18

EL JUEVES veinte de agosto amaneció caluroso y con un cielo tan negro que de un momento a otro estallaría una sonora tormenta sobre Barcelona. Ya lo había advertido el telediario la noche anterior. Moisés miró el reloj y vio que ya eran las nueve y media, se había dormido. Saltó de la cama como si tuviese que ir a trabajar y llegara tarde a su puesto en la comisaría de Huesca. Tenía que afeitarse e ir a la calle Verdi para hablar con el señor Artigas, el vecino del piso de abajo. Era determinante lo que ese hombre le pudiera contar de sus vecinos de arriba.

Y cuando Moisés se había enjabonado la cara y se disponía a rasurar la cerrada barba el teléfono móvil que estaba en silencio comenzó a vibrar sobre la mesa, al lado del ordenador portátil. La pantalla indicaba que era Yonatan quien llamaba, algo había averiguado ya de los tres detectives anteriores, pensó Moisés.

—Buenos días Yoni —dijo, terminándose de aclarar la garganta. La voz de Moisés surgió entrecortada.

—¿Qué pasa detective? —le dijo Yonatan jocosamente—. Llevo desde las siete de la mañana fondeando la base de datos de la policía nacional. He tenido que parar varias veces ya que hay algún curioso que se me pone detrás del ordenador y no quiero que vean lo que estoy haciendo.

—Sí Yoni, es importante que nadie sepa nada.

—Ya, ya, pero no estoy solo, ¿sabes? El único ordenador donde puedo hacer las consultas es el de la sala de coordinadores y hay varios compañeros que lo necesitan para hacer minutas de fin de semana. Mira, te cuento: de Genaro Buendía Félez sé que era un militar retirado, había estado destinado en el cuartel de infantería del Bruc, en Barcelona, hasta el año 2008, en enero se dio de baja…

—Murió en marzo de 2008 —dijo Moisés mientras repasaba sus notas que leía sentado en la mesa de su habitación.

—No hay nada, en la base de datos, destacable, sólo que en el 2003 puso una denuncia por daños de la luna trasera de su coche, seguramente porque se la pediría el seguro para hacerse cargo del importe. Tenía carné de camión y de moto, algo lógico en los militares, y carecía de antecedentes penales. No sale nada más.

—Un tío normal —dijo Moisés.

—Sí, por nuestra parte, así es. De Anselmo Gutiérrez Sánchez tampoco hay nada. Trabajaba como lampista en una empresa de Vilassar de Mar, un pueblo que hay entre Barcelona y Mataró, estuvo trabajando hasta febrero de 2007 en que pidió el finiquito y se marchó. En esa empresa estuvo dos años justos y antes había sido vigilante de seguridad en Badalona.

—¿Vigilante? —inquirió Moisés.

—Sí, el primero militar y el segundo vigilante.

—Vaya, y los dos dejaron sus trabajos antes de emplearse como detectives.

—Espera que te hable del tercero —siguió Yonatan—. De Elías Otal Subirachs sé que era Guardia Civil en el puesto de Canet de Mar, un pueblo entre Mataró y Blanes. Estuvo destinado allí hasta que cursó la baja en enero de 2006…

—Éste murió en abril de ese año —interrumpió Moisés.

—Tampoco sale nada destacable en los archivos policiales. Los tres eran gente corriente: el primero militar, el segundo vigilante y el tercero guardia civil.

—Sí —replicó Moisés—, pero todos estaban relacionados de una forma u otra con fuerzas y cuerpos de seguridad.

—Como tú —puntualizó Yonatan—. ¿Sabes si los contrató el mismo que te contrató a ti?

Moisés no quería dar tantas explicaciones a su compañero y optó por no hablar más de la cuenta. Omitió la pregunta.

—¿Cómo siguen las cosas por Huesca?

—Vamos como siempre. Aún está la gente de vacaciones y de momento hay poco trabajo. Hoy tiene pinta de llover y no creo que venga mucha gente a denunciar.

Moisés se quedó un rato ensimismado y pensando en la lógica del señor Mezquita, el hombre que lo contrató. Suponía que buscaba gente relacionada con la seguridad para que avanzaran en la investigación de la muerte de los Bonamusa y en la desaparición de la pequeña Alexia. Le pareció curioso que no contratara detectives profesionales y que todos, incluido él, estuvieran en activo hasta que les ofreció dinero por dedicarse a ese asunto. Pero lo más curioso e inquietante de todo era que esas personas murieran a los pocos meses de empezar a investigar. Entonces le vino una idea a la cabeza que, aunque descabellada, necesitaba comprobar si era posible.

—Yoni… ¿puedes conseguir la fecha exacta de la baja de sus respectivos trabajos? —preguntó sin estar muy seguro de lo que estaba pidiendo.

—Quieres decir el día que firmaron el finiquito.

—Sí, así es.

—En las aplicaciones policiales no hay esos datos, ya lo sabes —cuestionó Yonatan.

—Tendrías que mirarlo en el INSS.

—Vamos Moisés, no me jodas. Una cosa es que te consulte los archivos policiales y otras es indagar en el INSS.

El INSS es el Instituto Nacional de la Seguridad Social. Cuando la policía tiene que consultar algún dato relacionado con la vida laboral de un investigado, debe oficiar al INSS solicitando mediante escrito motivado los datos que necesita y el INSS responde en un plazo más o menos corto. Se puede saber cuánto tiempo ha estado trabajando una persona, dónde y qué información aportó en su día. En definitiva toda la vida laboral de alguien puede ser consultada por la policía cuando es necesario.

—Es sencillo —le dijo Moisés—. Hay un formato de oficio en la carpeta de coordinadores. Tan solo lo tienes que rellenar, poner el sello de la oficina de denuncias y entregarlo en mano al director del INSS de Huesca.

—Lo que te digo Moisés, no me jodas con este asunto. Esa información solamente se puede solicitar si hay una investigación abierta.

Moisés dudó unos instantes. Tenía que convencer a Yonatan para que pidiera esos datos, aún sabiendo que lo hacía de forma ilegal. La única manera de legalizar esa petición era abriendo unas diligencias en la comisaría de Huesca sobre la investigación que estaba llevando en Barcelona. Pero el jefe de la comisaría no le hubiera dejado, argumentando que esa investigación era un asunto de la policía autonómica de Cataluña y que ellos, la policía nacional de Huesca, no tenía nada que ver.

—Mira —le dijo finalmente—, yo en alguna ocasión he solicitado datos al INSS y me los han dado sin ningún tipo de traba. Haz un oficio desde el ordenador del despacho de coordinadores, ya verás que solamente hay que rellenar los campos que te pide: los datos de filiación de la persona, el motivo y el número de diligencias policiales.

—¿Y qué número pongo? —preguntó Yonatan mientras tomaba nota de lo que le decía Moisés.

—Invéntatelo. Cualquier número valdrá. Eso no lo va a comprobar nadie.

Yonatan dudó unos instantes mientras anotaba en un folio los datos que tenía que pedir.

—¿Y luego?

—Te responderán en unas horas. Antes del mediodía tendrás el resultado. Te lo darán por escrito. Escaneas los documentos y me los mandas a mi dirección de correo electrónico, ya sabes cual es.

—Está bien —asintió—. Espero que esto no me vaya a causar problemas.

—Cuando me llegue tu correo ya te responderé.

—Cuídate Moisés. Cuídate —repitió antes de interrumpir la comunicación.

Una vez se hubo afeitado, Moisés Guzmán salió de la cochambrosa habitación de la pensión Tordera y se dirigió andando hasta la calle Verdi. Quería hablar más profundamente con el vecino del piso inferior del matrimonio Bonamusa: Pere Artigas. Él sabría más cosas de las que había dicho y toda la información que pudiera aportarle sería importante para avanzar en la investigación. Apagó el ordenador portátil y lo dejó encima de la mesa de madera de la habitación. Cogió una libreta pequeña y un lápiz, a Moisés le gustaba tomar notas a lápiz ya que luego le permitía corregirlas si eran erróneas.

En el vestíbulo de la pensión se cruzó con el chico joven de recepción que ni siquiera reparó en él. A esas horas, ya eran las diez de la mañana, el silencio era espectral. Fue caminando hasta la avenida Diagonal y se paró en el bar de siempre a tomar un café con leche y una ensaimada. En la puerta encendió un cigarrillo y luego fue caminando hasta la calle Verdi. Ya eran las once y media de la mañana.

Cuando llegó al número 45 se cruzó en el rellano a un hombre de unos cuarenta años, bien vestido y con una tez musculada. Llevaba el pelo corto a lo cepillo que le recordó a un marine del ejército americano. Al pasar por al lado saludo con un escueto: «Buenos días». Su acento era marcadamente catalán, aunque también tenía un deje francés. Pudo acceder al interior del inmueble sin problemas ya que la puerta no estaba cerrada, algo que le extrañó en una ciudad bombardeada por la delincuencia, pero el barrio de Gracia aún conservaba la tranquilidad de los pueblos, a pesar de estar insertado dentro de Barcelona.

En el vestíbulo solamente había tres buzones: un piso por planta. El primero ya imaginó que estaba vacío y pendiente de alquilar. En el segundo vivía Pere Artigas y el tercero era donde mataron a los Bonamusa, vacío también. El ascensor era antiguo, de esos que tienen una contrapuerta de madera que encierra a los ocupantes y a través del tragaluz se veía la correa metálica que lo izaba hasta la planta correspondiente.

Solamente llamó al timbre una vez y en menos de un minuto abrió la puerta Pere Artigas. Sus ojos se clavaron en los de Moisés y dijo un seco:

«Què vol?».

—Buenos días, señor Artigas. Perdone que le moleste, soy Moisés Guzmán, ¿se acuerda de mí? Estuve a principio de semana hablando con usted en la calle.

Pere Artigas abrió un palmo más la puerta intentando que la luz del interior del piso alumbrara la cara de Moisés y le dijo:

—Ah, sí, ya le recuerdo. Espere un momento que arreglo el piso. Un segundo —dijo mientras cerraba la puerta y se metía dentro.

Moisés se quedó en el amplio y tenebroso rellano teniendo que encender la luz del automático unas cuantas veces. Al ser una escalera de pocos vecinos la luz se apagaba enseguida. Le dio por pensar que aquel hombre aprovecharía para esconder algo, aunque su imaginación no llegó a vislumbrar que podría ocultar un anciano que vivía solo. Se rió con la ocurrencia de que fuese una revista porno.

Finalmente Pere Artigas le abrió la puerta del piso.

—Pase, pase —dijo—, señor…

—Moisés Guzmán —terminó de decir.

—Ah sí, tengo dificultades para recordar los nombres. Me estoy haciendo mayor.

A Moisés le dio la sensación de que aquel hombre quería aparentar más torpeza de la que en realidad tenía.

—Gracias señor Artigas. Es usted muy amable.

El piso de Pere Artigas era lo más parecido a un palacio. Moisés supo que el piso superior, el de los Bonamusa, debía tener la misma distribución. Era una vivienda amplia y bien distribuida. Nada más entrar se topó con un recibidor ancho, presidido por un mueble de madera oscura y un espejo del tamaño de una persona. Al traspasar el recibidor llegaron hasta un salón enorme donde estaba el sofá y una librería con un televisor de plasma. Desde allí había una salida a un balcón que intuyó daba a la calle Verdi. El salón tenía dos puertas que desembocaban en un pasillo por donde se repartían las habitaciones y los baños, dos contó Moisés. La cocina además tenía una salida a un balcón interior que daba a un tragaluz enorme.

—¿Y qué desea de este pobre viejo? —preguntó.

—Como le dije el otro día estoy investigando la muerte de los Bonamusa.

El rostro de Pere Artigas se contrajo levemente.

—Ah, ya, me lo dijo, es verdad. Pero poco le puedo ayudar, ya relaté en su día a los investigadores todo lo que sabía de este asunto.

—Había una cuestión referente a una llamada que hizo usted a la Guardia Urbana el día once de mayo de 1996 comunicando que venían ruidos desde el piso de arriba, el de los Bonamusa.

—¿Una llamada? —cuestionó—. No recuerdo que hiciéramos ninguna llamada. Pero como ya le he dicho mi cabeza no está para muchos trotes.

—El lunes me dijo que ya le habían preguntado varias veces lo de la llamada a la Guardia Urbana y que usted dijo que nunca hicieron esa llamada.

—Mire señor…

—Moisés.

—Mire señor Moisés, mi cabeza no está para galopes, apenas recuerdo que hice el lunes y estoy cómo para recordar que hice hace trece años.

A Moisés le chocó que el señor Artigas no se acordara de nada, pero dijera sin dilación que los hechos investigados ocurrieron hace trece años. Lo quiso poner a prueba.

—Creo que el asesinato de los Bonamusa fue hace doce años —dijo.

—No, no, señor…

—Moisés.

—Señor Moisés eso fue hace trece años, la noche del quince de agosto de 1996.

—Tiene usted buena memoria para las fechas.

El señor Artigas se sintió un poco contrariado, según pudo apreciar Moisés en su mirada.

—¿Vive alguien más en este edificio?

—Nadie —respondió sin apenas pensar la respuesta.

—Al entrar me he cruzado con un hombre que…

—Ah, sí, es mi médico —dijo—. Viene tres veces por semana a pincharme.

—¿Pincharle?

—Sí, cosas de la edad —replicó mientras se le notaba que no quería hablar más del tema—. Los viejos siempre nos estamos medicando y pinchando.

—Pues está usted estupendo para su edad —alabó Moisés.

—¿Cuántos años tengo? —le preguntó entonces el señor Artigas.

Moisés se quedó mudo, pues vio en su pregunta un ataque. Ciertamente le había dicho que estaba estupendo para su edad y se supone que no sabía su edad.

—No sé, sesenta —dijo tirando alto para quedar bien.

—Setenta y siete —gritó el señor Artigas mientras sonreía—. Ya son setenta y siete primaveras las que golpean estos huesos.

Moisés sonrió.

—Pues está usted muy bien.

—La cabeza hijo. La cabeza es lo que falla.

Mientras hablaban, se fijó Moisés en los cuadros de la pared. Había uno de un paisaje y otro que sería una réplica de un Picasso. Varios diplomas que demostraban que el señor Artigas había ejercido como médico y recuerdos, supuso, de algún viaje, como podían ser figuras africanas o abanicos de colores chillones. Pero sobre el mueble donde estaba el televisor había un hueco que delataba que allí hubo hasta hacía bien poco un cuadro. Era un hueco pequeño que encajaba más con el tamaño de una fotografía. Pasó la mirada por encima y evitó que el señor Artigas se diera cuenta, seguramente fue en eso en lo que se entretuvo mientras lo hizo esperar en el rellano.

—¿Vive solo?

El señor Artigas lo miró entonces con furia.

—¿Es eso importante para su investigación?

—Siento haberle molestado —se excusó—. Ha sido una pregunta de cortesía.

El señor Artigas rebajó entonces el tono de su malestar.

—Le ruego que me disculpe señor…

—Moisés.

—… Señor Moisés, no recibo muchas visitas y he perdido la capacidad de mantener una conversación cordial. Mi esposa se fue hace años y desde entonces me he vuelto un ermitaño. ¿Quiere tomar alguna cosa?

—No, muchas gracias por todo —le dijo—. Ha sido usted de gran ayuda.

El señor Artigas lo acompañó hasta la puerta y allí se despidieron los dos estrechándose la mano.

Cuando salió a la calle recapacitó Moisés sobre lo que no había visto en el piso, que fue más de lo que vio. No había ninguna fotografía de la mujer del señor Artigas. Se preguntó el policía si las habría escondido todas mientras él se esperaba en el rellano. De ser cierta su hipótesis… ¿por qué lo hizo?