CAPÍTULO 5

 

E

l habitáculo del automóvil pulsaba con los acordes de Équinoxe , de Jean-Michel Jarre. No lo escuchaba porque le gustara la música electrónica sino porque sabía que Eliah Al-Saud lo consideraba uno de los mejores trabajos del músico francés. Esperaba sentado en el interior del vehículo para obtener un vistazo de él y para recibir la oleada de energía que desprendería su cuerpo magnífico y saludable. Después de tanto tiempo, necesitaba cobrar valor para enfrentarlo y, cuando lo hiciese, fingiría como de costumbre. En cambio, de ese modo, a hurtadillas, se regodearía a sus anchas, sin reprimirse.

Bajó la ventanilla y, pese al frío, asomó la cabeza. La noche lo protegía. La soledad y el silencio de la Avenida Elisée Reclus lo tranquilizaban. No pensaría en su enfermedad. Por ahora, no lo molestaba, aunque ya lo acometería uno de esos ataques feroces, con desgarradoras puntadas en el abdomen, vómitos y alucinaciones, que lo confinaría varios días en la cama. Lamentaba, aún más que haberla heredado de su padre, que la porfiria le robara tiempo y que, con los años, le robara la cordura. ¿Le robaría también la inteligencia, su bien más preciado?

Se volvió de nuevo hacia la calle. En ese rincón del Septième Arrondissement , el que se formaba en la esquina de la Avenida Elisée Reclus y de la calle Maréchal Harispe, a metros de la Torre Eiffel, se erigía el hôtel particulier de Eliah, heredado de Jacques Méchin y que la empresa constructora de su hermano Shariar había remozado y acondicionado por un costo que superaba los doscientos mil dólares, con tecnología en materia de seguridad y de infraestructura digna de un búnker de la CIA. Se trataba de una sólida construcción de tres plantas de finales del siglo XIX en un estilo que, si bien manifestaba con claridad su cuna clásica —aspecto compacto y sobrio, techos de pizarra, jardín en torno—, también presentaba rasgos de una arquitectura ecléctica —combinación de piedra caliza y ladrillo visto, arcos ojivales de las ventanas, y el mirador, en el centro de la fachada, con reminiscencias moriscas—. Las rejas de los balcones y de las puertas, como tallos que trepan, con flores y hojas, hablaban de la influencia del arquitecto belga Victor Horta.

En su opinión, la Avenida Elisée Reclus, con sus mansiones y sus veredas orladas de castaños de Indias, era el sitio más exclusivo de París. La bella París. A veces la echaba de menos, aunque sin Berta, perdía el encanto. Después de la cremación y de ordenar sus cuestiones financieras y legales, no le había resultado difícil abandonarla. Le gustaba su condición de ave migratoria. Se ilusionaba con que algún día conocería todos los países del mundo, excepto Israel, por supuesto, tierra en la que jamás pondría pie. Allí vivían Gérard y Shiloah Moses, su padre y su hermano. ¡Cómo aborrecía llevar el nombre del maldito que lo había sumido en esa miseria! ¡Cómo aborrecía el apellido de su padre! ¡Qué mala sangre corría por sus venas! Los odiaba con la misma intensidad con que había amado a Berta y con que amaba a Eliah Al-Saud.

En el silencio que lo caracterizaba, Udo, su chofer y mano derecha, un berlinés de traza feroz, le pasó una barra de chocolate gianduia . La recibió en el mismo silencio y la comió a pequeños mordiscos. Su tipo de porfiria no perdonaba el ayuno, por lo que ingería alimentos cada dos horas para evitar los ataques.

—¿Qué hora es, Udo? —le preguntó.

—Casi las nueve, señor. —La voz metálica y artificial del hombre se fundió con los sintetizadores de Jarre como si formara parte de la composición. Por eso ese matón berlinés lo veneraba y habría hecho cualquier cosa por él, porque no sólo le había salvado la vida aquella noche en que lo balearon en la nuca unos matones del famoso terrorista palestino Abú Nidal, sino que le había devuelto la voz con un artilugio electrónico de su invención que le colocaron unos cirujanos en Bagdad, por supuesto a sus expensas.

—Ahí se aproxima, señor.

La aparición de las inconfundibles ópticas del Aston Martin en la oscuridad de la Avenida Elisée Reclus coincidió con la explosión de la quinta parte de Équinoxe . Su corazón se aceleró. El efecto adquiría visos cinematográficos. La música describía su emoción. La música describía a Eliah. Truenos, vigor, lluvia, frescura, rapidez, coordinación, salud, belleza.

Los vidrios polarizados impedirían que lo viera. ¿Conduciría él o Medes? ¿Iría solo o con una mujer? “No”, se dijo, “él no trae a sus mujeres a esta casa. Éste es su refugio, su santuario”. Con suerte, no estacionaría en el garaje sino en la vereda. Las comisuras le temblaron cuando el deportivo inglés se ubicó paralelo al cordón. Lo vería. Se tomó las pulsaciones. No debían superar las ochenta o entraría en zona de riesgo. Noventa y dos. Se obligó a respirar profundamente.

Medes bajó primero, rodeó el automóvil, caminó hacia la casa y se ubicó a pasos de la puerta de servicio, una réplica empequeñecida de la principal —con arco peraltado, de vidrio, por cierto a prueba de balas, y protegida por una intrincada reja de hierro forjado negro—. Luego descendió Eliah, por el lado de la calle. No tardaría en percatarse del único automóvil estacionado a unos metros. Sonrió cuando su presagio se cumplió: Eliah giró y clavó la vista en la silueta apenas definida del vehículo solitario. A través del espacio y del vidrio oscurecido, estaban mirándose. Eliah no lo sabía, pero entre sus ojos se había creado una corriente energética que lo hacía sentir vivo.

Sin apartar la vista, Al-Saud golpeteó dos veces el techo del Aston Martin, y la puerta trasera del lado de la vereda se abrió. ¿Quién descendería? Se incorporó en el asiento. La visión operó en él como una bofetada: Shiloah Moses, su hermano. La punzada en el estómago le quitó el aliento.

—¡Vamos, Udo! —jadeó—. ¡Arranca!

Al pasar junto al Aston Martin, pudo ver que Eliah había sacado una pistola y que, si bien apuntaba hacia el asfalto, su postura hablaba de que se encontraba listo para disparar contra las ventanillas de ese automóvil sospechoso.

—¿Adónde nos dirigimos, señor?

—Llévame a lo de Rani Dar Salem, el muchacho de Anuar Al-Muzara.

Usaron la puerta de servicio, que los condujo por un largo corredor a la cocina, desde donde los alcanzaban voces jóvenes.

—¡Ah! —exclamó Shiloah—. ¡Los hermanos Huseinovic en pleno! —Extendió la mano, y Sándor, el del medio, se la apretó con firmeza. También saludó a La Diana, la mayor, si bien de lejos, con un ademán de mano y una sonrisa. Sabía que no debía tocarla. Conocía su verdadero nombre, Mariyana, pero, como ella lo detestaba dado que le recordaba a los soldados serbios que durante meses la habían violado en el campo de concentración de Rogatica, en el presente se hacía llamar por el de la diosa romana, famosa por su castidad y sus aptitudes para la caza. “¿Qué deseas esta noche, Mariyana, que te violemos o prefieres mirar cómo lo hacemos con tu hermana Leila?” La belleza de las hermanas Huseinovic las convertía en los blancos preferidos de los soldados de Milosevic. En tanto Leila, la menor, de veintidós años, se había refugiado en un mundo de niña, La Diana conservaba la cordura a fuerza de planear su venganza. En lo profundo de su mirada se adivinaba la oscuridad tormentosa de quien se balancea frente a un abismo de dolor y rencor.

El semblante proceloso de La Diana contrastaba con el de su hermana, que, ante la aparición de Eliah en la cocina, exclamó de dicha, corrió hacia él y lo abrazó. Al-Saud la besó en la coronilla y la mantuvo junto a su pecho un buen rato, mientras cruzaba palabras con Sándor, o Sanny como lo llamaban, y con La Diana. Leila levantaba el rostro y lo contemplaba con embeleso. Eliah Al-Saud era su caballero de la armadura brillante, su héroe, su salvador, el que, con un grupo de hombres vestidos de negro de pies a cabeza, había ingresado en el campo de concentración de Rogatica y le había quitado de encima al soldado serbio, ajusticiándolo en el mismo acto. Leila, en estado de choque, miró al hombre de negro como si se tratase de un monstruo diabólico y trató de escapar. Eliah se quitó el casco y el pasamontaña y la abrazó. Le susurró en un bosnio mal hablado: “Quieta, estás a salvo”. Dingo, ex soldado de las fuerzas de élite del ejército australiano, se ocupó del que violaba a Mariyana, mientras el resto del grupo comando eliminaba a los oficiales a cargo de la plaza.

En contra de las directivas de los altos mandos de L’Agence , Eliah y su equipo regresaron a Srebrenica, ciudad donde días atrás se había perpetrado la masacre de ocho mil bosnios musulmanes a manos del ejército serbio, y lo hicieron cediendo a las súplicas de Mariyana. Leila no abría la boca y comenzaba a dar indicios de evasión. En Srebrenica se encontraron con que el restaurante de los Huseinovic había sido destruido y sus padres, asesinados. ¿Dónde estaba Sándor, el único hermano varón? En tanto los hombres de negro cavaban dos fosas para sepultar a Eszter y a Ratko Huseinovic, las hermanas recorrían las ruinas de lo que antes había significado el orgullo de sus padres.

El quejido provenía del pequeño sótano, donde guardaban las provisiones. Eliah ordenó a dos de sus hombres que bajaran a inspeccionar. Volvieron con un muchacho sucio y pestilente, cuyo gesto desorbitado hablaba a las claras de las escenas que había atestiguado. Leila pronunció las primeras palabras en días: “¡Sanny, hermano mío!”, y se arrojó sobre él. El joven no abrazó a Leila a causa de la debilidad. Los soldados lo trasladaron hacia el exterior para que respirara aire fresco. Lo acomodaron sobre una mochila. El paramédico del grupo diagnosticó que estaba deshidratado y, sin pérdida de tiempo, lo canalizó para hidratarlo por vía intravenosa.

En ocasiones, cuando los tenía a los tres juntos, como en ese momento en la cocina de su casa de la Avenida Elisée Reclus, Al-Saud se preguntaba por qué los había acogido bajo su ala. Durante la misión en Bosnia se habían topado con miles de desamparados, de huérfanos, de heridos, de violentados; habían salvado a mujeres y a niños, a ancianos y a jóvenes. ¿Por qué tomarse tantas molestias con los Huseinovic? ¿Qué vínculo especial e incomprensible lo unía a ellos? Takumi sensei , quien había acogido a los hermanos en la hacienda de Ruán para componer en parte lo que los serbios habían destrozado, sugirió que la explicación al magnetismo que lo acercaba a los Huseinovic podía encontrarse en una vida pasada. “Quizá”, dijo el sabio japonés, “sus espíritus y el tuyo estuvieron relacionados de una manera entrañable en alguno de tus momentos anteriores en el mundo”.

La misión en Bosnia había traído otras consecuencias, como el comienzo de la desvinculación de L’Agence . La insubordinación de Eliah —regresar a Srebrenica cuando debía volar a Sarajevo— le significó un mes de suspensión y un baldón en su foja de servicio. Esto último no le quitaba el sueño. Lo que empezaba a fastidiarlo era lo de siempre: recibir órdenes, tener un jefe a quien reportar, sentir coartada su libertad, que su juicio no contara al momento de asentir ciegamente cuando un superior mandaba hacer esto o aquello y, sobre todo, llevar a cabo trabajos desconociendo las verdaderas razones que los motivaban. En opinión de Takumi sensei , la falta de libertad enfurecía al Caballo de Fuego; nada codicia tanto como ser dueño de su propio destino. “Tarde o temprano, Eliah, tomarás las riendas de tu vida y te convertirás en amo y señor.”

Aparecieron Peter Ramsay y Alamán Al-Saud. Poco después llegaron Anthony Hill y Michael Thorton. La cocina se colmó de voces, risas y aromas agradables. El talante amigable de Alamán contrastaba con la seriedad de Eliah, a pesar de que se parecían en lo físico, porque si bien el mayor presentaba una tez más oscura, las facciones de ambos, categóricas y varoniles, definían una estructura familiar en la que se apreciaba el sello de origen árabe. Un análisis más minucioso habría marcado sutiles diferencias, como que los labios de Alamán eran más duros, de líneas rectas y menos carnosos, sobre todo el superior; que el mentón de Eliah resultaba más fuerte; o que sus cejas eran más tupidas y anchas; o que el verde de los ojos difería, porque el de Alamán parecía desleído, como la tonalidad del jade, aunque reavivado por un círculo azul que bordeaba el iris. Casi de la misma altura que su hermano, Alamán se imponía con una contextura sólida y maciza como el tronco de un roble, sin nada de la elasticidad que se adivinaba en el cuerpo delgado de Eliah, y, de no haber sido por su sonrisa y su simpatía naturales, habría presentado el aspecto de un ogro.

Eliah se había sentado en un extremo de la isla de mármol negro que ocupaba el centro de la cocina para beber un jugo de zanahorias y naranjas que Leila le preparaba antes de la cena. Lucía ajeno al entorno mientras lo sorbía con una lentitud que desmentía el vértigo con que su mente saltaba de un tema a otro: la misión en Eritrea, el entrenamiento de los nuevos soldados, la investigación del desastre de Bijlmer, el automóvil sospechoso de minutos atrás, la operación en Kabul, la convención de Shiloah en el George V. “Matilde.” El pensamiento se coló con la delicadeza del aleteo de una libélula; no obstante, el efecto fue similar al de un lanzazo. Tragó el último poco de jugo, se puso de pie y abandonó la cocina en dirección al sótano.

—Eliah. —La Diana lo alcanzó frente a la puerta blindada que conducía a las entrañas de la mansión.

—Dime —contestó, sin volverse, en tanto apoyaba el mentón en un soporte para que el escáner le leyese la pupila. Varias trabas cedieron, y la puerta se abrió.

—Te acompaño abajo.

Entraron en una pequeña recámara forrada con paneles de aluminio que refractaban las luces, colmándolo de un brillo casi perturbador. Al-Saud apoyó la mano en un receptáculo de la pared y, luego de que un rayo violeta le barriera la palma, se abrió la puerta del ascensor. La Diana y él bajaron tres pisos.

—Medes me dijo que debo vigilar a una muchacha que vive en un edificio en la calle Toullier.

—Se turnarán.

—¿Quién es?

Al-Saud paseó la mirada por su hermoso rostro de claras raíces eslavas, la piel blanca exaltada por los cabellos y las cejas oscuros como el carbón, un contexto de oposiciones en el cual sus ojos celestes parecían aliviar la tensión. Igual que a él, a La Diana le costaba recibir órdenes sin explicaciones. Y a diferencia del resto, a ella le concedía esas impertinencias.

—Está relacionada con la investigación para las aseguradoras holandesas.

Las puertas del ascensor se abrieron a un salón de casi trescientos metros cuadrados que habría deslumbrado a un simple mortal. Allí latía el corazón de la Mercure entre paredes de concreto tan espeso que bloqueaban a las lentes de los satélites más poderosos. Si bien las suites del George V se hallaban bien equipadas y protegidas con contramedidas electrónicas, constituían la fachada de la empresa que la dotaba de un viso de normalidad. Allí se reunían con los clientes, concertaban citas, dictaban cartas a las secretarias, recibían llamadas y cumplían con el papeleo legal y administrativo. Entre el sótano de la casa de la Avenida Elisée Reclus y los campos de entrenamiento en las Islas d’Entrecasteaux, pertenecientes a Papúa-Nueva Guinea, se construía el verdadero espíritu de la Mercure.

En ese espacioso salón, al que llamaban “la base”, iluminado por lámparas que simulaban luz de día y climatizado por un sistema de ventilación y calefacción que propiciaba las condiciones ideales de temperatura, humedad y presión, Al-Saud había creado un centro de mando con tecnología de punta que le permitía recibir, enviar y analizar miles de datos por segundo a través de una red de fibra óptica segura. A la planta la ocupaban varias mesas dispuestas en filas paralelas, donde los operadores, sentados frente a computadoras, con auriculares en sus cabezas y micrófonos cerca de sus bocas, procesaban la información o enviaban datos a los grupos asignados a misiones en el extranjero. Los empleados, altamente capacitados, con manejo fluido de distintas lenguas y extensos conocimientos en materia de sistemas de computación, cobraban suculentos sueldos a cambio de una absoluta discreción y de plena disponibilidad. No se distinguía entre el día y la noche si se trataba de asistir a un grupo comando enviado a la selva de Colombia para rescatar a un rehén de las FARC.

Sobre una pared descollaba un planisferio diseñado sobre una placa de cristal de cinco metros por tres de alto, iluminada en tenues colores y con tantos relojes en la parte superior como en husos horarios se divide la Tierra. En la pared frente a las mesas, había una veintena de televisores con los canales de noticias más importantes y una terminal Bloomberg para consultar los precios de las acciones y los índices de las Bolsas: Dow Jones, Nasdaq, el Footsie londinense, el CAC 40 parisino, Nikkei de Tokio, Hang Seng de Hong Kong, entre otros. Alamán Al-Saud, ingeniero electrónico y amante de la tecnología, se ocupaba de que esa parafernalia cibernética funcionara, y proveía a la empresa de las últimas mejoras en materia de seguridad y de computación, sin preocuparse por el dinero ya que los socios le habían asegurado que no escatimarían en ese sentido; una falla en las comunicaciones o un error en la información podían acarrear la muerte de un soldado del equipo. La otra cara del aspecto tecnológico de la Mercure se llamaba Claude Masséna, una especie de gurú de las computadoras con aspecto de roedor, a quien los abogados de Eliah Al-Saud habían sacado de prisión, donde cumplía una condena por haber ingresado en el sistema de la Banque Nationale de Paris y robado cientos de miles de francos. Claude era un hacker .

Al-Saud y La Diana caminaron entre las mesas hasta el escritorio de Masséna. A Eliah le agradaba el orden que el hacker conservaba pese al caos de papeles, cables y aparatos. El muchacho separó la vista de la pantalla y se quitó los lentes antirréflex. Para Eliah, Masséna resultaba un acertijo que lo obligaba a mantenerse alerta. A pesar de su aspecto de ratón de biblioteca, había desfalcado a uno de los bancos europeos más importantes. No lo habrían apresado si él no lo hubiese denunciado para tenderle una trampa y tenerlo donde lo tenía en ese momento.

—¡Ah, señor Al-Saud! Buenas noches. Hola, Diana —dijo, con una sonrisa que recibió a cambio un cabeceo imperceptible.

—¿Qué tal, Masséna? —saludó Eliah—. ¿Cuándo tendré lista la teleconferencia con los comandantes del campo de entrenamiento? —Aludía al campo de entrenamiento en las islas de Papúa-Nueva Guinea.

—Acaban de enviarme un mensaje porque el sistema no les permite entrar en la conference . Les dice que la clave de participante es inexistente. Estoy creando una nueva. En dos minutos estará lista.

—En tanto —dijo Al-Saud—, averíguame a quién pertenece la patente de este automóvil. —La repitió de memoria—: Cuatro cinco cuatro whisky josefina cero seis.

—¿Por qué preguntas por esa patente? —se interesó La Diana.

—Es de un vehículo que estaba estacionado cuando llegamos. Se marchó de inmediato. No me gustó.

—¿Viste quién iba dentro?

—No. Los vidrios estaban polarizados.

—Señor, me olvidaba —dijo Masséna—. Vladimir —hablaba de Vladimir Chevrikov, el falsificador ruso— envió un mensaje. Ya tiene listos los pasaportes para Dingo y Axel. Según los registros de la Dirección de la Vigilancia del Territorio —prosiguió Masséna—, esta patente corresponde a un automóvil alquilado a Rent-a-Car.

—¿Puedes acceder a los sistemas de Rent-a-Car y ver a quién se lo alquilaron?

Masséna se bajó los anteojos por el puente de la nariz y ensayó una mueca elocuente.

—Pan comido, señor.

Al-Saud le devolvió una mirada escéptica.

—No pudiste hackear los sistemas de Química Blahetter —le recordó.

—¡Jefe, ése es un caso especial! Le expliqué que la tecnología que usan para proteger la información es desconocida para mí, algo altamente infrecuente. Daría mi riñón derecho para saber de qué se trata.

“Es tecnología del Mossad”, pensó Al-Saud.

—Consígueme los datos de ese automóvil.

—En un rato tendrá la información.

Cuando la teleconferencia estuvo lista, Al-Saud subió a su oficina, ubicada en el entrepiso que miraba al salón. Peter, Tony y Mike se le unieron. Urgía discutir varias cuestiones con los responsables del entrenamiento de los mercenarios —muchos llegaban en pésimas condiciones después de largas temporadas de inactividad— y de aquellos que expresaban su deseo de convertirse en soldados free lance . A Eliah no le gustó el resultado de la conversación: requerían su presencia en Papúa-Nueva Guinea, entre otras cuestiones, para dar su aprobación a los helicópteros de guerra apenas adquiridos. Jamás lo fastidiaba viajar, menos ocuparse de varios asuntos al mismo tiempo; estaba en su esencia atacar más de un frente a la vez. No obstante, en esa oportunidad, prefería quedarse en París.

En el ascensor, de regreso a la casa, La Diana le susurró:

—¿Adónde irán Dingo y Axel?

—A Eritrea, en África. Está gestándose una guerra con Etiopía y nos han contratado para organizar el ejército.

—¿Y Etiopía?

—De ellos se hará cargo la competencia.

La Diana sabía que hablaba de la empresa inglesa Spider International, con quien Eliah sostenía una lucha personal en su afán por convertir a la Mercure en la número uno del mercado, con el mayor nivel de facturación por año.

Antes de cenar, La Diana y Al-Saud se entretuvieron en el gimnasio ubicado en el último piso de la casa. Se trataba de un sitio amplio y escueto, surcado por tres columnas y con pequeñas ventanas cercanas al techo que por la mañana filtraban los rayos de sol. Las máquinas para hacer ejercicios atiborraban un sector; el otro, cubierto de tatamis, era un dojo. Después de media hora destinada a calentar y elongar los músculos, se pusieron sus trajes de artes marciales. Por esos días, Al-Saud le enseñaba a La Diana la técnica de lucha Krav Magá , desarrollada por un israelí para las fuerzas de defensa de su país.

A Eliah lo complacieron los reflejos de La Diana, que atrapó en el aire las dos tonfas que le arrojó de súbito y sin darse vuelta. También practicaron con la catana —sable japonés de filo único y curvado, de un metro de longitud aproximadamente— y por último se embarcaron en un combate cuerpo a cuerpo dramatizando varias situaciones. La Diana, tendida de espaldas sobre el tatami, con el antebrazo de Al-Saud en el cuello y las piernas trabadas, consiguió farfullar en su francés mal pronunciado:

—Takumi sensei diría que el Krav Magá carece de estilo. Es tosco y burdo.

Al-Saud notó que La Diana perdía el control. El peso de un hombre sobre ella le resultaba intolerable. Imágenes de otros tiempos la obnubilaban.

—Esta técnica no es una danza, Diana. Pero te servirá para salir con vida, te lo aseguro. ¿Qué harías con un hombre de noventa kilos sobre ti? ¡Concéntrate! ¡Vuelve aquí! ¡Deja de pensar en Rogatica! ¡Respira! Diana, respira. Te cansas si no lo haces como te indiqué. ¿Qué harías?

—¡No lo sé! Tengo todas mis partes paralizadas.

—¡Error! Tienes la cabeza y los dientes libres.

—¡Estás acogotándome! No puedo mover la cabeza.

—Diana, escúchame: no existe la situación de la que no puedas salir. ¿Acaso no te lo enseñó Takumi sensei en sus clases de Jiu-Jitsu ? ¡Golpéame con la frente! ¿Sabías que el hueso frontal es uno de los más duros del cuerpo humano? ¡Úsalo! Si te concentras y me tomas desprevenido, me dolerá más a mí que a ti. ¿Y los dientes? ¡Muérdeme la nariz, el cachete, el mentón! No es elegante, pero así es el Krav Magá , Diana. Este sistema de lucha echa mano de cualquier cosa, incluso de la huida si con eso salvas el pellejo.

Acabada la sesión, practicaron ejercicios de chi-kung para restablecer la armonía, se pegaron un duchazo en los vestuarios y bajaron a cenar.

Al-Saud no acababa de asombrarse de la destreza de Leila para cocinar y atender una mesa cuando, en lo demás, se comportaba como una niña. Sándor le había explicado que, en el restaurante familiar de Srebrenica, ella trabajaba en la cocina dado su talento natural para la preparación de alimentos. Como no la habían aceptado en la escuela gastronómica Le Cordon Bleu , Al-Saud contrató a un profesor para que ampliara su conocimiento reducido a las comidas eslavas. Leila no sólo se ocupaba de alimentar a Eliah y a sus invitados ocasionales, sino que preparaba el almuerzo y la cena para los empleados de la base. Se mostraba celosa con el lavado y el planchado de la ropa de Al-Saud y no les permitía a Marie ni a Agneska, las otras empleadas a cargo de la casa, que entraran en su habitación. Lo que más disfrutaba Leila era salir de compras con Eliah, o en su defecto con Medes, cuando aquél se encontraba de viaje. La llevaban a las distintas ferias y mercados de París en busca de los ingredientes para preparar las comidas. Resultaba un espectáculo observarla regatear con los puesteros a través de señas y sonidos guturales. Poseía una habilidad innata para señalar los mejores cortes de carne, el pescado más sabroso, el pavo más carnoso o las ostras más frescas. Jamás compraba una verdura o una fruta que no oliera primero.

—Leila —habló Peter Ramsay—, esta borscht —se refería a la sopa de remolachas, típica de los Balcanes— te ha salido como nunca. Es una delicia.

La joven rió, buscó la mirada cómplice de Al-Saud, sentado junto a ella, y escondió la cara en el brazo de él. A pesar de que no hablaba, ni siquiera en su lengua madre, entendía el francés, y todos se preguntaban cómo lo había aprendido. El doctor Brieger, su psiquiatra, sostenía que Leila lo había aprendido como cualquier niño: imitando a sus mayores.

Durante la comida, la atención se centró en la convención por el Estado binacional. Como Shiloah Moses se mostraba tan entusiasmado, ni Al-Saud ni sus socios quisieron manifestar resquemores. Shiloah, ocupado en saborear un trozo del caneton rôti aux pêches , habilitó a Tony Hill para comentar:

—Shiloah, si no cuentas con el apoyo de la prensa, esta convención pasará inadvertida y será lo mismo que no haberla hecho.

—Lo sé, lo sé. Para eso he preparado algunos golpes de escena como la presencia del flamante premio Nobel de Literatura, el más joven premio Nobel de Literatura de la historia, el que desbancó a Kipling de su puesto y a quien ningún periodista ha podido entrevistar.

Al-Saud levantó los párpados del bocado que se encontraba a punto de llevarse a la boca.

—No mencionaste que Sabir vendría a la convención.

—Me lo confirmó esta mañana. Sabes cuánto detesta presentarse en público, pero he logrado convencerlo. Nos hemos embarcado juntos en este proyecto del Estado binacional, y su colaboración es pieza clave. El buen nombre del que goza Sabir tanto en Israel como en Palestina es el asset más grande con el que contamos.

—Debiste decírmelo enseguida —le reprochó Al-Saud, y se dirigió a sus socios—: Es perentorio aumentar las medidas de seguridad. Quiero que revisemos el plan de nuevo. Por lo pronto, Sabir no pernoctará en el hotel sino acá.

—¿Quién querría hacerle daño a Sabir, “el apóstol de Palestina”? —preguntó Shiloah, con algo de sorna y ligereza que enfadó a Al-Saud.

—La lista es tan larga que terminaría mañana por la mañana de recitártela. Para muestra, podría mencionarte a su hermano Anuar y a la plana completa de los principales partidos políticos de tu país, el Likud y el Laborista.

—¿Quién lo protege en Gaza? —se interesó Sándor—. ¿La Mercure?

—Así es —confirmó Michael Thorton.

—Shiloah —habló Alamán—, espero que en unos días no nos salgas con el martes 13 de que también viene Yasser Arafat.

—Lo invité, aunque será imposible contar con él. Si viniese, Arafat estaría borrando con el codo la firma que estampó en los Acuerdos de Oslo.

—¿Un político borrando con el codo lo que firmó con la mano? —se burló Alamán—. ¡Lo dudo!

—A esta altura —opinó Tony Hill—, lo más probable es que Arafat esté lamentando haber firmado esos acuerdos.

—Shiloah —intervino Eliah—, te doy una semana para que nos confirmes la lista de disertantes e invitados. Si quieres que Arafat participe, tendrás que darte prisa. Tenemos que dar por terminado el plan de seguridad de una maldita vez.

Subieron al primer piso, a la sala de música, una estancia más bien despojada, con extensas alfombras cuyo estampado psicodélico en tonalidades azul, lavanda, gris y blanca, evocaba a los diseños de Emilio Pucci. Varios sillones Wassily en cuero negro y Barcelona en cuero blanco definían el corte minimalista de la decoración. Los almohadones con arabescos que se congregaban en torno a un mueble que albergaba el equipo Nakamichi y una ingente cantidad de discos compactos y de vinilo, proporcionaban un toque ecléctico al conjunto.

—¿Qué quieres escuchar, Shiloah? —preguntó Al-Saud.

—Hoy me lo he pasado tarareando Comfortably numb . Me gustaría escucharla.

—Buena elección —apoyó Alamán.

— Pink Floyd —dijo Michael Thorton— es siempre Pink Floyd . Un clásico.

Los acordes de la canción surgieron de todas partes, desde el techo, del fondo de la sala, del Nakamichi que tenían enfrente, y, con su lenta cadencia, los envolvían, los contenían, los mecían en agua tibia. La voz de Roger Waters los silenció. Al-Saud cerró los ojos y permitió que la música le pintara la mente de blanco. Nada ejercía en él ese poder apaciguador. Pensó en Matilde, y se la imaginó recostada a sus pies, sobre los almohadones, compartiendo con él esa música y ese momento. Leila apareció en el segundo solo de guitarra; traía una bandeja con infusiones. A Eliah le había preparado té verde a la usanza japonesa, y lo sirvió de rodillas, como Takumi Kaito le había enseñado, junto al sillón Barcelona que Al-Saud siempre ocupaba. Eliah notó los ojos azules de Peter Ramsay sobre la muchacha. En verdad, Leila lucía hermosa mientras sus manos vertían el brebaje en las tazas de porcelana.

La pista del disco de vinilo pasó a The show must go on , y propició un cambio en el ánimo. Shiloah y Alamán comentaron sobre las viejas épocas, cuando cruzaban el Canal de la Mancha para asistir a los conciertos de Pink Floyd en Hyde Park; Sándor y La Diana los escuchaban con interés. Al-Saud y sus socios conversaban en un aparte sobre la estrategia para Eritrea.

El primero en despedirse fue Alamán. Lo siguió Sándor, que se marchaba para relevar a su compañero en la protección de la señorita Al-Saud. Eliah lo miró a los ojos y supo que el muchacho estaba teniendo problemas con Yasmín, que podía volverse insufrible si se lo proponía. Poco a poco, la sala de música fue vaciándose. Shiloah y Eliah se quedaron solos, repantigados en los sillones, los pies descalzos sobre los almohadones, los mentones pegados al pecho.

—¿Qué puedes decirme de Gérard?

Al-Saud sabía que, tarde o temprano, Shiloah preguntaría por su hermano mayor.

—Nada. Hace tiempo que no me llama ni lo veo. A veces lo llamo a un teléfono que me dio. Es de Bélgica. Jamás contesta. Dejo mensaje.

—Maldito condenado. Me odia. Lo sabes, ¿verdad? Me odia. Siempre me ha odiado. Y desde que murió Berta —los hermanos Moses jamás la habían llamado mamá—, se esfumó como si nunca hubiese existido.

—¿Tu padre pregunta por él?

—En absoluto. Ése es otro malparido, con un corazón de piedra que sólo quiere a Israel, la causa sionista y un poco a mí. Nunca quiso a Gérard. A veces creo que sentía asco de él, por su enfermedad. Lo juzgaba débil, siempre pegado a las polleras de Berta. ¡Jamás lo valoró! Ni siquiera por ser la criatura más brillante que yo haya conocido. ¿Te acuerdas de lo brillante que era? ¡Dios mío! ¿Dónde estará?

—Quieres que lo busque.

—No. Dejémoslo en paz.

—Volverá cuando necesite dinero.

—¿Dinero? ¡Debe de nadar en él! Se quedó con la fortuna de Berta y con la casa de la Île Saint-Louis. Yo me abstuve de reclamar mi parte para no aumentar la brecha entre nosotros. Firmé lo que había que firmar y callé. Pensé que mi gesto nos acercaría.

—¿En qué crees que ande Gérard?

—Lo codician las universidades de todo el mundo, los gobiernos y las empresas que diseñan armas y aviones de guerra. Lo último que supe es que había firmado un contrato con la Dassault para formar parte del equipo que diseñará el reemplazo del Mirage. Como ves, no le debe de faltar en qué ocupar su tiempo. Sin embargo, tengo la impresión de que su actividad favorita es dedicarse a odiarnos a mi padre y a mí. Es lógico que odie a mi padre. Nunca le demostró cariño, le rompió el corazón a Berta con tantas infidelidades y nos abandonó cuando éramos adolescentes para marchar a Israel. ¿Pero odiarme a mí? ¿Qué culpa tengo de no haber heredado la enfermedad? ¿De ser el predilecto de mi padre? A veces pienso que ha muerto solo, en algún país lejano donde nadie le dará una sepultura decente.

Sonó el teléfono, y Al-Saud supo, por la luz que titilaba en el aparato, que la llamada era interna y que provenía de la base.

— Allô? 

—Señor —dijo Mássena—, estoy yéndome, pero antes quería decirle que de los registros de Rent-a-Car surge que el automóvil fue alquilado por Udo Jürkens. No sé si estoy pronunciándolo bien. Lo deletrearé. —Así lo hizo.

—Yerkens —lo corrigió Al-Saud—. ¿Qué has podido averiguar de él?

—Nada. No hay datos en los registros a los cuales tengo acceso.

La falta de información alertó a Al-Saud.

—¿Ni siquiera de una tarjeta de crédito?

—Pagó en efectivo, el alquiler y el depósito en garantía.

—Síguele los pasos a través del sistema de Rent-a-Car. Quizá podamos saber dónde devolverá el auto. Eso es todo, Masséna. Buenas noches.

Para alejar a Shiloah del tema de Gérard, que lo sumía en una melancolía infrecuente en él, Al-Saud le pidió que detallara las actividades que se llevarían a cabo durante los tres días de la convención en el George V. La enumeración desembocó en una conversación más profunda acerca de la realidad palestina que no operó el cambio deseado por Al-Saud en el talante de su amigo.

—Ya sabes lo que decía Kafka, mon frère . Los judíos somos seres en extremo culposos. Y es verdad. Yo siento culpa. Culpa del país en el que vivo, un país del Primer Mundo rodeado de la miseria de los palestinos. Siento culpa de los tres mil millones de dólares que recibimos de Estados Unidos cuando a la Autoridad Palestina le llegan migajas.

—Estás exagerando, Shiloah. Egipto recibe igual cantidad de dinero de los norteamericanos y ¿qué hacen con él? Nada que redunde en beneficios para su pueblo. Hay tanta pobreza como en cualquier país olvidado. Con respecto al dinero que recibe Arafat, permíteme iluminarte: no es poco. Pero se lo fagocita la gran corrupción que rodea al rais y a su séquito. Ellos se mueven en Mercedes Benz cuando los palestinos no tienen qué comer.

—Eso mismo dice Sabir.

—Escucha, Shiloah. Si la mitad de los pueblos y de los gobiernos fuera tan nacionalista y amante de su país como lo es Israel, el mundo sería un lugar distinto, te lo aseguro. Es cierto que resulta polémico el modo en que los sionistas se hicieron con la tierra, pero convirtieron un desierto en un vergel, crearon ciudades pujantes de la roca. No debes perder de vista lo duro que han trabajado.

—Lo sé, lo sé. Pero ha llegado la hora de mirar a nuestros vecinos y compadecernos. Nosotros también podemos mostrar compasión, mon frère .

Al-Saud no tenía nada que comentar a esa afirmación, de modo que cayó en un relajado mutismo. Pink Floyd seguía sonando. De pronto, Shiloah se incorporó, y el movimiento alertó a Eliah. Levantó los párpados y estudió a su amigo con suspicacia. La segunda copa de Rémy Martin XO estaba surtiendo efecto. Shiloah, con la cabeza echada hacia delante y los codos sobre las rodillas, le preguntó:

—¿Cómo haces para vivir sin Samara?

El corazón de Al-Saud se disparó a galopar. Le parecía que si Another brick in the wall no hubiese colmado cada centímetro cúbico de la sala, Shiloah habría escuchado el tamborileo de sus pulsaciones.

—A veces la ausencia de Mariam se torna insoportable.

Al-Saud volvió a ocultar los ojos para contener las lágrimas. La culpa lo dejaba sin aliento.

El montacoches se detuvo al nivel de la calle Maréchal Harispe, frente al ingreso independiente a la base, el que usaban los empleados. Masséna asomó la cabeza por la ventanilla y fijó la vista en el monitor que captaba las imágenes de la calle. Como no vio a nadie, ni nada levantó sus sospechas, oprimió el mando que abría el portón de hierro forjado. Levantó el vidrio antes de que las ruedas hollaran la vereda, y salió a la noche fría y solitaria. Recorrió a baja velocidad los pocos metros de la calle Maréchal Harispe hasta desembocar en la Avenida Elisée Reclus, donde se hallaba el ingreso principal a la mansión de Al-Saud. Observó que el Aston Martin de su jefe seguía estacionado fuera. Le envidiaba esa máquina inglesa, como también la reciedumbre tosca de sus facciones árabes, el cuerpo de atleta y el metro noventa de altura. A veces lo imitaba al caminar y, sin remedio, al cabo de unos metros, caía de nuevo en su postura encorvada de usuario de computadora. Si bien no le conocía mujeres, estaba seguro de que no le faltaban, y de las buenas. No se sorprendió cuando Tony Hill expresó con vehemencia lo bonita que había sido su esposa Samara. Al menos en eso, el jefe y él salían empatados; la belleza de su Zoya no conocía parangón.

Sacó de la guantera un frasco con perfume, el mismo de Al-Saud, y se roció generosamente. Stephanie, una de las expertas en computación que la Mercure había contratado para asistirlo —y para controlarlo, él no era tonto—, le había dicho el nombre: A Men, de Thierry Mugler, todo un acierto porque Zoya, al olfatearlo, se ponía blanda y predispuesta.

Le llamó la atención el único automóvil estacionado en la cuadra siguiente, y, gracias a su vista de lince, alcanzó a leer la patente: 454WJ06, la misma que Al-Saud le había ordenado buscar en los registros del gobierno. Como de costumbre, la intuición del jefe probaba su veracidad. El automóvil sospechoso regresaba a la escena. Un hombre como Eliah Al-Saud, meditó, mercenario de profesión, traficante de armas cuando la ocasión lo justificaba, espía si era necesario, hijo de un príncipe saudí y multimillonario, debía de tener varios pares de ojos fijos en él. ¿Quién era Udo Jürkens? ¿De los servicios secretos de Alemania? Descubriría su identidad; quizá lo proveyese de un as que guardaría bajo la manga. A él todavía no le quedaba claro cómo había terminado en prisión. La aparición de los abogados de Al-Saud, con el doctor Lafrange a la cabeza, representante en París de uno de los bufetes más reputados de Londres, que facturaba quinientas libras la hora, resultaba demasiado auspiciosa. La tentadora oferta de sacarlo de prisión en pocos días a cambio de firmar un contrato para trabajar en la Mercure escondía una trama que él recelaba y que no terminaba de aprehender.

Estaba cansado. Después de la parranda de fin de año, de dos noches de sexo agotador y dieciséis horas de trabajo continuo ese viernes —llovían los contratos en la Mercure y, si bien su sueldo se mantenía igual, el trabajo escalaba en una progresión geométrica—, añoraba llegar a casa de Zoya, darse un baño de inmersión con ella, comer algo y dormir entre sus brazos. Apretó los puños en el volante y se mordió el labio cuando una duda le cruzó la mente: ¿estaría Zoya con un cliente? Detestaba su oficio a pesar de que en el pasado las prostitutas formaban parte de su vida como las computadoras. A Zoya, sin embargo, la había conocido en un bar y la había conquistado. A él jamás le cobraba, ni siquiera aquella primera vez. “De ti me enamoré, Claude”, le repetía. “Los demás son un negocio para mí, nada más.” Aunque los celos lo carcomiesen, debía aguantarse porque, si bien en la Mercure ganaba un sustancioso salario, no alcanzaría para proporcionarle a Zoya el lujo al que estaba habituada —cenas en La Tour d’Argent , inviernos en Gstaad, veranos en Grecia, pieles, joyas, ropa de marca—, ni para enviar las remesas a Ucrania que sostenían a los hermanos menores de la prostituta.