Mi buena estrella

Cruzaba en tren la pampa argentina. Había salido temprano en la mañana, desde Buenos Aires, camino a Santiago de Chile, y ahora, a media tarde, odiando el monótono traqueteo sobre los rieles, apoyaba la frente en el vidrio de la ventanilla. Estaba solo, somnoliento, en una cabina de seis compartimentos, y hacía esfuerzos por sacarme de la cabeza que me estuviera tocando vivir esa pésima combinación de circunstancias en que se juntan un buche vacío y unos bolsillos pelados.

Sentía un hambre bárbaro, de día y medio, y el paisaje, para colmo, no ayudaba. Era de un aburrimiento eterno, carente de lirismo, que no se congraciaba con los sabios versos del Martín Fierro. Nada interesante se veía en la famosa pampa: ni un altivo gaucho a caballo, ni un lejano ombú. La imaginación, por tanto, me arrastraba hacia fantasías culinarias, casi orgiásticas, dominadas por el sabor del chimichurri y el aroma de las carnes recién cocidas de la región: los bifes a la parrilla, los chorizos, las morcillas, los chinchulines, el jugoso cabrito crucificado frente a pequeños montones de humeantes brasas al rojo vivo.

La siguiente parada era Mendoza, al extremo opuesto de la pampa y a un paso de la cordillera. Allí, antes de pasar la frontera, debía bajar para hacer noche y cambiar de tren. Mi proyecto era dormir en una banca de la estación, pues mis fondos apenas alcanzaban para tres o cuatro tazas de café y algunos panes. A menos, claro está, que mi buena estrella, la más esquiva y neurótica de mis compañeras de aventuras, me sonriera con su brillo.

Y eso ocurrió. Mi buena estrella asomó, bajo una suave llovizna, no bien pisé el adoquinado de la ciudad de Mendoza.

La anodina calle de la estación se hallaba a oscuras, excepto por un cafetín de baja estofa que mostraba una gran ventana iluminada. Cortinillas a cuadros, percheros, una sólida barra de madera con estribo de metal. Previendo que mi nariz se pondría fría a la undécima hora de la banca, entré al cafetín y elegí una mesa apartada, en un rincón, liberándome de la mochila, en tanto ordenaba uno de esos contados cafés que consentía mi presupuesto.

El local, lleno de humo como un garito, congregaba a gente de trabajo: albañiles, fontaneros, obreros en mamelucos, mujeres envejecidas sin amor. La mayoría charlaba en murmullos, como suele hacerse tras una jornada agotadora, y todo lo que se oía era una especie de zumbido. Aunque, con regularidad, destacaba una voz tonante. Una voz seca y ruda que llamaba a un camarero sonámbulo.

—Un poco más de vino, chico —decía. (También demandaba queso rallado, pan, pimienta).

La voz provenía de una mesa cercana a la mía ocupada por un sujeto canoso, de unos cincuenta años. Era un tipo en mangas de camisa, con brazos velludos y fornidos, que tenía un generoso plato de polenta ante sus narices y una botellita de boca ancha con tinto de la casa. Comía muy poco, pero bebía bastante.

Y no le habría conocido, me parece, si yo, al momento de beber el café, no hubiera sufrido un acceso de tos, lo cual me suscitó un atoro que me puso la cara roja en segundos.

—Jalate una oreja —me dijo el viejo.

Tosiendo, y dándome golpecitos en el pecho con una mano, lo miré con ojos llorosos, aunque sin acatar su consejo.

—La oreja derecha —me instruyó—. Agarrate el pallar y pegá dos cortos jalones.

No pensaba tomar en cuenta tamaña estupidez, pero en la zozobra de mis convulsiones el viejo me clavó de pronto una mirada glacial.

Me jalé la oreja. Y al cabo de unos instantes el cielo encapotado de mis pulmones se despejó, dando paso a una alegre y ventilada mañana. (¿Coincidencia? ¿O acaso funcionó la maña de la oreja? Tal vez sea lo primero, pues no obtuve los mismos resultados cuando más adelante lo intentara en otros atoros y atragantamientos).

—¿Se da cuenta qué frágiles somos los seres humanos? —comentó el viejo un poco después—. Basta una tontería para acabar fríos. Hay gente que se muere delante de uno porque se le atraca en la garganta un pedacito de carne. Se desesperan y se mueren, ¿no es increíble?

Asentí sin pronunciar palabra.

—A veces cuando estoy reposando en la cama y siento cómo sube y baja mi pecho con la respiración, me pongo a pensar en esto. Entonces me digo: Si se parara este leve movimiento, si algo mínimo en este fino mecanismo interior se quebrara, se termina todo. —El viejo se irguió en su asiento y sonrió—. ¿Esperás a alguien?

—No.

—Bueno, venite a mi mesa que te invito una copa —dijo ofreciéndome una silla—. Andá, vení. —Aquellas palabras, de hecho, eran lo más reconfortante que había escuchado en las últimas horas. Y acepté sin remilgos, pues sabía que aquel vaso de vino, aparte de no costarme nada, me iba también a proporcionar un calorcito mucho más grato y duradero.

Ya más cerca, y tras beberme medio vaso, advertí que el viejo era un tipo fibroso, de piel curtida y un tanto cargado de hombros, pero aún capaz de competir en esos juegos vascos que consisten en tumbar árboles a cabezazo limpio. Su boca, de labios finos, parecía una cicatriz en su rostro, y el color de sus ojos, chispeados, era gris como el acero. Me preguntó si estaba de paso. Le solté el rollo completo. Que estaba de regreso a mi país, que era peruano, mochilero desde hacía un año y que tenía el boleto de tren pagado hasta Chile, pero que me encontraba sin un mango.

—¿No has tenido laburo?

—Lo tuve. Cargué bultos en el muelle de Buenos Aires, aunque la cosa no me dio para mucho. A las justas pude bancar el pasaje a Chile y saldar algunas deudas.

El viejo meneó la cabeza.

—Por todos lados, en las carreteras y en los trenes, se ve ahora a muchachos como vos. Deben pesar bastante esas mochilas, ¿no?

—Hay que saber seleccionar las cosas que se llevan. Los libros son lo que más pesa. Yo solo llevo dos o tres. Los demás los leo y los regalo.

—De todos modos, no creo que a vos un poco de esfuerzo te preocupe mucho. Estás joven y fuerte. ¿Qué edad tenés?

—Diecinueve años.

—Ah, bonita edad —se rio el viejo—. Uno está lleno de entusiasmo, de sueños… A esa edad yo me enamoré de veras, de la Rosa, una chica de Ramos Mejía. ¡Era linda, la Rosa! Tenía unas trenzas rubias, largas y sedosas, y lo que yo llamo unas firmes nalgas de potranca. Nos cogimos en un pastizal —se calló unos segundos, levantando la mirada, como si estuviera rindiéndole un homenaje a ese antiguo amorío. El viejo estaba hecho para el tono confesional. Parecía, inclusive, que este era su modo natural de comunicarse—… Después, he tenido otras mujeres, ¿sabés?, muchas mujeres, pero nunca he vuelto a sentir lo que sentí por ella… —y terminó de beber su vino.

¿Qué hace que la gente se ponga a hablar así? ¿El vino? ¿La soledad? Me había ocurrido tantas veces este asunto de ponerme a charlar con un desconocido que de buenas a primeras, en un giro retrospectivo, se larga a contar intimidades, que no le daba mucha importancia.

—Siempre hay un gran amor que no se olvida —sentencié, y enseguida me arrepentí de mi frase de folletín.

—Lo que yo no olvido es una piel —dijo el viejo.

—¿La piel de Rosa?

—Así es.

—Debió ser bella esa muchacha.

—Lo era. Lo fue siempre, desde nenita. Tenía un poco cara de caballo, pero yo nunca he visto mujer más atractiva.

Bebí un sorbo de vino. (Entretanto, el pequeño cineasta que habita en mi mente encendió su cámara y enfocó, en plano abierto, un soleado campo de hierba alta ondulando al viento. Rosa corría por ese campo. El viejo, jadeante, la perseguía; pero, conforme se acercaba a ella, iba recuperando su juventud perdida hasta transformarse en un chico de sonrisa feliz y con un mechón rubio comiéndole la mitad de la frente. Una toma similar a las de esas películas suecas, de Bergman, que yo solía ver cuatro o cinco veces).

—¿Era una vecina?

—No.

—¿De dónde venía entonces?

El viejo tomó aire con dificultad y resopló:

—Vivía en casa. Era casi como una hermana. Mis padres la recogieron cuando tenía siete años.

No necesitaba decirme más. Entendí en un segundo el lío en el que se habían metido. Podían cambiar los detalles, y hasta ciertos matices, pero el fondo de ese complejo romance estaba claro como la mierda.

—¿Le pidió para irse juntos?

—Sí —me dijo—. Pero no quiso. Dijo que no creía en mí, que no me veía futuro… Y a los veinte años se marchó a vivir a Buenos Aires y no regresó más. Nunca, en treinta años, he vuelto a saber de ella. Cosa rara, ¿no? Como los recuerdos, que se vienen así de pronto… —y se detuvo, súbitamente intrigado ante mi aspecto personal: mi pelo largo y mis jeans raídos—. ¿Vos sos hippie?

Asumí el cambio de tema sin pestañear:

—¿Por qué lo pregunta?

—Curiosidad. No sé lo que son los hippies. O sí lo sé, pero no los entiendo, ni tengo muy claro en qué consisten sus intereses. He leído en algún diario que andan por ahí detrás de la paz y la marihuana. Y dicen que además le dan duro a la manija.

—¿A qué manija?

—A esta —dijo llevándose una mano a los testículos.

Me reí.

—Todo el mundo le da a la manija —repuse—. Pero, sí, debe haber algo de cierto en lo que se dice —y cedí a la comodidad de repetir, argot incluido, los trillados argumentos de la época—, aunque hay en el hippismo una cierta rebeldía contestataria. La gente joven rechaza una escala de valores caduca, hace de su concepto de la libertad una suerte de fetiche y opta por una vida salvaje, de retorno a la naturaleza. ¿Ha oído hablar alguna vez sobre ecología?

El viejo miró su plato y se puso a comer. Yo, obedeciendo a una súbita intuición, guardé silencio. Durante dos largos minutos, en nuestra mesa, no se oyó otra cosa que el ruido de su tenedor rozando la loza del plato. Luego, limpiándose la boca con la servilleta, él mismo reanudó la charla hablando a media voz:

—¿Vos te pensás que yo no he estudiado, pibe?… No, no es así. Llegué hasta el cuarto año y luego hice la colimba. Así que no me impresiona la palabrería. Y en cuanto a ese asunto de la ecología, te aseguro que he podido vivir lo suficiente sin saber de ella.

—Escuche, no quería decirle… —repentinamente me comencé a sentir un cretino y no sabía cómo disculparme—. O mejor dicho, mi intención no era…

—Ya lo sé —entrecerró los ojos—. No necesitás darme una explicación. Una cosa lleva a la otra, ¡me lo vas a decir a mí!… Pero vos y yo estábamos hablando de los hippies y la manija, ¿no es cierto? Bueno, atendeme bien, yo estoy convencido de que darle a la manija es placentero y no se puede evitar, pero es algo que hay que saberlo manejar, porque en una de esas te enamorás y se te arruina la diversión. ¿Sabés por qué? Porque el amor es una estupidez… la peor estupidez… Y sobre lo otro, eso de la paz y la marihuana, deben ser cosas de putos, digo yo. A mí me gusta más la guerra y un buen vino áspero… Por aquí, en Mendoza, hay unos tintos muy buenos, realmente buenos.

No iba a iniciar una discusión, los hippies me importaban un rábano y por último, en lo que concernía a los vinos, el viejo y yo éramos de la misma opinión:

—Un vino de calidad no se compara a nada —dije—. Y por si acaso, yo no soy un hippie.

El viejo se extrañó:

—¿No lo sos?

—No. Puedo tener algunas coincidencias con ese modo de vivir y pensar, algunas ideas, pero la vida para mí no es tan simple.

—¡Qué bueno, muchacho! Eso quiere decir que por lo menos te bañás a menudo. Mirá, cuando yo era joven, nadie se sentía orgulloso de su mugre y de su desaliño como ocurre ahora. Eso era una locura y una vergüenza —pensé informarle que conocía a muchos hippies amantes de la higiene, pero no me dejó hablar—. Hoy todo es distinto y eso es lo que no entiendo. Tal vez se debe a que he pasado demasiado tiempo adentro.

Su última frase había sonado un tanto apagada.

—¿Adentro? —pregunté—. ¿Qué quiere decir?

—Estuve en Villa Devoto —dijo el viejo y, fastidiado, observó mi vaso vacío—. Servíte más vino, por favor, con confianza —y casi sin transición, con un atisbo de inquietud, me interrogó—: ¿Pero vos no tenés hambre? ¡Hmm, esperá! Vos no comés porque no tenés guita, nada más.

Con gentileza sorprendente, el viejo me llenó el vaso de vino y, acto seguido, le pidió al camarero más vino y un plato de polenta para mí. No, caramba, no tenía de qué preocuparme: todo iba a correr por su cuenta. Él comprendía la situación, sabía lo que era estar desbancado y me aconsejaba, en tono canchero, como si todos los refranes fueran invención suya, que al mal tiempo había que ponerle buena cara, mi amigo.

Me tomó más de cinco minutos caer en la cuenta de lo que había dicho. Villa Devoto —el significado de este nombre me vino a la mente cuando estaba probando el primer bocado de polenta— no era una finca de trabajo o un perdido pueblito de la Patagonia. Era como en Perú decir Lurigancho, la cárcel, la prisión estatal. Por unos instantes permanecí inmovilizado en mi asiento.

—¿Qué pasa? —el viejo se desconcertó ante mi actitud—. ¿No está buena la polenta?

—¡Está estupenda! —dije, volviendo a comer e intentando una sonrisa de agradecimiento. Pero reparé en que, dentro de mí, se agitaba un mar de ansiedades. Ni siquiera la emoción del vino y la comida caliente, tan deseadas, podían atenuar mis recelos y mis confusos sentimientos. ¿Qué habrá hecho este hombre para que lo hayan metido preso?, me preguntaba.

—Maté unos bípedos —dijo el viejo y secó su vaso de vino—. Imagino que eso estabas pensando, ¿no es cierto?

—No, no —balbuceé—. En realidad, no pensaba en nada.

El viejo me deslizó otra de sus miradas glaciales. Y con gesto mecánico, volvió a llenar su vaso y completó el mío.

—En fin, ya lo sabés, de todos modos —prosiguió—. No quiero que pensés que soy un ladrón u otra clase de miserable. La gente se hace ideas tontas de los convictos. Mirá, la cárcel no es un lugar tan malo. Es dura, por cierto, pero se conoce gente. Uno tiene mucho tiempo para conocer a las personas. Aunque todo ese conocimiento, a fin de cuentas, nos sirve para muy poco. Para decir tan solo ese sujeto es así o es de ese otro modo.

Yo seguía comiendo y bebiendo, mirándolo fijamente, y en un silencio casi sagrado. El viejo hablaba como un desengañado del mundo; como un letrista de tango, con aires de filósofo trasnochado y hasta de predicador. A ratos podía tal vez parecer cursi, pero no dejaba de provocarme aprensiones.

—El crimen es producto de una suma sencilla —su voz, por efectos del vino, sonaba ahora grave y pastosa—. Dios cuenta las lágrimas de los hombres engañados. ¡Es un contador bárbaro! Si llega a contar hasta tres, autoriza a ese hombre, con el divino poder de su furia, para que mate a la mujer que causa su pena. Ese fue mi problema, mi amigo, y la razón por la que me encerraron la primera vez.

—¿Cuántas veces estuvo preso? —indagué.

—Dos veces. La primera fue una condena de diez años y la segunda de quince. Toda una vida, ¿no creés?

—Veinticinco años es un largo tiempo —dije.

—Y lo peor es que la primera vez mi corazón no estaba del todo comprometido. Aunque vivía conmigo, yo no quería a esa mujer. Pero eso no me importó. Los hombres lloramos más por rabia que por amor. Y ellos me habían ofendido. De manera que una tarde los seguí, ellos se metieron a un hotel y ahí los maté. Un balazo a cada uno. Y yo mismo cogí el teléfono y avisé a la policía para dar cuenta del caso.

—¿Usted llamó a la policía? —me sorprendí.

—Yo siempre doy la cara —masculló el viejo—. Llamé a los canas y les dije: «He matado a unos infieles». Y resultó un buen tipo el comisario. No me dijo nada, pero sé que me comprendió. Asentía en todo momento con la cabeza como si no se cansara de darme la razón. Ni siquiera me esposó cuando me llevaba a la cárcel. Lo digo en serio: era un buen tipo. La muerta estaba desnuda y, antes de salir, me permitió que la cubriera con una sábana.

Ambos en forma simultánea miramos en torno nuestro y vimos que el cafetín estaba casi vacío.

—Es hora de irse —dijo el viejo y pidió la cuenta. Y no bien la canceló, nos bebimos lo que restaba de vino, me ayudó a ponerme la mochila y, al cabo de unos minutos, estábamos uno al lado del otro andando sobre el húmedo adoquinado.

La calle seguía igual de oscura y fría, y ahora además se veía solitaria.

—Te acabo de una vez el cuento —bostezó entonces el viejo—. Mi segundo delito no tuvo historia. Se trató de un atorrante, dentro del penal, que quiso dárselas de compadrito. En el comedor, delante de todos los reos, se le antojó tirarme al suelo el plato del rancho. Yo tenía un cuchillo escondido en uno de los botines. Me levanté y lo abrí como a una res… Así de sencillo… ¿Vos estás yendo a la estación?

—Sí —contesté sintiendo de nuevo aprensiones, a la vez que experimentaba una mezcla de pasmo y asombro a causa de la tranquilidad con que el viejo refería sus crímenes.

No está de más decir que no se me ocurrió hacer el menor comentario respecto a estos. Temía de parte de aquel sujeto una mala interpretación y, en consecuencia, cualquier tipo de reacción peligrosa. Me limité a caminar a su lado, en silencio, oyendo el ruido de nuestras pisadas. Sin embargo, en medio de todo, empecé a sentir alivio. Calculaba que tan solo faltaban veinte metros para llegar al final de la calle, donde quedaba la estación, lo cual me iba a permitir, de una manera natural, despedirme y agradecerle por su gentil invitación.

El viejo bostezó otra vez:

—¿A qué hora parte tu tren?

—A las seis y media.

—Bueno, recién son las once —dijo consultando su reloj pulsera—. Tenés todavía una noche larga, y lo mejor será que vengas conmigo. Arriendo una piecita de hotel con dos camas, a la vuelta de esta calle. Y no me cuesta un cacho hablarle al encargado.

Le iba a explicar las magníficas ventajas térmicas de mi bolsa de dormir y a negarme rotundamente, pero no sé cómo acabé preguntándole:

—¿Está seguro de que no voy a molestar?

—De ninguna manera —chistó el viejo.

E inesperadamente me cayó encima, como una tonelada de papas, todo el cansancio del día, la fatiga del viaje y de las caminatas, la modorra del vino y la comida, y el agotamiento nervioso de saberme expuesto a un asesino amistoso (aunque de hecho impredecible).

—Lo que menos quiero es incomodarlo —insistí.

—Dale, che —sonrió el viejo—. Además, me hacés acordar a un amigo del penal, el turco Morante —y dobló por una esquina.

Lo seguí, consolándome ante la perspectiva de un colchón mullido y la posibilidad de librar a mi nariz de los rigores de la intemperie.

—¿Era un buen amigo?

—¿Si era un buen amigo? —el viejo se volvió bruscamente, con gesto afectado—. ¡Claro que sí! —Reparé a esa altura en que su tamaño era inferior al mío, una cabeza menos, pero aquello no lo empequeñecía en absoluto—. El turco es un chico callado y valiente, y por si fuera poco muy trabajador. ¡Golpea con el martillo como un dios griego! Fue él quien me enseñó el oficio de la carpintería metálica, que es el laburo al que me dedico ahora… Lo triste ha sido que le perdiera el gusto a la calle. No hace mucho salió libre, se fastidió de andar por ahí y en una de esas se desgració.

—¿Se mató?

Ya entrábamos a un hotelito modestísimo, categoría media estrella (en mi clasificación particular), con suelo de madera apolillada, luz mortecina y fantasmagóricas manchas de humedad en las paredes.

—¡Qué se va a matar! —sonrió el viejo—. Lo que hizo fue que agarró a un boludo cualquiera y le puso la cabeza como una coliflor. Y ahora está de nuevo a la sombra. El pobre se había acostumbrado a la prisión, extrañaba sus paredes y sus cercos. Y eso pasa… A decir verdad, esas cosas pasan…

¿Podría haberme dicho una cosa peor? Francamente, lo dudo. Difícil concebir mejor forma de que yo imaginara que él, de un momento a otro, podría también sufrir esos terribles ataques de nostalgia y, como su querido amigo, recurrir a un pretexto semejante, digamos reventar durante dicho trance al mortal que tenga más a la mano.

—La costumbre —musité con un hilo de voz, pero ya el viejo no me prestaba atención. Estaba hablando con el encargado para que me hiciera la gauchada de dejarme pasar la noche.

Unos minutos después, el viejo y yo, dentro de un cuarto desnudo de adornos, echados en camas gemelas y con una mesita velador de por medio, nos estirábamos entre las sábanas. Yo me acomodé de lado, de cara a él, para poder vigilarlo. Y así vi que abría una revista y levantaba la pantallita de la lámpara de luz logrando una mejor visión.

—¿Te molesta la luz? —preguntó.

—No, no, en absoluto —repuse, y por el cambio lumínico distinguí debajo de su almohada el extremo de un objeto que me pareció la empuñadura de un cuchillo.

A partir de aquí mis recuerdos son brumosos. Oía a ratos las sordas risitas del viejo —leía, me dijo en algún momento, las tiras cómicas de Inodoro Pereyra, el renegáu, y su perro Mendieta—, en tanto yo luchaba denodadamente para que no se me cerraran los ojos. Primero que se duerma él, me decía a mí mismo una y otra vez. Primero que se duerma él. Y en tal afán, para no claudicar, agitaba los párpados y hasta me mordía el labio inferior. Pero los vapores del sueño acabarían ganando la partida. Me quedé seco.

Aunque no sería por mucho tiempo. A eso de las dos de la madrugada mi fértil y atormentado inconsciente, en complicidad con el pequeño cineasta que habita mi mente, me incluyeron en una secuencia de terror pánico. Y desperté con un sobresalto.

El cuarto estaba en penumbra y el viejo, medio destapado, dormía boca arriba. Me incorporé, lívido, apoyándome en un codo. Y mirándolo y aguzando el oído, descubrí que estaba hablando en sueños. Al principio no capté nada de lo que decía —su voz sonaba arrastrada y hueca—, pero un rato después pronunció varias palabras con perfecta dicción:

—Rosa… Rosa… tenías razón…

El viejo dio una vuelta y se calló. El silencio se abrió entonces como un desierto, como la pampa. Me quedé pensando si soñaba frecuentemente con esa muchacha, o si su sueño, y esto era lo más probable, solo respondía a que esa noche por un azar la había recordado.

Dubitativo, temeroso aún, continué mirándolo hasta que me volví a dormir.

Unos fuertes golpes a la puerta me despertaron a la mañana siguiente, justo a tiempo para lavarme, vestirme y correr hacia la estación. El viejo ya no estaba, pero sobre su cama, impecablemente tendida, me había dejado una nota. Esta decía: «Me fui al laburo. He dejado dicho al encargado que te despierte a las seis. Buen viaje».

Permanecí unos instantes de pie, con la nota en la mano, en silencio. Luego, busqué un lapicero en la mochila y, en el mismo papel, escribí: «Gracias por todo, amigo».