Los árboles
Los dos muchachos estaban sentados uno al lado del otro contemplando en silencio los árboles, y lo que veían, o lo que pudieran pensar acerca del paisaje y de la belleza de la vida al aire libre, no parecía hacerles ninguna gracia. Hacía tres o cuatro días que miraban los árboles. Decir que estos eran enormes y frondosos no es quizá la manera más correcta de expresar lo altos y grandes que podían ser esos gigantescos troncos cuyas copas se perdían en una lejana oscuridad.
—Nunca pensé que pudieran existir árboles tan altos —dijo el muchacho que fumaba los cigarrillos negros—. ¡Son verdaderos monstruos! Son absurdamente grandes y nosotros somos ridículamente pequeños frente a ellos, ¿no crees?
—Sí, son muy altos —repuso el otro muchacho.
—Y además no hay manera de treparlos.
—No, no la hay.
—Ni valdría la pena intentarlo.
—Sería una locura —sonrió vagamente el otro muchacho—. No se puede trepar ninguno de esos árboles si no se cuenta con el equipo adecuado.
El muchacho que fumaba los cigarrillos negros entornó los ojos unos instantes, rezongando:
—¿Sabes una cosa? ¡Me importan un carajo estos árboles!
—Ya lo sé.
—¡Me importan un simple y redomado carajo, y creo que en el fondo no debemos ser los únicos en pensar así! ¿Para qué diablos venir a un lugar como este donde hace tanto calor y no se puede construir nada y solo se ven árboles?
—No tiene sentido.
—¿Te lo he dicho antes?
El otro muchacho hizo un ligero movimiento de cabeza:
—Una docena de veces —respondió, y de repente, cambiando de expresión, se quedó mirando fijamente un arbusto. Luego se llevó un dedo vertical a la boca para indicar al muchacho de los cigarrillos negros que guardara silencio.
Ambos muchachos, inmóviles como estatuas, sudando la gota gorda, se mantuvieron alertas y callados por casi dos minutos, escrutando las sombras.
La penumbra en los alrededores era permanente. Nunca se sabía con certeza cuándo era de noche o de día, pues en ese lugar, o en ese otro, y también en ese otro de más allá, los árboles, los inmensos árboles de copas tan amplias como bóvedas de iglesias, no dejaban pasar la luz, y lo más conveniente en tales circunstancias, más que empeñarse en buscar claros, era afinar el oído, tener las orejas paradas, ya fuera para detectar ruidos de agua, que podía ser la anhelada señal de un río cercano, o para evitar darse de narices con una patrulla enemiga.
No era nada fácil andar por ahí. Caminaban tramos de dos horas sin interrupciones, mirando a uno y otro lado a cada paso que daban, y luego se sentaban a descansar con sus armas a disposición sobre el regazo.
Pero, en las últimas horas, el muchacho de los cigarrillos negros no era el mismo de unos días atrás. Le dolía una pierna, la cual se había herido al salir con demasiada prisa del helicóptero derribado, y tenía una llaga infectándose de mala manera a la altura del hombro derecho. Y todo les estaba saliendo pésimo. Tenían muy poca comida, no les quedaban medicinas para que él aliviara sus males y conforme avanzaban se oían más nítidamente las ráfagas de metralla y las explosiones de los obuses. (Lo único bueno, si se quiere, era que había podido salvar del desastre varias cajetillas de cigarrillos negros). Y ahora, para colmo, las cosas se complicaban. El terreno había cambiado peligrosamente. Ya no eran esos lechos de hojas amontonadas y apelmazadas por la lluvia y el calor, en las que se hundían las botas como en un pantano, sino más bien unos meandros de barro, alimañas y hojas con aspecto de no ser tierra virgen.
El otro muchacho fue el primero en darse cuenta:
—Este terreno ha sido andado por gente —dijo luego de tocar un manojo de hojas aplastadas.
—¿Es una trocha?
—No puedo asegurarlo. Pero en todo caso no tenemos mejor opción que seguirla.
—¿Estás loco?
—¿Loco? Sí, a lo mejor… Pero no nos queda otra salida, ¿no? Hay que seguir. Continuaremos orillando los bordes.
Los muchachos tenían muy presente las advertencias de su comando en caso de desplazamientos terrestres: eviten las trochas y, de no ser posible, avancen por estas con cuidado, lentamente, deslizándose, como cuando se entra en una playa infestada de rayas: arrastren los pies en vez de dar pisadas.
—Está bien, está bien —murmuró resignado el muchacho de los cigarrillos negros. Y así lo hicieron, hasta comprobar en cosa de cincuenta metros que el terreno, en efecto, era una trocha.
Media hora más tarde, con la camiseta íntegramente mojada —el calor debía sobrepasar los 40°—, sería el muchacho de los cigarrillos negros quien quedó paralizado y con cara de espanto a mitad de uno de sus pasos.
—¡Oye, hermano, me jodí! —le dijo a su compañero que se hallaba unos cinco metros delante suyo—. ¡Me jodí, hermanito! ¡No puedo moverme!
—Tranquilo, tranquilo —dijo el otro muchacho—. Voy para allá.
Por un momento, que duró una eternidad, el muchacho de los cigarrillos negros olvidó el dolor de su pierna y el agobiante y copioso sudor por el calor y la fiebre a causa de su infectada herida en el hombro. Su compañero caminaba hacia él como un ser con bolsas de aire en los huesos; parecía un astronauta flotando en el espacio.
—¿La puedes ver? —preguntó, incrédulo.
—Sí, sí… —balbuceó en un estremecimiento el muchacho de los cigarrillos negros.
Era verdaderamente milagroso que, dadas las condiciones en que se movían, la pudiera estar viendo.
—La veo bastante bien. Creo que es del tipo 72-B.
—¿Qué características?
—Pequeña y cilíndrica, cuatro centímetros de alto y ocho de diámetro, y aproximadamente unos ciento cincuenta gramos de peso.
Las malditas y tediosas clases del experto en minas de la Escuela Militar se les venían a la memoria como providenciales y bien aprendidas oraciones. Ambos eran oficiales —el muchacho de los cigarrillos negros ostentaba desde cuatro meses atrás el rango de teniente; el otro, era alférez—, pero recitaban sus conocimientos como reclutas en trance de alistarse para un examen de grado.
—¿De plástico o metal?
—No lo sé… es de color verde.
Cuando el otro muchacho llegó y se agachó ante los pies de su compañero, decidió correr un riesgo adicional. Encendió su linterna de mano.
—Es de plástico —dijo alumbrando la mina ubicada apenas a dos centímetros de la bota inmóvil. El problema era que la parte trasera de la bota, que incluía el taco y el talón, se había atascado entre unas duras raíces, lo que impedía que esta pudiera ser movilizada con suficiente rapidez. En su imaginación el muchacho de los cigarrillos negros vislumbraba su adolorida pierna arrancada de cuajo—. Sí, carajo, definitivamente es de plástico.
—¿La conoces?
—No mucho. Es una cabrona mina china.
—¿Cómo se activa?
—A presión, desde arriba, aunque más vale que continúes como estás. El mecanismo parece tan frágil que podría estallar al menor movimiento.
—¿Quieres decir que…?
—Quiero decir que mejor te callas —interrumpió el otro muchacho, llevándose una mano a la cintura y sacando un filoso cuchillo de campaña—. Déjame trabajar.
Y esta vez el silencio se trocó en una lentísima angustia y unas nítidas gotas de sudor frío resbalando por la espalda.
La mano firme que sostenía el cuchillo comenzó a cortar una tras otra, muy suavemente, las enmarañadas raíces, y al cabo de un par de minutos consiguió liberar la bota. Y luego, los dos muchachos retrocedieron despacio. Sin embargo, ninguno de ellos se permitió un suspiro de alivio hasta que estuvieron a una buena distancia de la mina.
Entonces se derrumbaron, recostándose contra un tronco, perniabiertos y con los ojos cerrados, sintiéndose por primera vez exhaustos. Si antes se habían reconocido fatigados, faltos de sueño o bajo los primeros efectos de la deshidratación —bebían agua de lluvia empozada en charcos o en hojas con forma de cuencos—, ahora comprendían que aquello no era nada frente al doloroso cansancio que de pronto hormigueaba como un calambre en cada músculo de sus cuerpos. Y a todo ello se agregaba que ambos se vieran entre sí como inmundos esperpentos: las ropas rotas, húmedas y manchadas de sangre mezclada con barro; los cabellos húmedos, revueltos y pegajosos de barro; los brazos, el cuello y el rostro húmedos y sucios de barro, y en medio de esos rostros oscuros e indescifrables, la luz desesperada del blanco de los ojos, siempre movedizos y saltones y ansiosos por descubrir una salida que nunca encontraban.
Un rato después, el muchacho de los cigarrillos negros volvió a fumar. Llevaba las cajetillas y el encendedor envueltos en una funda de plástico dentro de su mochila.
—¡Estas minas de mierda! —exclamó, irritado, resoplando el humo que acababa de aspirar—. ¿Sabes que apenas cuestan dos dólares cada una?… Puede haber miles por aquí.
—Es cierto —repuso el otro muchacho.
—¡Puede haber tantas como culebras!
—¡O como pájaros!
—¡O como gusanos!
—¡O como todos estos estúpidos bichos que no dejan de chirriar un segundo!
—¡O como árboles!… Sí, puede haber tantas como estos asquerosos árboles… que están en todas partes.
El muchacho que fumaba los cigarrillos negros se rio un rato y se puso a toser —tosió también por un largo rato—, y luego, dando un brinco y erizado de pies a cabeza, empuñó precipitadamente su fusil. Su compañero obró de idéntica manera. Otra atronadora explosión de obús acababa de remecerlos, sacándolos de ese marasmo de agotamiento, mal humor y absurdo, devolviéndoles la energía que necesitaban para continuar la marcha.
—Si se trata de los «monos», y los podemos sentir a pocos kilómetros, quizá no sea mala señal —conjeturó el otro muchacho—. Quizá quiere decir que estamos cerca de un blanco de ataque. Cuando estábamos arriba, en el aire, no nos faltaba mucho para llegar a la Base Sur, ¿no?
El muchacho de los cigarrillos negros no respondió. Solo se incorporó y echó a andar.
A lo largo de una hora caminaron a buen ritmo, sin decir palabra y apenas mirándose de reojo. El calor sofocaba, y una niebla baja y caliente como un vaho se iba poco a poco extendiendo y tapizando con nuevos misterios la penumbra. Aparecían sombras en el trayecto, o bien espirales de niebla, similares a ectoplasmas, que cuando se llegaba a ellas no eran nada. A veces el otro muchacho se alejaba un poco, no más de diez o doce metros, lo cual bastaba para que uno u otro se perdiera de vista. Pero de inmediato se silbaban entre sí y se volvían a juntar y emparejaban el paso.
En una de esas separaciones el otro muchacho resbaló y de pronto cayó a tierra.
—¡Puta madre! —gritó.
La fiebre y el cansancio hicieron que el muchacho de los cigarrillos negros oyera ese grito como otra explosión y que incluso olvidara la precaución de comunicarse con silbidos.
—¿Qué te pasó? —indagó, sin saber adónde mirar.
—¡Me caí!
—¿Dónde?
—He rodado varios metros.
—¿Caíste a un hueco?
—No, no es un hueco. Creo más bien que es una ladera, pero esta niebla no deja ver mucho.
—Dime dónde estás.
—Creo que a tu derecha.
Adelantando a grandes pasos por la dirección indicada, el muchacho de los cigarrillos negros constató que el declive del terreno bien podía tomarse como una ladera.
—¡Diablos, tienes razón! —dijo en un tono muy animado—. ¡Esto es una ladera! —y se deslizó como en un tobogán por la ladera del barro.
Una ladera significaba mucho. Significaba que descendían tal vez hacia un llano despejado de árboles, o hacia un río, o hacia cualquier cosa que no fuera la penumbra infinita.
Pronto los muchachos se volvieron a unir y reanudaron la marcha y, cuando repararon que el camino seguía cuesta abajo, se abrazaron felices. Dios mío, se decían, estamos en el buen camino. Ahora sí tenemos un rumbo claro. Y se animaron a tal punto que decidieron comerse el último paquete de galletas que les quedaba. Y luego se largaron a correr y agarraron viada y, en ese entusiasmo, se mostraron insensibles a las ramas que en su vertiginosa bajada les azotaban las caras, los brazos y las piernas. Hasta que, no bien se detuvieron para recuperar el aliento, respirando roncamente, casi resollando, oyeron lo que en todo momento habían temido oír.
La alegría se evaporó y la inmovilidad en esta ocasión ni siquiera consintió los pestañeos.
Aguzaron los oídos y hablaron de nuevo en susurros.
—Detrás de ese árbol —señaló con un dedo el muchacho de los cigarrillos negros.
No era cosa de pensarlo dos veces.
—Yo iré por delante —musitó el otro muchacho—. Tú me cubres —y enseguida, pulsando el gatillo, temblando como un hombre que ha sabido transformar su miedo en coraje, enfiló a todo tren hacia el árbol.
Cuatro o cinco segundos después resonó un disparo de FAL y se escucharon los gritos frenéticos del otro muchacho.
—¡Dónde están los otros! ¡Contesta, mono de mierda!
El muchacho de los cigarrillos negros alcanzó en un tris a su compañero, comprendió la situación y empezó a girar sobre sus talones apuntando a todas partes.
—¡Habla, miserable!
—¡Por favor, no me mate!
—¡Habla, entonces! ¿Dónde están los otros?
—No hay otros… no hay nadie más. Estoy solo.
Los dos muchachos, de pie y con sus armas en movimiento, escudriñaban ahora a un tercer individuo de rasgos aguarunas, mucho más joven que ellos, casi un niño, que estaba tumbado en el suelo. Este vestía shorts, camiseta y borceguíes, y se veía tan lleno de barro como ellos.
—¿Vienes solo? —vociferó el otro muchacho.
—Sí.
—No te creo.
El nervioso cañón del FAL se aplastó contra el pecho del mozalbete de rasgos aguarunas.
—¡Estoy solo! —lloriqueó—. ¡Lo juro!
—¿De dónde eres?
—Soy de la zona.
—¡Tu nacionalidad!
—Peruano.
—¡Demuéstralo!
—¿Qué?
—¡Que lo demuestres, imbécil! —gritó—. ¡Canta el himno!
—¿El himno?
—¡Sí, el himno nacional!
El muchacho de los cigarrillos negros dejó de vigilar los alrededores y comenzó a moverse de atrás hacia delante de una manera extraña.
—¡Canta o te mueres en este instante!
Estirando el cuello, con el rostro descompuesto y una voz que nació quebrada desde un principio, el aguaruna entonó:
—¡Somos liiibres…!
—¡Más fuerte! —exigió el otro muchacho.
—¡Somos liiibres —obedeció al instante el aguaruna—, seaaamos, seámoslo, seámoslo siempre! ¡Que antes nieeegue sus luuuces, sus luces, sus luces, el sol…!
—¡Ya, basta!… ¿Qué haces acá?
—Trabajo en el alto, en un lavadero —repentinamente el muchacho de los cigarrillos negros dejó de prestar atención a lo que decía el aguaruna. Sin abandonar su extraño balanceo, ahora se limitaba a frotarse la nuca con una mano y echaba la cabeza hacia atrás, absorto en las tinieblas de los árboles—. Buscamos oro en el río.
—¿El río está cerca?
—Unos kilómetros hacia el noroeste.
—¡Me estás mintiendo!
—¡No, jefe!
—¿Por qué tienes esas botas?
—Se las saqué a un soldado muerto. Las necesitaba, jefe. Por allá, remontando el río, hay muchos soldados muertos.
—¡Me mientes, hijo de puta! ¡Tú eres un mono, o un yapi desertor que colabora con los monos!
—¡No, jefe! ¡Soy un buscador de oro!
—¿Acaso no sabes que hay guerra, so huevón? —chilló aún más desaforado el otro muchacho—. ¿Acaso no lo sabes?
—¡Por aquí siempre hay guerra, jefe!
Y justo en aquel momento el muchacho de los cigarrillos negros perdió el conocimiento y se desplomó: cayó de bruces sobre el barro. El impacto de su cuerpo al caer, plaf, tuvo un sonido seco, como una bofetada.
El otro muchacho lo miró, atónito, y en el acto acudió en su auxilio. Su compañero había quedado con la cara hundida en un charco barroso, y no necesitó pensar mucho para llegar a la conclusión de que este no tardaría en ahogarse si él no lo ponía boca arriba.
Fueron unos instantes de barullo, o de negligencia, pero eso bastó para modificar la situación. Cuando el otro muchacho se volvió, el aguaruna se había esfumado. Alrededor todo era penumbra y niebla y árboles, y no se oían más ruidos que los omnipresentes de los invisibles bichos y animales.
Tras una rápida inspección, que sirvió para confirmar que aquel chuncho debía ya estar lejos, retornó donde estaba su compañero. Metiéndole las manos entre las axilas, lo cargó y arrastró, retirándolo del charco, y lo instaló con la espalda apoyada contra unas prominentes raíces.
—Tal vez era un chico asustado y no un colaborador de los «monos» —comentó el otro muchacho—, ¿no crees?
Su compañero se mantenía inconsciente.
—En realidad, a mí me huele que es así —añadió—. Tenía pinta de ser alguien de la zona, y además no portaba armas; ni siquiera un machete.
Sin embargo, pensó luego, aunque sin decirlo en voz alta, también podía ser un adelantado del enemigo. Los aguarunas, y mucha gente de la frontera, se sabían los himnos de los dos lados, por lo que existía la posibilidad de que en ese preciso momento el chuncho estuviera informando a una patrulla de monos para que viniera a aniquilarnos.
Sentado junto a su compañero, el otro muchacho permaneció absorto, con la mirada perdida. ¿Cuánto tiempo? Si se lo hubiesen preguntado a él, no habría sabido decirlo. Pero cuando emergió de ese limbo el muchacho de los cigarrillos negros estaba despierto y se encontraba fumando.
—Me quedan dos cajetillas —dijo—. Si las raciono bien, me pueden durar para cuatro días más.
El otro muchacho lo miró, sonriendo.
—¿Has vuelto?
—Sí, ya estoy de vuelta —contestó—. Creo que me dormí.
Su compañero no quiso corregirlo. Tal vez ahora ya no era cosa de conciliar el sueño para descansar, sino de caer desmayado. Tal vez él mismo se había desmayado hace unos minutos.
—¿Te acuerdas del chico aguaruna?
—Sí.
—Se me escapó…
El muchacho de los cigarrillos negros no abrió la boca.
—… Pero llegó a decir que el río estaba cerca… Creo que me decía la verdad… Es cuestión de ir hacia el noroeste. Apenas serán unos kilómetros más de marcha…
Rebuscando en su mochila y sacando de ella una brújula, la puso ante los ojos de su compañero.
—Mira, esto es nuestra salvación —dijo.
A esas alturas el muchacho de los cigarrillos negros se estaba fumando la colilla. Fumaba con fruición, muy serio, contemplando los árboles.
—¿Por qué no me contestas?
—…
—¡Ey, te estoy hablando! —le sacudió una mano.
Entonces el muchacho de los cigarrillos negros montó en cólera:
—¡Era increíble cómo se veían desde el aire! —dijo.
—¿Cómo veías qué?
—¡Los árboles! —gritó.
—Ah, los árboles… Sí, lo recuerdo.
—¿Recuerdas que te dije que parecían una gran ensalada de brócoli?
—Bueno —dijo aventando lejos la colilla con el impulso de dos dedos hábiles en esa práctica—, ¡ahora pienso que tú y yo debemos ser como dos granitos de pimienta en esa ensalada!
El otro muchacho murmuró:
—Está bien, está bien, pero cálmate, hermano… Cálmate.
Definitivamente el muchacho de los cigarrillos negros ya no era el mismo de unos días atrás.
Por otro par de horas se mantuvieron en el mismo lugar. El muchacho de los cigarrillos negros se volvió a dormir, o quizá se volvió a desmayar. Y al cabo de unos segundos se despertó, aturdido, sintiendo una lluvia leve y tibia que remojaba sus ropas empapadas de sudor.
Ante él, de pie y en medio de un charco donde repicaban las gotas, su compañero tenía una expresión de haber aguardado más de la cuenta.
—¿Qué pasa? —inquirió, confuso.
—Eso es lo que yo quisiera saber —replicó su compañero—. Desde hace un rato me miras y te rascas la cabeza.
—¿Eso estuve haciendo?
—Claro.
—No lo sabía.
—Bueno, ahora lo sabes… ¿Ya estás listo?
El muchacho de los cigarrillos negros negó con la cabeza.
—No, no… —bostezó—. Me siento muy cansado… necesito seguir durmiendo.
—¡No me digas que te he esperado por nada! ¡Tienes que hacer un último esfuerzo!
—No.
—¡Pero si sabes que estamos cerca! ¡Vamos, hombre, yo te ayudaré a caminar!
—Vete tú solo… —dijo cerrando los ojos—. Vete…
Y se durmió de nuevo, indiferente a la lluvia. Cayó en un sueño profundo, sin el menor sobresalto, durante diez minutos. Pero cuando despertó, o más bien cuando abrió los ojos como si despertara, ya lo miraba todo con una mirada antigua, de otros tiempos.
—¿Me podrías hacer un favor? —preguntó.
—Dime.
—Quiero que me ayudes con mi auto.
—¿Con qué?
—Con mi auto —repuso, muy preocupado—. Está allá, en la esquina —y le indicó con una mano unos árboles cuyas cortezas brillaban bajo la lluvia—. Quisiera que lo estaciones en el garaje… Este barrio se está malogrando, ¿sabes? Hace un mes nomás me robaron un faro.