Taxi Driver sin Robert de Niro
Aquella noche el motorcito que activa las plumillas del parabrisas estaba fallando y barría mal la llovizna. Pero yo alcanzaba a ver, o bien a imaginar. Se repetía más o menos la historia que ya conocía de cabo a rabo. Los dos borrachos se habían detenido en medio de la calle, indiferentes al tránsito vehicular. Efusivos abrazos, tambaleos y por momentos una firme juntada de cabezas que hacía pensar en dos toros que se alistan a trabar combate. Sin embargo, en vez de pelear, estos pobres tipos —facha atildada de oficinistas, quizás empleados bancarios—, se limitaban solamente a reír y vociferar con gestos de cantantes de ópera.
Mientras tanto, con el auto estacionado a un lado de la calle, yo aguardaba en silencio. Los faros apagados, la mano en el contacto. Y una vez más me entraba la duda. Era difícil decidir si debía o no continuar con aquel feo asunto.
Mis recientes experiencias no habían sido lo que se puede decir buenas. Rentables sí, pero de ninguna manera buenas. Y en eso, de hecho, radicaba mi conflicto. Yo necesitaba ganar mucha más plata. Raulito, mi hijo menor, había nacido con uno de esos males que se dan uno en cada cien mil —debilidad de los músculos del cuello, lo cual le impedía mantener la cabeza en su sitio—, y requería terapia y medicinas. Si yo hubiera estado en el estudio, como un año atrás, no habría tenido tantos problemas. Mi empleo como ayudante de abogado rendía sus dividendos. Pero ahora no lo tenía: los picapleitos de la rama laboralista ya no encontraban clientes, pues al nuevo gobierno le importaban un bledo las huelgas y la estabilidad laboral. Así que, desde hacía un tiempo, le metía duro al taxi y, en los fines de semana, me recurseaba con los borrachos.
Lo primero cayó por su propio peso, porque yo era dueño de un carro, un Pontiac viejo, y no tenía otra cosa que hacer. Trabajaba en turnos de doce horas diarias, como si fuera auto alquilado. Lo otro, lo de los borrachos, se me reveló como una locura más en esta enloquecida ciudad, y, pasado un tiempo, como una tentación. Un amigo taxista, el negro Raimundo, me puso al corriente del negocio.
—Se trata de robar y vender borrachos —afirmó—. ¡Una bendición del Señor! Ganarás en una noche lo que a otros les toma más de una semana. ¿No te animas?
Me eché a reír un buen rato. Lo de robar a un borracho lo podía entender, pero era la primera vez que oía que alguien pudiera vender a un borracho.
—¿Hablas en serio? —pregunté.
—¡Claro que sí! —Raimundo era un amigo de apenas unos meses, pero me inspiraba confianza—. Primero cacheas al borracho, luego le limpias el billete y finalmente vendes el resto. Esa es la mejor forma de sacarle partido a todo, sin mancharte las manos ni dejar pistas… Sería muy raro que el tipo, al cabo de unos días, se acordara de ti, pero si tú te quedas con un encendedor de oro o un reloj fino, te mandan al canasto. De ahí que lo mejor sea vender al borracho.
—¿Y a quién lo vendes?
—Hay varios huecos de fumones y otras ratas que están llenos de compradores. Pueden darte entre quince y dieciocho soles, dependiendo de lo que ofrezcas. Un borracho vale por su ropa, sus zapatos, sus adornos personales y, sobre todo, si es alguien solvente, por sus tarjetas de crédito.
Como vi que la cosa no era broma, me inquieté:
—De todas formas, lo veo peligroso —dije.
—Es peligroso, pero no tanto. Tu mayor riesgo consiste en dar unas vueltas de más y esperar a que el borracho se te duerma en el taxi.
—No lo veo así.
—¡Te aseguro que no es más que eso!
—¿Y qué pasa si el tipo se despierta cuando uno le está pelando la billetera?
—¡No pasa nada! No olvides que el tipo está borracho, y que tú tienes una buena excusa. Bien puedes decir que buscabas un documento para averiguar su dirección. Podrías molestarte e incluso recriminarlo por dormirse, por hacerte perder tiempo o por ensuciar los asientos.
El negro Raimundo se las sabía todas. Llevaba un año en el asunto y, fuera de cuidar mucho los detalles, le obsesionaba la seguridad. Lo primero, decía, es aprender a reconocer los bultos bajo la ropa, dado que, como están los tiempos, mucha gente lleva una pistola al cinto.
—¿Y qué haces en esos casos?
—Algunos se pelan la pistola y siguen para adelante. Yo no. Prefiero despertar al borracho y pedirle que se baje. Con las armas no se juega.
Metódico, minucioso hasta la exageración, Raimundo venía de la administración pública. Era uno de los miles que, tras renunciar a su empleo a cambio de un incentivo económico (de acuerdo con el programa de reducción burocrática), había invertido su capital en un taxi. Su carro era un Toyota Corolla 1987, en estupendo estado, y su labia resultaba de lo más convincente. El interés de Raimundo, de puro amigo, era que yo me volviera su colega, en todo el sentido de la palabra.
Unas buenas tres semanas me tomó sopesar las ventajas y desventajas de su propuesta.
A lo largo de ese tiempo, consciente de que algo en mí iba cambiando, recorrí mis rutas de costumbre. Pero ya no era lo mismo. Conforme pasaban los días, me sentía distinto: no abría el pico con los pasajeros, no estaba pendiente de las noticias de la radio, no maldecía mi mala suerte. Mi mente le daba vueltas y vueltas al negocio de los borrachos. La idea se me había incrustado como una astilla en un nervio muy delicado.
Hasta que, a principios de agosto, en una fría madrugada de viernes a sábado, tomé la determinación de seguir los pasos de Raimundo y levanté a mi primer borracho.
Ocurrió en Breña. Acababa de dejar a un pasajero y, al momento de entrar en una amplia avenida desierta, en busca de una salida directa hacia el centro, lo vi en una esquina. Era uno de esos especímenes con una fabulosa pinta de «candidato». Iba por la calle haciendo eses y lucía una sonrisa idiota. Y no bien me vio, elevó una mano como si hubiera intentado atrapar un ave en pleno vuelo.
Me detuve. El borracho se asomó por la ventanilla de la derecha.
—Buenas —dije.
—Buenash —contestó—. Voy a Chacarilla. ¿Cu… cuánto es?
—Ocho soles.
—¡Ocho solesh! —gruñó con la mirada nublada—. ¿Usted está mal de la cabeza?
Era una ironía que aquel insano me dijera eso, pero yo estaba en plan de aguantarle todo.
—Después de la medianoche, hay un recargo del cincuenta por ciento —argüí—. Y además está la distancia…
—Le pago seis —dijo.
—No, no me sale a cuenta.
—Siete.
—No, señor. Ocho. ¿Lo toma o lo deja?
El tipo me miró, empequeñeciendo los ojos. La defensa de mi tarifa, junto a mi nula disposición hacia el regateo, le debieron hacer pensar bien, pues un asaltante no se expone tanto a perder una presa. Y subió.
—Vamos hacia el puente Primavera —dijo acomodándose en el asiento trasero—. Cuando lleguemos, yo… yo lo guío. ¿Tiene música?
—Claro —dije y sintonicé una estación de boleros.
A los cinco minutos, cuando recién pasaba por Lince, el tipo había caído: dormía como un angelito. Pero yo, ¡maldita sea!, pasaba las de Caín. Sudaba, el timón se me resbalaba en las manos: temía cruzarme con un patrullero o con una de esas unidades de serenazgo. A pesar de todo, trasladé al tipo al Campo de Marte, tomé por una vía oscura y, tras unos leves zamaqueos, cerciorándome de que su sueño era pesado, lo limpié. Tenía un billete de diez dólares y doscientos veinticinco soles en la billetera. No era una fortuna, pero de hecho ese dinero me venía requetebién.
Fue un trabajito sin acabados, de primerizo. Busqué una banca de parque, saqué luego al borracho con suaves tirones y, tomándolo de un brazo —el pobre se dejaba llevar como un ciego narcotizado—, lo instalé de lado para que no se fuera de bruces. ¿Cuánto tiempo duraría así? Imagino que muy poco, pues antes de irme noté que los arbustos del parque se movían de manera sospechosa.
Sin embargo, mal que bien, la cosa funcionó. Y estimuló mis deseos de iniciarme con todas las de la ley.
Generoso, hablantín, Raimundo se portaría como un eximio maestro. Al siguiente sábado me dedicó más de una hora de su jornada nocturna para enseñarme, aparte de los procedimientos básicos, a dos tipos desnudos durmiendo la mona en la calle («Así quedan nuestros clientes», indicó), y, desde luego, varios huecos de venta de borrachos en el barrio de La Victoria.
—Primera regla: nunca lleves dos borrachos juntos —me dijo—. Lleva uno. He oído sobre muchos ambiciosos que ya no la pueden contar por comer a dos cachetes… Ah, y otra cosa, que te hará ganar tiempo: estudia la conducta humana y entrena tu ojo. No todos los borrachos tienen pinta de estar a punto de caer; también cuentan los muy erguidos, que casi no se les nota. A estos últimos, ya los verás, la tranca se les concentra en las corvas y de pronto se les doblan las piernas. Yo los llamo «los borrachos del aire».
—¿Del aire?
—Sí, del aire, porque el aire les choca. Es gente que se la pasa chupando en un local cerrado y luego sale a la calle. Se sienten movidos, se resisten, pero enseguida los tienes apoyados en una pared, abriendo y cerrando los ojos, como si estuvieran viendo doble. De estos hay muchos en las puertas de las discotecas del centro y los salsódromos, y nomás es cuestión de esperar. Basta que te pasees despacito y te paran.
—¿Pero se duermen rápido?
—En dos patadas. Por supuesto, cuenta siempre que te van a tocar los tíos que no ceden, como los porfiados, aunque son más los que terminan aflojando.
—A mi borracho yo lo arrullé con boleros.
—Buena idea —sonrió Raimundo, examinando la guantera de su carro—. Pero yo te voy a recomendar algo mejor —y al instante me mostró un casete—. Chopin. Sonatas, música de piano, verdaderamente infalible. Puedes comprarlo en el suelo, en los ambulantes.
Con Chopin, con un variopinto circuito de bares, discotecas, clubes departamentales y salsódromos, y con todo el coraje del que era capaz, salí a abrirme trocha. Y en dos meses registré un récord de dieciséis borrachos, equivalente a una media de doscientos cincuenta cada uno, sin contar su venta en los huecos, que rendía entre quince y veinte soles.
En todo ese tiempo, además, me fui enterando de muchas cosas. Quienes compraban no solo consideraban el valor de la ropa, los anteojos y demás efectos personales, sino sobre todo la calidad de sueño del borracho. Si era un sueño ligero, daban menos. En cambio, si a los dos zamacones el tipo estaba como un tronco, pagaban sin chistar. Los compradores preferían ahorrarse forcejeos, golpes o el roche de un escándalo.
Me enteré también de que en este negocio estábamos metidos unos cinco taxistas, a quienes poco a poco iría conociendo. Y aunque no todos vendíamos en los mismos huecos, tres de ellos, por lo menos, acatando el consejo de Raimundo, le sacábamos el jugo a Chopin. Una vez, por el santo de Raimundo, nos reunimos los cinco en un bar, y nos emborrachamos. Y luego nos quedamos un buen rato en la calle, mirando cómo pasaban otros taxis. Me dieron escalofríos.
Ahora bien, no quiero que se crea que nuestro oficio es cantar y bordar. Tiene facilidades, sí; manejar en la noche es un placer, las calles están libres y el motor no se recalienta, pero a su vez existen depredadores que nos pueden caer encima de buenas a primeras: los asaltantes de taxistas, de los que unos pocos se han librado empuñando una llave de ruedas —cada taxista del grupo, mínimo, reconocía entre dos y tres asaltos—, y los policías, mucho más duros de pelar, la mayoría expertos en hallar la sinrazón para sacar la suya.
Con los borrachos, en suma, se gana y se pierde, pero es más lo que se gana, y eso incluye un considerable caudal de «elementos de juicio», como dice Raimundo, ya que fuera de arreglarme la economía (que ha sido, y sigue siendo, la razón por la que estoy en esta danza), mi visión del mundo ha cambiado. Es, ahora, «una visión directa de espejo retrovisor». Allí, en ese pequeño espejo rectangular, el mundo desfila y toma forma. A veces es una sonrisa; otras, una amenaza. Veo pasar caras, decenas de caras: muchachos tímidos, jaranistas de provincia, hombres ruidosos, hombres callados, ancianos tristes, sujetos indescifrables, mujeres con huellas de maltratos y hasta gentuza, ay caray, que se quiere bajar del auto sin pagar.
Y en cuanto a experiencias, tampoco me quedo corto…
Hace unos días, pasada la medianoche, recogí en Quilca a una mujer que veía en silencio a dos individuos que se liaban a golpes. La tipa subió adelante —exhalaba una ligera mezcla de perfume y olor a licor—, y me soltó una dirección en Jesús María. A fin de que no treparan sus belicosos amigos, salí del sitio pitando. Parecía una tipa decente. Yo, de reojo, miré dos veces su perfil. Treinta y cinco años, bien vestida, actitud digna y, aunque entrada en carnes, bastante guapetona. Ella no cesaba de mirar al frente. Solo se volvió hacia a mí, girando medio cuerpo, una cuadra antes de llegar a su destino: «Pare aquí, por favor», me dijo. «No tengo dinero, pero puedo hacer algo por usted». Me tomó tan de sorpresa, que no dije nada. E instantes después me bajaba el cierre de la bragueta, con una turbadora aplicación, y hundía su cara en mi entrepierna. La humedad de su boca, el movimiento de su cabello… No la pude detener. Quedé exhausto en el asiento, la cabeza echada hacia atrás, resollando.
La mujer bajó del auto sin decir palabra, en tanto yo permanecí con una sensación extraña en todo el cuerpo. Y no era que pensase en la gasolina o el dinero perdido, o en las medicinas que necesitaba Raulito, o en cualquier otra cosa así de concreta. Creo que me invadía algo parecido a la desazón, a una especie de alivio penoso, aunque tampoco tenía mucho que ver con eso.
Otro borracho, que recuerdo a menudo, fue un gordito que no podía con su alma y tropezaba cada dos pasos. Me detuvo, se zambulló en el asiento trasero, balbuceando algo referente a la vejez de su madre («Está viejita, está viejita», decía) y en cosa de diez cuadras se puso a roncar. Mientras buscaba una calle oscura, lo miré con más detenimiento. Era un tipo común y corriente, un tanto ridículo de pinta, pero sin ningún rasgo especial que lo diferenciara del resto de borrachos. Cuando le saqué la cartera, que no llevaba más de trescientos soles, sentí que se caía algo. Encendí la luz interior y descubrí que era una foto enmicada, en la que había una dedicatoria: «A mi único hijo, con todo mi amor».
Apagué la luz y el gordito se despertó a medias: «¿Qué pasa?, ¿qué pasa?», preguntó con voz débil. Mostraba un gesto casi infantil, de desconcierto, y antes de que yo pudiera decirle algo, se volvió a dormir, de modo que enrumbé hacia uno de mis huecos de venta. En el trayecto, sin embargo, se despertó tres veces más. Mediante el retrovisor vi que meneaba la cabeza y, con la misma vocecita, repetía: «¿Qué pasa?, ¿qué pasa?». Pensé entonces que, si insistía una vez más con su pregunta, me iba a estallar el cerebro. Y no bien lo hizo, frené el carro, volví a coger su cartera, le devolví el dinero y lo desperté de veras con dos cachetadas.
—¿Dónde vives? —lo cuadré, furioso.
El gordito me miraba, asustado.
—En la avenida Arenales —dijo—. Cuadra 22.
Pisé el acelerador y al cabo de diez minutos el gordito entraba en un mugroso edificio de tres pisos. Aún no entiendo por qué ese pobre diablo consiguió sacarme de quicio.
Si la cosa quedara en esto, vaya y pase. Lamentablemente no fue así: me sucedió un caso más desagradable. Y en eso estaba pensando, al punto de dudar si debía o no continuar con el negocio, como ya dijera, cuando de improviso se apareció el negro Raimundo y se estacionó por delante. Raimundo bajó de su auto, se subió al mío y captó que me hallaba chequeando a los dos borrachos que daban gritos como cantantes de ópera.
—¿Estás esperando a que se separen?
—Sí —repuse—. Aunque creo que tienen para rato.
—Cuando se demoran en despedirse significa que viven en sitios diferentes.
—…
—A lo mejor nos llevamos uno cada uno.
—Es posible —contesté.
Cierto desánimo, cierta opacidad debió evidenciar mi voz, pues Raimundo me observó, preocupado:
—¿Te ocurre algo?
Podía haber sonreído o haberle dicho que no, qué va, pero me sentía bastante cruzado. Y ahí mismo se lo conté todo.
—Es algo que me pasó anoche —dije sin perder de vista mi objetivo—. Levanté a un borracho que tenía las ropas algo sucias, como si se hubiera caído o tal vez recostado en una pared. Era uno de esos tipos a los que se les enreda la lengua al hablar y, a decir verdad, no prometía mucho.
—¿Y te quemaste?
—No. Todo lo contrario: llevaba mil quinientos soles.
—¡Mil quinientos! —casi gritó Raimundo, fascinado—. ¿Quién era? ¿El rey del camote?
—Tenía más bien pinta de limeño. Robusto, de hombros anchos, con una cara impasible de hijo de puta; se durmió en el asiento, cayéndose lentamente de lado hasta desaparecer del retrovisor. Debía ser un cambista, o un ambulante de artefactos electrónicos, que levantan buen billete; no tengo la menor idea. Pero lucía en la muñeca derecha una pesada esclava de oro, un auténtico chancacón…
Imaginando tal vez que me había pelado la esclava del borracho, Raimundo se erizó. Le dije que la cosa no iba por ese lado.
—¿Entonces qué? —se impacientó.
—Mi problema ha sido otro, negro… El tipo mancó.
—¿Mancó? —repitió Raimundo, asombrado—. ¿Me estás diciendo que se murió?
—Sí.
—¿Pero cómo? ¿Cuando lo revisabas?… ¡No me digas que lo golpeaste con algo!
—No. El tipo se murió de pronto, no sé de qué. Ha debido darle un infarto fulminante porque, desde el momento en que se quedó dormido, no se movió un centímetro. ¡Y lo que más me rayó fue no haberme dado cuenta! Los zambitos del jirón Iquitos, que era el hueco que estaba más a la mano, serían los premiados. «Oye, manito, este pata está frío», me dijo el que tasa la merca. Era el chiquillo más enclenque, el que tiene chuzos en los brazos. Pensé que se quería pasar de vivo, pero al mirar hacia atrás encontré al borracho tumbado de través, de cara al techo, con los ojos abiertos y un hilo de baba que le chorreaba por el mentón.
—¡Puta madre! —exclamó Raimundo—. ¿Y qué hiciste?
—Eso es lo que me tiene jodido: lo que hice… Me puse a mirar la calle, aparentando una gran tranquilidad; lo miraba todo, sonriendo, rascándome la cabeza como si no hubiera pasado nada anormal, mientras el zambito, moviéndose dentro del auto, seguía evaluando la esclava, la ropa, los zapatos, los documentos, e intercambiando a su vez miradas con dos de sus socios. «Sí, manito, tu choborra está bien frío», me volvió a decir. Y yo, con las manos aferradas al timón, le contesté: «Entonces te saldrá con impuestos: otros cinco mangos. Quiero veinticinco». El chico hizo un gesto de sorpresa, que pronto se convirtió en mueca de irritación, pero yo no me amilané: «Los muertos no patalean ni se despiertan», dije tajante; «te la vas a llevar fácil». Se quedó pensando… miró otra vez la esclava, asintió dos veces con la cabeza y, finalmente, acabó metiendo la mano al bolsillo.
Apoyado contra la portezuela del auto, tieso, Raimundo se mostró estupefacto:
—¡No lo puedo creer! —murmuró—. ¡Caray, no lo puedo creer! —y permaneció mudo durante unos segundos, pero luego, como reanimado por una varita mágica, pleno, feliz, estalló en una carcajada convulsiva. Estaba verdaderamente emocionado, y tamborileaba con ambas manos a ritmo febril sobre el tablero del auto—. ¡Muy bien, hermano! ¡Muy bien! —añadió—. ¡Has estado genial! ¡Esto significa que has vendido a tu primer fiambre! —y nuevamente matándose de risa—: ¡Ahora tú estás a la cabeza del grupo!
No me dio tiempo de reaccionar.
Sentí, me parece, que en lo esencial estaba orgulloso de mí, que me admiraba sinceramente y que hasta me colocaba en un pedestal como modelo digno de emulación.
Y después, cuando me disponía a hablarle sobre mis dudas y angustias, los cantantes de ópera llamaron nuestra atención.
—Mira —señaló Raimundo en estado de alerta. Los tipos daban sus primeros pasos por rumbos opuestos—. Ya se acabaron las despedidas.
Vimos a uno de ellos, el más borracho, deteniéndose bajo el rojizo resplandor de un semáforo.
—Ese es el mío —dije yo.
Y entonces todo cambió, todo nos envolvió, todo se fue canalizando en una idea fija: una común idea fija.
Raimundo salió de mi auto y retornó sigilosamente al suyo, mientras yo, archivando el fiambre de mi historia como un caso aceptado, metabolizado, movía la llave del contacto y encendía el motor. Rompió el aire un ronquido dócil, como un trueno domesticado. Exactamente igual, a unos metros, tronó el taxi de Raimundo, aunque el ruido de su motor se percibía menos poderoso. Y luego, a un tiempo, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, encendimos los faros de nuestros carros. La calle se iluminó. Uno de los borrachos, enceguecido, se cubrió los ojos con un brazo; el otro, dando tumbos, levantó una mano floja en el aire.