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EL LUNES 24 de agosto de 2009 Moisés Guzmán entró en la biblioteca de la Diagonal con su ordenador portátil debajo del brazo y la copia del libro de Edelmiro Fraguas: Muerte en Acobamba. Necesitaba averiguar que relación tenían esas muertes de cincuenta días con las muertes de los investigadores contratados antes que él y por qué el señor Mezquita le dijo que tenía cincuenta días para encontrar a la pequeña Alexia. Se estaba obsesionando con eso.
Como llegó pronto a la biblioteca apenas había nadie. Un grupo de ancianos que leían la prensa y dos chicas jóvenes que compartían unos apuntes. Moisés dejó el ordenador encima del mismo sitio donde estuvo la última vez y lo abrió conectándolo de inmediato a la red Wi-Fi. El navegador comenzó a parpadear y en unos instantes estuvo a punto para iniciar la búsqueda. Escribió:
«¿Por qué tiene que pasar cincuenta días para matar a alguien?».
Google pensó un rato y en dos segundos se abrieron varios resultados. No había entrecomillado la búsqueda y fueron varias las opciones. Fue mirando las veinte primeras, pero ninguna le dijo nada. El libro de Muerte en Acobamba tampoco explicaba por qué los sicarios mataban a los secuestrados tras pasar cincuenta días. Qué sentido tenía esperar ese tiempo.
Moisés cogió un folio en blanco y empezó a escribir el número cincuenta de diferentes formas. Primero separado: cinco y cero. Luego hizo una serie de operaciones con él: lo dividió con otros números, lo multiplicó, lo invirtió. Buscó en Google la cábala de ese número y tras leer el resultado se quedó igual: El número 50 es el número de las puertas de Binah, es decir, del entendimiento. En el lenguaje de los 50 aconseja desconfianza. En griego se lo identifica con Nu, que en árabe es Nun y en hebreo también Nun, equivalente a nuestra N. Los neopitagóricos lo identificaron con el nihilismo, oponiéndolo al 5 que significa la aspiración al acontecimiento. Para los cristianos es el número con que se identifica al Espíritu Santo.
Enfrascado como estaba Moisés Guzmán con el número cincuenta, entró en la biblioteca el pederasta. Se sentó en el sitio más alejado de la entrada, como hacía siempre, y de inmediato abrió su ordenador. Moisés lo miró con cuidado para que él no se percatara. Era un hombre repugnante, masticaba chicle con la boca abierta haciendo un ruido espantoso y a pesar de la buena climatización de la biblioteca su frente no dejaba de sudar. La camisa se le empapaba y de vez en cuando se llevaba la mano izquierda a la bragueta, como si estuviera tocándose. Era realmente nauseabundo.
Desde el lugar donde se había sentado era imposible mirar la pantalla de su ordenador sin pasar por detrás. Además aquel hombre no se levantaba en ningún momento de su sitio. Detrás de él había una estantería de libros de gramática castellana y catalana y diccionarios que nadie consultaba. Los estudiantes preferían utilizar internet para hacer sus búsquedas, era más rápido y más actualizado.
A Moisés se le ocurrió un plan para averiguar si aquel hombre era realmente un pederasta. Y lo puso en práctica.
Se levantó de su sitio y se fue a la estantería que había detrás del pederasta. Al pasar se fijó en el ordenador y en la pantalla había la misma imagen de siempre, dieciséis catedrales en idéntica posición. Moisés ojeó un libro al azar de la estantería durante un minuto aproximadamente y cuando terminó lo volvió a dejar en su sitio. Al lado del libro, en la parte más profunda de la estantería y lejos de la vista dejó su teléfono móvil al revés con la cámara activada. Calculó la posición del mismo para estar seguro de que enfocaría al ordenador del pederasta. La memoria del móvil tenía capacidad suficiente como para almacenar un vídeo de varios minutos. Lo necesario para averiguar qué es lo que miraba ese tío cada día en la biblioteca, pensó Moisés.
Después de eso Moisés caminó hasta su asiento y siguió repasando las notas del número cincuenta y la posible combinación matemática. Tampoco prestó mucha atención a las operaciones, ya que se planteó como tiempo límite cinco minutos para ir a recoger el teléfono móvil y visionar el vídeo y así saber que miraba el pederasta.
A su lado se sentaron tres chicas jóvenes, muy atractivas, que abrieron varios libros sobre la mesa y las tres comenzaron a repasar sus apuntes. Moisés las miró y ellas sonrieron mientras de vez en cuando intercambiaban alguna palabra en catalán. Enfrascado como estaba le dio por pensar que pasaría si alguien le llamaba, no había pensado en eso. El teléfono móvil que había dejado en la estantería trasera del pederasta lo delataría. Cruzó los dedos y rezó; aunque nunca lo hacía, para que nadie le llamara durante los próximos cinco minutos.
Pasado el tiempo se levantó y fue de nuevo a la estantería donde estaba el pederasta. Al pasar por detrás se fijó en que seguía mirando las mismas catedrales. Iluso, se dijo, no sabe que lo estoy espiando. Cogió el móvil con cautela de no ser visto y regresó a su asiento. Allí cerró el ordenador portátil, recogió el libro de Edelmiro Fraguas y se fue al servicio de la biblioteca, no podía esperar más a visionar el vídeo.
Se metió en el váter y se cerró por dentro. En unos segundos buscó el último vídeo grabado y se dispuso a verlo. Efectivamente era lo que él pensaba. Nada más irse de la estantería, el pederasta minimizaba la foto de las dieciséis catedrales y visionaba lo que parecía una página web conteniendo fotos de niños menores desnudos. La imagen se veía con dificultad ya que la distancia desde la cámara del móvil y el ordenador del pederasta era insuficiente como para obtener una buena grabación, pero aún así se visionaba con claridad. Entre las fotos había imágenes de sexo explícito. Vio como con el botón derecho del ratón le daba a la opciónguardar comoy las imágenes las almacenaba en el ordenador. Eso lo incriminaría, ya que si en ese momento le intervinieran el ordenador portátil habría pruebas suficientes como para imputarle un delito de corrupción de menores como mínimo.
Pero Moisés no estaba en Huesca, ni en su comisaría, allí habría llamado a una patrulla de la policía nacional y tras explicarle lo que sabía hubieran intervenido el ordenador y detenido a ese tío. Pero estaba en Barcelona, en una ciudad extraña para él y con una policía a la que desconocía. Recapacitó sobre eso y se dijo que no tenía por que ser distinto, después de todo el código penal era el mismo para todo el estado español. Pensó que quizás los Mossos d›Esquadra podrían sentirse molestos si los llamaba para denunciar un delito que les correspondía a ellos investigar, algo así como una invasión de competencias.
Salió a la calle con el ordenador debajo del brazo y el libro de Edelmiro Fraguas. A él, pensó, no tenía que importarle que un pederasta almacenara fotografías de menores en su ordenador. Tenía que centrarse en la investigación para la que fue contratado y averiguar donde estaba Alexia y cuidar de su propia vida, ya que el veintinueve de septiembre se cumplirían cincuenta días desde que solicitó la excedencia. El día de su muerte.
Cuando cruzó la avenida Diagonal para ir a comer al restaurante Alba, vio a la patrulla de los Mossos d›Esquadra que el sábado lo habían identificado ante el restaurante. Eran los dos mismos agentes. Se acercó hasta ellos sin dudarlo y tras saludar cortésmente les dijo lo que había pasado en el interior de la biblioteca y las pruebas que tenía para incriminar al pederasta. Esperó Moisés una reacción desairaba por parte de los agentes. Pero todo lo contrario, se interesaron mucho y de inmediato se adentraron los dos, después de ver el vídeo en su teléfono móvil, dentro de la biblioteca y procedieron a la detención del pederasta y a la intervención de su ordenador portátil. Y le emplazaron a Moisés para que pasara por la comisaría de Ciutat Vella esa misma tarde para tomarle una declaración como agente de policía. Moisés se sintió satisfecho con la cooperación entre ambos cuerpos policiales.