaciones no marchasen tan bien como ahora. —Zoya asintió—. ¿Qué puedes decirme de Masséna?

—Un dulce gatito. Más enamorado que nunca. Aunque desde hace unos días lo noto algo inquieto. Habla de dejar la Mercure, de hacerse rico para darme todos los gustos. Ten cuidado, Eliah.

—Lo tendré. ¿Has sabido algo de Natasha?

Al-Saud y Natasha Azarov habían sostenido un romance el año anterior. Natasha, también ucraniana, se abría paso en el mundo de las modelos publicitarias gracias a las conexiones de Zoya, su amiga de la infancia, y estaba consiguiendo popularidad. Una noche, con voz llorosa, la telefoneó para manifestarle que debía marcharse y desapareció. Hacía cuatro meses que nada sabían de ella.

—No lo entiendo, Eliah —dijo Zoya—. Estaba tan enamorada de ti. Y comenzaba a irle bien en su trabajo. No lo entiendo —insistió.

—¿Has llamado a su familia en Ucrania?

—No saben nada de ella. No ha regresado a Yalta —Zoya aludía a su pueblo natal, el mismo de Natasha— ni a Sebastopol, donde trabajaba antes de venir a París. ¿Crees que esa hija de mala madre de Céline se haya enterado del affaire entre ustedes y la haya amenazado de algún modo?

—No lo creo. Fuimos discretos, igual que era discreto con Céline.

—Mmmm… Era discreto, has dicho. Veo que esta dama misteriosa borrará de un plumazo tu obsesión por esa bruja.

—Eres excelente. No se te escapa nada.

—Por eso me quieres en la Mercure. Por eso me pagas tan bien.

—Hablando de eso, aquí tienes tu paga. —Extrajo un sobre del bolsillo interno de su saco y lo depositó sobre el dressoir del vestíbulo—. Au revoir, Zoya .

Al abandonar el edificio en la calle del Faubourg Saint-Honoré, Al-Saud no se percató de que Claude Masséna avanzaba por la esquina de la calle de Monceau.

* * *

En casa de Jean-Paul Trégart, la pareja de su hermano Ezequiel, Roy Blahetter evocaba la buena vida que había disfrutado hasta casarse con Matilde, cuando su abuelo le quitó el apoyo económico y lo despidió de la metalúrgica. En ese suntuoso departamento de la Avenida Charles Floquet en el Septième Arrondissement de París, lo atendían como a un rey: le traían el desayuno a la cama, le extendían la bata y le alistaban las pantuflas, le preparaban el baño con sales, le calentaban las toallas, le cambiaban las sábanas cada dos días, le lavaban y planchaban la ropa, que quedaba fragante, y le preparaban almuerzos y cenas dignos de un egresado de Le Cordon Bleu —de hecho, Ezequiel le había comentado que la cocinera daba clases en esa academia—. El servicio doméstico estaba a su disposición —Ezequiel y Jean-Paul se lo pasaban de viaje— y se desvivían por impresionarlo y atenderlo.

Roy se convenció de que había nacido para esa vida de magnate y que no experimentaría de nuevo la mordida de la pobreza. Se convertiría en un científico rico y poderoso, disputado por las mejores universidades, admirado, premiado. Y Matilde sería su reina y brillaría con él. Le compraría una clínica para que se dedicase a las obras de caridad con las que tanto soñaba sin necesidad de marchar a lugares tan inhóspitos como el África.

Se alejó del ventanal que daba hacia la Avenida Charles Floquet y regresó al tablero que un amigo de Ezequiel, diseñador de moda, le había prestado para que trabajase. Lo hacía a la vieja usanza, sin echar mano de computadoras ni de otro artilugio tecnológico con excepción de su calculadora Hewlett Packard HP 12C y su cerebro. Con el dinero que le había prestado Aldo Martínez, su suegro, no sólo había pagado el pasaje a París sino comprado el material para dibujar los planos y realizar los cálculos —cinta adhesiva removible, papel vegetal, una caja con lapiceras y marcadores Rotring, goma de borrar, lápices, reglas, escuadras, compases, transportadores— y cuanto necesitase para finalizar su proyecto. Le urgía acabarlo. El hombre con el cual se contactaba por correo electrónico desde hacía varias semanas y que viajaría a París para evaluar su trabajo, parecía más que interesado en financiar la construcción del prototipo.

Oyó el timbre del teléfono retumbar en la soledad del departamento. Segundos después, Suzanne, una de las domésticas, llamó a la puerta y le entregó el inalámbrico.

—¿Hola?

—¿Roy? Soy yo, hijo, Aldo.

—¡Aldo! Hace días que intento comunicarme con vos. ¿Dónde estás?

—En Johannesburgo, cerrando un negocio. ¿Cómo estás?

—Bien, trabajando. El señor Jürkens me escribió esta mañana. Planea visitar París en unas semanas y espera ver un esbozo de la centrifugadora.

—Cuidado, Roy.

—No te preocupes, Aldo. Ya me cagaron una vez. Dos, no.

—¿Quién es este Jürkens? ¿De dónde ha salido?

—Leyó uno de mis artículos en la publicación del MIT y me contactó a través del e-mail que yo ponía junto a mi nombre. Es un físico nuclear alemán. Está muy preparado. Lo sé por las preguntas que me hace. Incluso hemos hablado por teléfono.

No le mencionó la peculiaridad de Jürkens, el sonido metálico de su voz, que le había provocado un respingo la primera vez. En aquella oportunidad, el hombre se justificó explicando que un cáncer en las cuerdas vocales lo había dejado mudo. Por un artilugio de la ciencia alemana, instalado en su garganta, él seguía comunicándose con sus semejantes, más allá de que el sonido resultase inhumano.

—No podré desocuparme para estar en París hasta dentro de unas semanas —manifestó Aldo—. Me gustaría que me esperases para entrevistarte con el tal Jürkens. Sería bueno que yo discutiera con él los términos del contrato.

—No tengo problema de que discutas los términos del contrato, pero si Jürkens quiere reunirse para ver parte de mi trabajo, no es necesario que vos estés presente.

—Insisto, Roy: cuidado. ¿Has averiguado algo sobre ese hombre?

—En Internet dice que es científico y profesor de una universidad de Hamburgo. En este asunto de la centrifugadora, Jürkens actúa en representación de una empresa alemana que fabrica reactores nucleares. Es su asesor. —Aldo guardó silencio. Resultaba evidente que el asunto no le cuadraba—. Aldo, por favor —se impacientó Blahetter—, ya te dije que no me van a cagar dos veces. Tomaré recaudos. ¿Te pensás que voy a mostrarle todo mi trabajo? ¡Ni por casualidad! Para verlo completo, primero tendrá que pagarme y firmar el contrato donde se comprometan a financiar la construcción del prototipo.

—Está bien, confío en tu juicio. Cambiando de tema, ¿viste a mi muñeca?

—No todavía. Muero por verla, pero aún no es tiempo. Quiero volver triunfante a ella, no como ahora, un pobre miserable. Primero quiero terminar de diseñar la centrifugadora. ¿Qué me averiguaste del cuadro? ¿Hablaste con Enriqueta?

—El marchand de mi hermana consiguió ubicarlo.

—¡Buenísimo!

—Y acá viene la buena noticia: lo tiene una galería de París.

—¡Perfecto! Mi suerte empieza a cambiar.

—Tomá nota. La galería se llama Chez Valentin y está en la rue Saint-Gilles 9. El marchand de Enriqueta ya pagó una seña para reservarlo. El precio del cuadro es de sesenta mil dólares. —Aldo escuchó el silbido de Blahetter—. Y no te asombres tanto. Según el marchand de Enriqueta, lo consiguió en un excelente precio. Acabo de enviarte el dinero a la cuenta de Ezequiel. Supongo que en dos días dispondrás de él.

—Gracias, Aldo. De corazón, gracias. —La voz de Blahetter sonaba gangosa—. Nadie ha hecho por mí lo que vos has hecho en este último tiempo. Me pagaste el pasaje a París para recuperar a Matilde, me diste guita para que terminase mi proyecto y ahora me devolvés el cuadro que ella tanto quiere. Gracias. No tengo palabras.

—Sólo quiero que hagas feliz a mi hija.

—Es lo único que deseo.