Kim Novak en París
Son pocas las ciudades a las que se llega a amar en sueños. París, inequívocamente, es una de ellas. Las postales, las películas y, sobre todo, las incontables lecturas —hablo de esas apasionadas lecturas hasta el amanecer— suelen ser, desde la adolescencia, los naturales estímulos de este romance irremediable. Temo, eso sí, no estar diciendo nada original. Esto es algo que les ocurre a muchas muchas personas. Conozco a tanta gente que, en cualquier lugar donde se encuentre, le basta oír los nombres de Flaubert, Stendhal, Colette, Hemingway, Sartre o Cortázar para trasladarse al instante a una mesa del café de Flore, con pastis servido, y sentir de pronto que está contemplando a la fascinante multitud que circula por el boulevard Saint-Germain-des-Prés.
Claro que tales soñadores, una vez que están en la ciudad, no se toman sus sueños muy en serio. Es decir, pueden vivir a todo tren el París idealizado, sin olvidar que existe un París real, duro y peligroso, como otras urbes del mundo, donde abundan los problemas. O sería más exacto decir: las pesadillas.
Sin embargo, nunca falta un imprudente. En mi tercera visita a Europa pude enterarme de las vicisitudes de uno de esos enamorados de París que se dejó llevar por sus sueños. Su historia podría juzgarse de diversas maneras: desgraciada, absurda, sórdida y hasta cómica. Yo la oí, un tanto inquieto, en el café Les Deux Magots, que se encuentra en el mismo Saint-Germain-des-Prés. Estaba sentado ahí con Fernando Carvallo, amigo de larga estadía parisina, incansable cicerone y filósofo casi a tiempo completo, conversando sobre el delicioso aroma de los dulces y bizcochos calientes en las pastelerías de la rue du Bac, cuando de improviso se apareció un sujeto que saludó cariñosamente a mi amigo y se sentó a nuestra mesa. Desde sus primeras palabras reconocí que también era peruano. Con su habitual cordialidad, Carvallo le sonrió y enseguida nos presentó:
—Él es Abelardo Losada —me dijo—. Es pintor.
Nos estrechamos las manos. El sujeto era alto, delgado, de hombros anchos, y vestía, al igual que muchos artistas de la época, una indumentaria típica: zapatillas blancas, camisa y pantalón de jeans, un pañuelo rojo al cuello y un largo y elegante abrigo negro de lana. Llevaba el pelo desordenado, como si no le hubiera pasado un peine en un par de meses, y una barba crecida de tres o cuatro días, que también estaba de moda. Como no había oído su nombre cuando se hablaba de los pintores peruanos en Francia, me abstuve de hacer la menor pregunta sobre su trabajo.
—Los acompañaré con una copa de vino —dijo Losada, y yo, que estaba bebiendo un agua mineral, me animé a tomar lo mismo; pedimos un beaujolais—. ¡Un día maravilloso! —dijo después—. Lo pasé en el Museo Picasso. ¿Hace cuánto que no van por ahí?
Era una gran coincidencia que nos preguntara eso.
—Estuvimos ayer —dijo Carvallo, y haciendo alusión a mi condición de ave de paso, añadió—: Él tiene recién cinco días en París.
—¿Es tu primera vez?
—No, no —contestó Carvallo en mi nombre—. Ha venido varias veces.
—¿Y acudes religiosamente a los museos? —preguntó Losada.
—Así es —dije yo.
—¡A mí me ocurre lo mismo! —estalló Losada con vibrante entusiasmo—. ¡Es un verdadero ataque de ansiedad! Siempre que me ausento de París, no puedo estar tranquilo a mi retorno si no me doy unas vueltas por el Louvre.
Losada no solo era enfático al hablar, sino a veces gestual en exceso; pero sus modales no se resentían por ello.
—Aunque en mi caso —agregó solemne—, yo soy un habitué. Cada dos o tres semanas me caigo por algún museo —y volviendo a su vivaz emoción de aquel día—: ¡Pero el Picasso ahora estuvo muy bien!… ¿Qué les pareció la cabra?
—¿Te refieres a la escultura? —titubeó Carvallo.
—¡Por supuesto! —rugió Losada—. ¿No es fabulosa? Eso es lo que yo llamo la obra de un genio. ¿Saben? Hoy permanecí mirándola por casi dos horas. Y una estudiante sueca también la estuvo mirando largo tiempo, aunque creo que ella no entendía muy bien lo que le atraía de esa pieza. Pero es común que suceda eso. La mayoría de quienes observan a la cabra se quedan sin entender realmente lo que les atrae.
Losada tenía la virtud de contar las cosas de una forma tan sesgada que picaba la curiosidad.
—¿Qué es lo que atrae tanto? —interrogué con evidente interés.
—¿No se han dado cuenta?
—No —dijo Carvallo.
Después de un silencio, y ostentando la parsimonia de un experimentado conferencista, Losada colocó lentamente ambas manos sobre la mesa:
—Los cuernos —respondió, y Carvallo esbozó una sonrisa—. ¡Los sublimes cuernos!
—¿Los cuernos? —dije yo.
—Sí. Es increíble, pero nadie se fija como debiera en los cuernos. Y esto es capital. Ahí estriba todo el poder de sugestión de esa pieza.
Nuestro casual acompañante se despachó largo y tendido sobre el sentido esotérico que ocultaban tales apéndices. Y argumentó, entre otras cosas —ligando oscuras referencias al Minotauro, al Unicornio, al toro de lidia, a los antílopes de Kenia y hasta a los cornudos apaleados de los relatos de Boccaccio—, que el verdadero arte, en definitiva, tenía la obligación de ser una protesta contra el lugar común. Su discurso, lleno de ideas y datos curiosos, estaba muy bien estructurado, no cabe duda, pero de hecho nos comenzaba a fatigar. Losada modificó su expresión. Intuitivo, y nervioso como un conejo, optó de inmediato por reanimar nuestra atención y, en un brusco cambio de tema, arremetió entonces con la historia del soñador imprudente. Recurro a las mismas palabras, «un soñador imprudente», utilizadas por Losada desde el primer momento y que sin pensarlo mucho hice mías —enriqueciendo mi teoría de París y sus soñadores—, para calificar al atormentado protagonista de su relato.
—Tengo una cita a las diez —nos dijo con voz grave y quejumbrosa. Consulté automáticamente mi reloj de pulsera: eran las nueve y media—. Pero quisiera no acudir. ¡Diablos, siempre me pasan estas cosas! Una media hora atrás, en este mismo boulevard, me encontré con un diplomático argentino que hace un tiempo se enredó con una mujer muy especial… —y dirigiéndose a Carvallo, preguntó—: ¿Te he hablado de él, no?
—Varias veces —dijo Carvallo, carraspeando.
Miré a mi amigo, que cambiaba de posición en su asiento. En ese momento, las melancólicas notas de un saxofón rompían suavemente el aire. Unos músicos de jazz, norteamericanos a la zaga de las huellas parisinas de Charlie Parker y Chet Baker, se habían adueñado de un tramo de la acera y convocaban a su alrededor, turistas de por medio, a un grupito de melómanos que chasqueaban los dedos.
—¡Pues ahora está mucho peor! —continuó Losada, ajeno al mundanal ruido—. ¡Es tan terrible la vida de ese hombre! Cada vez que lo veo se me parte el corazón. Me dijo que otra vez está buscando alojamiento. Lo botaron de ese pequeño hotel cerca de La Sorbona. Parece que sus manías se han agudizado y no hay vecino que lo soporte.
Atraídas por la melodía, pasando por delante de nosotros, dos bellas muchachas ocuparon la mesa de al lado. Eran del tipo bohemio chic. Lucían chaquetas de pana, pañuelos de gasa al cuello y esa languidez seductora que solo consiguen las jóvenes inglesas que se aburren viajando en el subway. Carvallo, con la elegancia de un caballero démodé, les clavó la mirada.
—¿No es conmovedor? —lo interrumpió Losada.
—Sí —dijo mi amigo distraídamente—. ¿Lo viste en el mismo sitio?
—En el mismísimo sitio —Losada suspiró, mirándome de reojo; yo seguía mudo—. Estaba deambulando por Odeón y de vez en cuando echaba un vistazo a la puerta del café Danton.
—¿Y por qué lo botaron del hotel?
—Ensuciaba el suelo. No me lo explicó muy bien. Creo que tiraba palomitas de maíz por las escaleras, o algo así.
A estas alturas, como ya deben suponer, Losada se había convertido en una cobra y yo en su más ferviente, absorto e hipnotizado auditorio.
—No es una mala persona, ¿sabes? —prosiguió Losada sin darme un respiro; consciente de que me tenía cautivo, ahora se dirigía de frente a mí, olvidándose de Carvallo—. En realidad, le sucedió algo que puede pasarle a cualquiera. Hace unos cuatro años, en esta misma ciudad, él era un funcionario muy promisorio de la embajada argentina. Se comentaba que en corto tiempo podría obtener el rango de embajador… —y en un inesperado rapto de inseguridad, agregó—: ¿Quieres que siga con la historia? ¿No estoy siendo inoportuno?
—No, por Dios —contesté—. Sigue nomás.
—De acuerdo —se convenció a medias Losada—. Sus amigos, como te decía, le vaticinaban un gran futuro. ¿Cuánto hay de cierto en esos comentarios? Lo ignoro. ¡Se dicen tantas cosas después de que ocurren las desgracias! Pero lo cierto es que era un individuo agradable, de muy buena facha, felizmente casado, con dos hijos pequeños y saludables, y bendecido por una estupenda renta privada (su mujer había heredado una pequeña fortuna), aparte de sus nada desdeñables ingresos profesionales. ¡Y además vivía en París! ¿Te imaginas lo que significa eso para un argentino? ¡Estaba en la gloria! Adoraba sus parques y sus fuentes de agua, sus callecitas retorcidas, sus insólitos y pintorescos comercios, su ropa de fina confección, su vida cultural y mundana, sus vinos y su buena mesa. Le gustaba salir a caminar, cosa que hacía a menudo al caer la tarde, solo o acompañado. ¿Vicios? No se le conocían, excepto que coleccionaba arte primitivo africano. Y en cuanto a otros defectos, podría decirse que, en opinión de algunos de sus colegas de América Latina, resultaba tal vez un poquitín conservador en algunos de sus puntos de vista. No obstante, su don de gente subsanaba por lo general cualquier incomodidad que pudiera suscitar. En suma, la vida le sonreía y lo trataba a cuerpo de rey. Hasta que una noche —con gesto un tanto teatral, Losada me tocó por un instante el antebrazo derecho—, una noche malhadada, se sentó en una de las mesitas al aire libre del café Danton… ¿Conoces el lugar?
—Claro —repuse—. Queda a unas cuadras. Es un lugar que me gusta mucho.
—¡Es un lugar horrendo! —se sulfuró Losada.
Intempestivamente, Carvallo salió del olvido, volviendo a cambiar de posición en su asiento, y carraspeó de nuevo.
—Ya sé que tú has oído la historia —le reconoció Losada, como pidiéndole disculpas—, pero tu amigo no la sabe —en silencio, tolerante, Carvallo asintió dos veces con la cabeza—. ¿Qué hora es?
—Veinte para las diez —contesté.
Losada bebió el resto de su copa de vino.
—Tenemos poco tiempo —dijo—, de manera que intentaré ser breve —y con una hilacha de inseguridad, insistió—: ¿Te interesa de veras que siga, no?
—Por supuesto —respondí.
—Dime, por favor, con sinceridad, si no te molesto.
Sus delicadezas, a un tris de ser dulzonas, consiguieron de pronto ponerme nervioso:
—No lo dudes —dije, pestañeando a un ritmo anormal—. Si me molestas, te lo diré.
—¿Estábamos en el café Danton?… ¡Sí, eso es! —Losada retomó su relato lanzando un afectado gemido—. Bueno, él estuvo allí unos quince minutos observando el paso de la multitud. Esto, para propios y extraños, es un deporte en el Quartier Latin. Lo hacía él, lo hacemos nosotros, y lo hacen todos los que vienen por aquí. Y otra cosa que hacemos, si la ocasión se presenta, es lo que el argentino hizo entonces. Me refiero a mirar a una bella mujer…
Carvallo reanudó en forma inconsciente sus miradas hacia nuestras vecinas de mesa, irguiéndose en su asiento.
—… Durante un buen rato —Losada ahora avasallaba con nuevos bríos—, él permaneció deslumbrado ante una mujer que se detuvo en la acera como si esperara a alguien. Era una chica preciosa, de unos veinte años, muy parecida a Kim Novak, y vestida como si pensara ir a la ópera: tacones altos, ceñido vestido de noche, joyas rutilantes, estola de pieles. Un ángel que irradiaba sensualidad y distinción, aunque también, si uno se fijaba con meticulosidad, poseía una turbadora malicia. Porque, en un momento determinado, cuando las miradas de ella y él se cruzaron, Kim Novak sacó la puntita de la lengua entre los labios y dejó que un brazalete se le cayera al suelo. Ni qué decir que mi amigo acudió en su ayuda como un rayo. ¿Era su costumbre actuar de ese modo? De ninguna manera. Pero no estoy diciendo, por si acaso, que fuera un palurdo o un moralista, sino simplemente que no era alguien habituado a los ligues…
Preocupado por la cita de Losada —mi reloj marcaba un cuarto para las diez—, lo azucé a avanzar en su relato:
—¿Quieres decir que ligó con la mujer?
—Así es. No bien él recogió el brazalete, se lo entregó, intercambiaron algunas palabras (Kim Novak era francesa, sin lugar a dudas) y unos momentos después, ella lo invitó a irse juntos. ¿Te parece increíble? En París nada es increíble, y cualquiera sabe que la arrechura, esas ganas enloquecidas de tirar que dan tanta vida a los hotelitos de la ciudad, es algo que frecuentemente cae del cielo sobre sus habitantes, ¿no es así? —sonreí por toda respuesta—. Me alegra que pienses igual —empalmó Losada—. Al argentino, en buena cuenta, le cayó una arrechura bárbara. A tal punto que, ardiendo de pasión, trepó enseguida al auto de ella, un lujoso auto inglés de línea antigua, un Bentley o un Jaguar con asientos de cuero e interiores de madera, aparcado a pocos metros del Danton y con un chofer uniformado al volante.
—Una chica rica y caprichosa —me anticipé con premura inusitada en mí.
—Kim Novak era una chica mucho más especial —replicó secamente Losada—. Pero déjame contarte… «Antes que nada, las reglas», dijo ella soltando una risita juguetona. «Nada de nombres, nada de hablar cosas personales». Él aceptó sin chistar. Y así, cuando el auto echó a rodar, las manos de ambos se entrelazaron cálidamente. La hermosa máquina se deslizaba por las calles con la suavidad de un velero. Ellos no se decían nada o, si se quiere, se afianzaban en un sensitivo contacto que no precisaba el código imperfecto del lenguaje hablado. Y en semejante trance, el argentino descubrió otra maravillosa dimensión de Kim Novak: el escote de su vestido, por donde asomaban unos senos voluptuosos, el cosquilleo de su leve y embriagador perfume. Entonces se hundió en sus ojos, que resplandecían en la penumbra como dos aguamarinas, aproximando su rostro al suyo, buscando su boca. Y la besó. Su boca era grande y húmeda y en ella se perdía la noción del tiempo y del espacio… ¡Escúchame, no estoy exagerando! ¡Te cuento las cosas como él me las cuenta siempre! Este hombre se sentía tan en las nubes, que se asombró mucho cuando el auto se detuvo en la avenue Foch, ante unas puertas de rejas de lanza que se abrieron a control remoto, y advirtió que penetraba en un suntuoso palacete… Lo que viene después, en fin, es lo previsible: subieron una enorme escalera de mármol, ingresaron a unos amplios aposentos, se besaron y abrazaron, comenzaron a desvestirse sin despegar sus bocas y, al momento en que él la conducía hacia la cama, ella, con el cabello tapándole media cara y más bella que nunca en portaligas y corpiños de encaje, le puso delicadamente una mano en el pecho. A esa interrupción siguió una pregunta: «¿Podrías hacerme un favor?». Él se desconcertó: «¿Qué quieres?», dijo. Ella respondió en un susurro: «Yo me excito más si tú puedes hacer los sonidos y los aleteos de los gallos». «¿De los gallos?». «Sí, cacarear y perseguirme como si yo fuera una gallina». «¿Hablas en serio?». «Hablo muy en serio», repuso Kim Novak, dándole un beso suave y tierno en el mentón.
—Era una perversa —comenté.
—¡Ojalá lo hubiera sido! —gruñó Losada—. ¿Qué hora es?
—Te quedan cinco minutos —dije mirando mi reloj—. Pero el camino te tomará otros cinco, y de todas maneras pienso que vas a llegar tarde.
—Al argentino no le gusta esperar —terció Carvallo, que parecía ahora complacido ante la situación de apremio, la charla y todo lo que acontecía en Saint-Germain-des-Prés.
—Es cierto —concordó Losada—. Pero acabemos de una vez… ¿Qué se hace en tales circunstancias? La gente convencional estima que estas cosas no ocurren, o que se ven solamente en las películas. ¿A qué conclusión llegó el argentino? ¿Se asustó? ¿Se calentó más? ¿Le pareció una travesura demasiado ridícula? ¿Una excentricidad inaceptable? ¿O acaso lo tomó como una humorada, un divertido antojo inspirado en las bacanales de la decadente Roma imperial, y ante el cual, en virtud de su creciente deseo por la solicitante, convenía alzarse de hombros y acatar el pedido? Ni siquiera él mismo lo sabe, pues ya había extraviado toda conciencia. El pobre era un soñador, como te dijera en un principio, y del linaje menos socorrido: un soñador imprudente.
—¿Le siguió el juego?
—¡Y con lujo de detalles! Hizo con creces lo que le pedía: cacareó y aleteó correteando a su presa por toda la habitación. Cacareó como el gallo más corajudo del corral y aleteó dando pequeños brincos como las primeras máquinas voladoras. Estuvo en ese plan unos diez minutos, y de pronto la atrapó… Ella cedió, dócil, jovial, respirando roncamente. ¡Fue fabuloso! ¡Inenarrable! ¡Como si se hubiera arrojado al cráter de un volcán! Él sostiene que en esa noche aprendió de veras lo que realmente significa hacer el amor. Lo hizo varias veces a lo largo de la noche y de las maneras más rebuscadas. ¡Vamos, no voy a abundar en detalles! Pero de hecho quedó encandilado. Y al día siguiente en la embajada, no pudo concentrarse en el trabajo. Se pasaba largos ratos asomado a la ventana con la mirada perdida. Quería nuevamente reencontrarse con esa mujer, volver a sentir su piel y aspirar su olor, morder sus labios, naufragar en sus pliegues más secretos. Estuvo como loco aguardando que dieran las cinco de la tarde para abandonar la oficina y salir en su busca. Y salió a las cinco en punto. En el acto tomó un taxi y enrumbó hacia la avenue Foch y se bajó en el palacete y pulsó el timbre dos o tres veces… Pero nadie contestó. Una hora después, un individuo de mediana edad, que dijo ser el jardinero, entró en el palacete y le informó acerca de los propietarios de la casa. Eran unos ricos comerciantes de Lyon y estaban de viaje desde hacía dos meses. La casa había sido encargada al mayordomo, pero este no se hallaba en ese momento. ¡Su ánimo se vino abajo! Y se sintió, como es lógico, sumamente consternado. No podía entender, ni siquiera imaginarse, qué podía haber detrás de aquella extraña aventura, ya que nunca más vio el auto inglés, ni a la hermosa mujer, y cuando más tarde encontró al mayordomo, este no le supo dar razón. Finalmente, al cabo de tres semanas, en que se pasó las tardes esperando infructuosamente que ella se apareciese en el Danton, tiró la esponja. Y decidió, resignado, olvidar el asunto.
—Pero no lo consiguió —dije visiblemente tenso.
Ya eran las diez clavadas, y Losada depositó unos francos sobre la mesa calculando su parte de la cuenta.
—Lo consiguió —intervino Carvallo con gran aplomo—. Al menos, por un tiempo.
—Exactamente un año —afirmó Losada—. En ese lapso hubo ciertos cambios en la cancillería argentina y el diplomático fue trasladado de vuelta a su país. Le asignaron un puesto de mucha responsabilidad, compró una casa en Palermo y su esposa la decoró con sus exquisitas antigüedades familiares. Pasados cuatro meses, su aventura estaba sepultada. Y su vida continuó viento en popa hasta que, en vísperas de la Navidad, aceptó una invitación a una fiesta del embajador italiano, un romano encantador, viudo, de unos cincuenta años y muy querido por la colonia de diplomáticos extranjeros en Buenos Aires.
—¿Encontró a Kim Novak? —intenté adivinar.
—Debo irme —dijo Losada—. No quisiera que este hombre piense que lo he abandonado.
—Haces muy bien, ¿pero no vas a terminar?
Losada me puso una mano sobre un hombro:
—Lo que pasó fue de no creerlo —dijo—. ¿La encontró decías? Indudablemente, ¡pero de qué manera! La fiesta del italiano había comenzado a las ocho, con copas que van y vienen, mucha charla chismosa y tres parejas bailando en una de las terrazas, y en eso alguien que revisaba el cesto de las revistas descubrió un video porno de la Cicciolina, célebre compatriota del anfitrión y noticia sensacional de esos días, pues acababa de ser elegida diputada en el parlamento. Esta persona (dijeron después que fue el agregado cultural de un país nórdico), so pretexto de gastarle una broma al italiano, conectó el video a un televisor y, en un santiamén, gran parte de los invitados, aproximadamente unas cuarenta personas, incluidos el diplomático argentino y su esposa, se volcaron hacia la sala donde exhibían la película…
Losada retiró su mano de mi hombro y se levantó de su asiento. Yo me sentía muy confundido:
—¿Qué tiene que ver la Cicciolina en todo esto? —pregunté meneando la cabeza.
—Son trucos del mercado porno —sonrió Losada—. A las nuevas actrices, por llamarlas de alguna manera, se las promociona colocándolas en cortos que preceden a la película de la superstar. En el box pasa lo mismo con las peleas preliminares. Salir a combatir en el mismo ring antes de Cassius Clay da mucho prestigio. En este caso, antes de la Cicciolina, se estaba presentando a una bella actriz francesa… —Losada hizo una pausa en la que presentí lo que me iba a decir—. Fue entonces cuando la vida de este infeliz se arruinó. Kim Novak, o mejor dicho su fantástica Kim Novak, estaba corriendo en la pantalla, en paños menores, saltando encima de pequeños taburetes y girando en círculo por unos amplios aposentos, seguida a corta distancia por un individuo en calzoncillos y medias negras que, en el colmo de lo ridículo, imitaba el cacareo de un gallo y agitaba sin parar los brazos flexionados contra su torso…
—¡Carajo! —exclamé—. ¡Debió ser tremendo!
—¡No te imaginas! —se lamentó Losada—. Todos los invitados, atónitos ante el televisor, fueron enmudeciendo poco a poco, y algunos, que no comprendían qué hacía ese alto dignatario del gobierno metido en la película, se volvieron a observar al diplomático a la espera de que alguien les diera alguna explicación. Pero nadie dijo nada. Y luego la esposa rompió a llorar. Por un momento, penoso, eterno, mientras el diplomático recordaba vagamente que aquellos aposentos estaban rodeados de espejos, solo se oyeron los entusiastas cacareos de la película y el llanto de la esposa avergonzada.
—Ella lo dejó —complementó Carvallo, apresurando el epílogo—. No fue capaz de afrontar las habladurías.
—¿Se volvió un escándalo?
—No —repuso Carvallo, y Losada confirmaba la veracidad de cuanto decía con una venia—. Afortunadamente no tuvo prensa y la película no se utilizó para maniobras políticas. La supieron parar a tiempo. Pero alguna gente, gente que toma decisiones, se enteró.
—Y ahí no se agotaron sus problemas —conjeturé—. La posibilidad de que una copia o decenas de copias lleguen a su país sigue latente. De eso no podrá librarse jamás.
—En efecto —dijo mi amigo—. Deben de ser miles las copias que ya están vendidas, y ahora, aun cuando se lograra ubicar y enjuiciar a la productora de esa película, es muy poco lo que puede hacerse.
Por última vez Losada chequeó la hora en mi reloj e hizo el cálculo definitivo de su tardanza:
—Quince minutos, contando el tiempo de camino —dijo—. Es probable que me espere —y de inmediato se marchó.
Lo vimos perderse calle abajo. Pero me pareció que, al momento de despedirse, sonreía ligeramente con una sonrisa neutra, como quien se ha sacado un peso de encima, aunque pude intuir algo más que una mera sensación de alivio. Tal vez percibiera una cierta ironía, un velado desdén. Le confié mis impresiones a Carvallo.
—Mira, no lo puedo ver desde ese ángulo —me dijo—, pero yo no diría que su actitud sea irónica o desdeñosa. Claro que a lo mejor lo es. Uno nunca sabe en estos casos.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te has fijado en la mirada de Losada? Mira para adentro… Esa es la peculiaridad de la gente que no define sus angustias.
—No sé a qué viene eso, pero en todo caso la historia que contó es sorprendente.
—Ya lo creo —aseveró Carvallo—. Es una historia patética, risible; tiene salsas muy variadas. Aunque no todo lo que Losada ha dicho se ajusta a la verdad.
Una sonora salva de aplausos en medio de unos emotivos acordes musicales nos sobresaltó. Los músicos de jazz acababan de concluir la pieza que habían estado tocando y, en el boulevard Saint-Germain, la alegre y brillante multitud, camino a teatros y restaurantes, desbordaba las aceras.
—¿Ha mentido? —interrogué extrañado.
Las muchachas de la mesa de al lado cuchicheaban y se reían.
—En lo esencial, no —dijo Carvallo—. Digamos que alteró algunos detalles. Por ejemplo, el diplomático en cuestión no es argentino. Es peruano.
—¿Peruano? ¿Lo conocemos?
Carvallo entornó los ojos y murmuró:
—Sí —dijo—. Ha estado sentado con nosotros hace unos minutos.
Contemplé a mi amigo con la boca abierta:
—¿Qué estás diciendo? —se me aflautó la voz—. ¿Es a él a quien le sucedió todo eso?
—Abelardo Losada ha sido primer secretario en la embajada del Perú en París —afirmó Carvallo—. Y está medio chiflado, o un poco más que eso quizá desde el incidente de la película. Su vida entonces se fue al traste. Dejó la carrera, o lo obligaron a dejarla, asumió los trámites de divorcio que le inició su esposa y vendió los bienes que le tocaron en la repartición. Y unas semanas después se regresó a París.
—¡Diablos! ¡Eso es ser masoquista! Esta ciudad no le ha de traer buenos recuerdos.
—Vino a hacerse pintor —arrellanado en su asiento, mi amigo estiró las piernas—. La pintura había sido su primera vocación en sus años escolares, y resolvió que París era la ciudad adecuada para comenzar una nueva vida… Lamentablemente no le pone el interés que debiera.
—¿Por buscar a Kim Novak?
—Eso creo. El café Danton es su obsesión… una obsesión nocturna, quizá porque su encuentro con Kim Novak se produjo en horas de la noche… Una chifladura rara, ¿no es cierto? Y lo extraordinario, ya lo has podido ver, es que se conduce como si sus males aquejaran a otro, sin que parezca estar consciente de este desdoblamiento. Por la noche es el pintor vital, comunicativo, diletante, y durante el día, en que se encierra en su taller, asume al ser que este compadece: un sujeto gris, parco y lleno de manías que siempre le ocasionan altercados con sus caseras de hotel.
—¡Me parece todo tan loco! —mascullé—. ¡No me lo hubiera figurado por nada del mundo! —y luego de un breve silencio, añadí—: ¿Y has visto sus cuadros?
—Sí.
—¿Qué pinta?
—Nada que valga la pena. Reconozco que posee un buen dominio técnico, pero yo tengo un prejuicio respecto de su temática. Sus cuadros me hacen pensar en esos mamarrachos que se venden en las calles del centro de Lima.
—¿Qué pinta? —repetí.
—Payasos —dijo mi amigo, dedicando ahora una abierta sonrisa a la mesa de al lado—. Payasos dormidos, o bien esos payasos de retórica kitsch con una lágrima en la mejilla.
Una de las muchachas, de hecho la más bonita, hizo un coqueto mohín y desvió tímidamente la mirada.