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Diana Dávila se desperezó soñolienta, sentada en la cama. Esa noche no había dormido bien, un mal sueño recurrente la mantuvo en vela hasta casi las cinco de la madrugada. Sobre la mesilla de noche resplandecía el cañón de la recién adquirida Glock 36. Aprovechó cuando apagó la alarma del despertador para acariciar la culata de la pistola con la palma de la mano derecha.
—Mierda —balbuceó.
Un fino rayo de luz se colaba por la rendija de la persiana. En la cómoda había un paquete de tabaco sin empezar y al lado había otro paquete arrugado. El cenicero contenía dos cigarrillos que se fumó antes de acostarse.
Se puso en pie con torpeza y se encaminó descalza hacia el cuarto de baño. A pesar de llevar una semana en el piso de alquiler, aún no se había acostumbrado a la posición de los interruptores de luz, tuvo que dar dos manotazos hasta que acertó. Las dos bombillas del aseo se encendieron. Diana vio su rostro ojeroso reflejado en el espejo.
—Estás hecha un asco —se dijo a sí misma.
Se quitó las bragas y los calcetines blancos que siempre usaba para dormir y abrió el grifo de la ducha. Sabía que el chorro de agua sobre su cabeza la terminaría de despertar. Mientras se enjabonaba se ilusionó con la posibilidad de entrar en la Brigada de Investigación Tecnológica del Centro Policial de Canillas. Cuando juró el cargo como policía no salió ninguna plaza para Barcelona, Huesca o Zaragoza, que era lo más próxima que podía estar de su madre. Alexia, Xía como siempre la llamó ella, vivía en Canet de Mar, un pequeño pueblo de la provincia de Barcelona. La buena mujer siempre quiso tener cerca a su hija, pero la comisaría más próxima era Barcelona y con el despliegue de la policía autonómica y las pretensiones independentistas de Cataluña, las plazas para la Policía Nacional de Barcelona se habían acabado. Las ciudades más próximas como Zaragoza o incluso Huesca, también habían cerrado el grifo de las vacantes, así que Diana se tuvo que conformar con aceptar el destino de Madrid cuando juró el cargo. En la comisaría de distrito donde llevaba un mes no se encontraba a gusto. Patrullar no era lo suyo. Estar todo el servicio conduciendo por la ciudad era agotador y poco enriquecedor para una mujer ambiciosa como ella. Todo recién ingresado en la policía rehúye el rutinario trabajo de las radiopatrullas, los policías jóvenes siempre sueñan con entrar en las Brigadas de Policía Judicial.
Cuando salió de la ducha se vistió en la habitación con un pantalón vaquero ajustado que planchó la noche anterior y una camisa de hombre de manga larga a cuadros. Quería ofrecer un aspecto juvenil, pero reflexivo al mismo tiempo. Diana sabía que la apariencia era lo más importante a la hora de adjudicar una plaza en la policía. Desconocía quién la entrevistaría, pero como supuso que sería un hombre, seguramente un inspector jefe entrado en la cincuentena, no se puso sujetador. Y la camisa se la dejó por fuera; le daría un aspecto más impúdico.
—Cómo me gusta el verano —dijo mirándose en el espejo del baño.
A través de la camisa se percibían levemente los dos botones de sus pezones. Diana se los acarició unos segundos hasta que se hincharon.
—¡Uf! —exclamó—. Ni tanto ni tan calvo —dijo—. O ese entrevistador se pondrá palote total.
Quería parecer excitante porque sabía que si el entrevistador era un hombre su aspecto influiría en la asignación de la plaza. En una entrevista anterior ya lo había probado y le salió bien. Tan solo tenía que frotarse unos segundos los pezones para que se erizaran. Ella sabía lo excitante que era para un hombre unos pezones resaltando por debajo de una tela fina. Se reservaba la baza de la camisa por fuera en el caso de que fallase todo lo demás. Diana tenía habilidad suficiente como para entreabrir ligeramente la blusa y dejar a la vista su ombligo remachado con un piercing plateado. Si fallaba todo lo demás, la visión de un piercing en el ombligo acabaría por convencer al entrevistador.
Abrió el primer cajón de la cómoda y extrajo un baúl pequeño de madera donde guardaba sus alhajas. Cogió una cadena de oro muy fina.
—Ummm, de abuela —dijo cuando se la vio puesta.
Repitió la operación con una cadena de plata.
—Baratija.
La elección de un colgante de Swarovski con la inicial de su nombre en una placa de acero le pareció más apropiada.
—Perfecto.
Mientras subía el café cogió los útiles de maquillaje y se dispuso a perfilarse los ojos.
—Bien maquillada, pero sin parecer un loro —dijo sonriendo.
Durante esa semana había hecho patrullas peatonales por la calle Serrano y el sol de junio le había sonrojado las mejillas, por lo que no necesitó ponerse colorete. Había tenido dos compañeros y con los dos no llegó a congeniar. El primero por ser mayor y excesivamente proteccionista. El segundo demasiado joven, de su edad, y tan presuntuoso que incluso llegó a pensar que tendría alguna oportunidad con ella. Pero Diana no estaba por la labor de liarse sentimentalmente con ningún compañero de trabajo. Como mucho algún aquí te pillo aquí te mato, pero ni eso. En ese sentido Diana lo tenía muy claro: «Donde tengas la olla no metas la polla».
Se rio de su ocurrencia.
—¡El café! —gritó de repente.
Corrió hasta la cocina. La cafetera empezaba a humear, hacía unos segundos que había subido el café y se estaba recalentando. Diana sacó una vieja tostadora de uno de los armarios y extrajo una rebanada de pan del congelador. Mientras se calentaba el pan regresó al cuarto de baño a terminar de maquillarse.
—¿Coleta o pelo suelto? —se preguntó.
Una coleta sería muy excitante en el caso de que el entrevistador fuese un hombre mayor. Pero en el caso de que fuese de mediana edad, cerca de los cuarenta, le gustaría el pelo suelto. Tenía que decidirse cuanto antes para escoger unos pendientes acordes. Con coleta se pondría unos de botón y con el pelo suelto unos de aro. El pelo suelto le daría un aire cautivador, y la coleta, un aspecto juvenil.
—¿Cómo será ese tío? —se preguntó.
Diana pensó que hubiera sido una ventaja conocer a su entrevistador. Si fuese un inspector jefe de avanzada edad, rondando los sesenta, se atrevería a ir con dos coletas. La chica sabía que nada le gustaba más a un añoso que una virginal jovencita con coletas.
—Añoso —murmuró.
Hacía tiempo que Diana no pensaba en ese calificativo. Los añosos eran los hombres mayores que se acostaban con su madre por vicio. Esos hombres venían a casa de la quebradiza Xía con la única finalidad de retozar un rato en su cama. No la querían, ni hubo nunca un asomo de amor hacia su madre. Ellos llegaban por la tarde, se tomaban un cubata en el comedor de la casa. Sonreían. Le decían a la niña Diana lo guapa que era, mientras la miraban con lujuria. Les traicionaba su mirada sobre las rodillas desnudas de Diana y sus incipientes senos que pujaban por asomar a la pubertad. Por la noche Diana los escuchaba jadear babeando mientras los muelles de la cama de su madre chirriaban bajo el peso de esos hombres. A la mañana siguiente su madre siempre tenía ojeras. Y en sus ojos se reflejaba la infelicidad. Un frasco de perfume caro, un colgante de oro, un bolso o incluso una botella de licor, era el precio que esos añosos pagaban por follar con su madre. «Añosos, añosos, añosos. Malditos añosos». Diana bautizó con ese adjetivo a todos los hombres mayores que se acostaban con su madre por placer. La desvalida Xía, madre soltera, buscaba en ellos la protección de un hombre. Con ellos se sentía segura. Pero ellos solo querían follar. «Tu hija será una mujer muy guapa», le dijo uno mientras Diana balanceaba las piernas sentada en un destartalado tresillo de escay que llenaba el comedor de la casa de Canet de Mar. «Deja a mi hija —se enfureció Xía—. A mi hija ni la nombres».
—Como el entrevistador sea un añoso lo tengo en el bote —dijo Diana terminándose de arreglar el pelo.
Regresó a la cocina y untó mantequilla en la tostada. Se llenó una taza de café y abrió un paquete de tabaco. Con la tostada en una mano, la taza en la otra y un cigarrillo en la boca, se dirigió de nuevo al cuarto de baño.
—Al final voy a llegar tarde —se dijo.
Ya eran las ocho de la mañana y a las diez en punto tenía que estar en la sede de la Brigada de Investigación Tecnológica del Centro Policial de Canillas, en la calle Julián González Segador de Madrid. Entrar en esa brigada supondría un salto cualitativo en su recién estrenada carrera policial. Le apasionaba la idea de investigar todo lo referente a los delitos tecnológicos. Sería una policía de guante blanco. Nada de peleas de borrachos en zonas de ocio. Nada de atracadores, ni patrullas durante noches interminables. Mientras pensaba en eso se acordó del veterano compañero que tuvo en la comisaría de Huesca cuando hizo las prácticas, el afable Andrés Hernández.
—Tengo que llamarle un día de estos —dijo en voz alta.
Andrés era un policía veterano que consiguió que Diana se fiara de los añosos. Él era distinto. Él era buena persona. Andrés nunca se le insinuó, ni la trató como a una mujer objeto. El tiempo que Diana compartió con él en la comisaría de Huesca fue el mejor inicio que una joven policía en prácticas podía tener. Andrés le explicó cómo era la Policía Nacional en España hacía treinta años, el cambio que había sufrido la institución con la democracia. Pero lo más importante que aprendió de él fue que no todos los hombres son iguales, que no todos eran como esos babosos que visitaban a su madre cuando ella era pequeña.
Dejó la taza de café en la cocina y se encaminó al cuarto de baño. Delante del espejo se echó un último vistazo. Con la mano derecha ladeó levemente la camisa a la altura del vientre, mostrando su ombligo traspasado por un reluciente piercing.
—Como sea un añoso me va a dar la plaza, seguro —dijo en voz alta.
La joven policía deseaba que el entrevistador fuese un hombre maduro como los que iban a casa de su madre cuando ella era pequeña. Un hombre como esos le daría la plaza solo por tenerla a ella cerca. Un hombre como esos soñaría con la esperanza de tener sexo con ella.
—Vamos allá —susurró al salir de casa.