39
EL JUEZ de instrucción, después de recibir la petición de entrada y registro en el piso donde fueron asesinados los Bonamusa, la desestimó alegando que habían pasado trece años del crimen y que no había indicios bastantes como para sospechar que ahora se fuera a encontrar algo que hiciese avanzar en la investigación. Los Mossos d›Esquadra se quedaron desolados.
—Hay una posibilidad —les dijo Moisés.
Tanto Juan García como José Gimeno se quedaron perplejos.
—¿Cuál?
—Si no se puede entrar por la fuerza lo podremos hacer pidiéndolo al legítimo propietario.
—Claro —corroboró Juan García—. Al hermano que vive en Ávila: Ricard Bonamusa.
Los tres estaban sentados en la sala de la Brigada de Investigación de Ciutat Vella. Empezaba a anochecer y leían cabizbajos el fax recibido del juzgado con la respuesta a la solicitud de entrada y registro del piso de los Bonamusa.
—Igual no quiere venir desde Ávila —dijo José Gimeno.
—No es necesario —aseguró Moisés—. Le podemos llamar por teléfono, decirle lo que queremos hacer y que firme una declaración en la comisaría de Ávila. Desde allí la pueden mandar por fax hasta aquí —señaló al suelo.
Y Moisés sacó el móvil del bolsillo con intención de llamarle en ese mismo momento.
—No gastes tu dinero —lo interrumpió Juan García descolgando uno de los teléfonos del despacho— Llama desde aquí.
Había tantas cosas que explicar que Moisés optó por hablar lo menos posible. Le dijo al hermano vivo de los Bonamusa que necesitaban entrar en el piso donde fue asesinado su hermano y su cuñada para volver a realizar la inspección técnico-policial de la Brigada de policía científica de los Mossos d›Esquadra. El hombre no pareció entender a Moisés, pero no puso ningún impedimento. Se limitó a responder con un:
«Me parece bien».
Moisés le explicó que debía ir a la comisaría de la Policía Nacional de Ávila y allí le esperarían unos agentes que ya sabían lo que había que hacer. Ricard Bonamusa asintió enseguida y se ofreció a colaborar con la policía en todo lo que fuese necesario.
Nada más colgar Moisés llamó a un teléfono de información y solicitó el teléfono de la comisaría de Ávila. Cuando lo supo llamó de inmediato y pidió hablar con el jefe de servicio. Enseguida se puso al habla un inspector al que le explicó que en breve llegaría a la comisaría una persona que se identificaría como Ricard Bonamusa. Únicamente tenían que redactar una lineas que dijesen que autorizaba a los agentes del Cuerpo Nacional de Policía y de los Mossos d›Esquadra, con los correspondientes carnés profesionales, para que accedieran al piso de su propiedad, sito en la calle Verdi 45, tercera planta de Barcelona. El inspector asintió y le dijo que lo haría sin más problemas, pese a no comprobar si quien le llamaba era realmente un policía nacional, pero le creyó.
—¿Será suficiente? —preguntó José Gimeno.
—Creo que sí —dijo Juan García—. Una autorización por escrito del propietario justifica la entrada en el piso.
Los tres esperaron en el despacho de la Brigada a que llegara el fax de Ávila con la autorización. Durante ese tiempo Juan García estuvo llamando a los de la científica para que se prepararan para el día siguiente. Les dijo que era un piso donde se cometió un crimen hacía trece años. Los técnicos de la policía científica les dijeron que en el caso de huellas, por ejemplo, aún estarían.
—Intentaremos hacerlo bien —dijo Juan García en voz alta.
En el piso segundo de la calle Verdi número cuarenta y cinco había apostados dos agentes de los Mossos d›Esquadra en la puerta. Esperaban a que regresara del tanatorio Pere Artigas, después de visitar el cuerpo de su hijo Ramón, muerto esa misma tarde. Pere Artigas había llamado a Vilamarí y le había dicho a su mujer Sonsoles y a Alexia que Ramón había muerto. Tanto la madre como la hija lloraron desconsoladamente.
—El meu fill —sollozó Sonsoles.
La madre ni siquiera le preguntó a Pere cómo había ocurrido. Él le dijo que había sido intentando proteger a Alexia.
—Tant de bo hagués mort el doctor Mezquita —dijo la madre.
Su voz no sonó amenazadora. Ni tan siquiera vengativa. Sabía que tan culpables eran ellos, como el doctor Mezquita.
Pere Artigas le dijo que enterrarían a Ramón en Vilamarí, cumpliendo sus últimas voluntades. Al día siguiente iniciaría los trámites para llevar el cuerpo hasta allí. La distancia en coche era de poco más de una hora. Pere le sugirió a su esposa Sonsoles que hablara con el párroco del pueblo para que lo preparara todo para el viernes veintiocho.
—¿Y el policía de Huesca? —le preguntó Sonsoles.
—Por aquí anda —respondió Pere—. No sé si sabe algo o no, pero sigue investigando.
—Aquí han venido unos Mossos d›Esquadra —dijo Sonsoles.
—¿Han visto a Alexia?
—Sí —le dijo ella—, pero ya sabíamos que no la podíamos esconder por mucho tiempo.
—¿Y lo de la sangre?
—Seguramente el doctor Mezquita ya lo habrá dicho. Sabes —le dijo Sonsoles a su marido—, creo, después de reflexionar durante estos años, que fue el doctor Mezquita quién los mató.
—Pero ese hombre no pudo hacerlo solo —rebatió Pere Artigas—. Además ellos eran sus amigos. Ya te he dicho muchas veces que no fue él. La policía lo investigó y no hallaron ninguna prueba que lo acusara.
—Bueno, el viernes nos vemos en el entierro de Ramón —dijo finalmente Sonsoles—. Esta noche le contaré a Alexia la verdad.
—¿Lo harás?
—Sí Pere. En dos años será mayor de edad y tiene que saber que pasó.
—No le digas lo que Ramón hizo.
—Lo hizo por ella.
—Sí, pero estuvo mal.
—Sabes —dijo Sonsoles a punto de llorar—. Quizás hubiese sido mejor que yo hubiera muerto y Alexia hubiese sido entregada a su tío Ricard para que se hiciese cargo de ella.
—Hubiera pasado de la niña y ahora sería una infeliz.
—O no. Nunca lo sabremos —dijo Sonsoles antes de colgar.