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EN EL segundo piso de la calle Verdi número cuarenta y cinco dos hombres conversan sentados en el sofá del amplio comedor. Uno de ellos, el más mayor, sostiene en su mano derecha una humeante taza de café recién hecho. El otro, más joven, está apostado en uno de los ventanales que dan a la calle Verdi, mirando a los peatones que transitan acelerados mientras entran y salen de los comercios. Los dos, pese a la diferencia de edad, ostentan una poderosa forma física. Pere Artigas ya tiene setenta y siete años y su corazón cabalga presuroso como el de un joven de veinte. Sus manos son fuertes y sus brazos musculados. Conserva la mirada de una bestia a punto de saltar sobre su presa. Ramón Artigas se retira del ventanal y se sienta al lado de su padre.

—El policía de Huesca parece más hábil que los otros —le dice a su hijo.

—Estoy pensando en matarlo antes de que se cumplan los cincuenta días —replica Ramón.

—Que tonterías tienes hijo. Ya te dije que eso de la muerte a los cincuenta días era una memez. Ni siquiera sabemos si los investigadores han caído en la cuenta. O el propio doctor Mezquita.

Ramón Artigas se levanta del sofá y traspasa a una sala más pequeña que hay al lado del comedor. De una estantería retira un libro que trae agarrado en su mano. Lo deja sobre la mesita donde reposan las dos tazas de café medio vacías. El título del libro dice: Muerte en Acobamba de Edelmiro Fraguas.

El hijo le repite la historia a su padre.

—Cuando estuve en la Legión francesa coincidí con muchas personas de Sudamérica —le dice—. Allí son muy religiosos y creyentes y aprendí que la fe por si sola es capaz de mover montañas, de matar personas, de curar enfermedades.

—Sí, Ramón, en eso estoy de acuerdo contigo, pero la fe es para los que creen en ella. De nada sirve si no eres devoto.

—Sí, pero hasta ahora, que sepamos, el penúltimo investigador y puede que el policía de Huesca, estén más preocupados por la muerte a cincuenta días que por resolver el crimen de los Bonamusa y la desaparición de… —se detuvo unos instantes— Alexia.

—Es posible hijo, es posible. Pero el doctor Mezquita no se cansa de contratar gente para que la busquen y al final terminarán por encontrarla y entonces…

—Shhh —lo silenció su hijo poniéndole el dedo en los labios—. Mírate papá. Mira tus ojos brillantes. Tu tez carente de arrugas. Tus manos fuertes. Mira también a mamá. Sus ojos. Los años que le lleva ganados a la muerte. La felicidad de Alexia.

—Dios dispone hijo.

—No vengas otra vez con esas. No es Dios quién mandó a los asesinos de los Bonamusa y de no remediarlo también hubieran matado a Alexia.

—Pero no la mataron.

—Por pena.

—La pena es divina, es una cualidad humana…

—Vale papá, vale. Ya hemos hablado de eso. Hice lo que tenía que hacer, salvar a la niña y con su sangre salvar a mamá.

—¿Y el doctor Mezquita?

—Debe ser el único que sabe lo de la sangre, pero a la vista está que no ha dicho nada a nadie. Una noticia como esa saltaría a la prensa de inmediato.

—¿Y a los investigadores?

—Ninguno lo ha nombrado. Pero quién les iba a creer. Ellos solamente buscan una niña, porque el doctor Eusebio Mezquita les ha contratado para eso. Son mercenarios.

—Como tú hijo —dijo Pere Artigas terminando de sorber el café que se había enfriado.

—Como yo —asintió Ramón incapaz de replicar a su padre.