Gracias por la fantasía
Ella está llena de leche y se deja ordeñar, siempre que no se metan, claro está, con su porcelana.
Henri Michaux
Lo que más me gustaba de ella era que sabía bailar. Bailaba maravillosamente, el busto erguido, la sonrisa radiante y, sobre todo, el cabello que marcaba el compás cuando caía como latiguillos voluptuosos a uno y otro lado de sus hombros desnudos.
En las fiestas, las bodas, las discotecas, y en cualquier ocasión o lugar, reinaban, en esos días, el rock, el merengue y la salsa latina, danzas que ella interpretaba a la perfección, destacando con dengues y destrezas sobre los más experimentados bailarines. Dominaba también el mambo y el calipso. Y si conseguía la pareja adecuada —nunca falta un atrevido—, se adueñaba de la pista y congregaba a una eufórica multitud que formaba rondas en torno suyo. Yo la conocí de pura casualidad. Había ido a la gran fiesta anual de los Molina, en su ostentosa casona de Coyoacán, en el D. F., y de pronto vislumbré un espectáculo que parecía sacado de una vieja película de Hollywood. En el patio de la alberca (así llaman los mexicanos a la piscina), decorado con vistosos arreglos frutales, sombrillas de paja y antorchas (el cliché cinematográfico para recrear las aldeas de pescadores en las playas del Caribe), una muchacha de ojos grandes hacía babear de emoción a todos los invitados.
La muchacha, en efecto, era ella. Ondulaba como una anguila y electrizaba a la concurrencia con cimbreos sensuales y miradas de fuego.
—¡Esta chica es un sueño cuando baila! —exclamó alguien cerca de mí.
—Se parece a Jennifer Jones fungiendo de mexicana —dijo otro—. Mírenla bien. El pelo negro, la cintura de avispa, los ojazos del color de las esmeraldas. Es Jennifer Jones en Duelo al sol, en la primera secuencia, cuando baila frente a la cantina.
Y un tercero, ladeando la cabeza, agregó en tono quedo:
—Lástima que sea tan loca.
Yo no tomé el último comentario de manera literal. Este fue mi primer error.
Mi segundo error, pasada una hora y tres piñas coladas, sería acercarme y comentarle que su baile me había encantado.
La muchacha se llamaba Azucena y se definía a sí misma como una artista avant garde.
—¿De qué tipo de obras? —pregunté.
—Arte conceptual —dijo; hablaba mirando fijamente a los ojos de sus interlocutores con la evidente intención de que estos se derritieran como helados—. ¿Sabes de eso?
—He visto algunas cosas.
—¿Y qué tal?
—¿Qué tal qué?
—¿Cómo te afectó? ¿Has sido otro después de esa experiencia?
Medité un instante mi respuesta:
—Bueno, lo que alcancé a ver me interesó, pero yo no diría que sufriera un cambio tan radical.
—¡Entonces te han dado porquerías! —sentenció. Y me endilgó un discursito estético que sonaba a sermón—: El verdadero arte conceptual, como yo lo entiendo, debe trastocar, movilizar conciencias. Su más secreta ambición, aparte de un cierto goce sensorial, consiste en modificar la escala de valores existente.
Acto seguido precisó que hablaba de un arte que demandaba un estado de impecable libertad en sus creadores.
—¿A qué tipo de libertad te refieres? —indagué.
—La libertad de la mujer adúltera, la del filósofo que decide pensar con las tripas, una libertad que supone transgresión. El artista conceptual tiene derecho a recurrir a lo que se le antoje: pintura, escultura, música, danza, literatura, teatro unipersonal o cualquier otra cosa. Para mí, todo es válido. Yo reúno las cosas más disímiles para mezclarlas. ¡Lo transformo todo! Es mi manera de corresponder a las leyes naturales del universo. La materia no se crea, solo se transforma, ¿me captas? Y mi objetivo es la catarsis: quiero golpear directamente en la nariz del espectador, tumbarlo al suelo, saltar sobre su vientre.
—¡Qué interesante! ¿En qué gimnasio se aprende eso?
Azucena endureció su expresión.
—Bruto —dijo fríamente, y no consintió que le diera las disculpas que ya tenía en la punta de la lengua, callándome con un gesto—. Pero excusaré tu sarcasmo —añadió—; yo sé cómo convencer a los hombres de poca fe. Ven, quiero mostrarte algo —y echó a andar hacia el fondo del jardín, alejándose de la multitud.
La seguí. Al cabo de dos minutos nos detuvimos detrás de un arbusto. Los grillos chirriaban y los álamos, cargados de hojas, susurraban con el viento, mientras la música y la algarabía de la fiesta se oían como un agradable eco remoto.
Azucena buscó un pedazo de cielo entre el follaje y levantó la cabeza con una sonrisa:
—Tienes suerte, muchacho. La luna brilla en todo lo alto.
La noche era lo bastante clara para vernos nítidamente el uno al otro. Entonces ella, entrecerrando los ojos, disolvió su sonrisa; estuvo unos instantes pensativa. Y de pronto, en brusco ademán, se alzó la blusa con ambas manos y me mostró su pecho desnudo. No llevaba sostén.
—Mira —dijo.
Si lo que pretendía era dejarme perplejo, lo consiguió a cabalidad.
Permanecí inmóvil, incapaz de articular palabra, escrutando su torso. A la suave luz de la luna y las estrellas, los senos de Azucena eran como dos nuevos y pálidos planetas en aquella fresca noche de tropicales sorpresas. Pechos hermosos, pensé.
—¿Qué ves? —preguntó.
Parecía un oculista haciéndome una prueba. Mi mirada se hizo tan intensa como mi silencio.
—¿Ves mis tetas, no?
Asentí.
—Bueno, ahora agáchate un poco —sugirió—, y mira lo que hay debajo de ellas.
Tardé un par de segundos en reaccionar, pero luego me agaché hasta casi ponerme de rodillas.
Azucena tenía dos sólidas tetas verdaderas, nada de siliconas, auténticos senos de carne, grasa y músculos, aunque esto no era todo. Con mi nueva perspectiva veía de pronto otras tetas, seis tetas en escorzo (bidimensionales, por supuesto), dibujadas sobre la piel de las costillas con plumón negro en lo referente a los contornos de cada teta, y con rosado en lo que correspondía a los pezones.
—Yo misma soy el lienzo de mi obra.
—Ya lo veo.
—¿No te parece una maravilla?
Recuperando el aplomo, me incorporé y dije:
—Es una maravilla, sí —y en un instante resolví que, más que la obra en sí misma, me conmovía su ingenuidad, su extravagancia, su inesperada conducta.
Pero, claro, conducta y obra debían venir juntas como paquete de carnicero, me dije, no sale carne sin hueso, y eso, a fin de cuentas, es el arte conceptual: un jueguito de artista que, dicho sea de paso, está demasiado visto. Desde el capricho dadaísta, pasando por las simpáticas bromas del surrealismo, hasta el trasnochado John Cage, quien había sido compañero de viaje del conformismo pop y de los tediosos y tramposos delirios psicodélicos de más de un anónimo muralista hippie.
¿Se trataba de eso? ¿O era, en verdad, algo más? Ella absolvió mis dudas con una sola palabra:
—Muuu —entonó tímidamente.
Tras un rápido pestañeo de evidente incomprensión, tartamudeé:
—¿Perdón?
—Muuu —repitió Azucena, haciendo trompita con la boca y con los ojos más grandes, más tristes y más húmedos que nunca, como si acabara de inventar el desamparo—. ¿Ahora me entiendes? Yo ya no tengo tetas, sino ubres. Me he vuelto una vaca. Esta mujer que tienes ante tus ojos, no lo dudes, es una vaca lechera.
—Y, por supuesto, no es una vaca cualquiera —añadí divertido.
—Claro que no —repuso sonriendo—. Ahora me sintonizas.
Ignoro si todos me siguen con el mismo asombro, y con la misma contenida hilaridad. Si es así, comprenderán que, movido por un impulso de esos que no requieren mayor explicación, saltara sobre Azucena y de inmediato atrapara entre mis manos todas las tetas que veía, las naturales y las dibujadas, las cuales iría cubriendo con besos hambrientos y fervorosos de libertino veneciano.
Ella aceptó mis caricias con bucólica mansedumbre de establo.
Francamente, hay que decirlo, no estoy hecho para el amor silvestre. Me irritan la tierra dura, el pasto húmedo y las hormigas, y jamás entendí el romanticismo de hacer el amor a la intemperie. He visto muchas pinturas de amantes semidesnudos retozando en pajares o sobre la hierba que crece en las ruinas de una iglesia abandonada; nada de eso me estimula. Sin embargo, sentí esa vez la tierra y el pasto de ese jardín de Coyoacán como un gran lecho mullido cubierto de sábanas limpias y perfumados edredones. Media hora más tarde, y mientras le sacaba a Azucena las briznas de pasto que se habían prendido de su vestido y de sus cabellos, le confesé que desde ese momento era un rendido admirador de su arte conceptual.
Azucena hizo un mohín, halagada, y de un bolsillo de su falda sacó una tarjeta con su número de teléfono. Luego dijo que debía marcharse de la fiesta y que, excepto el domingo próximo, que sería un día muy atareado para ella, la buscara cuando quisiera.
Faltaban cuatro días para el domingo, y yo, que había viajado a México por una semana, tenía la agenda particularmente cargada. Solo podía hacerme un tiempo la noche del sábado, de manera que la llamé el viernes para asegurarme de que no aceptara otro compromiso.
—Creí que me habías olvidado —dijo Azucena.
—Llevo dos días seguidos pensando en ti —repliqué con marcada intención, para dejar en claro mi gran interés por ella.
—Así debe ser —dijo con seriedad.
—¿Te puedo ver mañana?
—Perfecto.
—¿Dónde?
—En El Perro Andaluz, a eso de las cinco. ¿Lo conoces?
—Sí. Ahí estaré.
Azucena, cómo no, es de las personas que se toman todo en serio, y tiene sus buenas razones. Hay mucha gente que la envidia y hasta la odia. Y varias de esas tirrias, de hecho, vienen de antiguo.
Todavía llevo fresco en la memoria que, a los pocos minutos de que Azucena abandonara la pintoresca fiesta de los Molina, Mariana, una socióloga y crítica literaria, que era parte del grupo de invitados que me habían arrastrado con ellos, le lanzó una ristra de dardos envenenados.
—Los vi desde lejos platicando —comenzó modosita.
—¿Me hablas de Azucena?
—Claro.
—Una chica interesante —sonreí—, pero tiene un nombre anticuado, ¿no crees? ¡Azucena!
—¡Anticuado como la Malinche! —despotricó Mariana, agriando violentamente su semblante—. ¡Y es que, Santo Dios, Azucena es puro Malinche! Mira, yo la conozco desde la escuela. Ya por entonces buscaba siempre llamar la atención. Es una vulgar exhibicionista.
—Dijo que era artista conceptual.
—¿Ah, sí? Eso es lo que ella se cree. Pero tan solo es un ser patético, truculento. Obviamente no tiene autocensura; ni siquiera tiene idea de lo que significa la palabra ridículo, ¡por estas! —y se besó los dedos en cruz, haciendo un juramento—. En realidad, Azucena no es más que una posera y una payasa antipática… ¡Artista conceptual! —chistó—. ¡Puta conceptual y factual, eso es lo que es, porque no hace otra cosa que andar coqueteando con medio mundo! ¡Aunque llamarla así le queda chico! ¡Ella es de las putísimas que ventilan la entrepierna para ganar puntos entre la cofradía de pintores, escritores, músicos, bailarinas, en fin, la crème de la crème! ¡Pintor o poeta joven que aparece, Azucena se lo atraviesa enseguida! Y anótale a eso la parentela. Nadie ignora que para ella el incesto es tan habitual como tomarse un cafecito. Fíjate que cuando apenas cursaba el tercero de preparatoria ya se la chingaban dos de sus hermanos y varios de sus primos. Y no hace mucho se hablaba de un romance sáfico con una tía carnal, su tía Agapita, hermana de su madre.
Si no detenía a Mariana en sus feroces pinceladas, el retrato de Dorian Gray, por comparación, iba a terminar como una cándida pintura rococó. Imaginé que Azucena le habría robado un novio o algo parecido.
—¡Pobre muchacha! —dije.
—¿Pobre? ¡Di más bien que es malsana, y que, para colmo, se ufana de sus aberraciones!
Tomé aliento y me puse en plan conciliador:
—Lo que no está en discusión, en todo caso, es que baila muy bien.
Esta vez Mariana se limitó al simple retaceo:
—Baila bien, sí… Aunque, a decir verdad, yo no considero que eso de andar meneándose por casas ajenas sea un gran mérito.
No valía la pena rebatir y desplegué la mejor de mis sonrisas hipócritas.
Y al día siguiente, charlando en la Gandhi con amigos en común, confirmé mis sospechas: Azucena le había alzado dos novios a Mariana. El chisme lo soltó Isabelita Marturiano, nieta de un riquísimo general de la Revolución, que detestaba a ambas, aunque sin la virulencia que Mariana le prodigaba a Azucena, y adujo que Mariana y Azucena, cada cual en su onda, eran unas niñas de moño alto adictas al reventón.
Isabelita, por cierto, fue menos dura con Azucena. No dijo que fuera puta, sino de culo alegre nomás, y añadió que si bailaba bien se lo debía a su madre, bailarina genial hasta los dieciocho años, artrítica desde entonces y otra artista desgarrada del México sufriente: una anónima Frida de la danza moderna. Ella la obligó a estudiar ballet en las mejores academias. Hasta que un buen día Azucena tiró las zapatillas al tacho y se le dio, cito las palabras empleadas por Isabelita, «por el tinglado artístico intelectual».
Basado en tales naderías, arriesgué un rápido balance. Azucena, me dije, es una muchacha engreída, egocéntrica y perversa, lo cual, naturalmente, no impide que, a la vez, sea inteligente, dinámica y seductora. Que además sea un tanto esnob, ni la mejora, ni la empeora. ¿Es este el modo adecuado de comprender a la gente? ¿Hacer un inventario de presuntos defectos y virtudes? Para alguien como yo, que frecuenta ambientes literarios, pesa más el fogonazo de la propia intuición. Azucena es una persona honesta, concluí, y de hecho lo que tal vez me atrae de ella es que no revela un ápice de cinismo.
Llegó el sábado y nos encontramos. Azucena estaba encantadora. Llevaba el cabello recogido en rodete y un vistoso chal de flecos. El Perro Andaluz, concurridísimo café con toldo y mesas al aire libre de la elegante Zona Rosa, era la meca de aquellos que adoraban el tinglado artístico intelectual.
—Bonito color de lápiz de labios —le dije.
—Gracias —musitó. Mostraba un despiadado rojo vivo, que le hacía la boca más grande y mordelona—. Y tú también estás muy chulo. Pero… no sé… te noto algo raro en la mirada.
—Bueno, hay cosas que no puedo disimular.
—¿Como qué?
—Como ciertas emociones —respondí, y enseguida quemé mis naves—. Me emociona verte. Y es que me has impresionado.
Le daba en la yema del gusto. No solo le decía bonita, sino también distinguida profesional de la avant garde; es decir, maestra en el arte de sorprender, conmover y escandalizar. Y, bueno, la charla no tardó en pasar al dulce terreno de las ternuras y las incandescencias. Y así, en un tris, pasaríamos de El Perro Andaluz a su lindo pisito de la colonia Condesa, y de ahí, sin más trámite, a la ebriedad de los besos.
Azucena tenía una cama suntuosa, con volutas y dorados, en la que, según decía, había dormido en sus tiempos el emperador Maximiliano. Ambos, y no es alarde, le arrancamos trinos a ese tálamo. Y es que en la boca de Azucena, que yo percibía entonces como el aleph de la sensualidad, se iban revelando en cada beso todas las bocas de México. Mis labios saboreaban la gran mitología mexicana. Allí renacían, jugosos y voraces, los belfos arrogantes de María Félix, los pulposos labios de Ana Bertha Lepe, la sensitiva lengua de Flor Silvestre, las deliciosas comisuras de Ana Luisa Peluffo; en fin, todas las bocas todas.
Y luego, al darse el momento del reposo, ella matizó la tarde, como es habitual en los galanteos que se estrenan, con algo de material biográfico. Yo, sin querer, propicié el pequeño desborde. Me había intrigado hallar en su dormitorio una máquina de coser a pedal en reluciente metal negro y caoba, la clásica Singer con cuello de cisne, casi un animal fantástico.
—¿Y eso? —inquirí. De hecho no casaba bien el decorado glamoroso de su piso con aquel artefacto de obrerita textil.
—Me gusta coser mi ropa —dijo—. Es algo que aprendí de chica, viendo a las sirvientas de la casa —y recordó las frenéticas peleas con su madre por ese motivo—. Mamá consideraba que la costura era cosa de nacos, no de señoritas —gruñó—. Ante lo cual, contesté: «Entonces yo no soy señorita, sino naca. Así que, mami, mejor póngase a revisar su árbol genealógico, porque de seguro un cochero del servicio doméstico se ha estado chingando a la bisabuela y sin duda de esa simiente provengo yo».
—La Singer me la regaló tía Cristina cuando mamá se dio por vencida —continuó—. Y, a decir verdad, le doy buen uso. Yo misma me hago mis vestidos; no todos, pero sí una buena parte.
—¿Y qué coses ahora?
—Un disfraz.
—¿Un disfraz?
—Sí. Ya lo terminé. Me falta solo reforzar el cierre.
—¿Para un baile de disfraces?
—No —dijo enigmática—. Será para una de mis performances.
Había caído la noche, no habíamos encendido las luces y apenas si logré ver entre las sombras un bulto de telas negras y blancas amontonadas tan pronto ella señaló un rincón alejado.
Iba a preguntarle de qué se disfrazaría, pero Azucena me llevó por otros rumbos:
—¿Sabes quién fue Singer?
—¿Te refieres al Singer de la máquina?
—Exacto.
—Un industrial muy exitoso, sin duda.
—¡Fue el marido de Isadora Duncan! —exclamó; luego, saltó de la cama y arrancó a bailar, desnuda de pies a cabeza, girando divinamente en la azulada penumbra del dormitorio—. Bueno, también hubo otros hombres en su vida —acotó—. Hombres que la ayudaron a crecer como artista: Gordon Craig, el escenógrafo, y ese ruso loco y poeta que la quiso tanto, Sergei Esenin… Pienso que Isadora tenía un trato personal con los ángeles, un trato íntimo, y por eso mismo sabía flotar en el aire —su silueta se recortó de pronto en el marco de una ventana que filtraba un tenue resplandor—. Pero es un hecho que también comía hombres; llevaba una dieta estricta, se alimentaba de ellos, y luego, llena de energías, bailaba… bailaba…
Transcurrieron unos mágicos e intensos minutos viéndola bailar, fascinado, sin que ella volviera a dirigirme la palabra, ni yo osara interrumpirla. Y luego, alta la cabeza, deslizándose, la vi regresar a la cama con esa expresión ensimismada de las sonámbulas que han terminado su inconsciente peregrinaje por las cornisas.
—¿Te gustó? —puso su cabeza en mi pecho.
—Me encantó —murmuré, aunque de hecho me sentía raro, nervioso, vacilante. Entonces la besé otra vez y ella se apartó unos centímetros para mirarme. La mirada de Azucena, húmeda, refulgente, brillaba como las calles de una ciudad nocturna y solitaria mojada por la lluvia.
Estremecidos, nuevamente hicimos trinar el tálamo de Maximiliano.
Al dar las tres de la madrugada, tal como yo le anticipara a Azucena, abandoné su piso. Ella dormía plácidamente, bocabajo. Le había advertido que, si la veía dormida, no pensaba despertarla; tan solo me iría. Azucena aceptó mi furtiva salida anunciada, que, por cierto, tenía su explicación: estaba citado a desayunar muy temprano, por cuestiones de trabajo, en el hotel donde me hospedaba.
Sin embargo, sin reprimir mi ansiedad, le propuse verla al día siguiente, en la noche, a eso de las ocho. Ya ella, como saben, me había dicho que el domingo estaba atareada.
—¿Todo el día? —indagué.
—No lo sé —repuso. No reveló qué haría, ni me invitó, ni nada. Sencillamente dijo que no estaría disponible.
Así que, ante mi insistencia, arrugó la nariz, no molesta, sino más bien desconsolada.
—¿Te vas mañana o el lunes?
—Mañana.
—¿A qué hora sale tu avión?
—A la medianoche.
—¡Ay, Dios!
—¿Qué?
—Dudo que podamos vernos. Pero inténtalo. Llámame mañana a las ocho. Si me alcanza el tiempo, estaré aquí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —la abracé—. Ojalá puedas.
Tanto ella como yo, naturalmente, sabíamos que lo nuestro era un alto en el camino. Yo residía en el Perú, ella en México, y si bien en esa época viajaba mucho por América Latina, no existían las condiciones óptimas para afianzar una relación. A lo sumo podíamos ser amantes ocasionales, a menos, claro está, que cada cual, de la noche a la mañana, lo echara todo por la borda. Pero eso no iba a prosperar; ni Azucena ni yo, a la hora de los loros, podríamos jamás haber emprendido un proyecto de pareja estable.
Tales razonamientos, no obstante, no aplacaron mis deseos de verla. Azucena me traía loco.
Quiero verla una vez más, me decía una y otra vez. Quiero sentirla mía. Y en cierto modo, creo, conseguiría ambos objetivos.
Vi a Azucena el domingo por la tarde, a las cuatro y treinta, y todo se debió al azar. «El azar es esencial en la vida y en el arte», me había susurrado ella en El Perro Andaluz, como preámbulo a aquel intercambio de ternuras del día anterior. «Es por eso que tú y yo estamos juntos ahora».
Y en los planes del azar, que es de hecho un malicioso estratega, estaba escrito que el productor de Televisa con quien yo había desayunado esa soleada mañana me invitara a los toros. «Tengo boletos para La Monumental, un escenario que deberías conocer, pues es la plaza de toros más grande del mundo», me dijo. Aficionado a los toros desde la infancia, me alegré de veras.
—No has podido ofrecerme un mejor programa —le agradecí.
Me entregó mi boleto y quedamos en vernos en la plaza. Y fue allí, en efecto, donde encontré a Azucena.
La plaza estaba repleta y toreaba Manolo Martínez, diestro artista y una de las grandes figuras de los setenta. Torero y plaza eran, para mí, dos auténticas atracciones. Los tendidos, tequileros y multicolores, reventaban de gente, y el matador de turno, solo ante el burel, tanto en los momentos de bronca como en los de aprobación, debía sentir y padecer que cada uno de sus movimientos era vigilado por cuarenta y cinco mil pares de ojos. Pero sin duda lo más espectacular que percibí en La Monumental, debido a la muchedumbre rugiente que la colmaba, sería la alternancia de olés atronadores, cuando alguien instrumentaba un pase ceñido y bien compuesto, y de silencios absolutos, cuarenta y cinco mil personas callándose de súbito, cuando la lidia atravesaba esos momentos inciertos que todo público taurino observa al unísono con religioso respeto.
Fue precisamente durante uno de esos silencios cuando vi a Azucena. La vi, aunque sin reconocerla, no bien concluyó el tercio de banderillas del segundo toro. El matador se alistaba a pedir permiso a la autoridad, el toro, con el lomo ensangrentado, aguardaba frente a un burladero lejano y, en ese vacío de faena, la plaza completa (yo, entre miles) advirtió que alguien se lanzaba al ruedo desde el tendido, como hacen los espontáneos. «¡Qué espontáneo más curioso!», se dirían algunos. Y es que el intruso no llevaba consigo una muleta para robarle pases al toro, sino una enorme y rectangular radio portátil sobre el hombro, igual a las de los raperos del Bronx, así como un altavoz en la mano. Aunque ciertamente el mayor desconcierto, pensé yo, procedía de su indumentaria. Llevaba puesto un disfraz; un disfraz… de vaca.
Cabeza de cuernos pequeños, abultado mameluco blanco con lunares negros, zapatos en forma de pezuñas, cola de medio metro y cencerro en el cogote.
—Azucena —murmuré, con un presentimiento que halló pleno respaldo cuando la radio propaló un ameno chachachá a todo volumen, en tanto la vaca en cuestión, ya detenida en los medios, arrancaba a bailotear con mucha gracia ese ritmo sabrosón.
Un torrente de risotadas y abucheos llenó el aire. Y de inmediato dos peones de brega corrieron cual centellas a cerrarle la salida al toro, que miraba de lejos a su extraña congénere, en el mismo momento en que otros individuos, monosabios y peones, corrían a su vez, pero para sacarla del ruedo.
La vaca solo tuvo tiempo para ejecutar unos pocos meneos y enseguida se puso a mugir por el altavoz y a dar de alaridos:
—¡Muuuuuu!… ¡Muuuuuu! —dijo, y en forma simultánea apagó la música—. ¡Ese toro es mi hijo! ¡No maten a mi hijo! ¡Yo les daré más leche, pero no maten a mi hijo!
En la confusión y el desmadre, mechado con flashes de fotógrafos, no todos pudieron oír lo que la vaca decía, pero en mi tendido el altavoz se oyó nítidamente. Y luego la vimos abrir los brazos, o quizá deba decir las patas delanteras, en dirección al toro, como si dijera «¡Hijo mío! ¡Hijo mío!».
Ya por el callejón, alguien le arrancó su capucha de vaca e identifiqué conturbado la cara muy congestionada de Azucena, forcejeando con sus captores, mugiendo como loca, llorando a mares: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío!».
—Debe ser una ecologista —rio mi amigo de Televisa—. Es así como las llaman. Hablo de esas chavas de la Sociedad Protectora de Animales, unas antitaurinas furibundas.
Me mantuve en silencio. Aunque un minuto después estuve tentado de replicar «No, hombre, ¿acaso no te has dado cuenta? Está claro que es una artista. Una artista con militancia antitaurina».
Pero seguí mudo, apenadísimo, viendo cómo se la llevaban, ya no solo los peones y los monosabios, sino también dos agentes uniformados de la policía.
Ignoro qué habría opinado un crítico de arte, de haber estado presente, sobre aquella efectista y tragicómica performance. Ignoro cuánta chanza malévola y ataques de vergüenza ajena habrá generado la noticia entre sus amigas y enemigas. Ignoro también cuánta admiración y solidaridad despertaría entre sus cofrades. Sé, eso sí, y lo supe entonces porque la ley lo señala, lo que iba a opinar el comisario de policía: «¡Usted, señorita, no se libra de veinticuatro horas de calabozo!».
Desde ese instante, encogido el corazón, permanecí en ascuas el resto del domingo.
Al dar las ocho de la noche, con terca esperanza —tal vez su organización antitaurina, me decía, tenga abogados influyentes que la saquen del apuro—, llamé a su casa. Volví a llamar a las nueve, a las nueve y media, a las diez, y luego, más apesadumbrado, ya que me encontraba con mis maletas en el aeropuerto y veía imposible que tuviéramos tiempo para unos trinos de despedida, la llamé a las once. No alzaba el auricular. Tan solo oía la contestadora automática, que decía «Muuu, deja tu mensaje».
Colgaba, sin hablar nada. Pero a las once y media, antes de entrar en la antesala del avión, llamé por última vez. Tampoco contestaron; me resigné a dejar un parco y emocionado mensaje: «Gracias por la fantasía», dije. «Adiós, Azucena».
Y me fui. No la llamé al cabo de unos días desde Lima, ni la volví a llamar más. No sé por qué. Tal vez porque uno vuelve a su ciudad y una vorágine de ocupaciones se lo lleva de encuentro. O bien porque, inconscientemente, algunas personas contamos con una suerte de desidia que nos preserva de las chifladuras.
Un largo tiempo, en todo caso, me sentí en una nube, como si tuviera aire dentro de los huesos: una cierta ingravidez. Y es que, sí, no solo dolía la tristeza de no verla; dolía más, lo sé bien ahora, la certeza de que a veces la memoria le gana partidas al olvido.