55

El ascensor llegó hasta la segunda planta. Vázquez pensó en la ley de Murphy.

—Cuanta más prisa tienes, más lento va todo —murmuró mientras se abría la puerta del ascensor.

Ya en el pasillo, oyó un disparo. Pensó que podía haber sido cualquier otro ruido, pero no había ninguna duda, lo que acaba de oír era el disparo de una pistola.

—¡Mierda! —gritó—. Mierda, mierda y mierda…

Sacó el arma del cinto y se encaminó hacia la habitación 215. Por el pasillo se cruzó a varias enfermeras que lo miraron asustadas. Supuso que ellas pensarían que él era el que había disparado.

—Suelte el arma —escuchó a su espalda.

Se detuvo y se volvió despacio. Un vigilante de seguridad le apuntaba con un revólver. La recepcionista lo había llamado para decirle que ese hombre había preguntado por las policías. El vigilante, muy profesional y sabiendo que en la habitación 215 había dos policías ingresadas, se decidió a subir hasta esa planta para ver qué ocurría.

—Soy policía —gritó Vázquez—. Los disparos vienen de esa habitación —dijo señalando con la cabeza la puerta de la habitación 215.

El vigilante le creyó. Los dos se acercaron hasta la puerta. Vázquez ignoró cualquier medida de seguridad y abrió la puerta de par en par sosteniendo su arma, que apuntaba al frente. En el suelo yacía el cadáver de un hombre. Su cabeza estaba abierta como un melón y había sangre por todo el suelo. El inspector jefe se fijó que el techo se había teñido de rojo. Sobre la cama de la derecha estaba Diana, sentada y sosteniendo su pistola en la mano, con los ojos abiertos de par en par. En la cama de la izquierda estaba la inspectora Arancha con los pies atados por los tobillos con una cuerda de nailon. En su mano también sostenía una pistola.

—¿Qué? —dijo Vázquez.

—Este hijo de puta no sabe aún que una policía nunca se desprende de su arma —chilló Arancha.

—¿Es el informático? —preguntó Vázquez.

El vigilante de seguridad permanecía inmóvil detrás de Vázquez sin soltar el revólver de su mano. Todavía no se creía lo que estaba viendo. El inspector jefe supo que el disparo había provenido del arma de Arancha.

—Sí. Es él —respondió Arancha—. El cabrón quería hacer con nosotras lo mismo que hizo con las otras chicas. Después de lo que nos pasó en el Hotel Marola, pensé que lo mejor sería tener mi arma a mano —dijo la inspectora—. Así que la guardé debajo de la almohada. Y en vista de lo ocurrido pienso que ha sido la mejor idea que he tenido en mucho tiempo.

Diana dejó la pistola encima de la cama. Se preguntaba de dónde había sacado la munición la inspectora y cómo es que no se había dado cuenta cuando ella la ocultó debajo de la almohada.

—¿Estáis bien? —preguntó Vázquez.

—Ahora sí —sonrió Arancha—. Pero estaré mejor cuando me desates los pies.

—Oh, claro —dijo Vázquez, bastante confuso.

Por la puerta de la habitación entraron varios mossos d’esquadra que acompañaban al intendent Sebas Mateu.

—Pero… ¿qué ha ocurrido aquí? —preguntó el intendent.

Vázquez lo miró mientras se guardaba el arma en el cinto.

—Este es el asesino del abecedario —dijo señalando el cuerpo que había en el suelo.

—¿Otro? Pero ¿cuántos asesinos de esos hay? —preguntó el intendent con voz cómica.

—Espero que solo este —respondió Vázquez.

—¿Y el que mataron estas dos en el hotel?

—Ese era un pobre desgraciado al que pagó César por darnos un susto y por despistarnos todavía más —dijo Arancha—. Al igual que hizo con el policía de Huesca, al que quiso incriminar, o el delegado de Hacienda al que casi lo hace pasar por culpable. Pero… ¿me quieres soltar los pies? —le repitió a Vázquez, que permanecía atónito.

—¿De dónde es? —preguntó el intendent señalando el cuerpo con la barbilla.

—Es un informático de la empresa que lleva los ordenadores de la policía. Trabaja con nosotros desde hace cuatro años.

—¿En Madrid? —siguió preguntando el intendent, que no estaba comprendiendo nada de lo que ocurría.

—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó Arancha a Vázquez mientras el inspector jefe intentaba desatarle los pies. Nadie respondió al intendent, que tenía los ojos abiertos y el gesto contraído.

—Pues si te lo digo, no te lo crees —respondió Vázquez a Arancha—. Estaba a punto de coger el AVE cuando me he encontrado a un antiguo alumno de la policía al que di clase cuando estaba en Madrid, en aula abierta. Se llama Lorenzo Solanas; aunque yo no me acordaba de él al principio. Luego, al oírlo hablar, me he acordado de él. El chico me ha preguntado por César, el informático. Me ha dicho que cuando estuvo en el aula abierta en la Brigada, a él y a sus compañeros les hacía mucha gracia ese tío, sobre todo por lo peculiar que era. Entonces me ha contado que otra policía de aula llamada Ruth le contó que lo había pillado mirando vídeos grabados en las duchas del vestuario de las chicas.

—¿Y no lo denunció? —preguntó extrañada Diana.

—No, no. Ya se lo he preguntado, pero me ha dicho que como estaban de aula no querían buscarse problemas.

—¡Que no querían buscarse problemas! ¡Que no querían buscarse problemas! —repitió dos veces Arancha, como si no se lo creyera—. Me parece increíble que una alumna de policía no denuncie algo así de gordo. Entonces… ¿qué coño hará cuando tenga que enfrentarse a criminales en su carrera policial?

—Bueno, bueno —la tranquilizó Vázquez—. Eso no es lo importante ahora. Cuando regrese a Madrid ordenaré una información reservada para esclarecer por qué esa policía no denunció a este —dijo señalando el cadáver del suelo.

—A la policía y a los alumnos que compartieron aula abierta con ella y sabían lo que hizo —insistió Arancha—. No me jodas que hemos estado duchándonos mientras este hijo de puta nos grababa.

—Esa chica lo pasó mal, según me ha comentado su compañero de aula —siguió hablando Vázquez, restando importancia al hecho de que no hubiera denunciado al informático—, ya que durante unos días se sintió acosada por César. Según Lorenzo parecía que se hubiera enamorado de ella. Figúrate —le dijo a Arancha mientras se esforzaba por desatar el nudo de la cuerda de nailon—, cuando Lorenzo me ha hablado de César es cuando me ha dado por pensar en él. Entonces he ido acordándome de escenas donde él decía que su madre era de Málaga, que hablaba francés, que le gustaba Mortadelo por su capacidad de disfrazarse…

—¿Y por eso has pensado que él era el asesino del abecedario? —Diana encogió los hombros.

El vigilante de seguridad sacó una navaja de su cinto y se la ofreció a Vázquez para que pudiera cortar la cuerda de nailon de los tobillos de Arancha.

—Siempre supe que el asesino no tenía que andar muy lejos. Sabía que tenía que ser un policía o alguien que estuviera dentro. Hasta casi me creo la teoría de que era el policía de Huesca, pero cuando Lorenzo me habló del informático entonces fue cuando lo vi claro. ¿Cuántas veces habéis oído a César decir que quien tiene la información tiene el poder?

Arancha recordaba habérselo oído decir en más de una ocasión. Diana, que llevaba poco tiempo en la Brigada, también lo había escuchado alguna vez.

—Varias —respondió la inspectora.

—Pues eso —afirmó Vázquez—. Él tenía el poder porque tenía toda la información. Accedía a los ordenadores de la policía sin ningún tipo de traba. Sabía qué teléfonos estaban pinchados, qué IP se rastreaban, qué investigaciones estaban abiertas, qué miraba el comisario cada día, leía nuestros correos, era el encargado de extraer los vídeos de las cámaras de vigilancia, rastreaba nuestros navegadores, accedía a nuestras cuentas de Facebook, Twitter o de lo que fuera. Se ha reído de nosotros simulando pruebas falsas en los crímenes. Los nombres que comenzaban por la misma letra, la edad, la forma de matar a las chicas, el marqués de Sade; incluso buscaba que los crímenes coincidieran con las reuniones del Club Bilderberg con el único objetivo de despistarnos. Ha tenido en jaque a la policía durante varias semanas. Incluso es posible que el crimen de Nimes no fuese cosa suya, pero que lo hubiera tomado de ejemplo para no comenzar de cero. Cuando el alumno me habló de él en la estación del AVE lo vi claro. Él era el que tenía el poder. Lo tuvo en todo momento y nos ha hecho bailar al son de su música. Luego recordé que el policía de Huesca y el delegado de Hacienda hablaban de un hombre alto y corpulento, grueso, dijeron los niños de Soria. La descripción del pelo no era de fiar, se disfrazaba al igual que hacía su ídolo Mortadelo. Él ha sido el que ha matado a esas chicas y el que ha estado en Soria, Huesca, Zaragoza o Albarracín. Si os acordáis no iba a la Brigada cada día. Alguna vez que alguien preguntó por él, se dijo que estaba en otra comisaría o que había ido de viaje a las periféricas como El Escorial o Móstoles, por ejemplo. Estoy convencido de que los días que viajó a los lugares de los crímenes no estuvo en Madrid. Pediremos su historial a la empresa de informática que lo contrató y, lo más importante, solicitaremos orden judicial del registro de su piso.

—¿Y por qué esa obsesión con matarnos a nosotras? —preguntó Diana mientras se ponía en pie.

—Un trofeo —dijo Vázquez—. Para un asesino así mataros a vosotras, y de la misma forma que a las otras chicas, era el mejor trofeo que podía conseguir. Para él hubiera sido el clímax. Dos policías…

—Pues ahora ya tiene su trofeo —torció el gesto Arancha—. Ocho gramos de plomo en la cabeza.

Tanto el intendent de los Mossos d’Esquadra, como Vázquez y Diana, posaron sus ojos sobre el cadáver que yacía desangrado en el suelo.

Vázquez miró la bolsa de tela que portaba César. Dentro no había nada.

—¿Y esto? —preguntó a las dos policías.

—De ahí ha sacado el trípode. —Diana señaló el pequeño trípode de acero que había montado sobre la mesa.

—¿Y la cámara?

—¿Buscas algo? —preguntó el intendent tratando de colaborar.

—Aquí hay un trípode, pero falta una cámara —respondió Vázquez.

—El intendent hizo un gesto con la barbilla y varios mossos d’esquadra removieron la habitación en busca de una cámara de vídeo o de fotos.

—No hay nada —dijo uno de los mossos.

Vázquez frunció la frente como si estuviera pensando.

—El hijo de puta no os iba a grabar —dijo finalmente—. Solo quería que nosotros pensáramos que os había grabado. Quería que al encontrar vuestros cuerpos nos rebanáramos los sesos investigando adónde había ido a parar la grabación de vuestro crimen. Nos quería mantener ocupados. Que siguiéramos elucubrando sobre grupos poderosos, sobre intrigas de crímenes ocultos… ¿De verdad nunca se te pasó por la cabeza que él fuese el asesino? —le preguntó Vázquez a Arancha—. ¿Cómo es posible que nos la haya colado durante tanto tiempo?

La inspectora se sentó sobre la cama y se frotó los tobillos. Por encima de la venda que le tapaba la nariz florecía una mancha de sangre.

—Cuando Diana se dio cuenta de que alguien le había quitado las balas de su cargador, miré el mío y vi que yo tampoco las tenía —respondió Arancha a la pregunta de Vázquez—. Entonces pensé que quien hubiera podido quitarnos la munición tenía que ser alguien muy próximo a nosotras. Alguien de dentro. Alguien que pudo acceder a nuestros bolsos. Y tuvo que hacerlo en la Brigada, ya que no me había desprendido de mi bolso en ninguna otra parte. Por suerte siempre llevo un cargador de emergencia en una de las cremalleras de mi bolso. El asesino no pensó en mirar ahí y se limitó a vaciar los cartuchos del cargador de mi pistola. Así que cuando nos trasladaron al hospital, y un policía de la Judicial me trajo el bolso, saqué el cargador y monté mi arma con ese cargador y la puse debajo de la almohada, al igual que hizo Diana —dijo mirándola—. Presentía que el rumano que mató Diana en el hotel no era el asesino y que el verdadero asesino vendría a terminar la faena. Pero… respondiendo a tu pregunta: nunca pensé que pudiera ser él.

Vázquez miró al intendent. Los Mossos d’Esquadra ya sabían lo que tenían que hacer. En unos minutos la habitación del hospital se llenaría de policías, forense, fiscal e incluso el juez. Por su parte él llamaría a Madrid, al comisario Celestino Rivero, y le contaría lo que había ocurrido para mantenerlo al corriente. Ellas tendrían que declarar en la comisaría de los Mossos todo lo ocurrido en el hospital desde que César entró en la habitación. Una copia de esa declaración se adjuntaría al atestado principal sobre los crímenes del Marqués de Sade.

—Parece que este cabrón lo tenía todo planeado —dijo el intendent.

—Todo no —replicó Arancha—. Nos infravaloró. Pensó que Diana y yo éramos unas desvalidas quinceañeras. Y se ha encontrado con dos policías. Dos policías con dos cojo…

Arancha no terminó la frase. Todos sabían lo que había querido decir.

—Se encontró con las Twittercop —sonrió Vázquez.