Voces

Recordé con exactitud que ella era la mujer de la que Juan Ramón me estaba hablando porque desde un principio había reparado en ciertos detalles: el traje sastre, las anticuadas gafas de carey, el moño cuidadosamente peinado.

—Tú tienes que haberla visto, Fernando. Fue hace una semana, el martes pasado.

—Sí, claro —repuse con total seguridad—. A eso de las siete, se estaba haciendo de noche. Por lo menos estuve viéndola unos diez minutos —y no me costó nada rememorarla, como si la tuviera de nuevo enfrente de mí.

Era una mujer bajita, pálida y, mirándola bien, bastante delicada, aunque ella parecía empeñarse en reflejar todo lo contrario. Lucía una expresión severa, casi hombruna. ¿Qué edad tendría? Yo le calculé treinta y uno, a lo sumo treinta y dos, pero luego Juan Ramón me dijo que veintisiete clavados. Era ella, no cabía duda, y además estaba con el chico, un niño de unos ocho años. Ella, el niño, yo, y tres individuos más, a quienes desconocía, aguardábamos entonces en la salita de espera del consultorio de Juan Ramón, un sitio fresco, bien ventilado, con macetas y sillones confortables en el piso 12 de un moderno edificio de Miraflores.

Juan Ramón es otorrino, pero antes que nada es un viejo amigo. Esta amistad me permitió fingir una dolencia grave y saltarme el turno. Me recibió enseguida. Luego, unos veinte minutos después, atendería a la mujer del traje sastre.

—Alguna gente tiene memoria para las imágenes —reflexioné—. Otra, para las situaciones. A mí los recuerdos se me vienen con todo: imágenes, situaciones, incluso sonidos, como en las películas. Y respecto de este asunto, lo que tengo más presente es la relación de la madre con el chico… Ella tenía una actitud vigilante, pues el niño de cuando en cuando perdía la paciencia. ¡El pobre estaba con una cara de aburrimiento! —y eso también lo tengo frente a mis ojos; lo estoy viendo.

El niño corretea de un lado a otro de la salita, lo cual suscita llamadas de atención de parte de ella, o bien permanece quieto, silencioso, absorto, con las manos pegadas al vidrio de una ventana contemplando la noche salpicada de lucecitas titilantes.

—Pero lo curioso, Fernando, es que ese mismo día yo te estuve hablando sobre casos extraños que se nos presentan a los otorrinos, ¿recuerdas?

Cómo no lo iba a recordar. Yo había ido a consultarlo ese día para hacerme ver los oídos, y en algún momento temí que lo mío también pudiera clasificarse como extraño.

Juan Ramón fue directo al grano tan pronto me recibió.

—¿Qué tienes, Fernando?

—Nada grave, espero —dije con la inquietud propia de todo inerme mortal que acude al médico—, pero digamos que cuando en la casa el televisor está encendido, el mundo puede venirse abajo y yo ni cuenta me doy.

Abrigaba la esperanza de que todo se redujera a un taco de cerumen, como me había vaticinado un compañero del diario.

—¿Estás sordo o sordito? —preguntó sonriendo.

—Una pizca más que sordito.

—Bueno, hermano, deja que te examine —dijo, y con una linternilla y un monitor de videotoscopía comenzó a revisarme.

Medio minuto después, concluyó:

—Lo que tienes es oído de nadador, Fernando. Pero tranquilo, tranquilo, no te preocupes. Se trata de algo bastante común.

Si su diagnóstico requería de una semejanza, yo habría preferido, por cuestión de formas, que me dijera algo más acorde con lo que sentía.

—Mejor cambia de metáfora —repliqué entonces—. Yo me siento más con oído de picapedrero, o de obrero de fundición, o de como se llame el trabajo de esos pobres tipos con orejeras de los aeropuertos que van delante de los aviones aturdidos por el fragor de la turbinas.

—¿Qué quieres decir?

—Pienso que, más que no oír, ocurre que confundo ruidos. Por ejemplo, suena una bocina en la calle y yo le respondo a mi mujer, que se encuentra en otra habitación: «Ya voy, mi amor, espérame un segundo». Es un poco ridículo, lo sé. Patricia se me acerca a cada rato a preguntarme «¿Con quién estás hablando?».

Juan Ramón se echó a reír:

—Asegúrale que solamente estás un poco sordo, no loco —dijo. Y de pronto, volviendo a su tono profesional, añadió—: Y en cuanto a lo que dices respecto de la metáfora, estás en un error. Yo no he recurrido a una metáfora. Sencillamente he descrito el estado de tu oído, que es el mismo de muchas personas aficionadas a los deportes marinos o a las piscinas, como es tu caso. Gente que está expuesta a que le penetre agua por el oído, lo cual motiva que el cartílago crezca en tamaño y se desempeñe como una suerte de muro de defensa, impidiendo el paso del agua hacia el conducto auditivo. Es una defensa natural. Ahora bien, la consecuencia negativa de esto es que acabas oyendo menos.

Y fue entonces cuando nuestra charla, tal como dijera Juan Ramón, derivó a las raras anomalías de otros pacientes.

—Aunque en ese trance de confundir ruidos tomándolos por voces, algunas personas van más allá. Hay gente que puede oír parlamentos completos.

—¿Cuántas frases?

—Dos o tres seguidas.

—¡Qué extraordinario! —exclamé—. Eso ha debido ser lo que le sucedía a Ginsberg.

—¿A Ginsberg? ¿Quién es Ginsberg?

—Un poeta… un poeta al que entrevisté en Nueva York. Él me dijo que no era el autor de sus poemas. Dijo que apenas se consideraba a sí mismo un simple secretario, en vista de que solamente oía voces, unas voces que le dictaban versos, y que todo su trabajo consistía en copiarlos en un cuaderno. Yo interpreté aquello, naturalmente, como una lírica exaltación del hecho artístico, de la creación literaria. Pero tal vez me equivoqué, ¿no?

—No lo sé —sonrió Juan Ramón—. Para darte una respuesta tendría que examinar los oídos de ese tal Ginsberg —me abstuve de informarle que eso ya no era posible, pues el poeta acababa de morir unos días atrás, y seguí escuchándolo con creciente atención—. Pero, eso sí, da por sentado que él, Ginsberg, no es más que uno de tantos escritores en esa circunstancia… ¿Qué crees que les pasaba a los desconocidos autores de la Biblia? Ellos también oían voces. Para ser más exactos, oían voces todo el tiempo, casi como si estuvieran escuchando la radio. En los relatos del Antiguo Testamento, incontables veces resuena la poderosa voz de Jehová hablándoles a los judíos desde el firmamento, sin contar la infinidad de ángeles y arcángeles con recomendaciones celestes que se les aparecen cada dos páginas —y de pronto, entusiasmado, Juan Ramón se adentró en el terreno patológico—. ¡Uy, Fernando, sobre este tema podríamos hablar horas! ¡No tienes idea! Un colega mío, que vive en Filadelfia y da charlas en universidades norteamericanas, conoce los casos más variados. Él ha conocido a gente que oye voces en determinadas horas del día, horas muy específicas; me habló cierta vez de alguien que las oye de nueve a diez de la mañana y el resto del día vive normalmente.

—¿Pero qué son esos patas? ¿Dementes con horario?

—Bueno, sí, es un tipo de esquizofrenia. Aunque no todos lo que sufren de esto lo saben, y por eso mismo caen en los consultorios de los otorrinos. Piensan que su mal se debe a una causa física, auditiva.

—¿Y qué hacen los otorrinos en tales casos?

—Teatro.

—¿Qué?

—Teatro, un poco de teatro —reiteró Juan Ramón—. Mira, hermano, buena parte del modus operandi en varias profesiones depende del dominio de escena. Hay que observar al paciente con serenidad, asentir con la cabeza en tren comprensivo, sonreír a fin de infundir ánimos o sacar a relucir un par de términos especializados, lo suficientemente rebuscados y ambiguos como para no decir nada pero dando la sensación de que se está arribando a un punto esencial. Con este teatro, en suma, el médico puede ganar tiempo y hallar una salida.

Sin embargo, para ir de una buena vez a lo que aquí nos interesa, una cosa es decir lo que se suele hacer y otra muy distinta demostrarlo en los hechos.

La teoría histriónica de Juan Ramón tendría la excepcional ocasión de confrontarse de inmediato con la práctica, y la verdad es que, al levantarse el telón, mi amigo trastabilló. Perdió aplomo, control emocional. Ciertamente fueron apenas unos segundos, pero eso bastó para echar por tierra su teoría. La siguiente consulta, que correspondió a la mujer del traje sastre y el niño, lo puso en evidencia.

—Fue una consulta singular desde el primer momento —Juan Ramón hablaba ahora en la terraza de su casa de playa, adonde me había invitado a tomar una copa. Ya había pasado una semana, en la que no nos habíamos visto, y, si bien la turbadora impresión ante la experiencia que le tocó vivir estaba superada, algo anidaba en su alma, como un remanente, como la secuela de una oscura frustración—. Para empezar, el niño, al que debía dedicar mi mayor atención, no respondió a ninguno de mis cordiales gestos de bienvenida. Se mostraba esquivo, como si desconfiara de las sonrisas. No debí sorprenderme ante ello. Los niños no gustan de los médicos, y a ese respecto son muy transparentes en sus sentimientos. Pero yo sospeché algo raro, sin llegar a determinar qué era. Luego tropecé con la preocupación de la madre, una preocupación lógica, especialmente cuando se tiene un hijo enfermo. Y aquello, también, me daría mala espina. Más que una preocupación, ella se sentía incómoda ante la actitud de su hijo…

Juan Ramón decidió reconstruir la escena de esa consulta justamente como en un montaje teatral. O así, al menos, yo lo imaginé: la mujer y el niño, formalitos, sentados frente a su fino escritorio de caoba; él, en impecable bata blanca, haciendo anotaciones en una ficha nueva.

—No sé qué hacer con mi hijo, doctor —dijo ella—. Pero tengo la esperanza de que usted me ayude a solucionar su problema.

—¿Problema de garganta o de oído?

—De oído.

—¿Qué es lo que le pasa?

—No oye bien, doctor. O mejor dicho, puede oír unas cosas y otras no las oye… Al principio, por supuesto, pensé que se conducía así por pura malcriadez. Pero ahora, no sé cómo decirlo… me parece que hay cosas que él realmente no alcanza a oír.

El niño, callado y con las manitas entrelazadas, miraba de reojo a su madre.

Juan Ramón iba a proseguir con su rutinario interrogatorio preliminar, pero se detuvo en seco. E impulsivamente se incorporó de su asiento y se aproximó al niño, a fin de cuchichearle algo al oído. Luego le preguntó:

—¿Has escuchado lo que te dije?

—Sí —murmuró el niño.

—¿Qué te dije?

—Me ha dicho: «Los enanitos tienen patas rojas».

Juan Ramón le guiñó un ojo:

—Es correcto —dijo, y volviéndose un segundo hacia la madre, acotó—: No es un problema de baja audición.

El niño le parecía normal en sus reacciones al diálogo que los tres sostenían, pero a ratos lo percibía hostil y hasta atemorizado, o quizá molesto de afrontar situaciones que concernían al mundo de los adultos. Sea como fuere, sabía muy bien que el único camino para formarse una opinión demandaba otras pruebas: examinarlo con el videotoscopio o hacerle una audiometría. Aquello le tomaría cierto tiempo. Se dirigió sin dilación hacia un recodo del consultorio, dispuesto a alistar su instrumental. Y mientras tanto, prosiguió distraídamente su interrogatorio, desgranando preguntas, acopiando toda suerte de datos sobre su joven paciente.

La mujer, muy aplicada, daba las respuestas. El niño no sufría enfermedades crónicas, nunca había padecido de otitis, no oía música en walkman, no utilizaba Q-tips en su aseo personal, no registraba antecedentes familiares de sordera. Juan Ramón, a cada respuesta, iba descartando posibles causales. Hasta que, en una de esas, la mujer soltó algo que no venía al caso. Afirmó que el padre del niño, de quien estaba divorciada y al que no veía desde hacía dos años, tenía pie plano, y que esa desagradable malformación la había heredado su hijo.

Juan Ramón paró la oreja, como si ese comentario estuviera repleto de secretos, y advirtió que el niño se miraba los pies. Luego, concentrándose de nuevo, o simulando que se concentraba en la conexión del cable de su linternilla, sufrió un leve acceso de tos.

—Hay una pregunta que no le he hecho —dijo entonces, lentamente—: ¿Puede decirme qué es lo que su hijo oye y qué es lo que no oye?

La mujer levantó la barbilla para responder:

—Lo que oye no tiene importancia, doctor. Escucha perfectamente la televisión, los ruidos de la calle, y a usted o a mí cuando le hablamos. Me inquieta más bien lo que no oye. Nunca obedece lo que le dice mi madre, ni tampoco lo que le dice mi padre —y dirigiéndose al niño, agregó—: ¿Es cierto lo que digo o no?

—Sí —dijo el niño, enfurruñado.

—¿Y por qué no lo haces? —insistió la mujer.

—Porque no los oigo —dijo el niño.

—Ya ve, doctor. Dice que no los oye.

Juan Ramón se vio obligado a intervenir:

—¿Por qué no oyes a tus abuelos? —indagó—. ¿Acaso hablan muy bajito?

—No lo sé —dijo el niño.

—¿No te llevas bien con ellos?

—No lo sé —repitió—. No los oigo.

La mujer meneó enérgicamente la cabeza, como dando a entender que todo lo que le ocurría a su hijo la estaba poniendo muy nerviosa.

Procurando calmarla, Juan Ramón se volvió esta vez hacia ella:

—¿Y usted vive hace mucho con sus padres? —preguntó.

—Sí, desde que me divorcié —dijo ella—. Una vez que me divorcié, regresé a la casa de mis padres. Eso habrá sido tres meses antes del accidente.

—¿De qué accidente?

—Del accidente de mis padres —la mujer hablaba ahora más tranquila; su hijo, que ya no se miraba los pies, había puesto una de sus manitas sobre el regazo materno—. Mis padres fallecieron en ese accidente horrible, el del avión que cayó al mar, hace un año.

Juan Ramón la observó en silencio, presa de un ligero temblor, como si una ventana se hubiera abierto de pronto dejando entrar un viento helado.

—Pero yo hablo con ellos todos los días, doctor —prosiguió ella—. A la hora del desayuno, antes de salir a trabajar y también en las noches, antes de ir a dormir. En casa todos vemos juntos la televisión y charlamos animadamente largo rato. Mis padres son muy conversadores. ¡Pero este chico ni caso les hace!