Una vaga astrología
Los horóscopos nos llegaban todos los lunes y los escribía una vieja que rara vez se dejaba ver por la revista. La llamábamos La Bruja, apodo cariñoso desprovisto de mala fe. Aquella señora, según los veteranos, colaboraba con la casa desde los tiempos del linotipo. Alegre y pequeña, el maquillaje a medio despintar y el cabello malamente teñido de rubio —cubierto siempre con una pañoleta—, La Bruja entregaba también una columna esotérica titulada Crónicas del más allá, que dicho sea de paso tenía legiones de lectores.
Un mal día La Bruja se hartó y se fue con sus misterios a otra parte. Su ausencia, muy lamentada por sus fanáticos, se consumó en dos etapas: primero abandonó el más allá, y luego, tres meses más tarde, mediante un telefonema que interrumpían sus toses y resuellos, renunció a los astros.
—Se acabaron los horóscopos —dijo alguien el día en que recibimos sus últimos vaticinios—. La Bruja ha llamado para decir que desde hoy se jubila.
Indiferente o distraída, la redacción bostezó, estiró desperezadamente los brazos o permaneció un rato mirando el techo. Casi todos éramos unos idiotas, del estilo intelectual autosuficiente, que subestimábamos su aporte.
Pero la idiotez nos duró poco, pues no tardaría en desatarse, sobre todo entre los muchachos, una epidemia de ceños fruncidos, señal inequívoca de que la revista corría el riesgo de terminar de vuelta y media.
—¿A quién carajo le encargaremos esto? —era la reiterativa pregunta que nadie podía contestar.
Estuvimos buscándole reemplazo toda una semana.
El jefe de redacción (un sujeto alto, hiperactivo, casi siempre en mangas de camisa) entrevistó a media docena de candidatas, varias con las mejores recomendaciones, pero ninguna daba la talla. Por ahí, me imagino, alguien estará pensando que exageramos: una revista seria, con sólidas secciones de Política, Cultura y Vida Moderna, no debería sufrir mayores trastornos a causa de no contar con la redactora del horóscopo.
Bueno, si alguien piensa así, no sabe nada. Nuestra preocupación se justificaba plenamente, dadas las contundentes conclusiones que arrojaban los focus groups: «El horóscopo es la única sección que interesa a la lectoría del a, b, c y d», abecedario del marketing que dividía, y divide, a la humanidad en cuatro niveles económicos, clasificados de mayor a menor según el poder adquisitivo. Ciertos anunciadores exigían además que sus avisos aparecieran enfrente, detrás o cerca a la página del horóscopo. En resumidas cuentas, el poder de convocatoria que muchos políticos y pensadores sociales anhelaban infructuosamente para sí, lo obtenía, sin el menor esfuerzo, nuestra anodina redactora zodiacal.
La emergencia del horóscopo, en todo caso, se solucionó de momento cargándole el muerto a los plumíferos más desprevenidos.
El que menos, ya se imaginan, ponía cara de asco, aceptando a regañadientes, pero al cabo se sacudía el encargo alegando que estaba lleno de comisiones. A diferencia de los diarios, las revistas agrupan un personal quisquilloso. Generalmente todos son estrellas, o bien se sienten estrellas, conformando, si se quiere, una suerte de elite del periodismo. La característica de los revisteros es que, aun siendo asignados en calidad de expertos a una sección específica, son capaces de escribir correctamente sobre cualquier tema: todos se baten en duelos simultáneos. Quien escribe de política colabora a menudo en las reseñas de teatro; el encargado de policiales es un minucioso reportero de medio ambiente; el gurú de economía opina también sobre gastronomía y nos da una manito en las ediciones especiales de decoración.
Así las cosas, la tarea recayó, inevitablemente, en la dupla Oscar y Rosaura, nuestros redactores más jóvenes. «Es una responsabilidad provisional que obviamente pueden asumir a medias», les dijeron. «Túrnense la chamba y, sobre todo, no se angustien; solo trabajarán en esto hasta que encontremos una sustituta. Después, les dirán chau a las estrellas».
¿Acaso importaba que ellos no supieran de astrología? En modo alguno. Si los revisteros tienen oficio, descaro y confianza en sí mismos, decíamos entonces, cuentan con lo necesario para resolver la papeleta. Y en ese dogma, disgustos aparte, militaban Oscar y Rosaura, quienes, a fin de agarrar el tono, se lanzaron de inmediato a releer los horóscopos que La Bruja había publicado recientemente, amén de peinar algunos libracos especializados para ampliar su vocabulario y su jerga de visionarios.
—¡Esta cojudez me revienta! —le gruñó Oscar a Rosaura a las tres semanas de darle a los astros. Jóvenes cultos, orgullosamente egresados de la universidad, tenían más prejuicios en contra de tales tareas que sus mayores—. Nos tratan como a novatos, como si fuéramos las últimas ruedas del coche.
—¿Y qué crees que somos? —repuso Rosaura con sonrisa de pesar—. Somos exactamente eso: las últimas ruedas del coche.
—¡Pero hasta cuándo vamos a seguir así! ¡Tenemos casi dos años publicando notas firmadas! ¿Por qué no le enchufan esto a un practicante?
—¿A un practicante? ¿Estás loco? —terció el jefe de redacción, cuando más tarde Oscar le propusiera aquella alternativa—. Creo que no entiendes, compadre. Nuestro horóscopo ayuda mucho a vender, no es cosa de broma.
Tal aseveración silenció al muchacho, aunque luego, en privado, lejos de los oídos del jefe, este le comentó a su compañera:
—¡Si tuviera que escribirlo él, no pensaría igual!
—¡Párala, Oscar —resopló Rosaura—, no es para tanto! Esta tontería nos quitará apenas media hora.
—Lo sé, pero igual jode, ¿no? La gracia de este trabajo está en que uno no sienta que hace un trabajo. De lo contrario, caes en las galeras.
Rosaura, de hecho, opinaba igual que Oscar, aunque insistía, resignada, en que no había que tomar las cosas a la tremenda.
Al cumplirse dos meses sin que dieran con la sustituta, los muchachos ya habían incorporado el horóscopo a su rutina. Se repartían organizadamente el trabajo: las primeras semanas del mes escribía él; las últimas, ella. Y por un tiempo, como si hubiesen olvidado su fastidio, todo marchó bastante bien.
Hasta que cierto día llegaron a la revista unas cartas quejosas.
Oscar y Rosaura fueron convocados de urgencia por Juan Francisco, el jefe de redacción, quien recibió a Oscar con expresión atravesada.
—¿Y Rosaura? —inquirió.
—No está —dijo el muchacho—. Salió a una entrevista.
—Caray, quería verlos juntos. Tengo algo que decirles.
—¿De qué se trata? —indagó Oscar.
—Del horóscopo.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta?
—No le gusta a los lectores —Juan Francisco señaló tres rugosos papeles (tres cartas abiertas) sobre su escritorio—. Dicen que los vaticinios se han vueltos tristes.
—¿Tristes?
—Lo dicen dos lectoras. Y una tercera, cito textualmente, opina que su signo «se ha vuelto horrible. Como si le hubiera caído un balde de vinagre». Léela tú mismo —y le alargó la carta en cuestión—, lo dice con esas palabras.
Oscar la recibió y, tras echarle un vistazo, murmuró:
—No se identifica.
—¿Cómo que no se identifica? —replicó el jefe metiendo la cabeza—. Es una carta firmada. Ahí pone Beatriz Romero.
—No me refiero a su nombre.
—¿Entonces a qué?
—A su signo. No nos dice a qué signo pertenece.
—Las demás sí lo dicen —el jefe tomó las cartas restantes—. Esta es de Cáncer y esta otra de Géminis.
Oscar miró su reloj. Habían dado las once de la noche y la revista a esa hora era un inmenso monstruo agonizante. Se veía desierta, llena de pasillos silenciosos y oficinas a oscuras. Tanta calma, sin embargo, era aparente, pues por algún lado había gente trabajando. Él, Pablo y Carolina, la agobiada diagramadora, cerrarían el último pliego a la medianoche.
—Dame las cartas —pidió Oscar.
Juan Francisco se las dio sin mirarlo a la cara.
—Léelas bien —dijo—. Y revisa con cuidado los textos.
—Ahora mismo lo haré.
De regreso a su oficina, Oscar se sentó frente a la computadora y enseguida ingresó al archivo «Horóscopos», que era un archivo al que también Rosaura tenía acceso. Conforme cada cual lo solicitaba, solían reenviarse mutuamente dicho archivo, ya que, cuando él o ella escribían los augurios, releían lo publicado de la semana pasada. Solo así podían mantener la ilación y contrastar con coherencia «los vuelcos del destino».
«Observa las encrucijadas del camino, Géminis», leyó al azar entre los textos del último mes. «Si no temes cambiar de rumbo, el futuro tan soñado podría estar al alcance de tu mano. Piénsalo». Y hurgando en el mismo signo, en una fecha próxima, continuó: «Cuídate, pues pronto vendrá la luna nueva, que altera los ánimos. Procura ser más intuitivo. Esa persona te ama de veras».
Ambigüedades y palabreo, se dijo adormilado; no entiendo por qué ven tan negro el panorama. Al igual que cualquier campaña de prevención, de esas que el Estado propala en la tele, Oscar juzgó que lo de ellos se limitaba a dar una sana voz de alarma. Manténgase alerta, amigo zodiacal.
Un tercer texto de Géminis, y dos más, tomados de Cáncer, reforzaron su primera impresión. Pero el muchacho no quiso apresurarse. Veré mañana el resto de textos, pensó. Los leeré con calma y con la mente fresca, no vaya a ser que por ahí el cansancio me impida detectar un aspecto crucial.
A excepción del corrector de pruebas, interesado más que nada en la ortografía y la concordancia, nadie de la revista leía con detenimiento aquellos textos. Ni siquiera el jefe de redacción. Dado el volumen de notas que debía supervisar, este apenas miraba el pliego impreso. Y, claro está, no lo leía todo. Se limitaba a leer su signo, como hace cualquier mortal (si cuenta con tiempo), acatando un hábito que nos viene de sabe Dios cuándo.
A la mañana siguiente, tan pronto llegó a la oficina, Oscar le mostró las cartas a Rosaura y le contó lo que sucedía. Ella lo miró sin parpadear.
—¿Tristes? —se sorprendió—. ¡Qué locura! No son nada tristes nuestros horóscopos.
—Yo tampoco lo creo. Pero eso es lo que la gente piensa.
—¡Diablos, el problema no está en los textos, sino más bien en las personas! No tienen derecho a culparnos. Si una mujer está deprimida, todo lo verá mal. Le importará un pepino que amanezca soleado y que los pajaritos canten. Igualmente se sentirá miserable.
—De acuerdo. Pero quizás algo hacemos mal, ¿no crees? Considera esa posibilidad.
—Mira, Oscar, la rata de Juan Francisco nos pidió que mantuviéramos el estilo de La Bruja, que escribiéramos augurios que mejoren el humor de los lectores y les den esperanzas. Y eso es exactamente lo que tú y yo hacemos.
El muchacho dudaba:
—¿Pero lo hacemos bien?
—¿Por qué crees que no? Compara los textos de la vieja con los nuestros. Es el mismo tono, los mismos giros, el mismo cándido optimismo.
—Con La Bruja, sin embargo, nadie se quejó nunca.
—Eso es cierto —concedió Rosaura—. De cualquier forma, pongámonos a ver qué hay de diferente —y los muchachos se sentaron en forma simultánea a examinar sus textos, cada cual frente a su computadora.
A lo largo de veinte minutos, tomando notas a lápiz, cotejaron sus últimos horóscopos con los que habían sido escritos por La Bruja.
—Mira, el último mes de lo nuestro no se diferencia en casi nada del último mes que escribiera La Bruja —dijo entonces Rosaura.
—Yo pienso lo mismo —repuso Oscar—, pero, insisto, algo va mal.
—Es algo que no salta a la vista.
—Totalmente de acuerdo. Tendrá entonces que ser un detalle.
—¿Un detalle?
—Una nimiedad. Quizá la velada intención de una frase.
—¿Te parece? —dijo Rosaura y sacudió la cabeza.
—¡No sé lo que me parece! —se alteró Oscar—. ¡Estoy pensando! Podría ser cualquier cosa. Quizá fallamos en las palabras.
—¿Qué tipo de fallas?
—Una sugerencia equívoca, un mal empleo de la primera y segunda acepción, o quizás hemos escrito una palabra inadecuada.
—Bueno, que se nos pase una que otra palabra, lo admito, aunque no sé si una cosa así pueda ser el detonante.
—¿Por qué no? Las palabras son fundamentales. Ellas determinan si producimos un estímulo benigno o maligno.
Rosaura miró a su joven compañero, se levantó de su silla y comenzó a caminar de largo en largo la oficina.
—Quizá tengas razón —dijo. Y tras meditar un instante, se detuvo—. A lo mejor algunas de nuestras palabras generan un efecto no previsto.
Con gesto triunfal, casi pavoneándose, Oscar aprovechó para desarrollar con alegre pedantería sus elucubraciones.
—Las palabras son como psicofármacos —pontificó—, y cada una tiene su nivel de acción y de potencia en el cerebro humano. Algunas funcionan como ansiolíticos, y otras, más poderosas, como psicotrópicos. Lo que nos piden, mi querida Rosaura, consiste en brindar alivio ligero: ansiolíticos. Las palabras, en suma, representan los diversos componentes químicos de una píldora. Y un componente fuera de lugar en nuestras píldoras pone triste a los lectores.
A pesar de lo irritante que Oscar podía parecer, Rosaura intuyó que su compañero se acercaba a la solución del problema.
—Vaticino una tarea más ardua que descubrir un código secreto en un jeroglífico —ironizó ella—. Aquí nos las habemos con un texto corto y supuestamente claro. Es decir, las palabras que tú o yo hayamos escrito, o que nuestros subconscientes pudieran haber deslizado, se hallan extrañamente ocultas, a tal punto que no las advertimos en una primera lectura.
El vaticinio se consumó.
Por un par de días los muchachos trabajaron con ahínco: pupilas atentas y minuciosas lecturas llenas de suspicacias, lo cual, irremediablemente, los condujo a una suerte de fantástico buceo en las turbias aguas de las sospechas semánticas. Desconfiaron de todo y de todos, incluidos de ellos mismos, y verificaron cada frase, cada palabra, cada coma.
«Buscamos un cadáver», decía Oscar. «Primero hay que encontrar el cuerpo del delito; después, iremos tras el asesino. Alguna palabra equívoca ha de ser ese cadáver que perturba el orden cósmico de los horóscopos».
«¡El orden cósmico!», rezongaba Rosaura. «¿Qué carajo significa eso? ¿La existencia de una realidad a priori que supedita nuestro libre albedrío al gobierno de las estrellas? ¡Supersticiones! El determinismo de la astrología perdió credibilidad a fines de la Edad Media, cuando los científicos de entonces la separaron de la astronomía. Sin embargo, los oráculos sobreviven. Ahí están por todos lados esos seres atrabiliarios de los diarios, la radio y la tele, que no paran de dar consejos. En Nueva York, si uno camina por el Soho y el Village, tropiezas con ellos a cada paso: los consultorios astrológicos tienen tarifa y multicolores letreros de neón. Son negocios que pagan impuestos. Y es que, en definitiva, mucha gente se cree el cuento».
Para Oscar, en cambio, el asunto se reducía a psicología primaria. «Los astrólogos trazan una docena de rasgos genéricos de la personalidad humana, combinan las probables conductas que corresponden a cada rasgo, y, al cabo, te ofrecen la posibilidad de ser diferente. Es una terapia preventiva. Un astrólogo “augura” que nos influye un específico “signo astral” (el término equivale a un tipo de carácter humano), pero indica que, si estamos prevenidos, podríamos modificar el futuro (la actitud). Deja en nuestras manos las “llaves del destino”».
En suma, los muchachos leyeron, releyeron y filosofaron, sin encontrar nada. Y de pronto, un lunes por la mañana, cuando parecía que ya no podían más con esa bola de revisiones y reflexiones, todo cambió.
Dando una fruncida pitada a su cigarrillo, Rosaura echó humo blanco por encima de su cabeza.
—¡Hallamos una pista! —dijo. Y luego, tras seis horas en las que ambos se dedicaran a husmear en la revista, visitando cada sección, indagando en Personal, cruzando datos aquí y allá, entraron juntos a grandes zancadas en la jefatura de redacción—. Hemos detectado anomalías en varios textos que han sido publicados —informó ella. Juan Francisco, en mangas de camisa como de costumbre, se aflojó el nudo de la corbata—. Hay palabras que no figuran en los originales.
—¿Palabras? ¿Cuántas palabras?
—Quince —dijo Rosaura.
—¡Quince! —se asombró Juan Francisco.
—Así es —confirmó Oscar.
—¡Pero cómo ha podido suceder eso! ¡Son muchas!
—Son muchas, sí, aunque no tantas si alguien las salpica a lo largo de un mes y medio.
—¿Un mes y medio ha estado ocurriendo esto?
Oscar asintió.
—Déjenme verlas.
—Aquí están —Rosaura extendió sobre el escritorio de Juan Francisco tres revistas abiertas en la página del horóscopo, así como tres hojas impresas en papel A4—. Mira esto —señaló una de las hojas A4—. Nosotros escribimos para Géminis lo siguiente: «Con la conjunción exacta entre Marte y Venus, lo que ocurrirá el miércoles 9 de esta semana, podrías terminar con tu retraimiento e iniciar un nuevo romance». En cambio, lo que salió publicado dice así: «Con la conjunción exacta entre Marte y Venus, lo que ocurrirá el miércoles 9 de esta semana, podrías terminar con tu cobardía y tu misoginia e iniciar un nuevo romance». ¿Cómo la ves?
—Alguien editó el texto.
—Exacto —dijo Oscar—. No son palabras nuestras.
—¿Y qué creen?
—Que es sabotaje: una conspiración contra Géminis. Alguien está maliciosamente incentivando a Géminis para que ponga fin a sus convicciones o inseguridades —Rosaura esgrimió enseguida un nuevo texto—. Y aquí hay otra muestra. Escucha lo que nosotros escribimos: «Estás privándote de gratas experiencias, debido a una mala relación del pasado. Mira hacia delante y abre tu corazón a esa amiga que ves todos los días». Sin embargo, se publicó lo siguiente: «Estás privándote de gratas experiencias, debido a una envenenada relación del pasado. Mira hacia delante y abre tu corazón a esa compañera que ves todos los días».
—¿Todos los cambios están en Géminis?
—No. Los otros cambios aparecen en Cáncer.
—Creemos que esta es una guerra de Cáncer contra el fantasma de algún signo que desconocemos para seducir a Géminis —definió Oscar la situación.
—¿Y por qué Cáncer tendría que hacer cambios en su propio signo?
—Por si Géminis se da cuenta que este lo requiere. Cáncer le da señas muy claras para que Géminis lo descubra.
Repentinamente Juan Francisco soltó una carcajada, pero casi de inmediato golpeó la mesa con un puño y se puso serio:
—¡De qué diablos están hablando! —exclamó con visible ofuscación. Se sentía confundido y, por lo tanto, incómodo—. Yo les pedí que recuperaran el optimismo del horóscopo. ¡Y ustedes han convertido esta directiva en una pesquisa policial!
Rosaura no se inmutó:
—No hablamos por hablar —dijo—. Tenemos pruebas.
—¿Pruebas?
—Bueno —intervino Oscar—, digamos que son indicios muy razonables.
—Quiero ver.
—Fíjate en el correlato de Cáncer al texto de Géminis que te acabo de leer —dijo Rosaura leyendo otras páginas levantadas de la mesa—. Se publicó en la misma fecha. Atención a las sutilezas: «Tu interés por esa persona que aún no te descubre acabará con tus malestares y tensiones. Solo mira a tu vecino». Y he aquí lo publicado: «Tu interés por ese compañero que aún no te descubre acabará con tus malestares y tensiones. Solo mira a tu vecino zodiacal».
—No entiendo —dijo Juan Francisco.
—Cáncer y Géminis trabajan juntos —explicó Rosaura—. Son colegas de trabajo. Por eso aquí lo trata de «compañero», y lo seguirá haciendo a partir de esta ocasión en los sucesivos cambios o añadidos.
—Naturalmente la indiferencia, o bien el fantasma del signo astral contra quien Cáncer se disputa a Géminis, lo ignora todo, pero su objetivo no es alertarlo, sino solo seducir a Géminis.
—¿Y lo de «vecino zodiacal» qué significa?
—Un dato cartográfico —dijo Oscar—. Figura en todos los horóscopos del mundo: los Géminis son los nacidos entre mayo y junio; los de Cáncer han nacido entre junio y julio. Géminis, pues, es vecino de Cáncer. Más claro: con algo de ocio y perspicacia, el aludido podría caer en la cuenta y averiguar si hay una chica Géminis en su entorno laboral.
—¿Una chica?
—Así lo establece el género de las palabras. En los textos de Géminis la referencia objetiva es una «compañera» interesante, en los de Cáncer el presunto incentivo es un «compañero», de manera que Géminis ha de ser el hombre y Cáncer la mujer.
—¿Por qué tan seguros? ¿No podría ser un amor homosexual?
—No. Nada trasluce esa ambigüedad. Y, de otro lado, Cáncer se asigna a sí misma un rol femenino.
Meneando la cabeza, Juan Francisco bufó, se repantigó en su silla y puso los pies sobre el escritorio.
—De acuerdo —dijo, tosiendo—. ¿Qué más han conjeturado?
—Bueno, si los cambios se han hecho en casa, el campo de batalla tendría que estar aquí mismo, en la revista —repuso Oscar.
El jefe volvió a toser y abrió unos ojos congestionados, pero se mantuvo en silencio.
—El conspirador es uno de nosotros —continuó el muchacho—. Primero, como es lógico, yo sospeché de Rosaura, creyendo que nos estaba haciendo una travesura, y Rosaura a su vez sospechó de mí.
—¿Y?
—Por ahí no va la cosa.
—¿Por qué?
—Por las pruebas de páginas impresas aprobadas para la imprenta —convino Rosaura—; están firmadas por mí y por Oscar, y no registran los cambios detectados. Es decir, se impone la hipótesis de un factor externo.
—¿Externo a quién?
—A nosotros, los redactores del horóscopo —dijo Oscar—. Es un intruso; alguien metió su mano tristona y reemplazó palabras e hizo añadidos. Y sea quien fuera, lo ha sabido hacer. Los cambios se hicieron después del trámite de las pruebas de página firmadas y directamente en la computadora, lo que nos lleva a la parte final del proceso, a los filtros del jefe de redacción, o sea a ti, Juan Francisco, y al personal de diagramación.
—Un momento —reflexionó Juan Francisco—. La imprenta también forma parte del proceso final. Cuando hay emergencias, la redacción llama a ese personal y se hacen ahí los últimos cambios.
—Descartado —sentenció Oscar—. No hay secuencia en los turnos de su personal. Hemos revisado los turnos de trabajo durante los cierres en que se produjeron los cambios. No se repite el mismo personal.
—Pero en diagramación sí se repiten —indicó Rosaura.
—¿De quiénes hablan?
—De tres personas —dijo Oscar. Aquí están sus tarjetas de ingreso y salida. Les tocó turno en todas las fechas que hubo cambios de texto.
—¿Quiénes son?
—Un hombre y dos mujeres.
—¿Y sabes una cosa? —sonrió enigmáticamente Rosaura—. Todavía no te decimos lo más importante.
Juan Francisco bajó los pies del escritorio y miró con curiosidad a su subordinada:
—¿Qué es lo más importante? —inquirió.
—Las fechas de nacimiento —replicó Oscar—. El hombre es Pablito, el negro Pablo, que de hecho no tiene vela en este entierro. En cambio, las mujercitas, que son Mónica y Carolina, resultan de lo más sospechosas.
—¿Por el hecho de ser mujeres?
—No solo por eso —dijo Rosaura—. También por algo fundamental que nos parece una increíble coincidencia: ambas son de Cáncer.
Incorporándose lentamente de su asiento, Juan Francisco se llevó las manos a la cintura y permaneció rumiando unos segundos.
—Yo soy de Géminis —balbuceó.
—Lo sabemos —dijo Oscar.
—¿Cuántos Géminis hay en la oficina?
—He aquí otro punto increíble: hay varios Géminis en administración, en la imprenta y en otros sectores de la revista. Pero en la redacción tú eres el único. Y, como has visto, tu signo habla de «una compañera que ves todos los días», no de encuentros esporádicos con gente de otras áreas.
La oficina de la jefatura tenía paredes de vidrio por tres lados y el pleno de la redacción, con solo alzar la cabeza, podía observar al jefe y a los dos jóvenes redactores que hablaban y se miraban entre sí.
—¡La puta que lo parió! —exclamó Juan Francisco.
—Eso mismo pensaba yo —dijo Oscar.
—El jefe es la presa —acotó Rosaura.
—Muchachos, es hora de salir a tomar un café —dijo Juan Francisco cogiendo al vuelo su saco del perchero—. Vamos a charlar a la calle.
A media cuadra de la revista, bulliciosa, la cafetería Oasis hervía de gente. Dada la vecindad con los edificios de la Bolsa de Valores y de la Cancillería, las mesas estaban ocupadas por periodistas, diplomáticos y agentes de bolsa. Juan Francisco y los muchachos encontraron la única mesa libre. Oscar y Rosaura pidieron un café; el jefe, su habitual copa de jerez.
—Alguien te ha puesto el ojo, Juan Francisco —concluyó Rosaura—. Y no quiere quedarse con las ganas. Está desesperada por hacértelo saber.
Meneando la cabeza, el jefe entornó los ojos:
—¡Es ridículo! —masculló.
—Pásame el azúcar, Rosaura —dijo Oscar.
—Toma —empujó ella el azucarero—. Pero ten cuidado: no te endulces demasiado. Te puede pasar lo mismo.
—¡Es ridículo! —repitió Juan Francisco ignorando la burla.
—No tiene nada de ridículo —dijo Oscar—. Estas cosas pasan.
—Pasan, sí, pero por lo común le pasan a otras personas, ¿no? Mírame un poco, Oscar. ¿Qué ves?
—¿Qué voy a ver? —se desconcertó el muchacho.
—Una calamidad. He comenzado a engordar, me estoy quedando calvo y no poseo mayores atractivos; soy un tipo solitario, maniático. Y todavía algo peor: un hombre sin horarios. ¿Qué mujer quiere a un hombre así?
—Hay dos mujeres en tu futuro —entonó Rosaura con histriónica voz de adivina—. Carolina o Mónica, una de las dos.
Juan Francisco festejó la gracia con un respingo. Y preguntó:
—¿Cuál de ellas podría ser?
Los muchachos se encogieron de hombros.
—No tenemos idea —dijo Oscar.
—¿Pero acaso ellas alguna vez hablan de mí?
—Lo normal. No olvides que eres el jefe.
Azorado, se acomodó en su asiento:
—¿Cómo diablos podré saber de quién se trata?
—Sonriendo —aconsejó Rosaura—. Sonríeles a las dos. Acércate a cada una por separado, conversa de cualquier cosa y luego estudia sus reacciones.
—Me pueden devolver una sonrisa de cortesía.
—Bueno, aguza tu percepción: tendrás que diferenciar entre la cortesía y lo que suponemos un encubierto interés pasional.
Asintiendo dos veces con la cabeza, Juan Francisco admitió que sonreír y aproximarse era la conducta más lógica y natural.
—De otro lado, las chicas no son feas —opinó Oscar—. Una es rubia y la otra trigueña. ¿Qué preferirías?
—No se trata de mis lúbricas preferencias —sonrió con amargura—. Busco a quien está armando este tinglado.
—Sea quien fuere, se trata de chicas lindas —insistió el muchacho.
—Mejor di que se trata de chicas —enfatizó el jefe—. Las dos son muy jóvenes para mí. Les llevaré veinte años.
—Veinte años no es nada, dice el tango —lo apaciguó Rosaura.
—Dios te escuche, Rosaurita —Juan Francisco puso ambas manos sobre la mesa—. Pero, en todo caso, ya no hay vuelta que darle. Me lanzaré a la piscina. Definitivamente no tengo otra salida.
Total, qué podía perder. Lanzarse a la piscina equivalía a caminar entre los escritorios de la redacción y sonreír más de la cuenta. Bastaba una sonrisa, o una ambigua insinuación —un coqueteo en trámite de inocente manoseo, digamos—, sin arriesgar mucho.
¿O acaso estaba arriesgando? ¿Podrían acusarlo de acoso sexual, ese oprobio de fin de siglo que constituía el nuevo terror de la vida oficinesca? Era posible. Aunque la figura del acoso sexual, un abuso jerárquico sin duda, no siempre era tal, y más bien solía enfriar muchas veces la simple atracción entre jefes y subordinados obligándolos a una indeseada soledad.
—Matarías dos pájaros de un tiro —dijo Rosaura en tren pragmático—. Arreglarás el horóscopo y conseguirás novia.
—¡Dale con eso! ¿Piensan que necesito novia?
—¿Hace cuánto que estás solo?
—Un año.
—Hmm —opinó Oscar.
—¿Qué quieres decir?
—Que si continúas así, te vas a oxidar, Juan Francisco —explicó el muchacho—. No olvides que la función hace al órgano, y tú estás en una edad peligrosa. Así que mejor ponte en forma.
Frunciendo el entrecejo, el jefe dejó oír su más grave inflexión de voz:
—A mí todo me funciona bien, no te preocupes —dijo, y todos rieron.
Y acto seguido, como chicos de colegio, con picardía, con ademanes vivaces, con alegría exultante, Juan Francisco y sus jóvenes redactores se dispusieron a evaluar los atributos de Carolina y Mónica.
Mónica era la rubia, Carolina la trigueña. La rubia era de caderas anchas, pero tenía bonitas piernas y una risa cantarina muy contagiosa. Le gustaba el cine y la lectura, y, cuando se hacía de un tiempito, cocinaba a las mil maravillas (Oscar había cenado en su casa). La trigueña, aunque un poco narigona, impresionaba por su silueta quebrada y por un pecho lleno y bien formado. También le gustaba el cine y la lectura, y, romántica comodona según ella misma se definía, derrochaba su sueldo en ropa, en llevar un censo riguroso de los bares de moda y en salir a comer a la calle.
Juan Francisco no se guio por el instinto (que no asomaba), sino por el azar: le sonrió a la primera que se encontró en un pasillo de la revista.
Le tocó a Mónica. Fue un encuentro distraído. Juan Francisco caminaba leyendo un papel y estuvo a punto de llevarse de encuentro a Mónica, pero alzó a tiempo la mirada deteniéndose en seco. Ambos se sonrieron, ella como disculpándose por una falla de su radar interno, ya que lo había visto venir y no se había hecho a un lado, y él, como se sabe, porque a lo mejor tenía ante sí a la incisiva conspiradora del horóscopo y a la nueva mujer de su vida.
La sonrisa del jefe llegó al azucarado extremo de la caricatura. Mónica se puso nerviosa y se marchó pensativa.
En cambio, Carolina, por una cuestión de turnos, no tuvo suerte en cruzarse con Juan Francisco. Y cuando por fin le tocó, Mónica le llevaba ya una considerable ventaja: tres melosas sonrisas, un guiño de Juan Francisco que la dejó paralizada y una rápida miradita solapa a sus lindas piernas.
A todo ello había que agregar otro factor: Mónica decidió intercambiar confidencias con Carolina.
—Creo que el jefe se me está mandando —le dijo.
Carolina estalló en risotadas.
—¿Te gusta? —preguntó.
—No me había dado cuenta de que me gustaba hasta que empezó a fijarse en mí —repuso Mónica.
Oscar y Rosaura estaban al corriente, y ayudaron a empujar el carro.
El muchacho propuso que Mónica hiciera una cena con un grupito de la revista. Quesos, ensaladas, pasta, vino tinto. «La pasta le sale como a los grandes chefs», aseguró Oscar, haciéndole fama. Se impuso como motivo la causa hedonista. Tendría que ser, eso sí, una cena íntima. Solo diez personas. Rosaura y Mónica se encargaron de los invitados: varios redactores de la revista (yo, entre ellos), tres fotógrafos, el jefe, y, por cierto, Carolina.
Pasados dos días, un viernes de mayo, se llevó a cabo la cena. Todos reían, rajaban, contaban anécdotas graciosas de la oficina. Y así las cosas, a la tercera copa de vino, Juan Francisco estaba listo para enamorarse.
Mónica iba y venía del comedor a la cocina. Rosaura y Carolina la ayudaban a recoger fuentes y platos. Pero a la hora de retirar los platos del postre, Juan Francisco decidió poner el hombro, y, por un momento, él y Mónica se perdieron solos en la cocina. Se perdieron y se demoraron. En la algarabía de la conversación, Oscar miró a Rosaura y enarcó una ceja.
Y entonces, anunciando que iba por más vino, Rosaura se encaminó a la cocina, abatió la puerta vaivén y los descubrió en un chape apasionado junto al lavadero. Un beso voraz, de los buenos, de película italiana sesentera.
—Perdón —dijo Rosaura cuando el jefe y Mónica se vieron sorprendidos. Y luego, con todo el encanto de la que se sabía capaz, chilló—: ¡Felicidades!
La impertinente volvió a la cena abrazando una botella de vino y, tras girar en puntas de pies, remedó una etérea danza de ninfas al borde del estanque. Y el chisme encendió la pradera.
—¿Qué? —dijo Augusto, redactor de Política—. ¿Los pescaste besándose?
—Comiéndose a besos —dijo Rosaura—. El jefe y Mónica se aman.
De modo que cuando la flamante pareja regresó al comedor, ya todos los esperaban con la copa en alto y brindaban por el romance.
Se multiplicaron los abrazos y los comentarios:
—Mira tú lo que hace una buena comida —dijo el jefe de fotografía—. A los hombres se los conquista por el estómago.
—¡Estamos en mayo! —exclamó otro redactor—. ¡Romance otoñal!
—También debe influir el trabajo —acotó alguien—. Pasamos juntos muchas horas.
A Oscar lo tranquilizó que Carolina fuera de las más entusiastas:
—¡Que vivan los novios! —gritaba.
—¡Chismosa! —le dijo Mónica a Rosaura en un aparte y haciéndose la ofendida.
Pero Mónica no estaba ofendida. Estaba contentísima.
—No hay que juzgar precipitadamente —la amonestó Oscar—. Es mejor que las cosas se sepan de una vez. Te libras así de secretismos. Ustedes se quieren y se acabó. Lo único que debes evitar es que mañana te aumenten el sueldo.
Más risas, más brindis y, ante tanta euforia, Juan Francisco besó a su desfalleciente Mónica delante de todos. Aplaudimos, aplaudimos muy fuerte.
Aquí, en este idílico beso de telenovela, deberíamos detener el relato. Aquí empieza la felicidad y, como todos los lectores saben, la felicidad no tiene historia. No nos deja nada que merezca la pena contar. Pero lamentablemente quedan detalles pendientes.
Ni Oscar ni Rosaura se atreven hasta hoy a reconocer la naturaleza de tales detalles, ni osan dar forma a ciertos hechos que pudieran o no tener algún significado, quizá por lo difícil que les resulta manejar una común desazón: la sombra de un equívoco.
Si nos remitimos a lo que ocurrió casi enseguida, Oscar y Rosaura no podían estar más complacidos por el éxito de sus gestiones. Y es que no solo conjuraron la tristeza del horóscopo —por siete semanas no se detectaron palabras intrusas que lo distorsionaran—, sino que además se zafaron del bulto zodiacal que les habían endilgado. Juan Francisco decidió contratar a otra Bruja, una profesional del negocio, y la aleccionó en la vaga astrología que auspiciaba el espíritu de la revista.
A todo ello, él y Mónica se adoraban y las bien rociadas cenas de camaradería se convertirían en ágapes mensuales. Sin embargo, una última alteración del horóscopo y un accidente, un lamentable accidente, cambiaron el clima festivo.
Las alteraciones del horóscopo, ya se sabe, no habían salido del ámbito del jefe y los muchachos. Eran un secreto de estado, por decisión de los tres. Si lo revelaban, y se descubría que no habían acertado en la selección, el romance de Juan Francisco se arruinaba. Prefirieron olvidarlo y, por lo tanto, ni Mónica ni Carolina fueron interrogadas, ni nunca lo serían.
Y respecto a la última alteración, Oscar y Rosaura no le avisaron al jefe.
Justo en la sétima semana sin problemas, unos días antes de efectuar la transición del puesto a la nueva Bruja, aparecieron dos frases ajenas al texto escrito por Rosaura —era el turno de Rosaura—, un añadido en Cáncer, el signo que tiempo atrás había pretendido por la misma vía a Géminis. «En la noche el mar se oye, pero no se ve», decía el añadido. «Ya nada se ve, dolida Cáncer». A los muchachos aquel críptico mensaje les sonó a despedida.
Después, vino el silencio. Y nunca más alteraron el horóscopo.
Aunque ese silencio, hay que decirlo, coincidió con el accidente. Un accidente extraño, absurdo. En una fiesta en Barranco, en una de esas casonas con jardines sobre el acantilado, Carolina perdió pie y se fue rodando al abismo hasta caer en la pista de la Costa Verde. Murió instantáneamente.
Quienes la vieron poco antes de caer, dijeron que no les había parecido tan borracha como algunos presumían, pues se mostraba siempre compuesta y sin hablar tonterías.
—Yo pensé incluso que hasta se la veía hermosa —dijo un invitado que hablaría más tarde con Oscar y Rosaura—. La vi de pie en los bordes del jardín, de espaldas a la fiesta, sosteniendo una copa en la mano. Apenas si se movía. Estaba sola, contemplativa. No quise interrumpirla. Pienso que Carolina miraba el mar, o mejor dicho: oía el mar. Esa noche había una neblina terrible.