Bicho raro
La vieja costumbre de ese hospital, una tradición que se remontaba a la década de los ochenta, era que en la rifa navideña solo participaban los internos y los médicos solteros, y que el ganador venía a ser el perdedor, el que no cenaba pavo ni brindaba con sidra o champagne, o el que debía pasarse la noche en blanco trabajando como loco, puesto que era a este a quien asignaban la Sala de Emergencias en el turno de la Nochebuena.
La vieja costumbre, también, exigía que el premiado pusiera el grito en el cielo no bien se enteraba de la noticia. Aunque ello no sucedió con el doctor Perales, joven médico graduado en la Universidad Cayetano Heredia y que ya cumplía su quinto año de prácticas profesionales. En la rifa que correspondía a su área —piso tercero del hospital estatal Casimiro Ulloa, llamado a veces «Casimuero» Ulloa—, el doctor Perales sacó de la chata (alargado urinario de cama, donde había dieciséis papelitos doblados en cuatro) el papelito que decía «Felicitaciones, querido doctor. El turno es suyo», mostrándose de lo más tranquilo y sonriente, y hasta poco le faltó para marcharse por los pasillos saltando en un pie de puro contento.
Reservado y sereno, el doctor Perales destacaba por su buena mano de cirujano y por la conversación simpática, reconfortante, que solía dispensar a sus pacientes. Tal simpatía, no obstante, la desconocían sus colegas de área. Con ellos más bien asumía una actitud parca, casi seca. Algunos comentaban que se sentía la divina pomada a causa de tempranos éxitos académicos —artículos suyos aparecían de cuando en cuando en importantes boletines médicos y hasta en el diario El Comercio—, o bien señalaban que sus iniciativas, propias de alguien con crianza de pituco limeño, no eran otra cosa que las secuelas de un complejo de superioridad inculcado por el clan Perales de la Barca, su adinerada familia de rimbombante apellido.
Pero ahí no quedaba la cosa. Lo que más irritaba en el pequeño mundillo del hospital era que Perales tuviera un consultorio lujoso en San Isidro y que además se las diera de bienhechor, prestando servicios gratuitos en nosocomios públicos. Su caridad alentaba disgustos, despertaba enfermizos celos y envidias, o se malentendía. En consecuencia, cuando se realizó la rifa en la que salió perdiendo, aunque él se comportó como si se hubiera sacado la lotería, sus colegas lo odiaron más que nunca.
—¡Me ha tocado un turno que es un verdadero clásico! —había dicho el doctor Perales ante una enfermera—. ¡Es la gran prueba de fuego de todo doctor en medicina general!
Tal vez Perales debió actuar de otra manera. O no decir lo que decían que dijo. A sus colegas, en extremo susceptibles, tanto su conducta como sus supuestas palabras entrañaban una petulancia crítica, que ponía de relieve su vocación humanitaria y el juramento de Hipócrates.
Pero el doctor Perales algo de razón tenía.
Ese turno de la noche navideña era toda una experiencia: llovían los heridos (cada quince minutos llegaban ululantes ambulancias que vomitaban por sus puertas traseras camillas con gente bañada en sangre, delirante o simplemente en trance de conmoción) y los galenos a cargo tenían que batirse como fieras, yendo de un lado a otro, oyendo latidos, midiendo la presión, revisando y haciendo diagnósticos, tomando decisiones sobre la marcha, cortando, suturando, vendando y, sobre todo, apaciguando parientes a fin de controlar el estado de pánico tremolante de una atestada Sala de Emergencias.
—Antes que evitarlo, un turno tan arduo debería ser disputado por quienes quieren foguearse en esta profesión —dijo después, y esto sí lo oyó, con cara de agárrenme que lo mato, el chismoso doctor Arenas, de unos treinta y dos años, dos menos que el doctor Perales.
Después no dijo nada más, empalmó su rutina como si tal cosa, hasta que llegó la Nochebuena y a eso de las nueve de la noche se presentó, recién duchado e impecablemente vestido de blanco, portando una enorme bolsa llena de pequeños regalos en festivo papel de lustre rojo y verde pino.
Los regalos eran para sus compañeros de turno: las cinco enfermeras, el telefonista, el portero y la encargada de la recepción; no les compró nada a los camilleros de ambulancias, porque le pareció que eso ya era demasiado —no los conocía y además no tenía idea de cuántos podían ser—, ni tampoco a los médicos especialistas de otros pabellones, igualmente solteros y premiados como Perales, que integraban el equipo completo de emergencias: un traumatólogo, un cardiólogo, una obstetra, un radiólogo, un anestesista y un patólogo. También se disponía de un cirujano plástico, pero en turno de casa, a quien se podía llamar si era necesario.
De más está decir que los beneficiarios le agradecieron de todo corazón. A diferencia de los médicos de su área, el personal subalterno, rotativo en el hospital, tenía en muy buen concepto al doctor Perales. Lo respetaban y, al mismo tiempo, se dirigían a él con amistosa confianza.
—Es usted un ángel —le dijo una de las enfermeras, una mulata gorda y reputada por su mal carácter—. Ojalá todos los doctores tuvieran su delicadeza, doctor Perales.
—Son unas cositas sin mucho valor —se disculpó Perales, que ya repartía a cada uno su regalito; a ellos les tocaba una corbata, a ellas un perfume de moda o una pañoleta de seda.
Pero aquel ambiente de alegría duró poco.
Pasados veinte minutos se oyó el brusco bufido de las puertas de vaivén en la entrada del quirófano, y casi al instante retumbó por los pasillos el perifoneo de la recepcionista que reclamaba la presencia de los doctores Rivadeneyra, que era el cardiólogo, y Perales.
Uno de los camilleros se cruzó con el apresurado Perales en el pasillo.
—¿Qué han traído? —interrogó el doctor sin detener su marcha.
—Un combinado —dijo el camillero—. Mano reventada con rata blanca, seguida de infarto al miocardio.
Pronto ambos doctores arribaron al quirófano y examinaron al paciente. Echando un rápido vistazo al electrocardiograma, y tras aplicar unos segundos su estetoscopio sobre el desnudo y velludo pecho del hombre postrado en la camilla, Rivadeneyra pidió una muestra de sangre. Ya en la ambulancia, desde luego, habían colocado bajo la lengua del infartado un dilatador de arterias. Perales, por su parte, desinfectaba las heridas de la mano izquierda, donde faltaba media falange del anular, y procedía a detener la hemorragia con coagulantes tópicos.
La enfermera mulata, entre tanto, apuntaba en la ficha del paciente las generalidades del caso. Hombre de cincuenta años, herido por cohetes. Jugaba en la calle con sus nietos. Infarto a causa de la impresión. Dada la época, pensó la enfermera, un accidente de rutina. Si bien los heridos por cohetes eran más frecuentes en las horas previas a los festejos del Año Nuevo, nunca faltaban los anticipos navideños.
—¿Cómo está? —preguntó Rivadeneyra.
—Reacciona bien, doctor —contestó la enfermera jefe, que monitoreaba el ritmo cardiaco y vigilaba sus gráficos—. Ya se está poniendo a nivel.
—Bien, si pasados diez minutos se mantiene estable, lo pueden pasar a Cuidados Intensivos —y mirando de soslayo a su atareado colega, añadió—: Naturalmente, una vez que el doctor Perales haya concluido con su trabajo.
—Aquí no hay mucho que hacer —contestó Perales con voz monocorde, concentrado en lo suyo; a todos sorprendió en ese preciso momento que Perales hubiera encontrado el tiempo para ponerse el batín, el gorro, la mascarilla y los guantes de cirujano—. La familia ha traído un pedazo de dedo perdido, aunque no veo posibilidad de reimplante.
Tres casos menores siguieron al del infartado y mutilado por los cohetes. Una mujer golpeada por su marido (ojo derecho amoratado y hematomas en los brazos), un niño a quien le cayó una olla de chocolate caliente (quemaduras de segundo grado en las extremidades inferiores) y un sujeto, de mediana edad, que andaba borracho por la vía pública y cayó a medias en un buzón sin tapa (fractura de peroné y rasguños en el torso y las piernas).
—Esto es lo que se llama meter la pata —bromeó alguien refiriéndose al borracho con la pierna rota.
Por su condición de novato en el turno, los dos primeros le fueron encomendados al doctor Perales, quien cumplió con su habitual eficacia. El tercero, inevitablemente, lo debió tomar el pequeño y colérico doctor Suárez, traumatólogo. Y el ritmo, mal que bien, se mantuvo a buen compás, con trajines pero sin mayores apremios, hasta cerca de las once de la noche, en que, de un momento a otro, todo cambió.
—¡Se viene la ola! —tronó el portero dirigiéndose a la muchacha de la recepción.
Como si un huracán azotara intempestivamente las salas y los pasillos de emergencias, el aire se colmó de sofocos, gritos y locas carreras. En forma simultánea, se presentaron dos casos de suicidio frustrados: uno que se colgó de una viga y que se había salvado providencialmente al romperse la cuerda, y otro que ingirió píldoras sedantes y a quien de inmediato se le hizo un lavado gástrico. Los intentos de suicidio, también, eran parte de la típica rutina de la época, según la enfermera mulata, debido a la melancolía que alentaban las navidades en la gente solitaria. Los acompañaron un policía abaleado (heridas en el muslo derecho, orificios de entrada y salida) y un corpulento Papá Noel que había sido salvajemente atacado a cuchilladas por una banda de pirañitas (cortes en el vientre, los antebrazos y las manos).
Y cuarenta minutos después, el acabose.
—¡Combi asesina! —vociferó esta vez el portero.
Nueve personas, pasajeros de un microbús que volcó dando tres aparatosas vueltas de campana, ingresaron en un creciente coro de gemidos. Esto ya es ritmo de bombardeo aéreo, pensó el doctor Perales, que se sentía en un hospital londinense de la Segunda Gran Guerra. Él, como todos sus colegas, hacía cuanto estaba a su alcance para atender a los pacientes. Y por más de dos horas —Suárez, Perales y la enfermera mulata tuvieron que cambiarse de batín debido a la sangre que les daba un aspecto de carniceros— no hubo un minuto de reposo. Todo el personal, incluyendo al laboratorista, famoso por dormitar en todos los turnos, tenía trabajo que hacer.
Sin embargo, la vida pasa, las cosas alcanzan su cenit y luego caen, y ahí también se cumplió esa ley inexorable: uno tras otro, los pacientes con heridas leves irían levantándose de sus lechos de dolor, y los otros, que se hallaban graves o debían mantenerse en observación, fueron trasladados a Cuidados Intensivos. La gente del microbús, a excepción del chofer, que falleció a los diez minutos de llegar —atravesó con la cabeza el parabrisas—, se hallaba más magullada y asustada que otra cosa. Seis de los pasajeros dejaron el hospital en menos de dos horas; los otros dos, básicamente por debilidad y nerviosismo, decidieron quedarse, y el chofer fue trasladado a la morgue.
En cuanto al resto, el infartado, el policía abaleado y el niño con quemaduras quedaron en Cuidados Intensivos, y los demás, la mujer golpeada, los dos suicidas (ambos acompañados por enfermeras), el borracho de la pata rota y el corpulento Papá Noel pasaron a cuartos individuales. Este último se había salvado gracias a que era un falso gordo con panza de espuma plástica —las cuchilladas más arteras despanzurraron la panza de relleno—, aunque sus atacantes lograron inferirle, fuera de cortes de poco cuidado en manos y antebrazos, un tajo de lado a lado debajo del ombligo, afortunadamente superficial, que mereció veintisiete puntos.
En suma, al dar las tres de la madrugada, la Sala de Emergencias volvió a la tranquilidad de las primeras horas. Nada más se oían los solitarios pujidos de una parturienta, quien ingresó a las dos y cincuenta y que dio a luz casi enseguida. La mujer trajo al mundo un varón, calvito y colorado. Por dos minutos, el recién nacido dejó oír su agudo y saludable llanto. Y luego, todo fue silencio, un largo, nítido y extraño silencio.
La gente de recepción se repantigaba en sus butacas, no circulaba un alma por los pasillos. Los familiares y allegados de los pacientes, prohibidos de quedarse a velarlos, se habían retirado.
Es agradable este silencio, pensó el doctor Perales. Y es más agradable después de tanto trabajo. Por las calles disminuía el paso de vehículos y, ante las puertas del hospital, las ambulancias estacionadas parecían animales dormidos. Era como si el espíritu de la noche hubiera crecido, agigantándose hasta dominar toda la ciudad, y no permitiera que nada, ni siquiera un lejano ladrido de perro, perturbara su majestad y su sosiego.
Perales se hallaba solo, cruzado de brazos, sentado en uno de esos feos e impersonales sillones de recepción. Y era consciente, quizá debido al silencio, del gran contraste de situaciones, ya que media hora antes la Sala de Emergencias había sido un loquerío. Lo recordaba todo como lo había imaginado cuando ganó el sorteo del turno: la sangre, los cuerpos y el hecho de que la vida de otras personas, en determinado momento, hubiera estado en sus manos, dependiendo de su criterio o su oportuna intervención.
¿Qué puede estar pasando?, se preguntó. ¿Es posible que esta paz se deba a lo avanzado de la noche? Contemplando un cenicero repleto de colillas, se respondió: No. Lo más seguro es que los percances y accidentes estén sucediendo en otras partes de la ciudad, y que sean otros los hospitales de emergencias que ahora se encuentren en apuros.
Con una sonrisa cansada y un tanto adormecido como debían hallarse todos, Perales entornó los ojos y estiró las piernas, relajado. Y fue entonces cuando escuchó una destemplada voz procedente del pasillo central:
—¡La puta madre! —gritó alguien.
Perales se estremeció.
Con los ojos abiertos como platos y volteando la cara en dirección al pasillo, inclinó el cuerpo hacia adelante. Por varios segundos el silencio continuó tan cerrado como lo había estado antes. Pero aquella voz volvió a la carga.
—¡Me cago en las mil putas de su madre!
Perales no dudó en levantarse de su asiento y echó a caminar.
La voz era ronca y masculina. Ignoraba de dónde provenía, aunque dedujo que no sería de muy lejos. Mientras caminaba y escrutaba las diversas puertas a cada lado del pasillo, esperaba oír algo más, a fin de orientarse. Pero de momento la ignota y procaz persona que gritara había decidido callarse.
Titubeante, deteniéndose en medio del pasillo, se extrañó que nadie se preocupara de averiguar qué sucedía. Ningún doctor, ninguna enfermera, asomó por puerta alguna. Y ya él estaba asimismo por desinteresarse del asunto y volver a su feo sillón, cuando oyó esta vez un chistido.
Avanzó entonces a buen paso y, abriendo puertas, sereno y metódico, comenzó a husmear en cada estancia, los quirófanos, la farmacia, los cuartos, hallándolo todo en absoluta calma, incluida la Sala de Radiografías, cuya puerta apenas entreabrió. Ajenos al mundo, un camillero y una enfermera yacían sobre la tarima de rayos X semidesnudos y abrazados, tras haber disfrutado aparentemente de los placeres de una pasión clandestina.
Solo cuando se disponía a investigar el último cuarto individual, Perales tuvo la corazonada de que la cosa era por ahí. Y no se equivocó. No bien cruzó la entrada de aquel cuarto vio a un sujeto joven con batín de paciente, sentado en la cama, con los pies descalzos y colgados hacia afuera, junto a una enfermera, la más joven y bonita del turno, que le ofrecía un vaso de agua.
El sujeto se mostraba irritado y rehusaba beber.
—¿Cómo va todo? —preguntó Perales con tono afable.
Sin sorprenderse por su visita, la enfermera lo miró con el respeto de siempre y murmuró con diligencia profesional:
—El señor está un poco alterado.
—No estoy alterado —corrigió el sujeto—. Únicamente me indigna que me tengan aquí. Quiero irme enseguida.
—No puede, señor —dijo la enfermera—. Hay órdenes de no dejarlo salir hasta mañana. Necesita que un doctor autorice su alta.
Ya Perales había cogido la ficha del paciente y se ponía al tanto sobre sus males. Al enterarse de que le habían hecho lavado gástrico, comprendió que se trataba del suicida de las píldoras sedantes. Él no lo había atendido. La ficha indicaba reposo y dieta suave, y llevaba la firma del doctor Licetti, un interno que se estaba especializando en problemas glandulares.
—¡No pueden curar a la gente contra su voluntad! —replicó el sujeto y, mirando con asco el conducto de una botella de suero en lo alto de un parante, se arrancó de un tirón la aguja que tenía clavada en una vena de su brazo—. ¡Es definitivamente inmoral!
Con intención de calmarlo, Perales carraspeó:
—Usted está pasando por un mal momento, señor… —y el doctor recurrió nuevamente a leer la ficha— señor Linares.
La respuesta del sujeto estalló como una injuria:
—¡No me diga! ¡Qué gran suerte tengo, demonios! Finalmente aparece alguien con una lógica abrumadora, una persona que se da cuenta de lo que me ocurre: ¡que estoy pasando un mal momento! —ahora meneaba la cabeza y sonreía sarcásticamente—. ¡Y a lo mejor será capaz de agregar que todo mi problema puede ser consecuencia del estrés!
—Señorita, déjenos solos, por favor —dijo Perales.
—Sí, doctor.
La enfermera abandonó la habitación.
Linares se acomodó su holgado batín de paciente y pegó una ojeada a su alrededor, como buscando algo.
—¿Dónde han puesto mi ropa? —preguntó.
—Debe estar en el clóset —repuso el doctor—. ¿Quiere que me cerciore?
Linares observó con desconfianza al impasible doctor.
—Sí —dijo, menos iracundo.
Perales caminó hacia el clóset, lo abrió y mostró que, en efecto, se encontraba ahí dentro la reclamada ropa.
La habitación era una estancia improvisadamente adaptada para alojar enfermos. Se hallaba a tres puertas de la Farmacia y con anterioridad se la había utilizado como un anexo, de modo que albergaba aún dos amplias vitrinas y armarios llenos de toda suerte de medicamentos. Sin embargo, era una estancia que tenía un clóset, una cama, dos sillas para visitas y una pequeña ventana enrejada por donde se veía una parte del cielo nocturno, una calle arbolada y la radiante luz lateral de un farol del alumbrado público.
Al regresar al borde de la cama, Perales afirmó:
—Y en cuanto a lo que desea, que es irse del hospital, creo que es algo que yo podría arreglar, señor Linares. Claro está, siempre y cuando me ayude usted con un poco de su paciencia —Perales tomó el bolígrafo atado por una cadenita a la tablilla que servía como apoyo para escribir en la ficha—. Es cuestión de completar la información que nos falta.
Como un niño avispado que adivina que le están tendiendo una trampa, Linares frunció el entrecejo:
—¿Qué quiere saber?
—Datos personales. Edad, estado civil…
—Tengo treinta y siete años… —contestó resignado, aviniéndose a lo que suponía era parte del impersonal juego de llenar formas, aunque no estaba dispuesto a jugarlo por mucho tiempo.
Si este muchacho con aspecto de médico antiguo se pone demasiado pesado, se dijo, sencillamente lo mando a rodar, cojo mi ropa y sin más dilaciones me largo. Todavía no lo había hecho porque temía infringir alguna norma o buscarse problemas con la policía, en la idea de que estaba obligado a pagar algo o a firmar un papel por el cual se responsabilizaba de su alta en el hospital.
—… Y estoy divorciado.
—¿Hijos?
—Uno, de doce años.
El doctor Perales escribía cuidadosamente los datos en los respectivos casilleros de la ficha, y el paciente pudo ver cuando escribía el número 1 en el casillero correspondiente a hijos.
—Cuentan con poco espacio en esas fichas, ¿no?
—¿Le parece?
—Sí, creo que sí. Le preguntan a uno cuántos hijos tiene y limitan la respuesta a una cifra. Deberían dejar un espacio debajo para observaciones, ¿no cree? Por ejemplo, a mí quizá me gustaría añadir que mi hijo es un chico vivaz, lleno de energía y que ha salido con mi cara, ¡que es mi vivo retrato!, pero en casi todo, lamentablemente, piensa igual que su madre, lo cual no me complace en lo más mínimo. ¡Su maldita madre no ha hecho otra cosa que hablarle mal de mí, y el niño ahora no me quiere!
Perales carraspeó de nuevo, pasando a leer el casillero siguiente:
—¿Ocupación?
—Espere un momento, doctor —de pronto se recostó en la cama cruzando las piernas, como si estuviera en una amena velada—. No quiero que se haga ideas equivocadas. No piense que ese es mi problema.
—Jamás me hago ideas de nada —repuso Perales, afable.
—Me alegro mucho. Pero sepa que tampoco es mi intención contarle lo que me aflige, aunque yo pienso que esto es lo que en el fondo pretende de mí, ¿no es así?
—Tan solo deseo ayudarlo a salir del hospital, tal como usted está pidiendo.
—Bien, entonces sigamos… Mi ocupación es la publicidad, trabajo publicitario. Conoce de eso, me imagino.
—¿Es vendedor de publicidad?
—No, no —se quejó afectadamente Linares—. Algo peor aún: soy redactor creativo. Y será mejor que le explique en qué consiste mi trabajo. Yo soy de esas personas…
Mientras el paciente hablaba, Perales iba haciendo sentir a su interlocutor que su creciente atención era inteligente y honesta, no morbosa. Y es que el joven doctor sabía escuchar. Ahora bien, una conversación, a su juicio, podía ser un rito social, un placer o, en casos extremos, una operación quirúrgica. La que estaba sosteniendo aquella noche, tan tardía y silenciosa, era de las últimas. El doctor Perales sabía que ciertas inflexiones de voz, ciertas palabras, ciertos silencios, punzaban con la precisión de un bisturí y, cuando se atacaba en una zona infectada, emergía de súbito la materia purulenta.
—… ¿Cómo decirle? Soy de esas personas que se dedican a producir frases idiotas: «¡Alquile en grande y pague en pequeño!», «¡Compre en Yompián, donde ganan los que van!». Soy un verdadero especialista del eslogan vendedor. Y me va espléndido. Gano mucho dinero, no me puedo quejar, y además trabajo de manera independiente.
—Lo felicito.
—¡No tiene por qué felicitarme! ¡He dicho que tengo éxito en mi trabajo, no que me guste! Si me gustara, no me tomaría la molestia de abundar sobre este punto… ¿Sabe qué hora es?
Perales consultó su reloj de pulsera.
—Las tres y media.
—¡Las tres y media! —exclamó el paciente, y luego se puso pensativo y contempló la noche por la ventana—. Se suponía que a esta hora debía yo estar hablando con San Pedro. Es más, se suponía que ya no tendría que estar hablando huevadas de este tipo, de si mi trabajo me gusta o me disgusta. ¿Quiere saber algo? Pienso que nada, absolutamente nada, me gusta ahora. Todo me cansa y aburre: el trabajo, la tele por cable, los romances tontos. Es algo que siento desde hace años, y si lo he resistido tanto tiempo ha sido gracias a factores muy particulares: mi curiosidad por algún plato de comida novedoso o por un libro que quería leer o releer. Nada me engancha como antes, cuando tenía dieciocho años y la cabeza llena de ilusiones. La vida me resulta insoportable… tan insoportable como esos viejos chistes que ya no dan risa.
—No le voy a decir nada que no sepa, señor Linares, pero lo que le ocurre tiene un nombre: depresión.
Con un brillo agresivo en la mirada, Linares recuperó el temperamento de los primeros minutos.
—¡Bueno, ya le hablé como para hacer de mi ficha clínica el guion de una película! —le espetó—. ¡Y me imagino que se debe sentir feliz con lo que le he dicho! Todos los médicos se sienten psicólogos en potencia, ¿no? Pero conmigo, doctor, no funciona esa serena mirada con la que me observa. Ahora yo voy a salir de aquí y pienso repetir, aunque de mejor modo, lo que hice hace unas horas.
—¿Qué fue lo que tomó? —indagó inopinadamente Perales.
—¿No han hecho pruebas de laboratorio?
—Sí, pero todavía no salen. En su casa no se veía ningún frasco de fármacos.
—¿Estuvieron en mi casa?
—Solo el tiempo necesario para traerlo al hospital. Eso dijo alguien que estuvo con usted mientras dormía y que dijo ser su prima hermana.
—Beatriz —dijo Linares, confundido—. Mi prima Beatriz. ¿Cómo diablos llegó ahí?
—Gracias a su empleada. Ella lo encontró tirado en medio de la sala. Al principio pensó que estaba borracho, pero luego, al no sentirle aliento a alcohol y tratar inútilmente de despertarlo, decidió llamar a emergencias.
—¡Qué cosa rara! No me explico por qué Raimunda volvería a casa. Ya se había despedido para ir a pasar la Navidad con su familia.
—Olvidó algo. El regalo de uno de sus sobrinos. Volvió para recogerlo y entonces lo halló inconsciente.
—¡Vaya que sabe cosas, doctor! —se asombró Linares—. ¡Cotorrean mucho en este hospital!
—Así es —sonrió el doctor—. Las enfermeras hablan más de la cuenta. Eso ayuda a bajar la tensión del trabajo. Algunas de ellas a veces se ponen a cotorrear, como bien dice usted, cuando los doctores estamos operando.
—¿Y llega a conocer tantos detalles de lo que le pasa a otros pacientes?
—No de todos, pero digamos que se conoce lo suficiente. A usted, por ejemplo, no lo había visto. Sabía que estaba en el hospital y que le hacían lavado gástrico, del mismo modo que se me ponía al tanto de otros casos. Las circunstancias y demás detalles relativos a su caso vinieron poco después. Se sorprendería de las observaciones minuciosas que nos ofrece la gente cuando ocurren accidentes o situaciones como la suya.
—Situaciones como la mía —murmuró Linares, inquieto ante la forma en que aquel médico se refería a su frustrado intento de suicidio; pero enseguida otro asunto le preocupó—. ¿Beatriz y la empleada están afuera?
—Vendrán mañana a verlo, a primera hora. Son reglas del hospital. Claro que, dado que usted está apurado por irse, no lo van a encontrar.
—¿Puede usted firmar mi alta?
—Sí, no tengo inconveniente. Pero ya se lo dije: complete antes sus datos; además, debe cancelar en caja algunos gastos.
—¿Aceptan tarjetas de crédito?
—Sí.
Linares miró ahora con simpatía al doctor Perales y hasta adoptó un tono confesional.
—Mogadón —dijo—. Tomé veinte pastillas de Mogadón.
Perales apuntó el dato en la ficha.
—Es un barbitúrico fuerte —señaló—, pero la dosis que ingirió no es la correcta.
—¿Cuántas pastillas necesitaba tomar?
Antes de contestar, Perales mordió un segundo la tapa del bolígrafo:
—Dado su peso y fortaleza física, el doble por lo menos, aunque debió intentar con otro fármaco.
—No podía hacerlo con cualquier cosa. Quería asegurarme de que fueran las pastillas adecuadas.
—¿A qué se refiere con «adecuadas»?
—A que no me produjeran retortijones o algún otro penoso malestar. Si me propongo irme de este mundo es para no sufrir más, irme sin dolor. Tan solo dormir, abandonarme a un sueño pesado e infinito, ¿me entiende? Ya he sufrido bastante. Es decir, no me tiraría de un puente para que mi cabeza reviente contra el suelo. Es algo que, aparte de doloroso, me parece muy feo, carente de estética. Nadie tiene derecho a dar un espectáculo atroz al despedirse de sus familiares o de sus amigos.
—¿Tiene amigos? —indagó Perales.
La naturalidad de buen conversador del joven doctor aligeraba de algún modo lo obvio de sus avances. Linares, en todo caso, no lo tomó a mal.
—Dos buenos amigos, de los que se podría llamar «amigos de veras» —dijo.
—¿Y ellos tienen idea de lo que le pasa?
—No sé. Nunca he demostrado que soy una persona que sufre. No me gusta gimotear, no soy de esos que andan gimoteando sobre sus problemas.
—Y el tema tampoco se presta —comentó Perales.
—¿De qué tema habla?
—Del aburrimiento. ¿No es ese su problema?
Linares meditó rascándose el mentón con una mano.
—En realidad, es un problema con varios nombres: fatiga, aburrimiento, desgano, abulia, falta de motivación o como quiera la gente llamarle a esas sensaciones de vacío. De ahí se desprende todo lo demás —y de pronto, como picado por una serpiente, Linares se incorporó y saltó de la cama al suelo, dirigiéndose prestamente hacia la ventana.
Perales tuvo una inquietante sensación. Aun cuando Linares estaba de espaldas a él, asomado a la ventana, sentía encima su mirada hosca y penetrante, todo el tiempo.
—Veo que a usted le gusta mover la lengua, doctor, y por cierto lo hace bastante bien. ¿Tiene idea de cuánto tiempo llevamos hablando? Más de diez minutos, me parece. Es un tiempo que va más allá de lo necesario para llenar una ficha médica que, dicho sea de paso, no ilustrará en absoluto a nadie… En fin, doctor, no quiero que se engañe. Si se mantiene abierta esta charla tan especial, es porque yo lo acepto, no porque usted me esté ganando la partida.
—Me doy perfectamente cuenta de eso —admitió Perales.
—Lo que me pregunto es por qué lo hago… —Linares volvió la cabeza y acto seguido, ensimismado, regresó a sentarse sobre la cama, recostándose contra la cabecera; el doctor jaló una de las sillas para las visitas y tomó asiento junto a él—. Cuando desperté hace un rato, me quise marchar al instante. Y antes, en mi casa, quise irme también sin dejar una carta, a diferencia de lo que acostumbra hacer mucha gente en estos casos. No quería dar explicaciones. Sin embargo, ¿qué es lo que hago ahora? Precisamente dar explicaciones. Esta charla bien puede interpretarse como un sucedáneo de una carta de despedida. ¿O acaso signifique algo más? ¿Lo cree así? ¿Podría ser que el mismo hecho de hablar equivalga a darme una última oportunidad para desistir de mi propósito?
—No lo sé. Usted debería saberlo.
—De todos modos, ya no importa, pues aun si lo supiera, eso no arreglará nada.
—¿Por qué no?
—Porque la espina que atraviesa mi garganta no me deja respirar, doctor. Así de simple. Yo sigo tan angustiado como antes, y estoy francamente harto de eso. Estoy harto de ser el tonto hipócrita, de fingir todo el tiempo que soy un gran tipo. Estoy harto de mí mismo, de ver cómo se deteriora mi orgullo personal, y estoy harto de la cara de cojudo que tengo que poner cada vez que debo enfrentar a la gente.
Perales mantenía su aire impasible:
—Pero tiene un saludable sentido del humor —retrucó.
—Es cierto, pero aparte de ese humor que usted ve, y que no todos ven, me hacen falta fuerza y coraje para aguantar el tranco, y no los tengo.
—No sé qué decirle, señor Linares —el doctor se levantó de su asiento al oír una frenada chirriante en la calle—. Se me ocurren muchas cosas. Digamos que todos los lugares comunes que se ensayan en estas situaciones. Le puedo decir que cambie de trabajo, aunque el que tiene no me parece malo y más aún si le va bien. Hay muchas cosas buenas que deben publicitarse. Por otro lado, si usted es independiente, no veo cuál es el problema. Acepte ganar menos y hágase un código ético para trabajar en algo que le interese. Y en cuanto a otros aspectos de su vida, el sentimental, que según entiendo es uno de sus vacíos, búsquese a alguien… Salga a buscar. El mismo hecho de buscar ya da una cierta satisfacción. Buscar el amor perfecto supone en sí mismo un gran entretenimiento y está comprobado que es una de las más hermosas pérdidas de tiempo.
Aprobando la inesperada ironía de su interlocutor, Linares hizo un gesto jovial. Aunque al cabo una sombra de gravedad invadió su rostro.
—Pero no se lo he dicho todo, doctor —dijo—. Hay algo más.
—¿De qué se trata?
Bruscamente la puerta del cuarto se abrió e irrumpió muy agitada la enfermera bonita:
—Están buscándolo, doctor —le dijo la joven—. Lo van a llamar ahorita mismo.
Y así fue. Antes de que pudiera decir algo rebotó el eco del perifoneo de recepción por cuartos y pasillos.
—Doctor Ramírez, doctor Perales, se los necesita en la Sala 3… Doctor Ramírez, doctor Perales, a la Sala 3…
—Tiene que disculparme, señor Linares —dijo Perales, encaminándose hacia la puerta del cuarto—. Volveré en cuanto pueda.
—Siga nomás, doctor —repuso Linares con una sonrisa, y otra vez saltó de la cama, aunque esta vez para dirigirse al clóset.
Mientras comenzaba a retirar su ropa del clóset, Linares interrogó a la enfermera:
—El doctor que estaba aquí, ¿se llama Ramírez o Perales?
—Perales —informó la enfermera—. Es el doctor Máximo Perales. El doctor Ramírez es el anestesista.
—Así que la cosa es con anestesia, ¿eh? Eso quiere decir que van a tener que operar.
—Un caso sencillo, me dijeron en recepción. Una señora con vidrios incrustados en el pecho. Algo superficial, pero que será doloroso al momento de curar. Tuvo suerte de que los vidrios no se le incrustaran en la cara.
—¿Un choque de autos?
—No. Se llevó por delante una mampara de su casa.
Sin el menor pudor, Linares se abrió el batín de paciente y la dejó caer, quedando completamente desnudo. En un extremo de la habitación, entre el clóset y los armarios de medicamentos, parecía uno de esos nudistas indiferentes que se ven en las playas o clubes privados del Caribe. La joven lo miró entre nerviosos pestañeos:
—¿Qué está haciendo?
Su voz no sonaba ofendida ni fastidiada, sino más bien un tanto preocupada.
—Ya lo ve —contestó de lo más campante, levantando ahora una pierna para ponerse los calzoncillos—. Me visto.
—¿El doctor le ha firmado su alta?
—No —negó con la cabeza—. Dijo que lo iba a hacer, pero luego, como usted sabe, lo llamaron.
—Entonces no debería vestirse. Es mejor que espere a que vuelva el doctor. No creo que tarde mucho.
En silencio, Linares continuó enfundándose los pantalones, las medias, los zapatos y, al final, la camisa, que comenzó a abotonarse mientras ignoraba a la enfermera y echaba obsesivas ojeadas por la ventana.
—¿Ha observado lo que se ve por la ventana? —preguntó.
La enfermera lucía ahora más preocupada.
—No sé qué está viendo —dijo—. ¿La calle, los autos?
—Lucecitas de colores —precisó Linares—. Lucecitas que se prenden y se apagan en las ventanas de las casas y que adornan, de seguro, los arbolitos de Navidad. No hay nada más triste que esas lucecitas.
—Debo decirle algo, señor, y no quiero que lo tome como una amenaza, pero para casos como el suyo hay camilleros muy fuertes que le van a impedir salir del hospital si no ven que su alta está debidamente firmada.
—Soy buen peleador —sonrió Linares.
—Ellos pueden ser tres o cuatro.
—Eso no importa. Yo conozco la táctica Lee.
—¿La táctica Lee?
—Bruce Lee —dijo Linares—, ¿no lo ha visto en el cine? Derriba a tres o cuatro tipos con un par de patadas.
Retomando una bocanada de aire, la joven lo miró tolerantemente:
—Si me espera, puedo llamar al doctor Licetti, que es quien lo atendió. O al doctor Perales, que ya le ha dicho que no demorará.
Linares regresó a la cama y se sentó.
—Está bien —dijo—. Esperaré un rato… Y lo hago porque quisiera despedirme del doctor Perales. Es una persona simpática.
—Es un hombre encantador —agregó la enfermera, aliviada de que el paciente entrara en razón—. Y muy humano. Claro que no todos piensan igual aquí en el hospital, pero yo diría que es alguien que tiene grandeza de alma.
—¿Por qué dice eso?
—Porque la gente siempre espera que le den algo a cambio cuando hace un servicio. Y el doctor Perales no espera nada. Son pocas las personas que proceden así, ¿no?
—Sí, creo que sí —contestó Linares, recostándose otra vez contra la cabecera de la cama, y en el acto se calló, cerrando los ojos.
La enfermera apagó la luz. Y esta vez fue ella, tanteando en la penumbra, quien avanzó hacia la ventana y contempló detenidamente las titilantes lucecitas de colores en las ventanas de las casas. Una fina llovizna, levemente sesgada, humedecía las calles.
La joven percibió que ya no se veían tan lindos y alegres los adornos de la fiesta navideña.
A eso de las cinco de la madrugada, el inagotable doctor Perales reapareció en el cuarto de Linares y no se sorprendió de ver al paciente vestido con su propia ropa. La suave luz de una mesita de noche otorgaba una atmósfera casi hogareña a la lúgubre estancia. Linares seguía recostado en la cabecera de la cama, manteniendo su silencio, pero ahora tenía los ojos abiertos. La enfermera continuaba mirando por la ventana.
—¡Listo! —dijo Perales, y volvió a coger la ficha—. No sé exactamente qué falta… Veamos… datos personales… datos clínicos… Solo nos resta un detalle…
Linares no se inmutó. La intuitiva enfermera supo que lo más acertado era salir nuevamente de la habitación, y lo hizo en forma sigilosa, sin decir una palabra.
—Cuando interrumpieron nuestra conversación —continuó Perales con su irreprochable soltura—, usted me decía que no me lo había dicho todo…
Ambos hombres se midieron con miradas cautelosas. Luego, Linares habló trabajosamente:
—He estado pensando en eso ahora, cuando usted estaba fuera del cuarto… Y a estas alturas, créame, no sé bien cómo expresarlo. Cuando yo decía que no tengo ganas de nada, no estaba siendo exacto. Tal vez con el correr de los años, de la misma manera que cambia nuestro metabolismo, cambia también algo en nuestra mente. Algo químico. Surge una sustancia que solo la madurez produce. Y lo terrible quizá sea que esta sustancia modifica cosas que siempre nos agradaron. Por ejemplo, a mí me gustó siempre la soledad, y ahora no me gusta. Disfrutaba con entusiasmo de mis insomnios, leyendo o saliendo a tomar una copa… Ya no es así. ¿Por qué ocurre esto? ¿Tan solo porque Dios es malo y cruel? Recientemente he estado recordando a un autor casi olvidado, Jean-Paul Sartre, cuando escribía frases como «Para quien reflexiona, toda empresa es absurda», y yo pienso que estoy de acuerdo con ese pesimismo, porque lo más probable es que me haya vuelto un individuo obsoleto, como hoy lo es el propio Sartre… Espero que me entienda, doctor. Lo que quiero decirle es que ya no me enfurezco con el mundo, ni sueño con esas maravillosas cosas idiotas que nos ayudan a vivir, ni amo mis contradicciones… Se ha roto algo dentro de mí y no sé qué es… Los budistas dicen que la vida es sufrimiento permanente, y que la felicidad es un don que debe interpretarse como una tregua. Yo no busco la felicidad. No me atrae, quizá porque siempre desconfié de ella, porque si usted observa bien, verá que quienes la obtienen son, por lo común, las personas más estúpidas.
—¿Y no se ha puesto a pensar que esa gente puede pensar que el estúpido es usted? —dijo Perales—. Que lo realmente sabio es saber guardar el equilibrio y estar por encima de la adversidad.
—No concilio la elección de estar por encima de todo sin endurecerse o caer en un egoísmo supremo.
Perales vaciló un instante, pero enseguida contestó:
—De acuerdo. No se puede vivir sin endurecerse un poco, aunque eso no lo volverá menos sensible, sino más fuerte. Y lo ayudará a aguantar. Lo esencial de la especie humana estriba en su capacidad de aguante. Pero lo entiendo muy bien, señor Linares, no sabe lo bien que puedo entenderlo y, si me permite, quisiera arriesgar una opinión ajena a divagaciones y sesudos análisis… No se olvide de lo elemental. Todos aquellos que por una u otra razón perdieron el sabor de la vida han olvidado generalmente lo elemental.
—Me tengo que ir —dijo Linares levantándose con una calma de soldado que ha permanecido demasiado tiempo refugiado en la trinchera.
El doctor Perales sonrió y con toda tranquilidad escribió algo en la ficha y estampó su firma.
—Ya está —dijo—. Su alta autorizada.
El paciente miró la ficha:
—¿Lo he decepcionado? —preguntó.
—¿Qué?
—Le pregunto si esperaba de mí algo diferente.
—¿Por qué cree eso?
—Por nada en particular, pero cuando le dije que había algo más, tal vez desperté en usted una expectativa que no ha sido satisfecha. ¿No esperaba una revelación sorprendente y peculiar?
Perales suspiró:
—La vida cotidiana ya es lo suficientemente sorprendente y peculiar. ¿Se piensa ir ahora mismo?
—Sí —dijo Linares—. Y como le dije, no he cambiado de idea: voy a intentarlo otra vez. Aunque desearía saber de unas pastillas más eficaces —y con una sonrisa, añadió—: ¿No me recetaría alguna?
El joven doctor caminó hacia el armario de medicamentos y lo abrió.
—¿Ve este pomo de etiqueta verde? Es una droga poderosa, veinte pastillas podrían solucionar su asunto. Desde luego, la ética de mi profesión me impide que le dé una receta de esa naturaleza, y hasta me fastidiaría mucho que, cuando salga de la habitación, este pomo desapareciera del armario.
Un tenue cambio de tonalidades ya se insinuaba en el cielo que se veía por la ventana. Linares buscó ahora su saco en el clóset y se lo puso.
—¿Dijo que tenía una cuenta por cancelar en recepción?
—Así es —dijo Perales—. Pero yo no lo acompañaré hasta allí. Le daré su alta autorizada a la enfermera que estuvo acá para que lo dejen salir.
—Usted es un bicho raro, doctor.
—Gracias —dijo Perales—. Usted también.
Linares le estiró la mano con su mejor sonrisa y Perales se la estrechó cálidamente. Y cuando se dirigía hacia la puerta, el doctor agregó:
—De todos modos, ¿me haría usted un favor, señor Linares?
Linares se limitó a mirarlo fijamente.
—Si va a tomar esas pastillas, ¿por qué no se espera unas dos o tres semanas? —Perales agarraba ya el picaporte de la puerta—. Estamos a unos días de enero y el verano está por empezar. Habrá unas bonitas tardes de sol y de mar. Váyase a una playa del sur, camine por la arena, póngase a oír la música del mar y zambúllase en él, y nade, nade mucho, vea las gaviotas, vea a las chicas que se ríen y juegan, vea cómo cruzan el horizonte los veleros con sus velas desplegadas, sus hermosas velas de colores… Si después de eso sigue pensando igual, entonces haga lo que desee. No hay otra cosa tan agradable en la vida como ir a mirar el mar…
—Haré lo que me pide —dijo Linares—. ¿Total? Dos o tres semanas se pasan volando.
—Eso me digo yo —sonrió el doctor.
Cuando Perales abandonó el cuarto, Linares avanzó hacia el armario, cogió el pomo de etiqueta verde y se lo metió en un bolsillo de su saco. No se sentía mal físicamente: ningún síntoma de acidez estomacal. A lo sumo, advertía una pizca de sueño, que se reflejaba en uno que otro bostezo, pero nada que, dada la hora, estuviese lejos de lo normal.
Acudió a recepción, zanjó en cosa de minutos lo que debía firmar y pagar, y salió a la calle, mojada y desierta. El día aún no despuntaba, aunque una serie de señales —el canto de los gorriones, el aire fresco, el aroma de las flores— iban configurando las predecibles condiciones de un alba estival.
Linares se echó a caminar en busca de un taxi.