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YCOMO la casa siempre se debe empezar por los cimientos, decidió Moisés Guzmán que la primera persona que debía entrevistar era el hombre que residía en el piso inmediatamente inferior al de los Bonamusa. Seguramente habría detalles que se les habrían escapado a los investigadores de la época; incluso a los periodistas. Desechó comenzar su investigación hablando con el inspector encargado del caso, Pedro Salgado, y se recomendó a sí mismo no hablar con la prensa, y mucho menos con el periodista de investigación Luis Ribera. Para que su trabajo se desarrollara convenientemente era de vital importancia la discreción.

Reservó a través de internet una habitación en la Pensión Tordera, en la calle Tordera de Barcelona. Era una casa de huéspedes de mala muerte, según pudo apreciar en las fotos, y la imagen que le ofrecía de la calle, elStreet Viewde Google, era lamentable. Pero supuso, sin riesgo a equivocarse, que en una pensión así nadie haría preguntas y podría entrar y salir de forma anónima. Luego, una vez hizo la reserva, lamentó la decisión. Pero, después de todo, siempre estaría a tiempo de cambiar el alojamiento.

El domingo 16 de agosto de 2009 se encontraba Moisés Guzmán llenando de ropa y enseres una bolsa de viaje que guardaba desde que llegó a su primer destino policial. Era una bolsa azul desteñida. Antigua, y con un enormesieteinverso al lado de la cremallera, delataba que esa bolsa no fue bien cuidada durante sus años de uso. Del armario ropero extrajo dos pantalones: un vaquero y otro de tergal. Dos camisas: una verde y otra azul a rayas. Un puñado de calzoncillos y varios calcetines. Lo bueno de viajar en verano era que no había que portar mucha ropa. Aún así metió una chaquetilla fina de color gris oscuro, por si cambiaba el tiempo.

Cuando hubo terminado recogió el piso y quitó el poco polvo que había con un paño viejo que no se molestó en lavar y lo arrojó directamente a la basura. Hizo una cafetera y se encendió un cigarrillo negro. Apostado en el marco de la ventana observó los coches que pasaban por la calle y reparó en la gente que cruzaba el paso cebra. Sintió nostalgia de su piso y eso que aún no se había ido. Nostalgia de algo que todavía no ha ocurrido. A todo el mundo le viene bien una aventura, pensó. Después de todo, si la cosa no salía bien podría regresar a su rutinaria vida. No llamó a nadie, era domingo y los compañeros de trabajo, sus únicos amigos, estarían enfrascados en sus propias vidas. Llevaba el teléfono móvil encima y si alguien quería algo de él ya sabía donde encontrarlo.

Se aseguró de cerrar bien la puerta y le dijo a la vecina de enfrente, una jubilada bonachona que vivía sola, que hiciese el favor de recoger el correo.

—¿Se va?

—Sí, tengo que partir por asunto de trabajo —dijo—. Pero en un mes estaré de vuelta. O antes —puntualizó.

—Mucha suerte. Ya tiene mi teléfono por si necesita algo.

—Igualmente —replicó Moisés.

Bajó hasta la calle y la cruzó encaminándose al garaje donde guardaba el coche. Tenía el depósito lleno desde la última vez que lo utilizó. Hacía un par de semanas que no lo cogía. Cuando traspasó el último semáforo vio a través del retrovisor como la ciudad se hacía más pequeña hasta casi desaparecer. En cuatro horas estaría en Barcelona.

Sin apenas darse cuenta, entre escuchar la radio y sumido en sus propios pensamientos, el GPS le llevó hasta una bocacalle anterior a la calle Tordera de la ciudad Condal, donde había un garaje público que por no demasiado dinero podía dejar el coche aparcado. Para moverse por Barcelona no lo necesitaría. Allí era mejor desplazarse en taxi o en metro, si la distancia era más larga. El vigilante del garaje le dijo que tendría que dejar el coche con las llaves puestas, ya que había poco espacio y a veces era necesario moverlo para que pudiese entrar o salir algún otro coche. A Moisés no le gustó, pero pensó que dentro de su coche no había nada que mereciera la pena robar. Hasta el GPS que guardaba en la guantera se lo llevó a la pensión, junto con la documentación del vehículo.

—¿Para cuántos días? —le preguntó un maduro sesentón, seguramente jubilado, que guardaba el garaje.

—En principio sólo para este mes —dijo Moisés—. Aunque es posible que me quede más tiempo.

—En septiembre me dice algo, ya que esto se llena hasta la bandera —dijo el guarda.— El pago es por adelantado de forma semanal —afirmó sacando un minúsculo talonario que se dispuso a rellenar—. Me deja el documento.

Moisés sacó el DNI y se lo entregó en mano.

—¿Es usted de Huesca? —preguntó al ver la dirección en el reverso del DNI.

—Sí.

—Estuve una vez en Jaca —dijo el guarda—. Es una ciudad muy fría.

—En invierno como todas —afirmó Moisés—. Y en verano es calurosa, como la que más.

El anciano sonrió y terminó de anotar los datos en el recibo.

Cuando Moisés salía del garaje dirección a la pensión Tordera le sonó el móvil. En la pantalla vio que era el señor Mezquita, la persona que lo había contratado. Dejó que terminara de sonar y no lo cogió. «Estoy conduciendo», pensó para justificarse.

Eran las nueve de la noche cuando Moisés Guzmán traspasaba el vestíbulo de la pensión Tordera. La entrada era tal y como había visto en las fotografías de internet: austera. Un espacio de apenas seis o siete metros cuadrados, excesivamente recargado con las paredes empapeladas de motivos florales y una enorme lámpara de araña en el centro del techo. Al fondo había un pequeño mostrador, de no más de un metro de ancho, con los cantos quemados por las colillas. Un chico joven, deportivamente vestido le recibió.

—Buenas noches —dijo desabrido.

—Hola, me llamo Moisés Guzmán y tengo una reserva.

—Sí. Le estábamos esperando. Rellene los datos —le dijo el chico—. Y puso sobre el mostrador una hoja con el logotipo de la pensión—. ¿Viaje de negocios o de placer? —inquirió.

Moisés se sintió incómodo. No esperaba esa pregunta. Y como no la esperaba no tenía respuesta preparada.

—Las dos cosas —replicó.

Se dio cuenta de que no llevaba su pistola ni su placa. La había entregado al firmar la excedencia. Así que no podía identificarse como policía hiciese lo que hiciese. Eso, reparó entonces, supondría un impedimento a la hora de poder sacar información de los archivos de la Jefatura de Barcelona o de poder entrevistarse con testigos de la época en que se cometió el doble asesinato.

Una vez hubo rellenado la hoja, el chico le entregó la llave de su habitación.

—La número treinta —le dijo—. Subiendo la primera planta a mano derecha.

Cuando subía por las escaleras volvió a sonar el móvil. Se detuvo en el primer rellano y vio que era de nuevo el señor Mezquita quien llamaba. Esa vez tampoco respondió.

Al abrir la puerta de la habitación lo primero que notó fue el fuerte olor a naftalina. Era un cuarto pequeño, pero se veía cómodo. Una cama grande, de matrimonio, en el centro. Al lado una mesita de noche de madera oscura. Una pequeña ventana que daba a la calle y delante una mesa más grande de despacho con una lámpara perfectamente centrada. Dejó la bolsa sobre la cama y se adentró en el cuarto de baño. Un plato de ducha y un lavabo bastante decente para lo que imaginó se iba a encontrar.

Desarmó la bolsa de viaje y colocó ordenadamente la ropa dentro del armario. En el lavabo puso las maquinillas de afeitar y el bote de loción. Frente a la cama había una pequeña televisión, de apenas veinte pulgadas, pero no se molestó en encenderla. Sabía que los ratos libres los pasaría leyendo. Extrajo un par de libros que había cogido y los puso encima de la mesita de noche.

Se cambió la camisa, que había sudado en el viaje y se dispuso a salir a cenar. En el pasillo se cruzó a un magrebí muy delgado, que ni siquiera le saludó. Y en el vestíbulo ya no estaba el chico que lo recibió y en su lugar había un hombre mayor con cara de pocos amigos. Supuso que era el del turno de noche.

—Buenas noches —le dijo Moisés.

—Hola —replicó sin levantar la vista de una revista que hojeaba.

Iba a preguntarle a ese hombre por algún sitio para cenar, pero prefirió salir e indagar por su cuenta por los alrededores de la pensión.

En la calle hacía mucho calor. Un calor húmedo y pegajoso. Había bastante gente pululando y el ambiente era barriobajero. Varios magrebíes de mirada desafiante y algunos comerciantes que en ese momento cerraban las tiendas. La mayoría licorerías. Mientras caminaba sentía a su espalda el ruido de las persianas bajando. Fue buscando la avenida Diagonal, era una calle más ancha y allí hallaría algún sitio para cenar algo.

Al final compró dos hamburguesas en un McDonald›s y se las llevó a la pensión. Cenó viendo el programa de Iker Jiménez: Cuarto Milenio. Esa noche hablaban de la muerta de la curva. Al poner el teléfono móvil en silencio vio las dos llamadas perdidas del señor Mezquita.

—Mañana le llamaré —se dijo. Y se echó sobre la cama viendo a través de la ventana el reflejo de la luna tapada por unas nubes negras.