La aventura

La naturaleza nunca te defrauda.

David Hockney

La gente alzó la mirada, optimista. Hacía una fresca y soleada mañana y, a lo lejos, recortado entre las montañas que ascendían hacia la cordillera, un cielo azul serrano consentía apenas un racimo de nubes blancas como copos de nieve. No se avistaba el menor indicio de lluvia. Sin embargo, nadie ignoraba que, en tan apacible paisaje, anidaba el peligro. Serpenteando riscos y quebradas, el río Cañete discurría a cada momento más impetuoso y sonoro, casi salmodiando. A orillas de su cauce, la brisa agitaba los altos y verdes cañaverales, cuyos juncos de penachos pajizos flameaban como banderines. Pero sin duda era la misma gente, mirándose entre sí, el factor más elocuente. Aquella gente reproducía, con distintos estados de ánimo, la vistosa escena que suelen promover los folletos de turismo: un trajín de remos, cascos y chalecos salvavidas al interior de unos chatos y gordos botes de goma dispuestos a zarpar.

Dos eran los botes aguardando en la orilla. A bordo de uno iban ocho personas, hombres de mediana edad, que debían saber lo que hacían, pues todos sin excepción reían de lo más confiados. Ese bote zarpó de inmediato. Joviales y vibrantes, perdiéndose en el fragor de los rápidos, las risas se alejaron velozmente río abajo.

El otro bote, en cambio, iba ligero: seis muchachos de ambos sexos, cuatro varones y dos mujeres. Y ellos, sin duda, se tomaban las cosas con calma. Si bien charlaban animados, bromeando sobre los riesgos del paseo como lo habían hecho sus compañeros de ruta, permanecían anclados, atentos y cautos, con el propósito de asegurarse de que no sucediese nada que pudieran lamentar.

Motivos de preocupación sobraban. Nadie en el segundo bote sabía un ápice de canotaje; nadie había tenido antes la experiencia de dejarse arrastrar y zarandear por esa vorágine de aguas turbulentas, donde el pánico y la excitación confundían sus alaridos.

Veladamente, aquellos muchachos clamaban por referencias: «¿A qué se parece esto? ¿Al vértigo ciego que encontramos en un parque de diversiones?». En modo alguno, debía responder por todos el instinto de conservación. Un juego mecánico montado sobre rieles lleva a un puerto seguro, en tanto que el canotaje, ajeno a ese determinismo, conduce a un desenlace impredecible. Para decirlo de una vez, el canotaje se asemeja a la vida: convierte a los pasajeros en tripulantes; pone remos en sus manos, los libra a los rápidos de las corrientes, los conmina a navegar sincronizada e incesantemente a fin de sortear los escollos del camino (sembrado de hondas caídas y enormes piedras traicioneras); los obliga, en suma, a tomar prestas decisiones que definan el éxito de su destino.

Por eso mismo, los muchachos del bote inmóvil en la orilla mantenían un sosiego lleno de inquietudes. Miraban de soslayo al instructor y se preguntaban, vacilantes: ¿Será este patita el más capo en su oficio?

Ellos, durante la noche pasada, indagando aquí y allá, habían dedicado mucho tiempo y paciencia a su elección: querían al más diestro, al mejor instructor de Lunahuaná. Acudieron a bares, a tiendas de comestibles, a recepciones de hoteles y, sobre todo, a corrillos de instructores. Uno de los muchachos, haciéndose pasar por periodista, alegó que requería de tal información para escribir un reportaje. La encuesta arrojó dos nombres que se repetían: Policarpio y Jonathan. El último aventajaba a su rival por tres menciones. Optaron por él y, buscándolo en su casa, lo contrataron para la mañana del día siguiente.

Se trataba de un cholo fornido, simpático, de boca grande y pómulos prominentes, cuyo rostro se iluminaba con festivas sonrisas. Y ahora, parado en la popa, lo tenían ante ellos dando instrucciones.

—Aseguren los broches de sus cascos —decía en ese momento—. Aseguren igualmente sus chalecos. Y, atención, pase lo que pase, nunca suelten su remo.

Los muchachos se veían a sí mismos perfectamente uniformados: chalecos rojos, cascos azules de ribetes amarillos, remos que repetían los colores del casco. Por debajo, además, todos vestían ropas similares: polo, shorts y zapatillas sin medias, en previsión del agua que solía meterse al bote.

¿Será realmente el mejor? ¿Será un instructor de veras responsable?

El río roncaba a unos palmos, oliendo a barro. Jonathan metió una mano al agua y sonrió.

—Está fría —dijo, jovial—. Así que, por favor, traten de no caerse.

¿Caerse? ¿Fue necesario decir eso? ¡Claro que sí! ¡A eso se deben precisamente las caras de pavor que todos tenemos!

—¡Guarda tus bromas, hermanito! —dijo alguien, haciendo mofa de su angustia.

—Tranquilos, tranquilos, no se me ataranten —repuso el instructor—. Nadie va a caerse si tiene bien enganchado el pie en el seguro.

—¿Cuál seguro? —preguntó precipitadamente una de las chicas.

Se llamaba Karina. Trigueña y de bonitas piernas, ocupaba la tercera fila de remeros, emparejando con un chico flaco, nariz aguileña y anteojos de miope; en segunda fila, se atornillaba la otra chica, la rubiecita del grupo, junto a un chico de zapatillas rojas, y, finalmente, en proa, primera fila y dando el pecho a las previsibles aguas encrespadas, se sentaban los remeros de choque: un robusto pelirrojo con nariz de boxeador y un muchachón apuesto y musculoso de manos enormes. Ese orden se fijó al momento de subir a bordo. Echando un vistazo al grupo, a fin de evaluar el peso y el temperamento de su tripulación, Jonathan había designado a cada cual el lugar que le correspondía.

—¿Hay un seguro? —se interesó el pelirrojo—. ¿Dónde está?

—A sus pies —señalando con un dedo que avanzaba, el instructor mostró las sogas que atravesaban horizontalmente el suelo del bote. Había una frente a cada canelón, los asientos de goma de las filas, a cosa de diez centímetros—. El seguro es esa soga tensa que tienen ahí. Metan solo un pie por debajo. Los sujetará en su sitio si el bote pega un gran salto.

—¿Y por qué no meter los dos? —se afanó la chica trigueña.

—No es buena idea. Si el bote se voltea, pueden quedarse atracados. Es más fácil salir a la superficie teniendo un pie libre.

El bullicio paró en seco. La situación figurada por el instructor se tradujo en vívidas imágenes: bote volcado, cuerpos sumergidos que golpean contra las rocas, hileras de burbujas emergiendo, ojos desmesuradamente abiertos y carrillos inflados, pataleos desesperados por la imposibilidad de salir a flote y respirar.

—¿Cómo es eso de «si el bote se voltea»? ¿Está tan bravo el río?

—No está tan bravo, aunque está bravo —sonrió el instructor—. Grado cuatro, por la crecida de febrero. Pero eso es lo que estaban buscando, ¿no?

Nos tocó un sádico que se divierte, pensó el flaco de las gafas.

—Un momento —se puso serio el chico de las zapatillas rojas, quien era más bien un chico technicolor; fuera de los colorinches obligatorios, el casco y el chaleco, rebosaba de colores naturales y artificiales: piel capulí, ojos verde agua, pelo pintado de lila eléctrico. Se llamaba Miguel y lo apodaban Promedio, pues siempre estaba calculando el promedio de las notas de sus exámenes—. No te hemos buscado por eso. Nosotros te dijimos desde el principio que es nuestra primera vez y que queremos tener las máximas seguridades.

—Tienen todas las seguridades, pero no las máximas —enfrió su sonrisa el instructor—. La máxima seguridad sería tomarnos una foto aquí, en la orilla, y volver a tierra.

Justamente en ese momento, incorporado de su asiento, el muchachón apuesto alistaba su cámara fotográfica.

—Así se murió la chica del Villa María —dijo Karina, la trigueña.

—¿Qué chica? —preguntó el pelirrojo.

—La chica que murió en su viaje de promoción.

—Lo recuerdo bien —comentó el flaco de los anteojos—. Fue una tragedia.

Promedio esbozó un gesto sombrío:

—¿Ah, sí? ¿Y qué le pasó exactamente?

—Una volcadura —explicó Karina—. El bote se atolló entre las rocas y la chica quedó atrapada bajo el agua. Los periódicos dijeron que se ahogó porque el instructor no llevaba un cuchillo para cortar el bote, desinflarlo un poco y sacarlo del atollo.

—¿Ocurrió aquí?

—No. Fue en Cusco, en el Vilcanota, el año pasado.

—¿Tú tienes cuchillo? —susurró la rubiecita.

Dándose una palmada en la cintura, el instructor replicó:

—Aquí está —dijo, y todos, aliviados, observaron la brillante empuñadura de un cuchillo en su funda de cuero—. Y aquí también tengo mi cuerda de seguridad —agregó levantándose el chaleco y mostrando su cintura engrosada por las sucesivas vueltas de una cuerda de nailon. Una pequeña boya pendía del extremo de la cuerda.

—Tengo diez metros de cuerda —dijo—. Por si alguien se cae al agua.

Era la segunda vez que hablaba de eso y, en esta oportunidad, lo había hecho mientras el muchachón apuesto disparaba fotos. La última foto, de hecho, captó la seriedad de sus amigos paralizados un segundo por las minuciosas previsiones del instructor.

Acto seguido, no bien muchos tragaron saliva, se reanudó el bullicio.

—¡Qué rico! —fanfarroneó el pelirrojo—. ¡Pero qué diablos hago si me caigo!

—¡Nadas como loco pues, imbécil! —le espetó Karina, súbitamente envalentonada.

—Tendrían que nadar, por supuesto —corroboró Jonathan—. Buscar la orilla más cercana, especialmente en los remansos. Pero si están en un rápido, aténganse a una regla: agárrense de su remo como si este fuera una baranda que tienen delante del pecho, mientras tiran los pies hacia adelante. Pies sueltos, no rígidos. Así se podrán defender de las piedras.

Las risas del pelirrojo y el flaco de los anteojos se hicieron más ásperas y vocingleras.

Flamantes universitarios, los chicos procedían de barrios acomodados de Lima. Cursaban el primer año de Estudios Generales, donde se habían conocido, y ese era su primer paseo juntos. Cariñosa, proclive a los mohines infantiles, la rubiecita lucía muy enamorada del muchachón apuesto, a quien besuqueaba cuando este daba un descanso a la fotografía. A ratos, tomándolo por la cintura, lo estrechaba apasionadamente entre sus brazos. En cuanto al resto, debían ser simples amigos: sanos y avispados, e inevitablemente laberintosos, excepto en ese momento en que el instructor, levantando su remo, demandaba la atención de unos y otros:

—¡A ver, óiganme bien! El remo se empuña firmemente por el mango y se lo agarra con la otra mano a la mitad de la vara —e hizo enseguida una demostración práctica sobre la manera de coger el remo—. ¿Lo tienen claro? Háganlo ustedes, por favor.

Todos cogieron sus remos exactamente como el instructor lo había hecho.

—Y ahora pasemos a lo importante —enfatizó—. Me refiero a lo que deben hacer para salir ilesos de aquí. Primero, es básica la colaboración general: la falla de uno afecta a todos. Con esto quiero decir que todos los remeros son necesarios, ¿me entienden?… Segundo, no vale cansarse —e insistió en tono intimidatorio—. Repito: no vale cansarse.

—¡Ya estoy cansada! —se disforzó Karina.

El muchachón apuesto sonrió:

—Son los nervios —dijo—. Ahorita se te pasa.

—¿Y cuánto durará esto? —interrogó Promedio.

—Una media hora —Jonathan olfateó el aire por un instante—. Haremos la ruta corta.

El aroma a barro iba y venía con un viento que mugía levemente.

—¿Significa algo ese olor a barro? —terció el flaco de los anteojos.

Jonathan adivinó lo que su interlocutor pensaba.

—Nada grave —dijo impasible—. No se viene un huaico, si eso temes. Huele así porque el río trae fuerza, pero las aguas vienen limpias, mírenlas. Aguas cristalinas.

—¡Oe! —se burló el muchachón—. ¡Ya te alucinas con medio cerro encima!

—Así es —sacudió la cabeza el flaco de los anteojos—. ¿Y sabes por qué? Porque tengo imaginación y sentido común, cosas de las que tú careces por completo.

Haciendo un puchero, la rubiecita exclamó:

—¡Qué te pasa, huevón! ¡No te piques!

—Me pico con toda razón. He preguntado eso porque estamos en temporada de huaicos y sencillamente debemos barajar esa posibilidad, ¿no crees?

El instructor se aburría con tales discusiones. Alguna gente, a su juicio, vivía una absurda contradicción: quería dar más emoción a su vida, pero le costaba aceptar los riesgos. Los únicos sujetos coherentes, paradójicamente, eran los atrevidos: los temerarios y los deportistas. Tomando las debidas precauciones, estos especímenes, guiados por un misterioso movimiento del alma, se lanzaban sin recelos a enfrentar los desafíos que se presentaran.

Pero aquí, pensó, solo dos pertenecen a dicho linaje: el muchachón apuesto, bolo fijo, y probablemente el pelirrojo.

Jonathan intuía que, aunque muñequeado, el pelirrojo debía ser de los que se crecían ante la adversidad, y por eso mismo lo ubicó en proa al lado del muchachón apuesto.

—Ya es hora de partir —interrumpió la trifulca. Instalado en la popa, sostenía su remo fuera de borda a manera de timón—. ¿Estamos listos?

Los muchachos callaron y lo miraron fijamente.

¿Quién está listo? ¿No es mejor que aclaremos algunas cosas?

—Momentito —dijo Promedio. Con una mano se sacó el casco y con la otra, entreabriendo los dedos, alisó las enhiestas puntas de su corto cabello lila bañado en gel—. Todavía no nos has dicho lo que tenemos que hacer.

Jonathan intentaba eso desde hacía buen rato, pero el grupo se lo impedía.

—Ahora se los digo —dijo sin inmutarse—. En primer lugar, la única voz que deben escuchar es la mía —el silencio unánime de los muchachos fue suficiente aprobación—. Bueno —continuó—, entonces abran bien sus oídos: cuando yo diga «¡Adelante!», todos reman hacia adelante; cuando yo diga «¡Atrás!», todos reman hacia atrás; cuando diga «¡Izquierda atrás!», obedecen solo los remeros de la izquierda, pero los de la derecha siguen remando hacia adelante. Si digo «¡Derecha atrás!», se hace lo contrario: reman hacia atrás los de la derecha, pero los de la izquierda continúan hacia adelante. Finalmente, si les digo «¡Alto!», nadie rema. ¿Está claro?

Hubo reacciones diversas: asentimientos de cabezas, meneos negativos, chiflidos e incluso la nota chirriante, todo un arrebato teatral:

—¡No, no! —estalló en gimoteos la rubiecita—. ¡Estoy confundida!

Con infinita paciencia, Jonathan extendió una mano para calmarla. Se sabía las instrucciones de memoria, así que, dirigiéndose a ella, las repitió más despacio, sin cambiar una palabra, y, al cabo, despejando aquellas dudas individuales, infundió más confianza al resto.

—Haremos un ensayo… —propuso entonces, y remó en el aire, azuzándolos.

Automáticamente, todo el mundo se largó a remar. Y surgió un pequeño caos, un embrollo sin orden ni concierto: unos avanzaban, otros retrocedían. Pero el que menos ya había entrado en situación, lo que alentó a Jonathan a dar el siguiente paso:

—¡Y ahora sigan mis órdenes! —gritó—. ¡Adelante! ¡Todos adelante!

Los muchachos remaron hacia adelante.

—¡Atrás!

Los remos batieron el aire en sentido inverso.

—¡Derecha atrás!

Como curtidos galeotes, los derechos remaron parejamente hacia atrás, pero uno de los izquierdos, la rubiecita, acató mal la orden. No obstante, al ver lo que hacían sus compañeros de flanco, corrigió el rumbo.

—¡Izquierda atrás!

Esta vez sí todos procedieron coordinadamente.

—¡Alto!

La tripulación en pleno colocó los remos sobre sus regazos.

—Es fácil, ¿ven?

Los muchachos aceptaron que en teoría el instructor estaba en lo cierto, pero que otra cosa sería hacer aquello cuando estuvieran dando tumbos sobre el caudaloso río.

Efectivamente, fue otra cosa, aunque solo en un punto que nadie había sospechado.

Tras mirar el río a uno y otro lado, Jonathan soltó amarras y el bote despegó de la orilla y un instante después se deslizó con suavidad sobre las rizadas aguas del remanso.

Bajo esos pacíficos rizos, luminosos y susurrantes, corría un invisible torrente. El bote se estremeció al ser succionado por un repentino y ondulante tobogán.

—¡Atrás, atrás! —demandó con energía el instructor—. ¡Adelante, adelante! —sus órdenes, cambiantes, se sucedían muy deprisa—. ¡Atrás de nuevo, atrás! —y luego, perdiendo la serenidad, se desgañitó obsesivamente—: ¡Derecha atrás! ¡Derecha atrás! ¡Derecha atrás! ¡Con más fuerza: derecha atrás!… ¡No se detengan!… —para rematar, en un alivio instantáneo, en tono monocorde—. ¡Adelante! ¡Todos adelante!

La tensa voz de mando se acoplaba al acelerado ritmo de los corazones. La intrépida acción de pechar una fuerza tan poderosa uniformaba los gestos.

Llevaban apenas un minuto de travesía y faltaban más de treinta. La alegría se extinguió. También los pensamientos. Nadie pensaba: no había tiempo para eso. Mente y cuerpo, de pronto una conjunción indivisible, se concentraban en cada remada. O quizá convenga decir que todos pensaban mediante sus reflejos musculares exhaustivamente afinados, por lo cual pensar y actuar, abocados a un mismo objetivo, la supervivencia, venían a ser lo mismo.

—¡Carajo, qué piedra más grande! —se aterró el pelirrojo.

El bote zumbaba con rumbo de colisión.

—¡Izquierda atrás! —tronó el instructor—. ¡Izquierda atrááás!

—¡Puta madre! —chilló el flaco de los anteojos remando a todo vapor.

Todos remaban enloquecidamente, todos gritaban y remaban sin cesar.

Y entonces la piedra desapareció. Quedó a sus espaldas. Habían logrado desviar la proa a tiempo, haciendo que el flanco del bote golpeara contra la roca y propulsara su salida. La rubiecita quiso volverse a mirar el superado escollo. No pudo hacerlo, pues en el salto de salida avistaron otro problema, esta vez ineludible: una caída de rápido.

—¡Agárrense fuerte! —gritó el instructor.

Unos se aferraron a sus asientos y otros prácticamente se sentaron en el suelo del bote.

—¡Ayyyyyy! —aulló un coro de voces.

Cayeron a un hueco y salieron al instante.

La respuesta del río a tanta alharaca fue una encabritada ola que bañó la proa. El chapuzón empapó de pies a cabeza al pelirrojo y al muchachón apuesto.

—¡Adelante, todos adelante! —Jonathan asimiló sin pestañear el embate de la ola, pendiente del siguiente escollo—. ¡Adelante!

El siguiente escollo, en todo caso, no parecía tal: no lo juzgó una amenaza. Lo observó de reojo, sin aprensión. Era un gran tronco, grueso y pesado, firme desde hacía meses entre dos rocas. No era un problema eludirlo. El cauce del río, en cosa de diez segundos, haría pasar el bote a tres metros del tronco. Pero de improviso todo cambió.

Un crujido estrepitoso se alzó por encima del fragor del rápido. El tronco, desprendido de las rocas, gruñendo, se les cruzó súbitamente por delante. Jonathan sintió un ardor en la garganta. Ese ardor era el tremolar de un grito abortado que transportaba una orden inútil.

Fue imposible evitar el impacto. La proa embistió frontal y violentamente el tronco, y el bote, doblado ante el obstáculo, se levantó por detrás hasta casi alcanzar una posición vertical. La tripulación se aferró a los canelones y a las sogas del suelo, pero el instructor, remo en mano y obstinado aún en timonear el bote, salió volando por los aires hacia adelante, como impulsado por una catapulta. La flexibilidad de la goma jugó esta vez en su contra.

Lo que sucedió luego es sencillo de precisar. Sencillo, en virtud de la extraña sencillez que asume todo aquello que, cuando nos sucede, no tenemos más remedio que aceptar.

El tronco rodó río abajo y el bote, dando tumbos pero ya estabilizado y con la tripulación completa a excepción del instructor, siguió el mismo curso. Habían perdido dos remos, pero en ese trance daba igual: nadie remaba. Los muchachos permanecían demudados, prendidos de los canelones, mirando boquiabiertos a su alrededor. Jonathan debía ser aquella mancha amarilla y azul hacia la izquierda, de la cual se alejaban vertiginosamente.

El instructor, a su vez, los miraba a ellos. Chorreante, con la respiración agitada. Había caído al agua en una espectacular zambullida y, salvándose de milagro, logró encaramarse en una roca. Y los miraba, impotente. Sabía que a partir de entonces los muchachos tendrían que enfrentar solos los nuevos rápidos, el primero de los cuales ya dejaba oír su atemorizante fragor.

Bruscamente, los muchachos reaccionaron, como si hubieran oído su pensamiento. El instructor percibió una agitación, oyó gritos, vio el bote remontando turbulencias, creyó ver algunos remos que se hundían otra vez en las aguas y se imaginó una voz (¿o quizá realmente oyó con claridad una voz que destacaba entre hilachas de voces que adelgazaban?), una voz femenina, la voz de Karina, la trigueña (¿sería ella?), una voz firme, una voz que ya estaba dando perentoriamente las órdenes.